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Golpe de espuelas

Golpe de espuelas

Por JULIO CÉSAR DUQUE CARDONA
Ilustración de Hugo Díaz Montoya


A Jairo Aníbal Niño, por siempre.

En el año 1967 estuve bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño, poeta, pintor, dramaturgo, en el grupo de teatro de la Universidad Nacional donde estudiaba. Antes, este grupo había estado funcionando con la dirección de Óscar Collazos, pero fue Jairo Aníbal quien le dio firmeza y consistencia con su actitud rebelde. Ese mismo año montamos dos obras que compitieron en el festival nacional estudiantil. La primera de esas obras era de Fernando Arrabal, autor español. La obra se llama Guernica, escrita en nombre de un pueblo vasco bombardeado en la guerra civil española, objeto de la famosa pintura de Picasso. Según las reglas del festival, organizado por la Asociación Colombiana de Universidades, se podía presentar una obra teatral de cualquier país, siempre que estuviera acompañada de una creación nacional. Jairo tenía entre sus obras una llamada Golpe de espuelas. Ninguna de las obras de Jairo Aníbal era inocente, todas tenían un sentido social y sobre todo político.

Golpe de espuelas es una farsa sobre el poder en la que las fuerzas vivas de la nación están representadas por comerciantes, militares, el cardenal, un negociante y un industrial. El presidente es acorralado por su propia “junta directiva” y en un momento de desespero acepta jugarse el poder con los militares en una riña de gallos, que las fuerzas vivas garantizaron que sería tan limpia como el aire del campo. Estábamos en plena época de dictaduras en América: Pérez Jiménez en Venezuela; Trujillo en República Dominicana recién había sido asesinado; incluso habíamos tenido a Rojas Pinilla en Colombia.

El jurado del festival nacional era maravilloso: Enrique Buenaventura, Óscar Collazos y un señor español muy querido, Alberto Castilla. Los tres se pusieron de acuerdo para declarar ganador del festival al grupo de la Universidad Nacional, seccional de Medellín, compartiendo el premio con el grupo de la Universidad Santiago de Cali. El premio era un patrocinio para ir al festival mundial de teatro estudiantil en Nancy. Recordemos que estamos en 1967. En el año 68 el festival fue suspendido con motivo de las inolvidables jornadas de mayo en París. Entonces se nos aplazó el viaje para el 69. Nos convino, porque pudimos montar bien las obras. Con una de ellas fuimos a inaugurar el festival de teatro de Manizales, mientras seguía en remojo, por supuesto, la promesa del viaje.

Cuando el viaje se hizo realidad Jairo Aníbal nos dijo:

—Compañeritos, hay que resolver la presencia de los gallos para la presentación de Golpe de espuelas en Europa. Creo que hay que llevar verdaderos gallos de pelea para que la obra tenga un cierre espectacular. Pero allá no deben conseguirse fácil.

Dicho y hecho, Jairo consiguió unos gallos de pelea jubilados, en una gallera muy famosa que existe todavía en Medellín, llamada Cantaclaro. Nos enviarían tres gallos en maletas de madera especiales, equipaditas para el viaje. Tres, por si uno de ellos se enfermaba o moría en el camino… Era un viaje larguísimo: Medellín-Miami, Miami-Nassau, Nassau-Luxemburgo y dos horas en tren de Luxemburgo a Nancy.

¿Y cómo transportamos esos gallos desde Colombia? Debíamos pasar por los Estados Unidos. En ese tiempo el consulado gringo en Medellín era en Junín con La Playa, en un octavo piso. En esa calle era donde los estudiantes hacíamos las manifestaciones contra el imperialismo yanqui; quemábamos la bandera de barras y estrellas, tirábamos piedras y, yo no sé por qué, pedíamos ser “otro Vietnam”. Ahora había que pedir permisos para transportar animales por el mismo territorio del imperio que odiábamos. Jairo Aníbal me pidió el favor. Yo era como el segundo a bordo. Él siempre hablaba así:

—Compañerito, compañerito, vaya usted al consulado, que yo… usted entiende, que eso no salga a nombre mío, porque Jairo Aníbal… Además podría tener problemas por ser profesor de la Nacho, eso es… problemas… usted me entiende…

Le sacó el cuerpo. Y yo no fui capaz de negarme, pues las ganas de pasear eran muchas. Fui al consulado, visajosito más bien, con gafas negras, afeitado, medio azarado. Yo, un tipo de izquierda y tal, universitario y actor de un grupo de teatro rebelde, alumno de Jairo Aníbal Niño, antiimperialista como nadie, El verano seco, la joda, a pedir un “permiso para transportar mascotas”. Así decía el formato. Pues lo pedí, y soy tan de malas que me lo dieron… A nombre mío. Tenía que viajar con esos hijueputas gallos. Y tenía que enfrentar personalmente la legalidad de esos gallos en Estados Unidos, las Bahamas y Luxemburgo, y luego ser su chaperón durante la estadía en Francia.

En el consulado, un funcionario altísimo, negro y barrigón, resguardado detrás de una ventanilla oscurecida de varios centímetros de espesor, me dijo: “Listo, firme aquí”. Yo leí muy claro y no vi por ahí la palabra “gallos”. Es que los norteamericanos no vieron los gallos, ni mucho menos que eran de pelea; nosotros pedimos el permiso para gallos pero ellos pensaron en mascotas: perros o gatos. El gordo ese buscó la correspondencia de “gallos” en una lista de traducción y puso B, I, R, D, S, birds, sin especificar si eran de corral o árbol, de jaula o de gallera. En fin, los birds quedaron consignados en el documento con una traducción directa, gallo igual a bird. Yo cargaba ese documento con la misma importancia del pasaporte. El permiso decía: Grupo de teatro de la Universidad Nacional representado por Eduardo Cárdenas: “El portador del siguiente documento es el responsable de, rayita, tres ‘BIRDS’ que van a ser necesarios para la representación de unas obras de teatro que van a participar en el festival de teatro mundial de Nancy. Harán escala, según el itinerario de viaje, de dos días en Miami, en el Hotel Americano. Se otorga el permiso”.

Bueno, iba por los gallos que el día anterior habían llevado a la casa del director y al llegar me dice el mismo Jairo Aníbal:

—Compañerito, compañerito, qué pena no haberle dicho antes, tenga en cuenta que vamos en un viaje de tres días de hoteles y más de catorce horas entre Medellín y Nancy. Entonces recuerde llevar en la maleta unos dos o tres kilos de maíz pira, que es lo que me dijeron en la gallera que comen esos gallos. Me dijeron también que les iría muy bien para el peso y estado físico, un complemento de lombrices vivas.

—Ay maestro, cómo así. ¿Lombrices vivas? ¿No será mejor si se alimentan solo de maíz?

—Compañerito: imagínese que usted sale tres días al extranjero. Lo van a poner a trabajar afuera y solo le llevan arroz. ¿No sería como maluca esa dieta?

—Sí, maestro, pero, ¿y dónde consigo yo lombrices a esta hora?

—Ah, eso es muy fácil, compañerito, no nos compliquemos. En la calle Pichincha con Carabobo se paran de madrugada los campesinos que les venden lombrices a los pescadores. Va y compra un paquete o dos, los lleva en bolsa de plástico bien sellado para que no se le vayan a salir esas lombrices de la maleta, y así les da comida balanceada para que estén agradecidos y felices. Gracias compañerito.

Y por segunda vez no fui capaz de decirle NO a nuestro director. Los tales pescadores también vendían cucarachas, ciempiés, mojojoyes y otros insectos. Tuve la tentación de darles ese premio gordo a los gallos. Pero yo no compré sino lombrices con un pedazo de tierra húmeda.

En eso me complementa Jairo:

—Compañerito, compañerito, antes de que se me olvide, tenga en cuenta que los gallos tienen protectores en las espuelas. Hay que verificar, cuando los saque de la caja, que tengan puesto el protector, porque si no, los gallos se pueden matar entre ellos. Con el protector solo se dan picotazos y patadas, en cambio con la espuela viva se hieren.

Otra vez, listo, maestro. Cada vez se iba complicando más la cosa.

Empaqué en la maleta los dos kilos de maíz y las tres bolsas de lombrices que compré para darle de a una a los gallitos y que no fueran a pelearse por comida. Al fin y al cabo, como cualquier trabajador, necesitaban proteína para su dieta. Recogí los gallos, y le resté a mi equipaje para que no me pusieran problemas de peso en el aeropuerto.

Fuimos citados al Olaya Herrera. Llevaron las maletas a las bodegas de los aviones. Cosa particular, viajamos en la aerolínea Aerocóndor, un nombre divertido. Digamos que los gallos iban en familia. El primer tramo fue Medellín-Bogotá. Mi mareo fue premonitorio de la tensión por responsabilizarme de los benditos gallos y las alimenticias de las lombrices. Ese avión empezó a chapalear en el camino. Fue una cosa terrible, yo pensaba en los gallos que estaban amarrados, pero nunca me imaginé que esos pobres animales iban a tener semejante tratamiento. Seguimos Bogotá-Barranquilla y llegamos a las dos de la tarde. Entonces cambiamos de avión, “tienen la fortuna de inaugurar los nuevos aviones tipo Electra para viajar de Colombia a Miami, son combinados turbo hélice”. Jairo Aníbal comentó que si en el experimento los aviones se caían, por lo menos los únicos que podrían volar serían los gallos. Todos muertos de la risa, éramos veintiuno. Estamos hablando de las tres de la tarde, o sea, esos pobres gallos no habían comido nada de la dieta recomendada ni habían salido de sus cajas.

Cuando llegamos a Miami ya había oscurecido. Era marzo y no había empezado la primavera. En Miami llegamos al sitio de equipaje y venían las tres cajitas ahí por la banda, zarandeándose, cuando uno de los guardias del aeropuerto preguntó: “¿Y esto qué es?”, pues se extrañó de la forma de las cajas. El tipo las sacó de la banda y yo dije: “Birds”, mostré el certificado. El tipo abrió la caja y, sin mirar el papel, se tomó la cabeza. “Esto hay que eliminarlo ya”, me tradujo uno de los compañeros. Había que desaparecer a los birds. ¡Ningún animal salvaje ni muerto ni vivo, ningún vegetal puede ingresar a los Estados Unidos sin permiso de las autoridades sanitarias! Era una medida absoluta. O sea, era una imprevisión de la embajada, de Jairo, de nosotros y la aerolínea. ¿Por qué Aerocóndor permitía transportar los hijueputas gallos? Tuve que contarle que yo no solo llevaba los gallos, sino tres paquetes de lombrices vivas y maíz pira para su alimentación, el hombre se cogió la cabeza. “¿Cómo así? ¿Dónde están las lombrices?”. Cuando vio mi maleta, el hombre comenzó a gritar, llamó por radio, vino más policía y llegaron dos bomberos con un horno en la mano. Teníamos en el viaje un compañero que hace rato no lo veo, un judío de Armenia llamado Morris Móberman, mono como un gringo y nació hablando inglés.

—Morris, qué está gritando ese señor.

—Pues está diciendo que ustedes están locos, que cómo van a traer maíz y lombrices, que toca que sacrificar esos gallos inmediatamente en los hornos. ¿Por qué no me contaste?

—¡Yo qué iba a saber! Hombre, ¿será quemar el maíz? ¿O las lombrices? ¿Pero los gallos? Pregúntales.

—Los gallos, hay que quemar esos gallos con sus lombrices y el maíz. Estados Unidos es el mayor productor mundial de maíz y no se pueden traer enfermedades a sus cultivos…

—Ahhhh.

Entonces le dije a Morris:

—Diles que piensen cómo hacemos para salvar del sacrificio a los gallos. Los necesitamos. Las lombrices vaya y venga… ¿Pero los gallos?

Y él conversó con ellos un rato, con los bomberos y a la media hora más o menos me tradujo:

—Oye, Eduardo, dale gracias a Dios que ahí estaba un cubano de los que ustedes llaman gusanos, escapados de Cuba, que está alegando con ellos. Dice que la solución para los animales y para ti, como encargado de los animales, es que desocupen el territorio norteamericano de inmediato. Las lombrices y el maíz van a ser quemados aquí, el cubano dice que la policía, por ley, no puede quemar los gallos directamente, la solución es que abandones los Estados Unidos ya.

—¿Cómo así, me tengo que ir de inmediato? ¿Devolverme?

—Sí, te tienes que ir ya, para donde sea.

La única forma era que yo tomara un avión Miami-Luxemburgo. Todos opinaban, los bomberos no se iban, la policía al lado para que yo no me volara con los gallos. La gente esperando a ver qué pasaba; unas cámaras aparecieron yo no sé de dónde, hasta que el guardia cubano que estaba con ellos vio nuestros tiquetes y dijo con pleno acento:

—Yo no voy a dejal matal loj gallo, que son palte de nuestra nacionalidá, vayan a la conexión y plegunten por un vuelo que salga Miami-Nassau y allá ejpelan sus compañelos, pero yo loj gallo no loj dejo matal… ¿Loj pelsigue el légimen de Castlo y ahora también los vamos a matal nosotlos? No, la clueldá pue…

Entonces ahí se me acerca Jairo Aníbal y me dice:

—Para que vea, compañerito, cómo es la vida, fue un gusano el que salvó la vida de los gallos. ¿Ah? ¿Quién iba a creerlo? Haga lo que él dice. Mejor para todos. ¡Además, para que no le quede consignado en su expediente como traficante de animales!

Qué iba a hacer yo, carajo. Jairo Aníbal me hizo una mueca de que no podía hacer nada ante el poderoso imperio yanqui. No quería abrir la boca. Entonces fuimos a una taquilla a comprar el tiquete:

—Pero yo no me voy solo, maestro, tengo que ir con alguien que sepa explicarse en inglés, mire lo que nos pasó.

Morris y yo fuimos a buscar el vuelo para Nassau. El primero salía a las diez de la noche. Los gallos llevaban doce horas sin comer, además del frío que habían aguantado en las bodegas. Volamos con los gallos. No teníamos mucha información de que Nassau era un protectorado inglés donde la mayoría de habitantes eran negros, que estaba lleno de casinos y hoteles, y que había reemplazado a La Habana como paseadero de los gringos después de la revolución.

Entre vueltas y revueltas nos dieron las doce de la noche en el aeropuerto de Nassau y los gallos seguían encajados. Cuando fuimos a recoger los equipajes vimos las cajitas temblando y los vigilantes negros en traje de paño, chaqueta azul oscura y pantalón blanco, parecían de una banda de guerra de los colegios de Medellín. Queridos, sonrientes, con un inglés como medio patuá. A uno le causó curiosidad la forma de las cajitas, se arrimó y preguntó: “¿Qué es esto?”, “Birds”, le dijimos. “¿Birds?”.

Yo no le había mostrado el certificado cuando el tipo levantó la tapa, abrió la boca y dijo: “No birds, fightings cocks!”, gritó. Algarabía en la fila, risas, todos los negros, vigilantes, barrenderos, azafatas, turistas se vinieron a verlos. Los querían tocar, destaparon las otras dos cajas y vieron que eran tres gallos hermosos. Entonces el primero que había preguntado me ofreció comprarlos. La contradicción, mientras el imperio gringo los iba a quemar, el imperio británico quería comprarlos. Yo todavía recuerdo el asombro, les tuve que explicar a través de Morris que no podíamos venderlos, iban para el quinto festival mundial de teatro de Nancy, eran protagonistas del final de una obra. Con esa historia, el policía nos dejó pasar. Tomamos un taxi para ir del aeropuerto a la zona de los hoteles.

Nos bajamos en el primer hotel que vimos. Resulta que empezamos a llenar las tarjetas de registro y claro, en la barra donde estábamos, el dependiente del hotel se empinó, miró por encima de la barrera y nos preguntó por lo que llevábamos en las cajas. Nosotros: “Birds”. Hubo una pausa silenciosa de aceptación, el tipo siguió escribiendo tranquilo y de pronto, los gallos, sintiendo el calorcito de la isla, comenzaron a cantar y a aletear; ¡kikirikí!, ¡kikirikí! Al tipo se le desorbitaron los ojos y volvió otra vez sobre la barra: “No birds. ¡Fightings cocks!, ¡out!, ¡out!”. Está prohibido en esta isla por la ley de Inglaterra tener mascotas agresivas en el hotel, out. Nos sacaron del hotel. Ni en este ni en ningún hotel de la isla se los recibirán, nos dijo en ese patuá.

Quedamos con dos opciones: dejar los gallos en la calle, o irnos con ellos a dormir a la playa. Morris era un judío maravilloso. Se rio y me dijo:

—Vamos para la playa, hombre Eduardo.

Con las maletas hicimos cambuche y almohadas y las cajitas a los lados, y nos preguntamos: ¿entonces duerme uno y el otro vigila? Pero Morris era el traductor, muy importante para mí, entonces yo le dije, no hermano duerma usted que yo vigilo. Y se echó a roncar. Yo me quedé viendo el faro, las estrellas, las luces de los hoteles, ahí, pensando en cómo uno se enreda la vida de fácil, por no saber decir no. Cuando me di cuenta de que habían pasado varias horas y casi de madrugada, llamé a Morris:

—Yo voy a dormir siquiera dos horas para salir a buscar alimento para estos gallos ahora que abran las tiendas.

Él se sentó a vigilar. Yo me eché sobre las maletas, pero mi sueño fue perturbado por una fiesta de turistas jóvenes que terminó entre jadeos y contorsiones.

Cuando los gallos vieron la luz decidieron aletear y cantar, seguramente capturaron algunos insectos. Esperamos un poquito para hacer una cosa que no habíamos podido hacer en los aeropuertos, alimentar en forma y darles agua a esos pobres gallos que ya iban a completar veinticuatro horas con nosotros. En un vaso desechable conseguimos agua dulce y pensando en ir a comprar maíz pira atisbamos a un taxista con buena pinta para que nos llevara a un almacén, y luego hacerle una propuesta indecente: recibirnos los gallos mientras esperábamos la compañía, que llegaba en dos días más para salir a Luxemburgo.

El primer taxista que paró nos preguntó:

—¿Y esas cajas?

Y le contamos que no nos los recibían en un hotel. Le explicamos y no lo podía creer.

—¡Qué maravilla!, ¿gallos de pelea? Están prohibidas las peleas de gallos en esta isla anglicana, pero la gente las sigue y la autoridad las deja pasar porque ahora viven aquí muchos cubanos emigrados. Esos gallos aquí valen un dineral, son un espectáculo prohibido. Se pueden criar pero no se pueden poner a pelear. Llevémoslos para mi casa, yo tengo un patio, les damos comida y tal vez puedan encontrar insectos.

Bueno, el taxista mismo entró al supermercado, compró el maíz, y nos dijo:

—Nos vamos para mi casa, para que los gallitos descansen.

La felicidad de todos esos negritos con gallos multicolores en la casa, el taxista tenía como cinco hijos, la señora en embarazo feliz con el espectáculo. Todo el mundo, qué belleza, cuánto valen, aquí en la isla los llaman game cocks. Luego el hombre nos llevó a un hotel. Nosotros le pedimos que fuera cinco estrellas, nos dimos la gran vida, comimos bien, tomamos whiskicito, pero comenzamos a pensar que el taxista podía enamorarse de los gallos y no volver a aparecer. No sabíamos cómo llegar a su casa.

Morris me dijo:

—Qué va hombre, esto no es Colombia, aquí es diferente, la gente es honrada, cumple la ley y son evangélicos.

Esa noche dormí regular pensando en si iba a volver a ver los gallos. Qué diría el director si se perdieran. Al día siguiente llegaron nuestros compañeros, nos buscaron en el hotel, les habíamos comunicado por fax dónde estábamos. Se burlaban de mí, el padrino de gallos y lombrices, me decían. Fuimos por nuestros tres compañeros de viaje y los negros nos dijeron:

—Ay, ¿se los van a llevar? Pensábamos que no volverían por ellos.

—Los necesitamos para nuestro trabajo, les faltan doce horas de viaje, de regreso se los podríamos dejar. Muchas gracias.

En Luxemburgo no nos pusieron ningún problema, los gallos pasaron derecho, sabían del festival, de los 75 países invitados. Llegamos a Nancy y de nuevo el problema, en los hoteles no se podía entrar con los gallos. Entonces le pedimos ayuda a la chaperona del grupo. La función sería en cuatro días. Ella ofreció su casa, tenía un sótano, les daría alimento una o dos veces al día. Lo que no tuvo en cuenta es que los gallos cantan a cualquier hora, si se asustan o hay un ruido, un rayo, una luz. Los gallos estaban amarraditos, porque hay que amarrarlos, si no se pelean entre ellos y se matan. Ella se los llevó y como andaba con nosotros para arriba y para abajo, llegó por la noche y el papá estaba exasperado:

—No, no, me tiene que sacar esos gallos de aquí. Me van a enloquecer…

Concluimos que lo mejor era meterlos a las cajas con la comida, no podían estar afuera, iban a estar aleteando y saltando. Llegó el día de la función, una cosa maravillosa porque los gallos entraron a nuestros camerinos, hermosos, teatro clásico como el Colón, en la plaza Stanislas. En los camerinos había ese juego de espejos, uno se mete dentro del espacio que dan los tres espejos para poderse mirar el vestuario, el peinado, para uno verse por detrás. Yo saqué un gallo mientras nos maquillábamos. Entonces el gallo vio reflejado a su enemigo en el espejo y arrancó a pelear con él, pras, contra el vidrio, se cayó y arremetió ahí mismo, se iba a matar con sus propios golpes. Lo tuve que volver a meter en la caja. Ya tenía ganas de pelea, y los otros quedaron cebados luego de escuchar al gallo enfrentado con su reflejo.

Primero se presentó la obra de Arrabal. Se hizo una reproducción del Guernica, de Picasso, de doce metros de largo, por ocho y medio de alto, que cubría el escenario. Esa pintura la hizo uno que fue Juan Valdez por mucho tiempo, Carlos Sánchez, muy famoso, que fue actor nuestro. Era el escenógrafo del grupo. El público se componía de asilados de la guerra civil española emigrados a Francia o expulsados por la dictadura de Franco, muchos de ellos obreros comunistas.

Se llenó la sala y lo interesante es que cuando el telón se abrió, empezó el murmullo desde la oscuridad a la penumbra, y se fue percibiendo el Guernica con esas proporciones y comenzó un aplauso cerrado del público como en honor al maestro Picasso o a quien le había copiado tan bien. Luego hubo un intermedio para quitar el telón de fondo y poner las cinco sillas donde debían sentarse los personajes de las fuerzas vivas de la nación en nuestra obra, y un perchero donde el cardenal colgaba la capa morada y donde el general ponía el quepis. Llegó el momento. El presidente lo hacía Jairo Aníbal mismo con un vestido sacoleva. Era un presidente de gafas y bigote. Y cuando van a definir el poder a puñaladas, entonces el negociante propone: “No, no se maten, traigan gallos para que definamos quién queda en el poder”. Dos compañeros entran con sendos gallos y los ponen uno frente al otro, los torean, les mueven el cuerpecito en un vaivén y gritan: “¡Ya!”. Los sueltan y en un momento vuelan plumas por todo el escenario. Y cada uno gritaba, apostaban entre los personajes, pelearon veinte minutos, yo creo que era un récord mundial de pelea de gallos. Uno de ellos, el que iba a ganar tenía un espolón artificial con una cuchilla: el gallo del general. En tanto que el gallo del presidente tenía el cubrimiento de la espuela que me había dicho el maestro. Eso lo vine a saber minutos antes de entrar a la escena: Jairo Aníbal no nos había contado que uno de los gallos tendría que morir en la escena final.

Creo que el gallo del presidente fue valiente para pelear veinte minutos contra un cuchillo.

Me puse triste, ya quería a los benditos gallos. Los obreros españoles se pararon, aplaudían, gritaban, eso era un frenesí, hasta que el gallo con el cubrimiento de la espuela cae, era el del presidente porque así estaba planeado. Entonces el general que da el golpe coge su gallo sin heridas y les dice a sus compañeros de junta:

—Váyanse, váyanse ya o los meto a la cárcel por apátridas.

Se llevan preso al presidente y se para sobre el escritorio con el gallo en el brazo y hace varios disparos al aire, se golpea el pecho como un simio y luego se sienta en la silla presidencial con los zapatos sobre el escritorio y el gallo en la mano: suelta la carcajada, bajan las luces y el aplauso espectacular. Era la misma farsa que habían vivido los emigrados españoles, nada más y nada menos, su país tomado por criminales de guerra. Atronadores aplausos.

Los dos gallos que quedaban, a las cajas. Nos desmaquillamos, nos fuimos a descansar después de esa muy bonita presentación, y entonces: bueno, ¿ahora qué hacemos con los dos gallos?

Nicole, la chaperona, dijo que los llevaba a su sótano, pero solo por esa noche.

Teníamos un día para salir de los gallos. Tomamos una decisión maravillosa, yo no recuerdo muy bien si fue Jairo o Nicole quien sugirió donarlos al zoológico de Nancy. Buena idea. Devolverlos para Medellín era imposible, pues nosotros teníamos proyectada una gira por Inglaterra, Holanda y Bélgica.

Nicole llevó los gallos, los entregó sin saber qué podía pasar. Y no informó que podía haber riesgos. Los birds fueron incluidos en la misma jaula de los faisanes y cuando entraron los gallos, a los faisanes les quedaron tres minutos de vida. Eso quedó consignado en el diario de Nancy como nota curiosa: “Uno de los grupos que participó en el festival trajo desde Colombia unos gallos de pelea, que donaron al zoológico, pero por no tener espacios previstos fueron incluidos en la jaula de los faisanes y los gallos de pelea sacrificaron en minutos a los faisanes”.

Nunca más se le ocurrió a Jairo Aníbal montar esa obra. Cuando terminamos de leer la noticia me dice Jairo Aníbal:

—Oíste, compañerito, ¿y antes de regalar los gallos al zoológico le habrán quitado al gallo del general el espolón de acero?

—No sé, maestro, no creo que Nicole supiera mucho de eso.

—Ah, con razón se murieron los pobres faisanes. ¿No recuerdas que la obra contemplaba que el gallo del general tuviera el espolón para que ganara la pelea y quedarse con el poder? ¡El gallo del dictador usaba cuchillo y el del presidente tenía protector de la espuela! El gallo del dictador es ahora tres veces asesino. Así son las trampas de los dictadores. Vea, hasta resultó ser cierta mi obra, maldita sea…

















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Inmunidad de calle

Inmunidad de calle

Por DANILO ARIAS Y PASCUAL GAVIRIA
Fotografías de Juan Fernando Ospina


Durante la primera semana de febrero, en una habitación del albergue operado por la Fundación Hermanos de los Desvalidos, se recuperaba el único caso de covid-19 en habitantes de calle que en los últimos días había identificado la secretaría de Inclusión Social, Familia y Derechos Humanos en Medellín. Separados en otras habitaciones estaban al menos veinte colegas de calle enfermos de tuberculosis.

Mientras que la ciudad y el país esperan por la inmunidad de rebaño, bien sea por el crecimiento de los contagios o la aplicación masiva de vacunas, se podría decir que la población que vive en la calle ha pasado por una pandemia que impuso algunos muros y algunas puertas y que, al parecer, ha dejado altos índices de letalidad. No se trata de una suerte de inmunidad propia, pero sí hay condiciones referidas a la edad, a su forma de vivir, a sus contactos y a sus posibilidades de testeo que los convierten en un rebaño muy singular, un poco alejado de las curvas probables y los modelos más predecibles.

En tiempos en que los protocolos de bioseguridad y los hábitos de higiene se promulgan como una religión, podría pensarse, por lógica elemental, que la población más lejana a los nuevos rituales de la asepsia sería una de las más expuestas a los estragos del coronavirus. No es fácil, además, la aplicación de los protocolos de bioseguridad, en realidad de ningún protocolo, entre quienes viven en una especie de estado de necesidad permanente.

De acuerdo con registros de la alcaldía, desde que inició la pandemia y hasta el pasado 23 de febrero, en la ciudad se habían identificado 230 casos positivos en habitantes de calle y solo uno de ellos ha muerto por coronavirus. En el censo de 2019 el Dane estimó que en la ciudad viven 3214 habitantes de calle. Actualmente la oferta institucional de Medellín atiende, de diversas maneras, a 2054 usuarios, 1160 menos que los señalados por el censo. Respecto a la cifra de contagios es necesario decir que siempre habrá un gran subregistro, una diferencia entre los casos positivos confirmados y los casos totales. El virus va más rápido que las pruebas. Algunos expertos han hecho cálculos —en poblaciones determinadas, bajo parámetros de comportamiento y testeo identificados— según los cuales es necesario multiplicar por siete el número de contagios confirmados para hacerse una idea cercana al total de contagios. Por supuesto no es una regla de tres y para tener relativas certezas se hacen las pruebas de seroprevalencia, especies de muestreos al azar, como si fuera una encuesta, para ver el avance del virus en una muestra representativa.

En los habitantes de calle las condiciones son muy particulares: no hay protocolos pero no comparten en espacios cerrados como transporte, hogares y trabajo donde se sabe se da el mayor número de contagios; buscan atención médica en casos extremos y comparten elementos para el consumo de drogas; tienen poco contacto con población que no hace parte de sus espacios de vida en la calle. Además, como veremos, han tenido un importante acceso a las pruebas para detectar el coronavirus. De modo que no es sencillo hacer comparaciones del comportamiento del virus con la población de la ciudad en general y con quienes pasan por algunos de los sitios de atención que ofrece Medellín para habitantes de calle.

Ante la realidad que impuso la pandemia, la administración municipal, siguiendo la Política Pública Social para los Habitantes de Calle que existe en Medellín desde 2017, continuó con la labor asistencial con cambios necesarios en algunas de sus condiciones.

El Centro Día 2, ubicado en la calle 57 con Cundinamarca, y cercano a la estación Prado del metro, es el espacio más grande de atención, con una capacidad diaria de 440 personas, que por cuestiones de distanciamiento físico se redujo a la mitad.

Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.

Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.

“Hablamos con ellos y les manifestamos la situación. Si bien les dijimos que esta era su casa, dejamos abierta la posibilidad para que decidieran quiénes debían quedarse y quiénes podían liberar un cupo, con el compromiso de no estar saliendo y entrando constantemente”, recuerda Cristina Cardona, coordinadora general del proyecto Habitante de Calle que, desde inicios de 2020, es operado por la Universidad de Antioquia a través del Parque de la Vida.

Algunos de los que no pudieron acceder al Centro Día, sobre todo adultos mayores y personas con enfermedades preexistentes, fueron ubicados preferencialmente en pensiones y hoteles cercanos, contratados por la alcaldía, que a lo largo de la cuarentena los acogieron con posibilidades de alimentación.

Si para toda la ciudad el confinamiento fue difícil, para la población en situación de calle fue un ofrecimiento de cuidado muchas veces imposible de aceptar. Centro Día pasó de ser un lugar de atención transitoria para convertirse en su hogar. “Muchos, por su nivel de dependencia de la droga, abandonaban la cuarentena, salían a consumir y sabíamos que no podíamos desperdiciar recursos, así que decidimos continuar recibiendo personas en reemplazo de los que salían”, comenta Cristina.

Al principio, las admisiones se abrieron día por medio y posteriormente, con la flexibilización de las medidas gubernamentales y la baja detección de casos positivos, la posibilidad de guardar la cuarentena en el Centro Día se amplió a cualquier día de lunes a viernes. Eso sí, el derecho de admisión fue reservado. Antes de ingresar, no solo había estrictos protocolos de desinfección, sino tamizajes y se hicieron 885 pruebas de covid en todos los niveles de atención del programa. La secretaría de Salud hizo algunas pruebas adicionales de manera aleatoria. Los casos positivos fueron aislados y atendidos en una carpa especial donada por la Organización Internacional para las Migraciones que se mantiene hasta hoy en el patio central de la sede principal. Eso significa que al menos a un 30 por ciento de la población que, según el Dane, vive en las calles de Medellín se le ha realizado la prueba; si se toma en cuenta la cifra de quienes reciben atención institucional el porcentaje de los testeados llegaría casi al 45 por ciento. En Medellín se habían realizado —hasta el 22 de febrero— 628 979 pruebas, según proyecciones del Dane al terminar el 2020 la ciudad tenía 2 930 000 habitantes, de modo que al 21 por ciento de los ciudadanos se les ha realizado la prueba, un poco menos si tenemos en cuenta que algunas personas se han hecho más de un testeo. Es claro entonces que los habitantes de calle han tenido mayores posibilidades de conocer su condición de sanos o contagiados que la mayoría de los habitantes de casa. Y su positividad —casos confirmados frente a las pruebas realizadas— ha sido más baja que la del total de la población en Medellín: mientras para ellos es del 22 por ciento para el total de habitantes es cercana al 29 por ciento.

Las dudas frente al comportamiento del virus, la incertidumbre frente a la vida y el cansancio por el confinamiento también llegó a los habitantes de calle y entre aquellos más receptivos y atentos a la información que circulaba y los más incrédulos y escépticos, se usaron distintas estrategias para soportar el encierro y la abstinencia: videoconciertos, talleres, música, baile, los juegos de mesa y de calle…

“A nosotros nos tocó cambiar el diario vivir. Teníamos que hacer muy amena la estadía de los usuarios, hacer contención emocional y diversificar actividades. Se fueron celebrando las fiestas: Semana Santa, feria de flores, Día de la madre, Día del padre. Dijimos que teníamos que seguir viviendo como todo mundo, pero al interior de la sede”, explica Cristina.

En un pequeño círculo afuera de la oferta institucional están aquellos que no lograron un cupo en el Centro Día o en algún hotel o pensión. Sin embargo, en tiempos de covid cualquier ducha es trinchera. Por eso, apelando a la figura del autocuidado, la administración municipal habilitó puntos transitorios de higiene que se mantienen hasta hoy y atienden un promedio diario de cuatrocientos habitantes de calle.

En contenedores adecuados con duchas y pocetas los usuarios reciben al ingreso en una mano un trozo de jabón, para el aseo personal y su ropa, y en la otra una ración de champú. Los puntos se encuentran instalados en zonas estratégicas del Centro, como las ruinas del Bazar de los Puentes, el sector del río cercano a Barrio Triste, la Oriental con San Juan y otro más que operó hasta el 31 de diciembre en los bajos de la estación Prado del metro.

Punto de autocuidado en San Juan con la Avenida Oriental.

La posibilidad de un baño, una comida o un momento de descanso marcan la diferencia. Los contrastes son acentuados entre aquellos que pueden y quieren acceder a algún tipo de atención y aquellos que no. Aquí sí alegan una inmunidad de calle. Los que no acuden a los programas parecen no creerle a una pandemia que ya ha cobrado la vida de más de dos millones y medio de personas en el mundo, acaso porque tienen urgencias que solucionar o porque el bicho nuevo llega como una amenaza que se suma a otras viejas conocidas como la tuberculosis o las gripes estacionarias tan comunes en la población habitante de calle.

Tal vez uno de los sectores más críticos en el Centro de la ciudad sea el Bronx, en Cúcuta con La Paz. En un día normal, casi a mediodía y en la cuadra más densa, pueden aglomerarse hasta ochocientas personas para las que no existe el distanciamiento físico ni lavado de manos ni tapabocas, y el alcohol antiséptico no se desperdicia en funciones de lavado sino en la coctelería primitiva.

En la acera de la cuadra con mayor posibilidad de sombra se arruman casi todos; algunos duermen en el piso, la mayoría consume y otros están pendientes de algún juego de azar o de aquello que puedan rebuscarse en la basura. Es tanta la gente que cualquier vehículo que pasa debe hacerlo despacio y pidiendo permiso. 

Al frente, en la otra acera, en varias chazas cubiertas con plásticos negros para protegerse del sol, se exhibe como bufé una amplia variedad de estupefacientes que se pregonan y se ofrecen a todo el que pasa ojeando la mercancía. Hasta esa zona también llega la institucionalidad pero de una forma diferente: cada tanto los visita la tanqueta acompañada de hombres de negro que reparten bolillo a todo lo que encuentran en su camino con el fin de “limpiar la zona”, unas horas después del operativo continúa la dinámica como si nada hubiera pasado.

La inexistencia de protocolos mínimos de bioseguridad en medio de una pandemia que podría resultar escandalosa para buena parte de la ciudad está acompañada de una incredulidad ambiente: “Aquí no ha llegado eso, no se han llevado el primero [muerto] por covid”; “Sí nos hemos enfermado de la gripa, pero nos hemos encerrado cuatro o cinco días en la casa, nos pasa eso y a trabajar otra vez”; “¿Covid? No, amor, no sé qué es eso…”; “La pandemia empezó y yo no he escuchado que se murieron diez o veinte. Esa gente se ha muerto es de sobredosis y de ese chirrinchi”.

Las percepciones son compartidas por externos que siguieron la cuarentena de cerca en el sector. “Yo nunca llegué a ver personas enfermas. Creo que esta gente es muy inmune, porque la inmunidad se genera a partir de enfermarte, y vivir en la calle implica estar infectándote todo el tiempo. Más bien los vi afectados en su cotidianidad, porque ellos viven de la actividad del Centro, que estuvo cerrado por un buen tiempo”, menciona Jorge Calle, un fotoperiodista que ha centrado su trabajo documental desde hace más de diez años en esta población.

El interés de Jorge en el tema y la alianza con una abogada, Nataly Cartagena, lo motivaron a iniciar desde hace varios años con Everyday Homeless (Cada día sin casa), un colectivo que hoy reúne a más de treinta voluntarios, entre antropólogos, politólogos, abogados, periodistas y psicólogos, que se hicieron presentes con la población habitante de calle, especialmente en el Centro de la ciudad, durante la pandemia.

Punto de autocuidado en Barrio Triste.

Punto de autocuidado en Barrio Triste.

“Nosotros salimos casi todos los días de cuarentena y trabajamos con recursos propios o donaciones. Veníamos, los hacíamos hacer una fila ordenada, los desinfectábamos, regalábamos tapabocas y les repartíamos alimentos, algunas veces preparados y otras veces para cocinar”, recuerda Jorge.

A pesar de estar en orillas separadas (institucionalidad y sociedad civil), Cristina Cardona y Jorge Calle coinciden en la respuesta cuando se les pregunta por el motivo del relativo bajo contagio y la alta mortalidad en habitantes de calle por covid, por lo menos en el Centro. Ambos apelan a esa inmunidad de calle.

“Desafortunadamente aún no hay un estudio, lo hemos discutido entre el equipo de profesionales del proyecto, no lo sabemos, pero lo que asumimos es que puede ser un asunto de socialización: el habitante de calle no se monta a un metro, no se monta a un bus, ellos están ahí, están agrupados y son los mismos. Pensamos que esto iba a ser una cosa masiva, pero más fácil personas externas al contexto son quienes tienen mayores riesgos de contagiarlos”, manifiesta Cardona.

Los datos de la alcaldía hablan de un solo habitante de calle muerto por covid. Sin embargo, la Funeraria San Vicente, encargada del contrato público con la administración municipal para la cremación o el entierro de habitantes de calle, registra, entre noviembre de 2020 y enero de 2021, 42 servicios prestados a esta población, entre los cuales en siete casos se activaron los protocolos de disposición final por covid confirmado o sospechoso. El año anterior el contrato lo tuvo la Funeraria Medellín y al momento de terminar este artículo no logramos establecer la cifra de habitantes de calle que murieron entre marzo y octubre de 2020 ni a cuántos de ellos se les aplicó el protocolo covid. Sin embargo, es de suponer que se presentaron algunos casos para sumar a la lista de los últimos cuatro meses. Tomando el dato conocido se puede concluir que la letalidad es alta entre los habitantes de calle. El porcentaje se calcula de una forma muy sencilla, el número de muertes sobre el número de pruebas positivas. Medellín tiene uno de los porcentajes más bajos de letalidad entre las capitales de Colombia, hasta el 24 de febrero marcaba 1.81 por ciento; Colombia tiene 2.65 por ciento y en ciudades con un pico que desbordó la atención hospitalaria en algún momento, como Leticia, Barranquilla, Montería, llega a niveles entre el 3 y 4 por ciento. En los habitantes de calle, según el reporte de siete víctimas, la letalidad sería del 3 por ciento, un porcentaje que podría crecer con posibles fallecidos por covid bajo la vigencia del contrato con la Funeraria Medellín. Lo cual podría explicarse por las muy seguras enfermedades de base, por sus condiciones pulmonares y otras muy seguras comorbilidades.

Hay buenos datos, hay pruebas suficientes, hay mejor atención y siete víctimas confirmadas, pero no hay muchas explicaciones, así funcionan las cosas con el covid y la calle, dos incertidumbres en el amplio patio de la ciudad sin techo.

Los casos confirmados o sospechosos de Covid son aislados en carpas plásticas, después son remitidos a un albergue en el que pasan la cuarentena.

















Carta a un cuarentenial

Por Catalina Oquendo

Para qué te voy a mentir, hijo, llegaste en un año terrorífico. Un 2020 que parece ficción y que ojalá, con el paso del tiempo podamos ver como una película en la que participamos millones de personas en el mundo como extras enmascarados y asustados.

Me gustaría decirte que hubo un AC, (Antes del coronavirus) y que el DC nos hizo mejores como se decía recién empezó la película; pero, si vamos a conocernos bien, ¿para qué voy a mentirte, Facundo? No todo ha sido malo, claro. Especialmente vos que crecías como una saxígrafa, en medio de piedras, mientras el mundo se detenía. Te atreviste como esas flores que se abren paso en medio de las losas de cemento y les diste una buena noticia a los amigos, a la familia, necesitados de algún mínimo de certidumbre.

Afuera había un virus desconocido que nos obligó a estar en casa, a permanecer en los espacios más íntimos. Digamos pues que el tiempo empezó a correr más lento, que tuvimos que andar caminos inciertos, aprender a vivir el hoy sin mayores prospecciones y a adquirir un respeto por la vida que corre, a mirar por la ventana. Pero es importante que sepas que eso que vivimos tu padre y yo fue un privilegio que tampoco tuvieron todos. El virus ese de mierda reveló aún más la desigualdad y los muertos los pusieron los más pobres.

Es difícil resumir en un texto tan corto cómo fue ese año, pero supongo que tendremos tiempo para los detalles. ¿Qué pasó?: un virus apareció en Wuhan, una ciudad industrial china de 11 millones de habitantes; los hospitales colapsaron y murieron más de 2 millones de personas, pero el virus saltó por el mundo y llegó a tus dos países: Colombia y Argentina. Y vinieron nuevas palabras como “confinamiento” y “cuarentena” y otras muy vacías que no hay que repetir; la gente -en el colmo del patetismo-, compró toneladas de papel higiénico como si creyeran importante morir con el culo limpio; nos vestíamos como astronautas, usábamos mascarillas y hacíamos tonterías como echar alcohol en las suelas de los zapatos; cerraron las fronteras y los aeropuertos, dejamos de ir a bailar, de encontrarnos con los amigos, de abrazarnos- al menos en la calle-. Nos asustamos también y muchos gobiernos, que se dicen democráticos, lo aprovecharon para mostrar su rostro más autoritario.

Perteneces pues a una generación de pandemials o cuarentenials, unos 512.000 niños que nacieron en Colombia en ese 2020 claustrofóbico y aterrizas en un mundo que espera con ansias una vacuna que mitigue el daño del virus, uno que- al menos eso me da ilusión- pone su esperanza en la ciencia. A lo mejor pensarás que fuimos unos irresponsables y tal vez tengas razón; lo único que podemos intentar, como dice una canción, es cuidar de que “el mundo nunca te cambie la risa”. Bienvenido, hijo, a este mundo que yo tampoco conozco pero que tendremos que descubrir juntos.

Troyano

Troyano

Alex Vella Gera


Presentación

»…La gente como tú es la razón por la que la vida se ha hecho tan mezquina. La gente como tú, con su egoísmo, ha roto todo lo que era bello en este mundo. El mundo moderno lo hicieron ustedes, ustedes son los verdaderos diablos, no los de las imágenes«.

Novela publicada en 2015 y ganadora del Premio Nacional del Libro de Malta. Traducida del maltés por Antoine Cassar. Es una historia ambientada en los primeros años de esta década y gira en torno a la vida de Ġanni Muscat, un hombre mayor, padre de familia, misántropo y católico fundamentalista, amante de los gatos y autor de El canto de las sirenas, su única novela y una pieza clave de la literatura maltesa de los setenta. Rápidamente la narración nos sumerge en la biografía y las contradicciones del protagonista que, enfrentado a su odio por el mundo liberal y moderno, jamás ha podido huir de su pasado ni de la literatura.

Alex Vella Gera: Nace en Malta en 1973. Ha sido galardonado en dos oportunidades con el premio Nacional del Libro Maltés por sus novelas Las serpientes han vuelto a ser venenosas y Troyano. Actualmente vive en Bruselas donde ejerce como traductor. Troyano es su primera obra traducida al español.

 


Fragmento

Los años, sobre todo los últimos, habían pasado como un relámpago. Sentía cada uno de sus sesenta y siete en el cuerpo, ahogándolo, mareándolo, doblándolo, envejeciéndolo. Sentía la vejez en cada cita con el médico; hoy te duele la espalda, mañana las entrañas, pasado mañana se te nubla la vista; los huesos se convierten en polvo y la mente se desintegra en mil pedazos, mil nada. La vejez se le notaba en el rostro —en esas cuencas como cuevas que no sabías si seguían hacia dentro o si terminaban— y en sus noches que no acababan y en las que no conseguía pegar un ojo.

Últimamente había comenzado a preguntarse porqué tanta amargura. Sí que estaba amargo, no había duda. La pesadumbre se le pegaba a la piel como el sudor. La vida se le había convertido en un remolino de agobio. ¿Pero tengo derecho a estar amargado después de una vida más o menos tranquila? Bueno, no precisamente tranquila, pero nada grave si se comparaba con otras vidas de las que había oído hablar, vidas que de verdad se vivían en un valle de lágrimas. Bastaba con mirar las noticias por televisión para comprobar que en eso tenía razón. Y no hacía falta buscar tan lejos. En todas partes podías encontrar personas amargadas, escondidas detrás de una sonrisa y el «muy bien, muy bien» de siempre.

En ese preciso instante no se sentía decaído. La media hora después de terminar la misa para él era el mejor momento del día, pues se encontraba en un estado de gracia, no contaminado por la vorágine del mundo exterior más allá de la iglesia sombría. Iba conduciendo con una preciosa calma y concentración, aun en medio de las bocinas de los otros autos porque conducía demasiado lento. Pero esa corriente de amargura seguía allí siempre, lista para volver a brotar con el más ínfimo pensamiento.