Los alivios literarios
Sobre Muerde perra espléndida, una novela de Jorge Iván Agudelo (Medellín, 1980). Coeditada por Editorial Eafit, Editorial Cesa, Editorial Universidad Icesi y Editorial Uninorte, 2023.
Por Pedro Adrián Zuluaga
“Muerde perra espléndida el esfuerzo” es el misterioso verso, ni el primero ni el último, de un poema que, de repente, el ingeniero John, sentado en un bar, recuerda. Es un fragmento que sobrevive de un tiempo perdido, recuperado —con su saldo de misterio— en la evocación. Como eso que pasa cuando, al oír una canción, vuelve con ella una época entera, restaurada con un raro sentimiento de plenitud. La magdalena de Proust, solo que al alcance de cualquiera; revelaciones posibles, cotidianas, que suceden en una cantina prosaica.
El verso, que no en vano forma parte del título de la primera novela de Jorge Iván Agudelo, tiene pues un poder de condensación para el protagonista, es su llave al “tiempo recobrado”. La jornada de John en el vientre del tiempo (de la duración y la percepción) es descrita por un narrador reflexivo y autoconsciente, pero siempre cómplice de su héroe, aliado de su aventura o, para ser más precisos, de su desilusión. Porque el desencanto, tal como ocurre en el tronco principal de la novela moderna, es el principal aprendizaje del personaje, la marca de su trayecto.
Las bellas banderas de la juventud han quedado atrás para John, pero aferrado a su recuerdo puede transitar por esa noche en la que “sentado a horcajadas como el más satisfecho de los burgueses, vuelve de cuerpo entero a una mañana llena de luz…”. En el bar John espera a su viejo amigo Vladimir, H, su profesor, el que lo introdujo en los alivios de la literatura y le sembró aspiraciones de poeta ahora dejadas atrás como sacrificio ante los exigentes dioses del autocontrol y la respetabilidad.
En esa espera, que se vuelve la certeza de una ausencia —la improbable pero aun así posible materialización de un fantasma—, ocurre un flujo de conciencia que va del narrador al personaje. En esa corriente verbal tiene lugar el triunfo estilístico de la novela: su confianza en la respiración de la frase, en su ritmo interior. El fraseo largo que se impone en Muerde perra espléndida, con sus meandros y derivas, no es pues un simple capricho, es la forma que la novela de Jorge Iván (que es un delicado poeta) encuentra para trazar su vínculo particular con una lengua poética, y establecer la distancia con la lengua transaccional y realista, llana, exigida por el mercado literario y sus heraldos.
Muerde perra espléndida nos advierte que los acontecimientos de una vida, al ser trasvasados a la literatura, importan ya no como hechos sino por el sentido y el significado que se extrae de ellos, y que sentido y significado viven en una forma de decir; no son un contenido sino un estilo. Y ahí es cuando la literatura viene en auxilio de la vida, que es asaltada para ser sustituida por algo distinto. Tal vez ese algo distinto es lo que el escritor italiano Roberto Calasso describió en La Folie Baudelaire: “Momentos en los que el tiempo y la extensión son profundos, y el sentimiento de la existencia queda inmensamente aumentado”. Es, sin más, la literatura como vehículo para reencantar el mundo, o al menos para hacerlo tolerable.
En su fuga del canon realista con su subordinación a los hechos, la novela de Jorge Iván se libera de las deudas contraídas con un contexto, escapa de la ilustración y se pliega, en cambio, a una república de las letras libremente escogida por el autor, y en la que el italiano Cesare Pavese comparte estadía con el antioqueño Amílkar U, y este con Juan José Saer, con Malcom Lowry, con Gil de Biedma y Rimbaud, con Juan Carlos Onetti, y todos ellos con Héctor Lavoe, o con Enrique Santos Discépolo, letrista de ese tango que ayuda a John a salir de su pozo de melancolía. “Verás que todo es mentira / Verás que nada es amor / Que al mundo nada le importa / Yira, yira…”.
Y aunque el programa estilístico se sobrepone a cualquier anécdota, Muerde perra espléndida es, también, y sin que haya contradicción en ello, una novela sobre la amistad masculina y la transmisión. Es sobre John en el espejo de H. Porque como escribió el poeta griego Yorgos Seferis: “Un alma, si quiere conocerse a sí misma, en otra alma ha de mirarse”. “Hay una historia”, le responde John a la mesera del bar cuando esta le pregunta por su relación con Vladimir. Pero reconstruirla no es fácil, pues los “varios palmos de su vida en común” (la de H y la de John) se presentan a la conciencia del amigo como fragmentos y astillas.
John emplea el tiempo de la noche solitaria que está viviendo a juntar esos pedazos para hacerse una imagen del amigo, completa, pese a todo. En la remembranza del Vladimir ausente sabremos que la literatura es el contenido de la historia en común que este comparte con John, su final justificación. Es la reminiscencia de las lecturas y los autores compartidos lo que finalmente va a ofrecer la estampa del maestro. H como profesor y crítico de literatura, como animal literario en quien la lectura es un acto creativo que permite la posesión plena del mundo. Son los libros leídos lo que permanece fijo y presente en medio del deslizamiento de todas las cosas en la nada.
Jorge Iván Agudelo ha escrito una novela en la que, sin embargo, no solo ha vertido sus filiaciones y convicciones literarias. Sus 138 páginas dejan traslucir también su fino escepticismo vital, sus experiencias como habitante y observador de una ciudad, que sabemos que es Medellín sin que sea necesario subrayarlo. Logró, no obstante, desprenderse del fetichismo de los márgenes —tan habitual en la narrativa que se crea en la capital antioqueña—, y de una fácil exaltación de la noche o de la fiesta. Lejos del malditismo literario, esta novela es la prueba de todo lo que la experiencia debe atravesar para que nazca la expresión literaria perdurable.
Conozco desde hace más de dos décadas al autor de esta novela singular y exigente, sé de sus lecturas y de su confianza en que, a pesar de la precariedad del mundo, algo puede pasar de unas manos a otras. Hablo de su fe en que existen la tradición y el legado, y de que existimos en una y en otro. Para certificar esta idea, solo hay que reparar en los marcos que permiten entrar a la novela. La dedicatoria a José Libardo Porras, el escritor y amigo muerto. O el epígrafe tomado de El pozo de Onetti.
No está de más decir que Jorge Iván es tallerista y profesor de literatura, y que en esos oficios parece consumarse una vocación que nunca ha traicionado. Al sumergirme en las páginas de Muerde perra espléndida, en su música tan pacientemente ejecutada, sentí que estaba con él en un lugar a salvo del tráfago del tiempo, en un espacio acogedor y hospitalario en el cual lo reconocí y me reconocí.
El libro impreso puede conseguirlo en las siguientes librerías de Medellín: Librería Acentos (Instagram: @libreria_acentos_eafit; Facebook: @libreriaacentos), El Acontista, Grámmata-Estadio, Exlibris, Al pie de la letra-MAMM, Al pie de la letra-Brasilia, Interuniversitaria.
Telarañas
Viajes en bus, conversaciones incisivas, listas de tareas domésticas y editoriales, avistamiento de aves, paseos de río y procesiones de Semana Santa, confesiones y encuentros con el espejo: en los textos de Gloria Estrada palpita lo cotidiano, el ritmo frenético de la vida, la sabiduría de quien sabe mirar y dotar de literatura la vida. En Telarañas, su primer libro, nos acercamos a su vida de muchacha de pueblo, de montaña, del centro de Medellín. Vemos sus gatos, su hogar, su huerta. Entre, bien pueda, siga querido lector: Gloria lo invita a habitar su casa, su mirada, su mundo, un puerto de descanso para bichos, tierra fértil para frutas gigantes. No cierre la puerta: este es un libro para entrar y salir todos los días.
Arbitraria.
***
Con el recato de los iluminados que no se regodean con su don, Gloria Estrada ha podido narrar la vida, señalar las cosas que están ahí, pidiendo una mirada que devele su encanto, que nos permita acercarnos a ellas y entenderlas despojadas de su aparente intrascendencia, reveladas por una escritura que señala la grandeza de la pequeñez. Y no solo las descubre sino que logra inventarlas para que existan para otros, y se convierte ella misma en la creadora de un universo que, sin su pluma, pasaría inadvertido.
(…) Esta recopilación de textos es una manera de entender el mundo del que nos estábamos privando quienes no habíamos tenido acceso a sus publicaciones, esparcidas en el tiempo como semillas que ahora florecen en este libro. Después de leerla, no se puede entender cómo habíamos podido vivir sin su mirada.
Cristina Toro.
Fragmentos Telarañas
En estos días me sorprendí diciéndole a una amiga, “estoy dedicada a las pequeñeces”, haciendo referencia a mis labores de corrección, edición y producción de textos por encargo. Me gustó haberlo dicho de esa manera, quizás porque nunca lo había hecho, aunque siempre lo he pensado: alguien tiene que hacer las cosas pequeñas para que otros hagan las grandes. Otra amiga, mucho tiempo atrás, me dijo, “la gente que está haciendo cosas importantes está en la Nasa”, para señalar el error de una colega suya que andaba empecinada en arruinarse la vida a cambio de hacer “cosas importantes” para la empresa donde trabajaba. Entre las muchas lecciones que mi papá nos inculcó estaba la de hacer lo que nos gustara, lo que nos hiciera sentir bien y que pudiéramos hacer con amor. Seguramente, vista en retrospectiva, esa enseñanza fue la que me desvió del camino del periodismo y me hizo fluctuar por senderos menos ásperos, si se quiere más mediocres, más simples, menos comprometidos, menos responsables. La comodidad que llaman, la zona de confort con la cual no tengo problema ni resistencia alguna. En el reino animal habrá arañas dedicadas a remendar redes, a corregir trazos y encaminar líneas… ¿O tejerán perfecto las arañas? De pronto sí, no me sorprendería. Pero en el mundo de los humanos se necesita quién remiende los zapatos de los que recogen residuos reciclables que dan de comer a muchachos que asisten a la universidad con ganas de llevar algo más que aguapanela a sus casas. Alguien limpia, sirve y recoge la mesa para que otros puedan cantar, bailar, escribir, debatir, sembrar, recoger, viajar, criar, estudiar, pintar, pensar, diseñar, enseñar, dirigir, crear. A mí me gusta ser esa araña que teje y repara, así no sea indispensable, pero que forma parte del engranaje de hacer cosas con las palabras.
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Animales de familia
Los animales nos buscamos unos a otros, incluso en sueños. Queremos complicidad, compañía, algún tipo de equilibrio, también juego, confrontación y dominio. Los animales son ellos, el pato, el mico, el búho y la araña, pero también nosotros, y a veces lo olvidamos. Los doce cuentos de Animales de familia nos recuerdan la animalidad del alma humana a través de personajes que se enfrentan al encuentro y al desencuentro, como el ama de casa y el perico australiano que coinciden en un apartamento; a la fascinación, como el hombre que se dedica a observar meticulosamente unas hormigas; al asombro y al miedo, como el muchacho de montaña que visita las burras de la sabana. En este libro, David Eufrasio Guzmán narra con poesía, humor e ironía el misterio, el reto y la belleza de vivir en cardumen.
Domingos (fragmento)
Me acuerdo patentico, cómo se me va a olvidar ese día, y eso que mis días son más o menos igualitos, hasta los domingos que salgo con mis amigas a tomar ron al centro. Madrugué como siempre, ya bañada fui a despertar al niño, le puse la mano en el hombro y lo estrujé pasito. Despierte que ya es hora, le dije, despierte y métase al baño mientras hago el desayuno, su papá ya se levantó. El niño protestó como siempre y se tapó con la cobija entonces me tocó jalársela de a poquito hasta verlo todo lagañoso y con ese vozarrón que se despierta me dijo que ya va, que otro ratico. Yo creo que es esa sinusitis que mantiene lo que hace que por la mañana huela como a lechuga vieja. Una muchacha que también trabaja aquí en la urbanización me dijo en estos días que los hijos únicos eran insoportables. Son un karma para los papás, fue como dijo la patrona de ella.
El niño se metió al baño y al rato tuve que ir a tocarle la puerta, él roncea mucho y ya lo he pillado que se queda dormido debajo del chorro de agua caliente. Y no se estrega, porque después voy a extender la toalla y le encuentro manchas de tierra, entonces qué dice una, no se estregó los raspones que trajo de jugar fútbol, apenas se pegó la mera mojada. Él tenía educación física y entrenamiento, me acuerdo porque se puso la sudadera del colegio, la camiseta, los tenis blancos y empacó los guayos en la tula del Nacional. Aquí el desayuno es casi siempre lo mismo: huevo revuelto, a veces con aliños, una salchicha, arepa con mantequilla, quesito y chocolate. Porque al niño no lo dejan comer kelos sino es al algo, don Pancho dice que eso es pura azúcar y no alimenta, yo también prefiero algo de sal.
Cuando estábamos desayunando, porque yo como con ellos en la mesa, don Pancho me dijo que no venía a almorzar, que él ya volvía por la noche con Minora después de recogerla en el aeropuerto. Yo ahí mismo pensé, Virgen santa, como pasa el tiempo, hace nada que Minora se fue y tanto drama para saber que todo pasó tan rápido, y el niño está bien, ni enflaqueció ni va perdiendo el año ni hace lo que le da la gana. Y despuecito me dije, Ay, qué dicha la tarde sola para ponerme a planchar tranquila. Y como era poquita ropa, terminaba rápido y me ponía a ver la telenovela mientras llegaba el niño. Una ya sabe más o menos cómo se le va a venir el día y lo mejor es que salga sin aspaviento. Esas semanas sin Minora todo estuvo tan tranquilo, como que todo pasaba a la hora que tenía que pasar y cada quien hacía sus cosas sin sentir los ojos de ella por ahí vigilando. Yo la conozco hace años y no le exagero si le digo que es como familia mía, ella me quiere mucho, y me manda mucho también.
El niño salió a esperar a don Germán y a las hijas, seguido salió don Pancho y quedé sola, recogí los trastes y cuando los estaba terminando de lavar, el timbre. Y yo, pero quién será, ninguna de las muchachas podía ser porque todas tenemos destino a esta hora, hay que arreglar cocina, arreglar casa, tender camas… Fui a abrir y era el niño, qué susto, como si ya se me hubiera ido el día entero sin hacer nada, y no, que don Germán y las hijas no aparecían, que el carro tampoco estaba donde siempre lo parqueaba, frente a los bloques verdes. Que lo dejaron. Y eso no me cuadraba, porque ese señor siempre esperaba al niño y si se estaba demorando mucho, mandaba a una de las hijas a acosar, que quihubo pues, que iban a llegar tarde al colegio. Y el niño, para decir verdad, era muy cumplido, ya la mamá le tenía dicho que no le llegara tarde a don Germán, que con mucho gusto lo estaba llevando gratis al colegio, de puro querido solo porque ya había llegado a bachillerato y entraba a la misma hora que las hijas.
Yo no me iba a quedar con la duda y fui con el niño a preguntarle al portero si don Germán ya había salido con las hijas para el colegio y el portero me dijo que no, que lo único que sabía era que doña Mery, la esposa de don Germán, se había ido la noche anterior con las niñas en un taxi, que todas tres iban llorando y que ni siquiera se despidieron, y que de don Germán no se sabía nada desde ese mismo domingo por la mañana que había salido solo en el carro. Yo llegué por la nochecita toda copetona y no reparé si el carro estaba, yo nunca reparo en eso, pa qué, yo venía era pensando en un pelao lo más de querido que conocí allá en la heladería a la que vamos con mis amigas.
Lo primero que pensé fue que el niño no podía perder colegio, ¿cómo le decía yo a Minora, justo el día que llegaba de ese viaje, que el niño había faltado al colegio? Eso no le iba a gustar para nada. Y como le conté hace un momentico, todo venía saliendo muy bien como para que el último día me quedara cruzada de brazos. Ella me dijo muy claro antes de irse, Lo que pueda resolver usted, resuélvalo, entonces en un arranque le dije al portero, Présteme para llevar al niño en taxi, ahorita se los devuelvo, es para no tener que ir a la casa, vea que ya va a llegar tarde. Guineo, así le dicen al portero, me prestó quinientos pesos y así en arrastraderas me monté a un taxi con el niño. Yo sé que el colegio es cerquita al Paguemenos de la calle Colombia, entonces nos bajamos ahí y luego caminamos, el niño sabía por donde, cruzamos un puente lleno de gamines lo más miedoso, yo lo llevaba agarrado de la mano y él me decía, Irene, me está apretando muy duro, me está enterrando las uñas, y era que yo iba muy asustada, y no sabía si estaba haciendo las cosas bien o si se me había corrido la teja por salir así a la calle y estaba jugando con lo que la patrona más quería, usted se imagina donde se me roben el niño o le pase algo, ¿qué le digo yo a Minora?
* * *
Esos gamines que se le van acercando a uno como cojiando sí me dan miedo, porque en la parte de atrás del muslo llevan el cuchillo, cómo será que se lo lleven a uno para una cueva debajo de la calle o lo metan a un rastrojo… Una vez, cuando estaba en el bus del colegio, vi por la ventanilla a un loco bañándose en pelota debajo de un puente, me acuerdo que un profesor de la ruta, que no me daba clase, me regañó porque me reí muy duro, y me dijo, No se ría tanto que ese podría ser su destino.
Malabarista nervioso
Malabarista nervioso, el más reciente libro Luis Miguel Rivas, es otro gran deleite para quienes ya hemos disfrutado de su talento como cuentista en obras como Los amigos míos se viven muriendo (Editorial Eafit, 2007), Tareas no hechas (Editorial Eafit, 2014), ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (Planeta, 2015); sus poemas en Hoy no quiero metáforas (Angosta, 2018) y su maestría como novelista en Era más grande el muerto (Planeta, 2017).
Los libros de Luis Miguel suelen agotarse, con razón. Su narrativa fresca y a la vez profunda nos transporta a territorios comunes para señalar en ellos su singularidad. Con una narración ágil, pincelada con sabiduría por el humor, este autor colombiano radicado en Buenos Aires por más de una década nos demuestra que existe un universo que es de él, pero en el que todos nos sentimos aludidos.
Las nuevas voces que aparecen en esta reciente publicación dan cuenta de la versatilidad del autor, su habilidad para mantener el suspenso, su capacidad de nadar con fluidez al interior del pensamiento humano con todas sus contradicciones, patetismos, tragedias cotidianas, ilusiones, temores y mezquindades.
Los relatos transcurren en diversas ciudades y épocas. Colombia, las maneras de expresarse de sus personajes, sus referentes urbanos, reales como Bogotá, Medellín o Envigado e imaginarios, como Villalinda, que ya es un clásico de las ciudades míticas de la literatura, y también Buenos Aires o incluso en lugares que no se pueden identificar.
El hotel de “¿Podría apagar la luz?”, por ejemplo, no necesita patria para hacernos saber que se está en un lugar aséptico, sin referentes de identidad, en el que la arquitectura borra al ser humano sin permitirle saber dónde está, como ocurre con los espacios uniformados que cada vez más pueblan el planeta. No habría mejor escenario para el transcurso de esta historia de desamor en la que todo ocurre sin que aparentemente pase algo.
“Fantasma sin énfasis”, el relato que da inicio al libro, es todo un divertimento que da cuenta de las rutinas cotidianas de los fantasmas, una hermosa manera de especular acerca de la vida después de la muerte y de apropiarse de ese género literario que habla de los seres del más allá, llevando al lector a recorrer sus espacios, sus pensamientos, sus frustraciones y perversiones con una capacidad de convicción que logra hacerle creer que los conoce desde siempre.
En “El muerto sigue bien” el autor da al lector el lugar del demiurgo, le da el poder para que decida cuál es la verdad, a sabiendas de que no existe, lo hace trastabillar como al malabarista nervioso por la cuerda floja de la cordura dejándolo en libertad para que sea él quien cuente la historia y compruebe que cada quien percibe el mundo desde una óptica particular.
“Marejada feliz” plasma la pesadilla del confinamiento, la desazón de una época en la que el afuera desaparece, el contacto físico se anula y la vida trascurre en el ciberespacio. Una historia de amor premonitoria que enciende sirenas de alarma ante el futuro.
En “La sonrisa de nuestra señora”, “San Cristóbal” y “A mí lo que me mató fue ese salsaludo” volvemos a caminar de la mano Rivas por calles conocidas en sus publicaciones anteriores. Los sonidos y olores del barrio, sus tiendas, los puntos de encuentro, la emisora local, la jerga de las esquinas. Sísifo que ha vuelto a beber y repasa las cuentas de lo adeudado en las cantinas, la música popular que es un leitmotiv en su obra, el patrón al que se le sirve en bandeja la ilusión ajena para que él la vuelva parte de su inventario, la religiosidad, la astucia de los desposeídos.
“Plantas contra zombis” y “La gran carrera de Jaime Luis Correa” comparten con “El muerto sigue bien” el referente del mundo laboral. La ambición, la envidia, la revancha, la traición, los horrores de los que tienen que “ganarse la vida” a punta de codazos.
Con un conocimiento profundo de esos mundos poblados de seres serviles y turbios aparecen como protagonistas la arrogancia y la sumisión de los asalariados de media petaca hacia arriba quienes terminan dando vueltas atrapados como fichas de un engranaje. Magistral la alegoría al lenguaje de la narración deportiva en “La gran carrera de Jaime Luis Correa”, que da fin a este gran libro.
Para alegría de quienes buscaban sus libros anteriores, ya está de nuevo en circulación Era más grande el muerto y vale la pena que corran a comprar Malabarista nervioso antes de que se agote la edición.
Cristina Toro
Las pulgas de Leviatán
La realidad se multiplica en historias y nos excede. La ciudad, el barrio, sus personajes tan cercanos como complejos nos llevan a contemplar la cotidiana ficción de cada día. Álex Jiménez nos revela con gran sensibilidad y pericia una ciudad que se teje en ángeles y demonios, profetas y hombres dados a su animalidad, con un lenguaje claro y simple que nos acerca en sueños y pesadillas a la inmensidad fabuladora. A su vez, nos recuerda que la realidad incita el mito y que la monstruosidad siempre está más cerca de lo que advertimos.
Proyecto ganador de la Beca de creación en cuento. Este libro se publica gracias al apoyo de la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín.
Mi vecino es un motante
“Mi vecino, el flaco que canta, es dizque un motante”, me confía misiá Ednedá, inclinándose hacia mí y abriendo los ojos mientras revuelve el tinto. Luego retoma su posición y sorbe un poco antes de proseguir.
“Yo sí sospechaba algo cuando lo oía cantar las de Nino Bravo y las de Magaldi. Es que él ahí, tan enclenque, con esa voz que incluso a una tan vieja la encrespa. Eso tiene que ser cosa de los infiernos, mi Dios me perdone. Y viviendo solo ahí en ese tercer piso, se tercia una guitarra los fines de semana y llega de amanecida, colgando casi de los hombros de las furufufufas. A mí no me consta, pero alguna cochinada sí les hace porque esas muchachitas dizque gritan como las marranas cuando las degüellan. Yo ya no grito, mijo, pero ni cuando estaba joven gritaba así. Yo solamente lo he oído cantar: puede ser porque él se sienta cerquita del balcón con la guitarra. Pero mis nietos vienen a veces a amanecer y mi Dios me ampare de que les toque oír a una fufa en celo. Los vecinos espantados en la mañana, pero nadie le decía nada. Sí, todos nos untamos de las vidas de los demás, pero nadie conoce a nadie y hay gente que le entra con miedo a otra gente. Es que a estas casas no se las ha llevado un soplo es de puro milagro, y están todas apeñuscadas como cuando una barre y arrincona la basura, entonces la gente se entera hasta de qué ruido hacen los intestinos de todo el mundo. Y sin querer, mijo, porque no hay para dónde más mirar. Yo no tengo la culpa que desde la ventanita de mi baño se pueda ver el balcón del tercer piso del motante en la otra cuadra”.
La anciana se detiene y toma café. Acaricia los lomos de los tres gatos que maúllan a sus pies y se suben a su regazo. Les habla como a niños y les dice que ya va a llevarles la comida. Ellos corren a la cama, saltan, pelean. Salen al patio que da a un barranco, entran al baño y vuelven junto a ella. La casa, un cubil oscuro y triste, huele a orines de gato y de señora. Trato de llevar el diálogo al tema de mi investigación: los grupos criminales que operan en el barrio. Pero ella insiste en hablarme del vecino. Se levanta, va junto a su cama y busca el cuido en un nochero, siempre seguida por los gatos. Vuelve arrastrando las chanclas y en una tapa de plástico que ha puesto en el piso de tierra junto a la estufa, les echa un poco de comida. Luego regresa a la mesa redonda, en la que no cabrían tres platos, y se sienta apoyándose en la silla libre.
“Un día estaba yo en el inodoro y vi por la ventanita unas cosas raras ahí moviéndose en la cabeza de ese hombre: como tentáculos. Yo me eché la bendición y empecé a rezar. Después me puse a pensar si no habría sido un sacrilegio hablarle al mesías con los calzones abajo, sin limpiarme el fundamento”.
Trato de disimular la risa con una tos y doña Ednedá, muy seria, se levanta y me trae un vaso de agua. Tomo un sorbo y percibo un sabor a chicharrón, algo que jamás esperé encontrar en un vaso de agua.
“Pero anote los datos, mijito, que lo veo como desinteresado”.
Yo le sigo el juego. Saco de mi morral una libreta y un lapicero y empiezo a anotar frases del relato. Le pregunto detalles insignificantes para que no se detenga: puede que en el flujo de palabras deje caer datos importantes. Misiá Ednedá prosigue.
“A la primera que le dije fue a doña Luceli, la que tiene al hijo mayor en la cárcel. ‘Mire bien y verá, doña Luceli’, le dije yo. El flaco del tercero, el de la otra cuadra, siempre sale con gorros grandes de marihuano. ‘Pues porque eso es lo que es’, me decía ella. Pues sí, pero no: es para taparse los tentáculos. Yo misma se los vi. Ella no más dijo ‘ay, misiá Ednedá’.
‘Entonces es un motante’, dijo el chiquito que estaba viendo la televisión en la sala. Y como yo no sabía qué era eso, me mostró la película que estaban dando, y a mí me pareció que sí. Y al otro día ya se había regado el chisme. Doña Carlota fue y me tocó la puerta en la tarde. Que entonces qué íbamos a hacer con ese bicho, que si hablábamos con el hijo de doña Luceli para que lo espantara. Y se persignó. ‘¿No sabe que está en la cárcel?’, le dije yo. ‘¿Todavía? ¿Y es que a cuántos mató?’, me dijo. Yo de eso sí no sé, pero por ahí están los amigos de él, Los Cuervos. ‘Entonces no, con esos mejor no’, me dijo doña Carlota y se persignó otra vez. Y ahí fue que decidimos advertirle al motante con papelitos. Los escribía doña Carlota, que es la que mejor letra tiene. Le escribimos varios, bien grandes: ‘bueno es culantro pero no tanto’, ‘o se va o lo acabamos como a los canastos viejos’. El matrimonio del segundo piso subía de noche y pasaba las notas por debajo de la puerta. Pero al otro día aparecían en la acera convertidas en avioncitos y los niños los recogían y jugaban con ellos. Y los fines de semana seguía el bicho, como dicen por ahí: pasando del brazo con quien no se debe pasar. Que gritaban no me consta, pero sí sé que iban: con decirle que una se madrugaba a comprar las arepas y se encontraba a las sonámbulas, con los ojos en la trastienda, dando tumbos por los callejones hasta la estación. Más de una, dicen por ahí, dizque no alcanzó a llegar porque Los Cuervos las desaparecían… Entonces decidimos que había que hablar con alguien que tuviera autoridad para reprender a Satanás. Y fuimos hasta la casa parroquial y le contamos todo al padre Medardo, y a él se le ocurrió que lo mejor era agarrar al bicho en la mera vergüenza del pecado. Por eso lo esperó un fin de semana: subió hasta el tercer piso detrás de él y de dos fufitas raquíticas que trabajaban más con la voluntad que con el cuerpo. Y se encerraron los cuatro. Esa noche dizque los gritos fueron más espantosos. Yo traté de ver o de oír algo desde la ventanita de mi baño, pero nada. A mí se me está endureciendo el oído, debe ser. Doña Carlota me llamó por teléfono: “vea misiá Ednedá, van a matar al cura, qué griterío”. Y cuando ya íbamos a mirar qué hacíamos, lo vimos bajar tambaleándose, caído de la perra, echando bendiciones al aire. Al otro día no dio misas, que dizque estaba esausto por el esorcismo. Nosotros no revolvimos más ese revoltijo, sino que ahí fue cuando yo me convencí que doña Carlota sí tenía razón. No nos quedó más que hablar con Los Cuervos”.
Yo cometo el error de decirle a misiá Ednedá que en mi opinión el vecino simplemente es un soltero en ejercicio de sus facultades y que eso no debería importunar a nadie. Le pregunto por el jefe de Los Cuervos, pero ella me corta la pregunta.
“Mijito, es que usted no ha entendido. Y me va a disculpar, pero eso es mucha ennorancia. ¿Cómo no va a ser problema? Una papa podrida pudre el bulto… Vea lo que pasó con el padre. Pero esa no es la noticia. Cuando supimos que usted venía de parte del periódico, aprovechamos: la noticia es que ya la gente de bien es más. Eso sí es noticia. Queremos que usted cuente que la justicia bajó de los cielos y nos cubrió con su divino manto”.
Yo la miro sin entender.
“¡Que ya lo cogimos, mijo! ¡Al motante! Ahí lo deben tener afuera. Mientras usted y yo le dábamos a la conversa lo trajeron. Venga y mire cómo limpiamos, para que cuente en ese periódico suyo”.
La señora me toma de la mano. Yo me dejo guiar al callejón de afuera, por donde hace un rato entré. En efecto, hay un griterío de los vecinos que hacen corrillo en torno a un hombre con el torso desnudo que está de rodillas con las manos en el piso. Al principio creo que usa un gorro estrafalario pero al acercarme me doy cuenta de que las cosas que serpentean en su cabeza se mueven con vida propia y escurren baba y sangre. Algunos niños tienen alfileres y buscan una entrada entre el tumulto para dar pinchazos y esconder la mano. Unos pocos miran con horror, pero no intervienen. Quiero alejarme pero la mujer me persigue, me agarra de la mano, me pregunta varias veces: “Va a contar, ¿cierto mijo?”.
Muevo la cabeza, no respondo, me voy dando tumbos contra personas que tienen palos y cuchillos. Miro una última vez hacia atrás. Por debajo del vestido de misiá Ednedá se asoman tres colas de gato, larguísimas, y junto a ella, unas patas de cabra sostienen al sacerdote bajo la sotana. Tengo náuseas. Alguien me pone un vaso de agua en una mano. Que estoy muy pálido, dice. “Venga lo acompaño a la estación”. Me dejo guiar. Lo miro: es el cabecilla de Los Cuervos.
Lengua rosa afuera, gata ciega
María Paz Guerrero
Himpar editores inaugura su colección de poesía con el nuevo libro de María Paz Guerrero, una de las voces más audaces de la poesía colombiana contemporánea. Este libro no es la excepción a las búsquedas de Guerrero: es experimental, está lleno de humor desgarrador y combina la exploración de lo animal con el habla popular y la materialidad de la carne y la lengua.
El tercer poemario de María Paz Guerrero está habitado por una serie de personajes: una gata ciega que se golpea contra todo lo que se encuentra; unos cuerpos que se hacen exámenes médicos para medir el avance de la enfermedad en los órganos; unas piernas que ya casi no se sostienen hasta que se desploman; un lenguaje que se va desenredando como una pita de cometa; unas repeticiones y versos atravesados y transformados por canciones de Héctor Lavoe, Henry Fiol y Simón Díaz.
La estructura del libro también es novedosa. Tiene una unidad que se configura a partir de las repeticiones de personajes y versos que reaparecen ligeramente transformados, cada vez. Se diferencia de libros que reúnen una multitud de poemas singulares. Por su parte, el lenguaje parece muy simple, casi hablado, con una sintaxis extraña, cortada, rota. Es una apuesta por una poesía musical con unas imágenes crudas, lo que lo diferencia de la poesía metafórica de imágenes abstractas.
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Queremos hacer cosas: levantarnos
renovar nuestro feed
arqueados, golondrinas
alalalelalale
Queremos dar una vuelta a la manzana
decir mentiras
anonadados, queremos dormir
Terminar el día tendidos
con fruta fresca en un tazón
melón helado por exceso de congelador
con escarcha de nevera vieja, por encima
Nosotros debemos nadar tres veces
por el feed, por la misma frialdad que tú me das,
por las vértebras desviadas
pero yo seré un volcán y tú seguirás en hielo
por los brazos mariposas
por no dejar que avance
la columna seca
por incluso pretender curarte
sigue, sigue, sigue sola
ay frisada en el sereno
por berrear como potra recién alimentada o
divinamente aleccionada
a la la le la la le
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Un texto al que se da el derecho
porque sí de aparecer
una palabra, un verso
para rellenar espacio
hoy cualquiera es escritor
pero no cualquiera
defiende una montaña
hoy todos escribimos
de un tirón
un texto que se le da la gana
decir mucho
ahora
que todos decimos mucho
un texto cabrón
un texto de varón
con güevas
anapurna
tú eras
una gata ciega
con pelaje blanco y hocico gris
eras toda la insistencia
contenida
compactada, por fin
te habían parido
anapurna gata
ronronea
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Y vuelve las piernas firmes piernas que ya no sirven: quebradizas
como dislalias, llena de eles y de esa vocal, a, que obliga a abrir la boca gata
dislalia la la le la la le es la copla
de piernas-palillos finos hilos de aluminio
que pretenden vivir menear el talle
como si se pudiera cantar dislalias tú eres pura dulzura
bailar dislalias con sendos gestos
múltiples caminos
cosa más buena
aparecidos según la línea del compás cuando los palillos
ya no son nada
nada que se parezca
a nada
un poco de madera con gorgojo que suena para ti ese polvillo fino, imperceptible tan radical
como partícula voladora transparente como figura
posible yo sí me muevo los pies
arandela, se desliza, trabaja
El cielo que perdimos
Juan José Hoyos
En Medellín de los años ochenta, un grupo de periodistas y amigos debe, no solo enfrentar los vericuetos que supone vivir en una ciudad azotada por la violencia, sino además narrar lo que pasa en ella desde sus máquinas de escribir en la redacción del periódico para el que trabajan como reporteros.
En la novela, el quehacer periodístico se entrelaza con la vida íntima de los personajes, para quienes la proximidad con hechos violentos que suceden permanentemente en la ciudad es una forma de enfrentar la realidad, combatir la maldad, cooperar con las víctimas y su memoria, y resistir en una de las peores épocas de la historia colombiana reciente.
El cielo que perdimos es una novela única por su intensa vitalidad, por sus absurdas contradicciones. Dentro de unos años, los hijos de nuestros hijos querrán saber el origen de su sombría herencia, la historia de sus pecados recibidos, su negra carga de obstáculos y remordimientos. Entonces sabrán, a través de estas páginas, de esos días de miedo y confusión en los que el antiguo pavor de las noches del campo llegó hasta las ciudades, y la muerte sin móviles conocidos se extendió por los barrios creando calvarios y crucifixiones.
La realidad se impone en la prosa de Juan José Hoyos, siempre de laboriosa reconstrucción, rica complejidad e infaltable poesía.
Víctor Gaviria (1990)
Fragmento:
Logramos descubrir la casa por la gente. Estaba al final de una calle larga. Después, había una hondonada. Detrás de la calle se levantaba una montaña muy alta, llena de tugurios. Miré hacia los lados. La montaña rodeaba el barrio. De lejos podía verse que en las laderas había lo que los alcaldes llamaban un barrio de invasión.
Cuando llegamos, El Pájaro estaba con unos amigos de la cuadra, sentado en un muro, junto a la puerta de la casa. Todos olían a aguardiente. León lo abrazó y al tipo se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo le puse mi mano en el hombro.
Nos dimos cuenta de que era inútil hablar.
Él se despidió de los amigos y entró con nosotros en la casa. La sala estaba llena de gente. La mamá se levantó a saludarnos. Después vino el papá. Los dos hablaron muy poco. Estaban muy tristes, pero no lloraban. En sus caras había una resignación temprana que conmovía más que las lágrimas. La hermana me abrazó. Tampoco estaba llorando, pero tenía los ojos muy irritados. Se había puesto un pantalón negro y una blusa blanca.
—Todo el día se la ha pasado preguntando por usted —me dijo señalando a El Pájaro.
Él insistió que lo acompañáramos hasta el ataúd. Tuvo que pedir permiso para que la gente nos dejara pasar. Yo traté de no mirar. La cara del muchacho estaba llena de moretones. Tenía las manos dobladas sobre el pecho, en una posición extraña. No estaba dormido. No estaba tranquilo. Estaba muerto. Había una mueca de dolor en sus labios hinchados. Junto a la boca tenía una herida.
(Páginas 244-245)
Adios, pero conmigo
Cristina Toro
Adiós, pero conmigo, la más reciente novela de Juan Diego Mejía, llega al universo de su producción literaria antecedida por títulos como Rumor de muerte, Sobrevivientes, A cierto lado de la sangre, El cine era mejor que la vida, Camila Todoslosfuegos, El dedo índice de Mao, Era lunes cuando cayó del cielo y Soñamos que vendrían por el mar, como una bella pieza que sigue hablando de una ciudad desde el asombro de sus habitantes que van de novela en novela contando su intimidad. Esta vez el escenario donde confluyen los miedos y anhelos de unos jóvenes que se enfrentan al desasosiego del futuro entre muros pintados por el descontento de una época, la Universidad Nacional, la Nacho, se vuelve tan protagónica como ellos mismos.
Desde la primera página la novela introduce el suspenso con la narración del duelo a muerte de Évariste Galois, el joven matemático francés que a sus veinte años deja un legado teórico revolucionario como su propia vida. La muerte como constante se va colando en el relato a partir de sucesos premonitorios que ligan a los protagonistas con la fatalidad. La matemática se queda corta para resolver los problemas que la vida suscita a sus oficiantes y así van pasando, semestre tras semestre, paro tras paro, los pensamientos errantes de quienes tienen que definir en pocos años qué será de
ellos cuando los pasillos de las facultades y las mesas de la cafetería ya no los alojen. El debate estudiantil entre los defensores de las ideas revolucionarias de la época y los que abogan por insertarse cuanto antes en el mundo productivo va mostrando las contradicciones de esta generación en asamblea permanente, que entre consignas y disturbios convierte a estos muchachos en estudiantes eternos, hace desertar a muchos, destierra a otros e incluso en algunos rompe los débiles hilos de la cordura que van atados a la inteligencia. La fragilidad de la erudición queda en evidencia, el brillo de la mente de poco sirve cuando las preguntas agobian: “¿Qué fuerza extraña nos mueve a los que no creemos en la inmortalidad?”. En medio de la soledad de los protagonistas surge el diálogo con los muertos como una manera de permanecer, como alternativa a la fugacidad.
Repasar la biografía de académicos brillantes despierta en estos jóvenes el fantasma de la mediocridad al constatar que a sus veinte años no han perfeccionado una nueva teoría que los libere de la docencia como premio de consolación. “Tímido y retraído” como Évariste Galois, el protagonista y narrador del libro hace paréntesis a su soledad cuando conversa en casa de Franco, su antiguo compañero de colegio acerca del mundo común que los rodea y sus preocupaciones éticas o filosóficas. Los sentimientos no son tema de sus charlas. Al igual que el francés cuya vida le obsesiona, él lee o escribe mientras sus compañeros “salían a las tabernas, los fines de semana y bailaban, besaban, bebían, fornicaban, peleaban y luego volvían de regreso a la rutina de las clases”.
Llama la atención su cuerpo en veda, no propiamente por una postura moral. En plena edad del fuego el hombre no sabe cómo expresarse ni bailar sin sentirse ridículo, mover los pies o las caderas ni mucho menos besar o abrazar apasionadamente a las mujeres deseadas. Las ve desfilar por los pasillos de la u, nadar en la piscina, fumar en la cafetería, siente sus perfumes, sus movimientos, sabe que terminarán en otros brazos y a lo mejor eso lo tranquiliza. Soñar y no tocar. Con ellas apenas intercambia conceptos académicos o generalidades, nada personal.
La hermosa cercanía con Susana, la única mujer “posible” que frecuenta en el tiempo de este relato, se disuelve en una distancia no solo geográfica sino de pensamiento. Ahí está el escritor que prescinde del mundo real para volverlo narración, para ratificar al ser humano en su imposibilidad de encuentro. La ciudad se deja ver desde la ventanilla de los buses. Sus aceras, sus calles, sitios emblemáticos como la confitería Astor, la heladería Maracaibo, el Libia, el Ópera, el Odeón, cines del centro cerca de la catedral, el barrio Prado, Boston, Laureles, el café Brasilia de Suramericana, municipios vecinos de Medellín cuando todavía olían a campo, La Ceja, Envigado, Sonsón, El Retiro van llegando con sus plazas y su gente a refrescar la memoria de un tiempo ido.
Entre discusiones filosóficas y algoritmos, Juan Diego construye seres vivos, vulnerables, seres que a la vez que descubren la proporción áurea se preguntan por su destino, hombres y mujeres que nos remiten a una época de la ciudad y a la vez a un estado del alma, el paso de la vida escolar a la universitaria como una marca de fuego o de hielo que no deja nada intacto. Al final las piezas revueltas del cubo de Rubik concuerdan en una jugada maestra que deja claro que nada en la vida está resuelto. El cine, la fotografía, la literatura, pasiones paralelas a la academia, dejan la sensación de que la salida del laberinto en el que todos se extravían parece llegar por el camino del arte.
Caído del zarzo
Prólogo
Las columnas recogidas aquí cayeron del zarzo de Elkin Obregón en 99 números de Universo Centro. Desde el refugio que escogió para gastarse sus últimos años mientras observaba, curioso siempre, cómo el mundo seguía su apresurada carrera y él se quedaba parado a un lado a propósito, sin querer hacer más que insistir en los bellos asuntos que la velocidad borra.
De ese zarzo a la habitual esquina del periódico bajaron el teatro, la música, la ciudad vieja, versos, pedazos de cuentos, libros leídos, el cine, por supuesto, y chispas en miscelánea. Con un plus envidiable: la brevedad, ese otro arte que practicó Obregón para huir —creo— de la solemnidad y de las ínfulas de lo trascendental, pero sobre todo para impedir que fuera su culpa cerrar cualquier tema, tapiarlo con una última palabra, porque de ser así habría perdido uno de sus mayores placeres, el de la conversación.
Y es que si nos fijamos, por estas columnas pasea el ánimo de poner conversa: ofrecen pistas, remiten a libros raros, a películas olvidadas, a enroques, invitan a sacudir antigüedades, ponen intrigantes tareas, comparten dudas y descubrimientos, mejor dicho, dan bomba. “Toda literatura se limita a abrir una puerta”, escribió́ en una de ellas.
Caído del zarzo, que sabemos todos lo que significa, no era Obregón. O tal vez sí, pero solo en el sentido del ingenuo que confía en que todavía sirve de algo esquivar la devoradora actualidad y echarse a pensar tranquilamente por las orillas.
Quedan pues aquí las 99 columnas, antes de que caiga yo en la elogiadera, si es que no ha ocurrido ya. Léanse al menos una y conversamos.
Sergio Valencia