El peluche asesino

Por ANDRÉS BURGOS
Ilustración de Elizabeth Builes

Dos meses y diecisiete días después de que Valeria lo dejara, Carlitos decidió adoptar una perra. Sufrir un abandono sin mayores avisos ni posibilidades de reparación, con años de relación armoniosa y una vida juntos borrados de un plumazo, no le había dejado mucho que perder. Cuando el anuncio del refugio de animales se le coló en Instagram entre las caras felices del resto del mundo, no indagó más: sería la que aparecía en pantalla.

Olivia era más pequeña de lo que aparentaba en la fotografía. Y menos joven. Pese a su cara de cachorra, le calculaban unos cuatro años. El lomo no sobrepasaba la parte baja de las rodillas de Carlitos y habría resultado imposible asignarle cualquier asomo de una raza reconocible. Daba la impresión de que en ella convergían en caos todas las vertientes sin que esto le restara un ápice de su belleza objetiva. Habría alcanzado sin esfuerzo el codiciado puesto de modelo en alguna de sus fotografías comerciales.

Le dijeron que esa bola de pelos rubios medianamente ondulados ostentaba un carácter tranquilo pero firme. Así lo confirmó la carencia de drama con la que se dejó llevar fuera del refugio. Al llegar al apartamento, entró con confianza de propietaria. Para ella el mobiliario fue paisaje vano. Paseó su hocico como trámite por los muebles a los que Valeria había dedicado su mejor cuidado y rápidamente se olvidó de ellos. Era evidente que no los iba dañar. Una lástima. Que su ex no se hubiera preocupado por llevárselos duplicaba la ofensa. La noche antes de la adopción, él alcanzó a fantasear con una esquina deshilachada de la mesa de centro, tan pretenciosa en su madera lisa y exótica. La perra se limitó a elegir un rincón del sofá y a echarse allí con la imperturbabilidad de quien ha pasado por todo en esta vida.

Carlitos se consoló con la idea de que a Valeria le habría dado un infarto al ver cómo estampaba un croquis de pelos en el gris sofisticado de los cojines. Era cuestión de paciencia. La iba a dejar hacer lo que le diera la gana. Si quería vivir trepada en los muebles, comerse los helechos, acabar con sus zapatos y orinarse en cada rincón, que lo hiciera. Sería un avance cualquier cosa que le arrancara una sonrisa, un suspiro enternecido, la necesidad inmediata de tomarle una foto y hasta un gesto ofuscado. Un terreno ganado a la vacuidad que había ido llenando su vida. Confiaba en Olivia para disminuir ese pellizco en el plexo solar, las ganas perennes de llorar.

Pero ella no se comprometió con la causa. Lo decepcionó con su comportamiento de inquilino ejemplar. Esperó siempre a la hora de la salida para hacer sus necesidades, no perturbó la paz burguesa con sus ladridos y ni siquiera impregnó el aire con almizcle o mudó demasiado pelo. Sin acudir a la grosería, recibía sus mimos con la cola inmóvil y la mirada al vacío de una amante resignada pero desdeñosa. Después, se marchaba al rincón más distante. Lo ustedeaba con el cuerpo.

Aunque acudió a cuanta artimaña se le ocurrió para tentarla, Olivia se negó a compartir su cama. Tampoco expresó entusiasmos evidentes hacia la comida y los pasabocas, pese a que el empaque y el precio hablaban de experiencias sublimes. Cuando se propuso romper su flema con retazos de jamón serrano, ella los recibió con la misma impavidez que se zampó un pedazo de arepa seco abandonado en un rincón.

Carlitos no aflojó en su empeño y procedió a la compra de pelotas. Así, en plural, porque aunque alguna vez había fotografiado cientos para un catálogo, no estaba seguro de cuál sería la adecuada. Le llevó un par de las pequeñas, una blanda y una dura, además de una mediana que rebotaba y otra que prefería permanecer a ras de suelo; agregó al paquete una grande que implicaba un reto y, porque sí, un pollo de caucho que emitía un gemido angustioso cuando se le presionaba. La perra, al primer quejido irritante, liberó al ave y no volvió a prestarle atención. Igual suerte corrieron las pelotas. Esto no lo sorprendió ni lo desanimó. Le habían dicho que los perros callejeros, y al parecer ella lo había sido un par años antes llegar al refugio, no eran muy proclives al juego. Lo suyo se limitaba a la supervivencia.

Para tantear una nueva aproximación, programó una visita a un parque famoso por su zona de juegos. El cartel identificaba como “Área canina” a un terreno amplio, enmarcado por una barda lo suficientemente alta y cerrada para que decenas de animales corrieran libres de las correas. Olivia mantuvo una distancia protocolaria con los perros que vinieron a saludarla y con un par de muchachas, quienes enternecidas con sus orejas motosas soltaron un chillido conjunto. Cuando se hartó, que fue pronto, buscó el claro más alejado de las carreras, los amagos de bronca y los amos que intercambiaban consejos. Carlitos la siguió y se paró junto a ella a observar a los demás. Ya no se dejaba engañar por la dulzura de sus ojos. Sabía que más allá de ese brillo hipnótico de animación japonesa había un análisis minucioso del entorno. Algo no la terminaba de convencer y sopesaba cómo encajar. La persecución terminó de aclararles a ambos su rol.

Un macho de pastor que la doblaba en tamaño tuvo la audacia de acercarse con alegría amistosa y el rabo hecho un metrónomo. En el momento en que una pata del intruso sobrepasó el perímetro de soberanía, que abarcaba unos seis metros, la perra corrió disparada hacia él. No ladró, no gruñó, simplemente enfiló con la cabeza en ristre como si pretendiera embestirlo. El pánico en la reacción del pastor, su giro angustiado y la carrera para huir despavorido demostraron que las intenciones eran serias y extremas. Nada de advertencias diplomáticas. Hasta que ella desistió de alcanzarlo, la vida del otro animal estuvo en riesgo.

Nadie más lo notó. Carlitos, en cambio, revivió el aflojamiento de piernas de aquella vez que en una calle del centro cruzaron corriendo frente a él un par de masas en harapos. Un drogadicto corría tras otro, puñal en alto, a lo que le daban las piernas. La actitud decidida del perseguidor era la misma de Olivia en ese instante; una convicción que se desvaneció, para una nueva sorpresa, en el camino de regreso. Ella se sentó de nuevo a su vera y recuperó el aura angelical que había enamorado a las muchachas. A él le tomó unos segundos adicionales salir del desconcierto. La perra siguió oteando tranquilamente a la distancia. Un peluche asesino. El sentido del ridículo le trepó a Carlitos por el esófago y desembocó en risa. Casi carcajada. Una sensación olvidada que a esas alturas, sin embargo, no duró. La melancolía tiznó su desahogo. Ese habría sido el típico chiste para compartir con Valeria, un guiño íntimo muerto antes de nacer.

El retroceso en el duelo lo hundió en una flagelación introspectiva. Se lamentó de que la vida fuera siempre tan enrevesada para él. ¿Por qué incluso esto tenía que salirle cuesta arriba? Se hubiera conformado con una perrita normal. No tenía que comportarse a la altura de Tomate, la estrella del área de juegos. No esperaba que desbordara carisma como ese salchicha minusválido al que se le aprendió el nombre de inmediato y ya jamás iba a olvidar. Iba de un lado a otro saludando como un político en campaña. La gente sonreía conmovida cuando lo veía correr, desbordante de alegría, las patas delanteras halando la retaguardia yerta y las extremidades posteriores como apéndice, inútiles para algo diferente a ser la base de su silla de ruedas. Un ejemplo admirable de superación y ganas de vivir. Cada uno de sus ademanes pedía una fotografía perfecta, un mensaje de inspiración. Conmovedor, sencillamente conmovedor. No aspiraba a que su perra fuera la protagonista de una fábula así. Habría bastado que se bajara un escalón de su pedestal para hacerlo menos infeliz.

Su ruego fue escuchado y el deseo concedido. Al regresar de sus cavilaciones, le enfrió el pecho la ausencia de Olivia a su costado. Se tranquilizó cuando la localizó en una esquina, entretenida con un objeto que le ocupaba la totalidad de la boca. Una pelota, descubrió al acercarse unos pasos. Se detuvo, no fuera ser que la espantara o activara algún mecanismo que trajera de vuelta la compostura orgullosa. Repantigada en un gesto infantil, dejaba caer la esfera y la hacía pivotear entre los cojines de sus patas antes de volverla a atrapar. Carlitos quiso dilucidar qué podría haberle visto que no tuvieran los juguetes que él le había propuesto. El tamaño y la textura parecían ser los mismos de una de las bolas que había rechazado. El arrobamiento hablaba de una magia que escapaba a su comprensión inmediata. Tal vez el olor o la superficie desgastada le traían noticias de colmillos que la horadaron en el pasado y eso le gustaba. ¿De dónde la había sacado? ¿Tendría dueño?

El tremor de las rueditas sobre el cascajo no fue suficiente para alertarlos del embate repentino. Aprovechando un flanco ciego, Tomate llegó desde atrás y se apoderó de la pelota con precisión de carterista. Quiso emprender la huida como continuación del mismo impulso, pero la reacción de la perra bordeó una velocidad sobrenatural. Un par de zancadas la pusieron junto al ladrón. Tumbó su propio costillar, después de aferrarse con los colmillos a la piel del cuello, para hacerlo perder el equilibrio, describir una parábola y convertirlo en una nube de polvo. Carlitos captó la interceptación en cámara lenta. La llave silenciosa fue tan perfecta, tan plástica, que la admiración opacó al pánico. Este solo llegó cuando un par de gritos escandalizados brotaron entre el público permanente de Tomate, que ululó como si lo hubiera atropellado un camión. Las rueditas se desprendieron del cuerpo y quedaron mirando al cielo, aún en movimiento, como las carretas atacadas por los indios en las películas de vaqueros. Carlitos impidió con un alarido que Olivia le saltara al cuello a Tomate, ahora desgonzado: un globo sin aire. Ella recuperó el talante, recogió la pelota y se retiró a su esquina.

En el silencio consiguiente, una vez que se comprobó que Tomate no había sufrido ningún daño, le llovieron miradas acusatorias. El grupo de admiradores del salchicha armó un corrillo mientras lo volvían a enganchar a la prótesis y lo arropaban de mimos. Las disculpas que Carlitos quiso tartamudear no fueron necesarias porque la dueña de la víctima se adelantó a excusarlo. Era joven y guapa, guapísima, una morena alta de atuendos casuales que habrían encajado por igual en una cena informal o una clase de yoga. Tenía todo el potencial para ser la imagen de algún suplemento dietético. Con tono comprensivo y una sonrisa encantadora, ella le dijo que así eran las cosas entre los perros y le restó importancia al incidente. Su nobleza despertó la admiración de los testigos mientras se ampliaba la brecha que sepultaba a Carlitos en la ignominia. Entretanto, Olivia mordisqueaba la pelota desentendida del mundo.

La mamá de Tomate, como se había identificado, extendió el diálogo. El coqueteo sutil, la posibilidad de que su historia diera un vuelco mayor que el del salchicha, pasmó a Carlitos con el ladino encandilamiento de la esperanza. Ella habló de una confusión. Tomate tenía una pelota igual, su favorita, y la había perdido hacía poco allí mismo. Por más que la buscó, no pudo encontrarla. El perro la extrañaba como a su mejor amiga y ninguna otra había conseguido reemplazarla. Ni siquiera lograba animarlo una igual que había comprado en una página canadiense de internet. Carlitos no pudo resguardarse mucho tiempo en un presunto silencio solidario porque tanto ella, como quienes seguían atentamente la conversación, se quedaron esperando a que dijera algo. Olivia dejó su juego y se enfocó también en él. Cualquiera habría dicho que sabía lo que estaba en pugna. Él pasó de los labios carnosos y prometedores de la mujer a la mirada de reproche anticipado de la perra. Y se habría quedado a vivir en ese péndulo si no hubiera acudido la providencia en su auxilio. Él mismo se asombró al responder que entendía perfectamente la situación. Olivia también se había enamorado de esa pelota… desde que era una cachorra. La mudez le correspondió ahora a la mamá de Tomate. El intercambio murió en un limbo incrédulo que Carlitos aprovechó para despedirse. No podría soportar un mayor escrutinio. Atravesó un corredor de sospechas y se marchó con la cabeza gacha para nunca más volver. Olivia lo siguió meneando la brocha de su cola y el tesoro apretado en la pinza del hocico. Esa noche durmió en la cama con él.

Golpe de espuelas

Por JULIO CÉSAR DUQUE CARDONA
Ilustración de Hugo Díaz Montoya

A Jairo Aníbal Niño, por siempre.

En el año 1967 estuve bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño, poeta, pintor, dramaturgo, en el grupo de teatro de la Universidad Nacional donde estudiaba. Antes, este grupo había estado funcionando con la dirección de Óscar Collazos, pero fue Jairo Aníbal quien le dio firmeza y consistencia con su actitud rebelde. Ese mismo año montamos dos obras que compitieron en el festival nacional estudiantil. La primera de esas obras era de Fernando Arrabal, autor español. La obra se llama Guernica, escrita en nombre de un pueblo vasco bombardeado en la guerra civil española, objeto de la famosa pintura de Picasso. Según las reglas del festival, organizado por la Asociación Colombiana de Universidades, se podía presentar una obra teatral de cualquier país, siempre que estuviera acompañada de una creación nacional. Jairo tenía entre sus obras una llamada Golpe de espuelas. Ninguna de las obras de Jairo Aníbal era inocente, todas tenían un sentido social y sobre todo político.

Golpe de espuelas es una farsa sobre el poder en la que las fuerzas vivas de la nación están representadas por comerciantes, militares, el cardenal, un negociante y un industrial. El presidente es acorralado por su propia “junta directiva” y en un momento de desespero acepta jugarse el poder con los militares en una riña de gallos, que las fuerzas vivas garantizaron que sería tan limpia como el aire del campo. Estábamos en plena época de dictaduras en América: Pérez Jiménez en Venezuela; Trujillo en República Dominicana recién había sido asesinado; incluso habíamos tenido a Rojas Pinilla en Colombia.

El jurado del festival nacional era maravilloso: Enrique Buenaventura, Óscar Collazos y un señor español muy querido, Alberto Castilla. Los tres se pusieron de acuerdo para declarar ganador del festival al grupo de la Universidad Nacional, seccional de Medellín, compartiendo el premio con el grupo de la Universidad Santiago de Cali. El premio era un patrocinio para ir al festival mundial de teatro estudiantil en Nancy. Recordemos que estamos en 1967. En el año 68 el festival fue suspendido con motivo de las inolvidables jornadas de mayo en París. Entonces se nos aplazó el viaje para el 69. Nos convino, porque pudimos montar bien las obras. Con una de ellas fuimos a inaugurar el festival de teatro de Manizales, mientras seguía en remojo, por supuesto, la promesa del viaje.

Cuando el viaje se hizo realidad Jairo Aníbal nos dijo:

—Compañeritos, hay que resolver la presencia de los gallos para la presentación de Golpe de espuelas en Europa. Creo que hay que llevar verdaderos gallos de pelea para que la obra tenga un cierre espectacular. Pero allá no deben conseguirse fácil.

Dicho y hecho, Jairo consiguió unos gallos de pelea jubilados, en una gallera muy famosa que existe todavía en Medellín, llamada Cantaclaro. Nos enviarían tres gallos en maletas de madera especiales, equipaditas para el viaje. Tres, por si uno de ellos se enfermaba o moría en el camino… Era un viaje larguísimo: Medellín-Miami, Miami-Nassau, Nassau-Luxemburgo y dos horas en tren de Luxemburgo a Nancy.

¿Y cómo transportamos esos gallos desde Colombia? Debíamos pasar por los Estados Unidos. En ese tiempo el consulado gringo en Medellín era en Junín con La Playa, en un octavo piso. En esa calle era donde los estudiantes hacíamos las manifestaciones contra el imperialismo yanqui; quemábamos la bandera de barras y estrellas, tirábamos piedras y, yo no sé por qué, pedíamos ser “otro Vietnam”. Ahora había que pedir permisos para transportar animales por el mismo territorio del imperio que odiábamos. Jairo Aníbal me pidió el favor. Yo era como el segundo a bordo. Él siempre hablaba así:

—Compañerito, compañerito, vaya usted al consulado, que yo… usted entiende, que eso no salga a nombre mío, porque Jairo Aníbal… Además podría tener problemas por ser profesor de la Nacho, eso es… problemas… usted me entiende…

Le sacó el cuerpo. Y yo no fui capaz de negarme, pues las ganas de pasear eran muchas. Fui al consulado, visajosito más bien, con gafas negras, afeitado, medio azarado. Yo, un tipo de izquierda y tal, universitario y actor de un grupo de teatro rebelde, alumno de Jairo Aníbal Niño, antiimperialista como nadie, El verano seco, la joda, a pedir un “permiso para transportar mascotas”. Así decía el formato. Pues lo pedí, y soy tan de malas que me lo dieron… A nombre mío. Tenía que viajar con esos hijueputas gallos. Y tenía que enfrentar personalmente la legalidad de esos gallos en Estados Unidos, las Bahamas y Luxemburgo, y luego ser su chaperón durante la estadía en Francia.

En el consulado, un funcionario altísimo, negro y barrigón, resguardado detrás de una ventanilla oscurecida de varios centímetros de espesor, me dijo: “Listo, firme aquí”. Yo leí muy claro y no vi por ahí la palabra “gallos”. Es que los norteamericanos no vieron los gallos, ni mucho menos que eran de pelea; nosotros pedimos el permiso para gallos pero ellos pensaron en mascotas: perros o gatos. El gordo ese buscó la correspondencia de “gallos” en una lista de traducción y puso B, I, R, D, S, birds, sin especificar si eran de corral o árbol, de jaula o de gallera. En fin, los birds quedaron consignados en el documento con una traducción directa, gallo igual a bird. Yo cargaba ese documento con la misma importancia del pasaporte. El permiso decía: Grupo de teatro de la Universidad Nacional representado por Eduardo Cárdenas: “El portador del siguiente documento es el responsable de, rayita, tres ‘BIRDS’ que van a ser necesarios para la representación de unas obras de teatro que van a participar en el festival de teatro mundial de Nancy. Harán escala, según el itinerario de viaje, de dos días en Miami, en el Hotel Americano. Se otorga el permiso”.

Bueno, iba por los gallos que el día anterior habían llevado a la casa del director y al llegar me dice el mismo Jairo Aníbal:

—Compañerito, compañerito, qué pena no haberle dicho antes, tenga en cuenta que vamos en un viaje de tres días de hoteles y más de catorce horas entre Medellín y Nancy. Entonces recuerde llevar en la maleta unos dos o tres kilos de maíz pira, que es lo que me dijeron en la gallera que comen esos gallos. Me dijeron también que les iría muy bien para el peso y estado físico, un complemento de lombrices vivas.

—Ay maestro, cómo así. ¿Lombrices vivas? ¿No será mejor si se alimentan solo de maíz?

—Compañerito: imagínese que usted sale tres días al extranjero. Lo van a poner a trabajar afuera y solo le llevan arroz. ¿No sería como maluca esa dieta?

—Sí, maestro, pero, ¿y dónde consigo yo lombrices a esta hora?

—Ah, eso es muy fácil, compañerito, no nos compliquemos. En la calle Pichincha con Carabobo se paran de madrugada los campesinos que les venden lombrices a los pescadores. Va y compra un paquete o dos, los lleva en bolsa de plástico bien sellado para que no se le vayan a salir esas lombrices de la maleta, y así les da comida balanceada para que estén agradecidos y felices. Gracias compañerito.

Y por segunda vez no fui capaz de decirle NO a nuestro director. Los tales pescadores también vendían cucarachas, ciempiés, mojojoyes y otros insectos. Tuve la tentación de darles ese premio gordo a los gallos. Pero yo no compré sino lombrices con un pedazo de tierra húmeda.

En eso me complementa Jairo:

—Compañerito, compañerito, antes de que se me olvide, tenga en cuenta que los gallos tienen protectores en las espuelas. Hay que verificar, cuando los saque de la caja, que tengan puesto el protector, porque si no, los gallos se pueden matar entre ellos. Con el protector solo se dan picotazos y patadas, en cambio con la espuela viva se hieren.

Otra vez, listo, maestro. Cada vez se iba complicando más la cosa.

Empaqué en la maleta los dos kilos de maíz y las tres bolsas de lombrices que compré para darle de a una a los gallitos y que no fueran a pelearse por comida. Al fin y al cabo, como cualquier trabajador, necesitaban proteína para su dieta. Recogí los gallos, y le resté a mi equipaje para que no me pusieran problemas de peso en el aeropuerto.

Fuimos citados al Olaya Herrera. Llevaron las maletas a las bodegas de los aviones. Cosa particular, viajamos en la aerolínea Aerocóndor, un nombre divertido. Digamos que los gallos iban en familia. El primer tramo fue Medellín-Bogotá. Mi mareo fue premonitorio de la tensión por responsabilizarme de los benditos gallos y las alimenticias de las lombrices. Ese avión empezó a chapalear en el camino. Fue una cosa terrible, yo pensaba en los gallos que estaban amarrados, pero nunca me imaginé que esos pobres animales iban a tener semejante tratamiento. Seguimos Bogotá-Barranquilla y llegamos a las dos de la tarde. Entonces cambiamos de avión, “tienen la fortuna de inaugurar los nuevos aviones tipo Electra para viajar de Colombia a Miami, son combinados turbo hélice”. Jairo Aníbal comentó que si en el experimento los aviones se caían, por lo menos los únicos que podrían volar serían los gallos. Todos muertos de la risa, éramos veintiuno. Estamos hablando de las tres de la tarde, o sea, esos pobres gallos no habían comido nada de la dieta recomendada ni habían salido de sus cajas.

Cuando llegamos a Miami ya había oscurecido. Era marzo y no había empezado la primavera. En Miami llegamos al sitio de equipaje y venían las tres cajitas ahí por la banda, zarandeándose, cuando uno de los guardias del aeropuerto preguntó: “¿Y esto qué es?”, pues se extrañó de la forma de las cajas. El tipo las sacó de la banda y yo dije: “Birds”, mostré el certificado. El tipo abrió la caja y, sin mirar el papel, se tomó la cabeza. “Esto hay que eliminarlo ya”, me tradujo uno de los compañeros. Había que desaparecer a los birds. ¡Ningún animal salvaje ni muerto ni vivo, ningún vegetal puede ingresar a los Estados Unidos sin permiso de las autoridades sanitarias! Era una medida absoluta. O sea, era una imprevisión de la embajada, de Jairo, de nosotros y la aerolínea. ¿Por qué Aerocóndor permitía transportar los hijueputas gallos? Tuve que contarle que yo no solo llevaba los gallos, sino tres paquetes de lombrices vivas y maíz pira para su alimentación, el hombre se cogió la cabeza. “¿Cómo así? ¿Dónde están las lombrices?”. Cuando vio mi maleta, el hombre comenzó a gritar, llamó por radio, vino más policía y llegaron dos bomberos con un horno en la mano. Teníamos en el viaje un compañero que hace rato no lo veo, un judío de Armenia llamado Morris Móberman, mono como un gringo y nació hablando inglés.

—Morris, qué está gritando ese señor.

—Pues está diciendo que ustedes están locos, que cómo van a traer maíz y lombrices, que toca que sacrificar esos gallos inmediatamente en los hornos. ¿Por qué no me contaste?

—¡Yo qué iba a saber! Hombre, ¿será quemar el maíz? ¿O las lombrices? ¿Pero los gallos? Pregúntales.

—Los gallos, hay que quemar esos gallos con sus lombrices y el maíz. Estados Unidos es el mayor productor mundial de maíz y no se pueden traer enfermedades a sus cultivos…

—Ahhhh.

Entonces le dije a Morris:

—Diles que piensen cómo hacemos para salvar del sacrificio a los gallos. Los necesitamos. Las lombrices vaya y venga… ¿Pero los gallos?

Y él conversó con ellos un rato, con los bomberos y a la media hora más o menos me tradujo:

—Oye, Eduardo, dale gracias a Dios que ahí estaba un cubano de los que ustedes llaman gusanos, escapados de Cuba, que está alegando con ellos. Dice que la solución para los animales y para ti, como encargado de los animales, es que desocupen el territorio norteamericano de inmediato. Las lombrices y el maíz van a ser quemados aquí, el cubano dice que la policía, por ley, no puede quemar los gallos directamente, la solución es que abandones los Estados Unidos ya.

—¿Cómo así, me tengo que ir de inmediato? ¿Devolverme?

—Sí, te tienes que ir ya, para donde sea.

La única forma era que yo tomara un avión Miami-Luxemburgo. Todos opinaban, los bomberos no se iban, la policía al lado para que yo no me volara con los gallos. La gente esperando a ver qué pasaba; unas cámaras aparecieron yo no sé de dónde, hasta que el guardia cubano que estaba con ellos vio nuestros tiquetes y dijo con pleno acento:

—Yo no voy a dejal matal loj gallo, que son palte de nuestra nacionalidá, vayan a la conexión y plegunten por un vuelo que salga Miami-Nassau y allá ejpelan sus compañelos, pero yo loj gallo no loj dejo matal… ¿Loj pelsigue el légimen de Castlo y ahora también los vamos a matal nosotlos? No, la clueldá pue…

Entonces ahí se me acerca Jairo Aníbal y me dice:

—Para que vea, compañerito, cómo es la vida, fue un gusano el que salvó la vida de los gallos. ¿Ah? ¿Quién iba a creerlo? Haga lo que él dice. Mejor para todos. ¡Además, para que no le quede consignado en su expediente como traficante de animales!

Qué iba a hacer yo, carajo. Jairo Aníbal me hizo una mueca de que no podía hacer nada ante el poderoso imperio yanqui. No quería abrir la boca. Entonces fuimos a una taquilla a comprar el tiquete:

—Pero yo no me voy solo, maestro, tengo que ir con alguien que sepa explicarse en inglés, mire lo que nos pasó.

Morris y yo fuimos a buscar el vuelo para Nassau. El primero salía a las diez de la noche. Los gallos llevaban doce horas sin comer, además del frío que habían aguantado en las bodegas. Volamos con los gallos. No teníamos mucha información de que Nassau era un protectorado inglés donde la mayoría de habitantes eran negros, que estaba lleno de casinos y hoteles, y que había reemplazado a La Habana como paseadero de los gringos después de la revolución.

Entre vueltas y revueltas nos dieron las doce de la noche en el aeropuerto de Nassau y los gallos seguían encajados. Cuando fuimos a recoger los equipajes vimos las cajitas temblando y los vigilantes negros en traje de paño, chaqueta azul oscura y pantalón blanco, parecían de una banda de guerra de los colegios de Medellín. Queridos, sonrientes, con un inglés como medio patuá. A uno le causó curiosidad la forma de las cajitas, se arrimó y preguntó: “¿Qué es esto?”, “Birds”, le dijimos. “¿Birds?”.

Yo no le había mostrado el certificado cuando el tipo levantó la tapa, abrió la boca y dijo: “No birds, fightings cocks!”, gritó. Algarabía en la fila, risas, todos los negros, vigilantes, barrenderos, azafatas, turistas se vinieron a verlos. Los querían tocar, destaparon las otras dos cajas y vieron que eran tres gallos hermosos. Entonces el primero que había preguntado me ofreció comprarlos. La contradicción, mientras el imperio gringo los iba a quemar, el imperio británico quería comprarlos. Yo todavía recuerdo el asombro, les tuve que explicar a través de Morris que no podíamos venderlos, iban para el quinto festival mundial de teatro de Nancy, eran protagonistas del final de una obra. Con esa historia, el policía nos dejó pasar. Tomamos un taxi para ir del aeropuerto a la zona de los hoteles.

Nos bajamos en el primer hotel que vimos. Resulta que empezamos a llenar las tarjetas de registro y claro, en la barra donde estábamos, el dependiente del hotel se empinó, miró por encima de la barrera y nos preguntó por lo que llevábamos en las cajas. Nosotros: “Birds”. Hubo una pausa silenciosa de aceptación, el tipo siguió escribiendo tranquilo y de pronto, los gallos, sintiendo el calorcito de la isla, comenzaron a cantar y a aletear; ¡kikirikí!, ¡kikirikí! Al tipo se le desorbitaron los ojos y volvió otra vez sobre la barra: “No birds. ¡Fightings cocks!, ¡out!, ¡out!”. Está prohibido en esta isla por la ley de Inglaterra tener mascotas agresivas en el hotel, out. Nos sacaron del hotel. Ni en este ni en ningún hotel de la isla se los recibirán, nos dijo en ese patuá.

Quedamos con dos opciones: dejar los gallos en la calle, o irnos con ellos a dormir a la playa. Morris era un judío maravilloso. Se rio y me dijo:

—Vamos para la playa, hombre Eduardo.

Con las maletas hicimos cambuche y almohadas y las cajitas a los lados, y nos preguntamos: ¿entonces duerme uno y el otro vigila? Pero Morris era el traductor, muy importante para mí, entonces yo le dije, no hermano duerma usted que yo vigilo. Y se echó a roncar. Yo me quedé viendo el faro, las estrellas, las luces de los hoteles, ahí, pensando en cómo uno se enreda la vida de fácil, por no saber decir no. Cuando me di cuenta de que habían pasado varias horas y casi de madrugada, llamé a Morris:

—Yo voy a dormir siquiera dos horas para salir a buscar alimento para estos gallos ahora que abran las tiendas.

Él se sentó a vigilar. Yo me eché sobre las maletas, pero mi sueño fue perturbado por una fiesta de turistas jóvenes que terminó entre jadeos y contorsiones.

Cuando los gallos vieron la luz decidieron aletear y cantar, seguramente capturaron algunos insectos. Esperamos un poquito para hacer una cosa que no habíamos podido hacer en los aeropuertos, alimentar en forma y darles agua a esos pobres gallos que ya iban a completar veinticuatro horas con nosotros. En un vaso desechable conseguimos agua dulce y pensando en ir a comprar maíz pira atisbamos a un taxista con buena pinta para que nos llevara a un almacén, y luego hacerle una propuesta indecente: recibirnos los gallos mientras esperábamos la compañía, que llegaba en dos días más para salir a Luxemburgo.

El primer taxista que paró nos preguntó:

—¿Y esas cajas?

Y le contamos que no nos los recibían en un hotel. Le explicamos y no lo podía creer.

—¡Qué maravilla!, ¿gallos de pelea? Están prohibidas las peleas de gallos en esta isla anglicana, pero la gente las sigue y la autoridad las deja pasar porque ahora viven aquí muchos cubanos emigrados. Esos gallos aquí valen un dineral, son un espectáculo prohibido. Se pueden criar pero no se pueden poner a pelear. Llevémoslos para mi casa, yo tengo un patio, les damos comida y tal vez puedan encontrar insectos.

Bueno, el taxista mismo entró al supermercado, compró el maíz, y nos dijo:

—Nos vamos para mi casa, para que los gallitos descansen.

La felicidad de todos esos negritos con gallos multicolores en la casa, el taxista tenía como cinco hijos, la señora en embarazo feliz con el espectáculo. Todo el mundo, qué belleza, cuánto valen, aquí en la isla los llaman game cocks. Luego el hombre nos llevó a un hotel. Nosotros le pedimos que fuera cinco estrellas, nos dimos la gran vida, comimos bien, tomamos whiskicito, pero comenzamos a pensar que el taxista podía enamorarse de los gallos y no volver a aparecer. No sabíamos cómo llegar a su casa.

Morris me dijo:

—Qué va hombre, esto no es Colombia, aquí es diferente, la gente es honrada, cumple la ley y son evangélicos.

Esa noche dormí regular pensando en si iba a volver a ver los gallos. Qué diría el director si se perdieran. Al día siguiente llegaron nuestros compañeros, nos buscaron en el hotel, les habíamos comunicado por fax dónde estábamos. Se burlaban de mí, el padrino de gallos y lombrices, me decían. Fuimos por nuestros tres compañeros de viaje y los negros nos dijeron:

—Ay, ¿se los van a llevar? Pensábamos que no volverían por ellos.

—Los necesitamos para nuestro trabajo, les faltan doce horas de viaje, de regreso se los podríamos dejar. Muchas gracias.

En Luxemburgo no nos pusieron ningún problema, los gallos pasaron derecho, sabían del festival, de los 75 países invitados. Llegamos a Nancy y de nuevo el problema, en los hoteles no se podía entrar con los gallos. Entonces le pedimos ayuda a la chaperona del grupo. La función sería en cuatro días. Ella ofreció su casa, tenía un sótano, les daría alimento una o dos veces al día. Lo que no tuvo en cuenta es que los gallos cantan a cualquier hora, si se asustan o hay un ruido, un rayo, una luz. Los gallos estaban amarraditos, porque hay que amarrarlos, si no se pelean entre ellos y se matan. Ella se los llevó y como andaba con nosotros para arriba y para abajo, llegó por la noche y el papá estaba exasperado:

—No, no, me tiene que sacar esos gallos de aquí. Me van a enloquecer…

Concluimos que lo mejor era meterlos a las cajas con la comida, no podían estar afuera, iban a estar aleteando y saltando. Llegó el día de la función, una cosa maravillosa porque los gallos entraron a nuestros camerinos, hermosos, teatro clásico como el Colón, en la plaza Stanislas. En los camerinos había ese juego de espejos, uno se mete dentro del espacio que dan los tres espejos para poderse mirar el vestuario, el peinado, para uno verse por detrás. Yo saqué un gallo mientras nos maquillábamos. Entonces el gallo vio reflejado a su enemigo en el espejo y arrancó a pelear con él, pras, contra el vidrio, se cayó y arremetió ahí mismo, se iba a matar con sus propios golpes. Lo tuve que volver a meter en la caja. Ya tenía ganas de pelea, y los otros quedaron cebados luego de escuchar al gallo enfrentado con su reflejo.

Primero se presentó la obra de Arrabal. Se hizo una reproducción del Guernica, de Picasso, de doce metros de largo, por ocho y medio de alto, que cubría el escenario. Esa pintura la hizo uno que fue Juan Valdez por mucho tiempo, Carlos Sánchez, muy famoso, que fue actor nuestro. Era el escenógrafo del grupo. El público se componía de asilados de la guerra civil española emigrados a Francia o expulsados por la dictadura de Franco, muchos de ellos obreros comunistas.

Se llenó la sala y lo interesante es que cuando el telón se abrió, empezó el murmullo desde la oscuridad a la penumbra, y se fue percibiendo el Guernica con esas proporciones y comenzó un aplauso cerrado del público como en honor al maestro Picasso o a quien le había copiado tan bien. Luego hubo un intermedio para quitar el telón de fondo y poner las cinco sillas donde debían sentarse los personajes de las fuerzas vivas de la nación en nuestra obra, y un perchero donde el cardenal colgaba la capa morada y donde el general ponía el quepis. Llegó el momento. El presidente lo hacía Jairo Aníbal mismo con un vestido sacoleva. Era un presidente de gafas y bigote. Y cuando van a definir el poder a puñaladas, entonces el negociante propone: “No, no se maten, traigan gallos para que definamos quién queda en el poder”. Dos compañeros entran con sendos gallos y los ponen uno frente al otro, los torean, les mueven el cuerpecito en un vaivén y gritan: “¡Ya!”. Los sueltan y en un momento vuelan plumas por todo el escenario. Y cada uno gritaba, apostaban entre los personajes, pelearon veinte minutos, yo creo que era un récord mundial de pelea de gallos. Uno de ellos, el que iba a ganar tenía un espolón artificial con una cuchilla: el gallo del general. En tanto que el gallo del presidente tenía el cubrimiento de la espuela que me había dicho el maestro. Eso lo vine a saber minutos antes de entrar a la escena: Jairo Aníbal no nos había contado que uno de los gallos tendría que morir en la escena final.

Creo que el gallo del presidente fue valiente para pelear veinte minutos contra un cuchillo.

Me puse triste, ya quería a los benditos gallos. Los obreros españoles se pararon, aplaudían, gritaban, eso era un frenesí, hasta que el gallo con el cubrimiento de la espuela cae, era el del presidente porque así estaba planeado. Entonces el general que da el golpe coge su gallo sin heridas y les dice a sus compañeros de junta:

—Váyanse, váyanse ya o los meto a la cárcel por apátridas.

Se llevan preso al presidente y se para sobre el escritorio con el gallo en el brazo y hace varios disparos al aire, se golpea el pecho como un simio y luego se sienta en la silla presidencial con los zapatos sobre el escritorio y el gallo en la mano: suelta la carcajada, bajan las luces y el aplauso espectacular. Era la misma farsa que habían vivido los emigrados españoles, nada más y nada menos, su país tomado por criminales de guerra. Atronadores aplausos.

Los dos gallos que quedaban, a las cajas. Nos desmaquillamos, nos fuimos a descansar después de esa muy bonita presentación, y entonces: bueno, ¿ahora qué hacemos con los dos gallos?

Nicole, la chaperona, dijo que los llevaba a su sótano, pero solo por esa noche.

Teníamos un día para salir de los gallos. Tomamos una decisión maravillosa, yo no recuerdo muy bien si fue Jairo o Nicole quien sugirió donarlos al zoológico de Nancy. Buena idea. Devolverlos para Medellín era imposible, pues nosotros teníamos proyectada una gira por Inglaterra, Holanda y Bélgica.

Nicole llevó los gallos, los entregó sin saber qué podía pasar. Y no informó que podía haber riesgos. Los birds fueron incluidos en la misma jaula de los faisanes y cuando entraron los gallos, a los faisanes les quedaron tres minutos de vida. Eso quedó consignado en el diario de Nancy como nota curiosa: “Uno de los grupos que participó en el festival trajo desde Colombia unos gallos de pelea, que donaron al zoológico, pero por no tener espacios previstos fueron incluidos en la jaula de los faisanes y los gallos de pelea sacrificaron en minutos a los faisanes”.

Nunca más se le ocurrió a Jairo Aníbal montar esa obra. Cuando terminamos de leer la noticia me dice Jairo Aníbal:

—Oíste, compañerito, ¿y antes de regalar los gallos al zoológico le habrán quitado al gallo del general el espolón de acero?

—No sé, maestro, no creo que Nicole supiera mucho de eso.

—Ah, con razón se murieron los pobres faisanes. ¿No recuerdas que la obra contemplaba que el gallo del general tuviera el espolón para que ganara la pelea y quedarse con el poder? ¡El gallo del dictador usaba cuchillo y el del presidente tenía protector de la espuela! El gallo del dictador es ahora tres veces asesino. Así son las trampas de los dictadores. Vea, hasta resultó ser cierta mi obra, maldita sea…

Mario Jursich Durán

Inmunidad de calle

Por DANILO ARIAS Y PASCUAL GAVIRIA
Fotografías de Juan Fernando Ospina

Durante la primera semana de febrero, en una habitación del albergue operado por la Fundación Hermanos de los Desvalidos, se recuperaba el único caso de covid-19 en habitantes de calle que en los últimos días había identificado la secretaría de Inclusión Social, Familia y Derechos Humanos en Medellín. Separados en otras habitaciones estaban al menos veinte colegas de calle enfermos de tuberculosis.

Mientras que la ciudad y el país esperan por la inmunidad de rebaño, bien sea por el crecimiento de los contagios o la aplicación masiva de vacunas, se podría decir que la población que vive en la calle ha pasado por una pandemia que impuso algunos muros y algunas puertas y que, al parecer, ha dejado altos índices de letalidad. No se trata de una suerte de inmunidad propia, pero sí hay condiciones referidas a la edad, a su forma de vivir, a sus contactos y a sus posibilidades de testeo que los convierten en un rebaño muy singular, un poco alejado de las curvas probables y los modelos más predecibles.

En tiempos en que los protocolos de bioseguridad y los hábitos de higiene se promulgan como una religión, podría pensarse, por lógica elemental, que la población más lejana a los nuevos rituales de la asepsia sería una de las más expuestas a los estragos del coronavirus. No es fácil, además, la aplicación de los protocolos de bioseguridad, en realidad de ningún protocolo, entre quienes viven en una especie de estado de necesidad permanente.

De acuerdo con registros de la alcaldía, desde que inició la pandemia y hasta el pasado 23 de febrero, en la ciudad se habían identificado 230 casos positivos en habitantes de calle y solo uno de ellos ha muerto por coronavirus. En el censo de 2019 el Dane estimó que en la ciudad viven 3214 habitantes de calle. Actualmente la oferta institucional de Medellín atiende, de diversas maneras, a 2054 usuarios, 1160 menos que los señalados por el censo. Respecto a la cifra de contagios es necesario decir que siempre habrá un gran subregistro, una diferencia entre los casos positivos confirmados y los casos totales. El virus va más rápido que las pruebas. Algunos expertos han hecho cálculos —en poblaciones determinadas, bajo parámetros de comportamiento y testeo identificados— según los cuales es necesario multiplicar por siete el número de contagios confirmados para hacerse una idea cercana al total de contagios. Por supuesto no es una regla de tres y para tener relativas certezas se hacen las pruebas de seroprevalencia, especies de muestreos al azar, como si fuera una encuesta, para ver el avance del virus en una muestra representativa.

En los habitantes de calle las condiciones son muy particulares: no hay protocolos pero no comparten en espacios cerrados como transporte, hogares y trabajo donde se sabe se da el mayor número de contagios; buscan atención médica en casos extremos y comparten elementos para el consumo de drogas; tienen poco contacto con población que no hace parte de sus espacios de vida en la calle. Además, como veremos, han tenido un importante acceso a las pruebas para detectar el coronavirus. De modo que no es sencillo hacer comparaciones del comportamiento del virus con la población de la ciudad en general y con quienes pasan por algunos de los sitios de atención que ofrece Medellín para habitantes de calle.

Ante la realidad que impuso la pandemia, la administración municipal, siguiendo la Política Pública Social para los Habitantes de Calle que existe en Medellín desde 2017, continuó con la labor asistencial con cambios necesarios en algunas de sus condiciones.

El Centro Día 2, ubicado en la calle 57 con Cundinamarca, y cercano a la estación Prado del metro, es el espacio más grande de atención, con una capacidad diaria de 440 personas, que por cuestiones de distanciamiento físico se redujo a la mitad.

Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.
Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.

“Hablamos con ellos y les manifestamos la situación. Si bien les dijimos que esta era su casa, dejamos abierta la posibilidad para que decidieran quiénes debían quedarse y quiénes podían liberar un cupo, con el compromiso de no estar saliendo y entrando constantemente”, recuerda Cristina Cardona, coordinadora general del proyecto Habitante de Calle que, desde inicios de 2020, es operado por la Universidad de Antioquia a través del Parque de la Vida.

Algunos de los que no pudieron acceder al Centro Día, sobre todo adultos mayores y personas con enfermedades preexistentes, fueron ubicados preferencialmente en pensiones y hoteles cercanos, contratados por la alcaldía, que a lo largo de la cuarentena los acogieron con posibilidades de alimentación.

Si para toda la ciudad el confinamiento fue difícil, para la población en situación de calle fue un ofrecimiento de cuidado muchas veces imposible de aceptar. Centro Día pasó de ser un lugar de atención transitoria para convertirse en su hogar. “Muchos, por su nivel de dependencia de la droga, abandonaban la cuarentena, salían a consumir y sabíamos que no podíamos desperdiciar recursos, así que decidimos continuar recibiendo personas en reemplazo de los que salían”, comenta Cristina.

Al principio, las admisiones se abrieron día por medio y posteriormente, con la flexibilización de las medidas gubernamentales y la baja detección de casos positivos, la posibilidad de guardar la cuarentena en el Centro Día se amplió a cualquier día de lunes a viernes. Eso sí, el derecho de admisión fue reservado. Antes de ingresar, no solo había estrictos protocolos de desinfección, sino tamizajes y se hicieron 885 pruebas de covid en todos los niveles de atención del programa. La secretaría de Salud hizo algunas pruebas adicionales de manera aleatoria. Los casos positivos fueron aislados y atendidos en una carpa especial donada por la Organización Internacional para las Migraciones que se mantiene hasta hoy en el patio central de la sede principal. Eso significa que al menos a un 30 por ciento de la población que, según el Dane, vive en las calles de Medellín se le ha realizado la prueba; si se toma en cuenta la cifra de quienes reciben atención institucional el porcentaje de los testeados llegaría casi al 45 por ciento. En Medellín se habían realizado —hasta el 22 de febrero— 628 979 pruebas, según proyecciones del Dane al terminar el 2020 la ciudad tenía 2 930 000 habitantes, de modo que al 21 por ciento de los ciudadanos se les ha realizado la prueba, un poco menos si tenemos en cuenta que algunas personas se han hecho más de un testeo. Es claro entonces que los habitantes de calle han tenido mayores posibilidades de conocer su condición de sanos o contagiados que la mayoría de los habitantes de casa. Y su positividad —casos confirmados frente a las pruebas realizadas— ha sido más baja que la del total de la población en Medellín: mientras para ellos es del 22 por ciento para el total de habitantes es cercana al 29 por ciento.

Las dudas frente al comportamiento del virus, la incertidumbre frente a la vida y el cansancio por el confinamiento también llegó a los habitantes de calle y entre aquellos más receptivos y atentos a la información que circulaba y los más incrédulos y escépticos, se usaron distintas estrategias para soportar el encierro y la abstinencia: videoconciertos, talleres, música, baile, los juegos de mesa y de calle…

“A nosotros nos tocó cambiar el diario vivir. Teníamos que hacer muy amena la estadía de los usuarios, hacer contención emocional y diversificar actividades. Se fueron celebrando las fiestas: Semana Santa, feria de flores, Día de la madre, Día del padre. Dijimos que teníamos que seguir viviendo como todo mundo, pero al interior de la sede”, explica Cristina.

En un pequeño círculo afuera de la oferta institucional están aquellos que no lograron un cupo en el Centro Día o en algún hotel o pensión. Sin embargo, en tiempos de covid cualquier ducha es trinchera. Por eso, apelando a la figura del autocuidado, la administración municipal habilitó puntos transitorios de higiene que se mantienen hasta hoy y atienden un promedio diario de cuatrocientos habitantes de calle.

En contenedores adecuados con duchas y pocetas los usuarios reciben al ingreso en una mano un trozo de jabón, para el aseo personal y su ropa, y en la otra una ración de champú. Los puntos se encuentran instalados en zonas estratégicas del Centro, como las ruinas del Bazar de los Puentes, el sector del río cercano a Barrio Triste, la Oriental con San Juan y otro más que operó hasta el 31 de diciembre en los bajos de la estación Prado del metro.

Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.

La posibilidad de un baño, una comida o un momento de descanso marcan la diferencia. Los contrastes son acentuados entre aquellos que pueden y quieren acceder a algún tipo de atención y aquellos que no. Aquí sí alegan una inmunidad de calle. Los que no acuden a los programas parecen no creerle a una pandemia que ya ha cobrado la vida de más de dos millones y medio de personas en el mundo, acaso porque tienen urgencias que solucionar o porque el bicho nuevo llega como una amenaza que se suma a otras viejas conocidas como la tuberculosis o las gripes estacionarias tan comunes en la población habitante de calle.

Tal vez uno de los sectores más críticos en el Centro de la ciudad sea el Bronx, en Cúcuta con La Paz. En un día normal, casi a mediodía y en la cuadra más densa, pueden aglomerarse hasta ochocientas personas para las que no existe el distanciamiento físico ni lavado de manos ni tapabocas, y el alcohol antiséptico no se desperdicia en funciones de lavado sino en la coctelería primitiva.

En la acera de la cuadra con mayor posibilidad de sombra se arruman casi todos; algunos duermen en el piso, la mayoría consume y otros están pendientes de algún juego de azar o de aquello que puedan rebuscarse en la basura. Es tanta la gente que cualquier vehículo que pasa debe hacerlo despacio y pidiendo permiso. 

Al frente, en la otra acera, en varias chazas cubiertas con plásticos negros para protegerse del sol, se exhibe como bufé una amplia variedad de estupefacientes que se pregonan y se ofrecen a todo el que pasa ojeando la mercancía. Hasta esa zona también llega la institucionalidad pero de una forma diferente: cada tanto los visita la tanqueta acompañada de hombres de negro que reparten bolillo a todo lo que encuentran en su camino con el fin de “limpiar la zona”, unas horas después del operativo continúa la dinámica como si nada hubiera pasado.

La inexistencia de protocolos mínimos de bioseguridad en medio de una pandemia que podría resultar escandalosa para buena parte de la ciudad está acompañada de una incredulidad ambiente: “Aquí no ha llegado eso, no se han llevado el primero [muerto] por covid”; “Sí nos hemos enfermado de la gripa, pero nos hemos encerrado cuatro o cinco días en la casa, nos pasa eso y a trabajar otra vez”; “¿Covid? No, amor, no sé qué es eso…”; “La pandemia empezó y yo no he escuchado que se murieron diez o veinte. Esa gente se ha muerto es de sobredosis y de ese chirrinchi”.

Las percepciones son compartidas por externos que siguieron la cuarentena de cerca en el sector. “Yo nunca llegué a ver personas enfermas. Creo que esta gente es muy inmune, porque la inmunidad se genera a partir de enfermarte, y vivir en la calle implica estar infectándote todo el tiempo. Más bien los vi afectados en su cotidianidad, porque ellos viven de la actividad del Centro, que estuvo cerrado por un buen tiempo”, menciona Jorge Calle, un fotoperiodista que ha centrado su trabajo documental desde hace más de diez años en esta población.

El interés de Jorge en el tema y la alianza con una abogada, Nataly Cartagena, lo motivaron a iniciar desde hace varios años con Everyday Homeless (Cada día sin casa), un colectivo que hoy reúne a más de treinta voluntarios, entre antropólogos, politólogos, abogados, periodistas y psicólogos, que se hicieron presentes con la población habitante de calle, especialmente en el Centro de la ciudad, durante la pandemia.

Punto de autocuidado en Barrio Triste.
Punto de autocuidado en Barrio Triste.

“Nosotros salimos casi todos los días de cuarentena y trabajamos con recursos propios o donaciones. Veníamos, los hacíamos hacer una fila ordenada, los desinfectábamos, regalábamos tapabocas y les repartíamos alimentos, algunas veces preparados y otras veces para cocinar”, recuerda Jorge.

A pesar de estar en orillas separadas (institucionalidad y sociedad civil), Cristina Cardona y Jorge Calle coinciden en la respuesta cuando se les pregunta por el motivo del relativo bajo contagio y la alta mortalidad en habitantes de calle por covid, por lo menos en el Centro. Ambos apelan a esa inmunidad de calle.

“Desafortunadamente aún no hay un estudio, lo hemos discutido entre el equipo de profesionales del proyecto, no lo sabemos, pero lo que asumimos es que puede ser un asunto de socialización: el habitante de calle no se monta a un metro, no se monta a un bus, ellos están ahí, están agrupados y son los mismos. Pensamos que esto iba a ser una cosa masiva, pero más fácil personas externas al contexto son quienes tienen mayores riesgos de contagiarlos”, manifiesta Cardona.

Los datos de la alcaldía hablan de un solo habitante de calle muerto por covid. Sin embargo, la Funeraria San Vicente, encargada del contrato público con la administración municipal para la cremación o el entierro de habitantes de calle, registra, entre noviembre de 2020 y enero de 2021, 42 servicios prestados a esta población, entre los cuales en siete casos se activaron los protocolos de disposición final por covid confirmado o sospechoso. El año anterior el contrato lo tuvo la Funeraria Medellín y al momento de terminar este artículo no logramos establecer la cifra de habitantes de calle que murieron entre marzo y octubre de 2020 ni a cuántos de ellos se les aplicó el protocolo covid. Sin embargo, es de suponer que se presentaron algunos casos para sumar a la lista de los últimos cuatro meses. Tomando el dato conocido se puede concluir que la letalidad es alta entre los habitantes de calle. El porcentaje se calcula de una forma muy sencilla, el número de muertes sobre el número de pruebas positivas. Medellín tiene uno de los porcentajes más bajos de letalidad entre las capitales de Colombia, hasta el 24 de febrero marcaba 1.81 por ciento; Colombia tiene 2.65 por ciento y en ciudades con un pico que desbordó la atención hospitalaria en algún momento, como Leticia, Barranquilla, Montería, llega a niveles entre el 3 y 4 por ciento. En los habitantes de calle, según el reporte de siete víctimas, la letalidad sería del 3 por ciento, un porcentaje que podría crecer con posibles fallecidos por covid bajo la vigencia del contrato con la Funeraria Medellín. Lo cual podría explicarse por las muy seguras enfermedades de base, por sus condiciones pulmonares y otras muy seguras comorbilidades.

Hay buenos datos, hay pruebas suficientes, hay mejor atención y siete víctimas confirmadas, pero no hay muchas explicaciones, así funcionan las cosas con el covid y la calle, dos incertidumbres en el amplio patio de la ciudad sin techo.

Los casos confirmados o sospechosos de Covid son aislados en carpas plásticas, después son remitidos a un albergue en el que pasan la cuarentena.

Biblioteca Pública Piloto

Carlos Díez

Alfonso Buitrago y Gerard Martin