Animales de familia

Los animales nos buscamos unos a otros, incluso en sueños. Queremos complicidad, compañía, algún tipo de equilibrio, también juego, confrontación y dominio. Los animales son ellos, el pato, el mico, el búho y la araña, pero también nosotros, y a veces lo olvidamos. Los doce cuentos de Animales de familia nos recuerdan la animalidad del alma humana a través de personajes que se enfrentan al encuentro y al desencuentro, como el ama de casa y el perico australiano que coinciden en un apartamento; a la fascinación, como el hombre que se dedica a observar meticulosamente unas hormigas; al asombro y al miedo, como el muchacho de montaña que visita las burras de la sabana. En este libro, David Eufrasio Guzmán narra con poesía, humor e ironía el misterio, el reto y la belleza de vivir en cardumen.

 

 


 

 

Domingos (fragmento)

Me acuerdo patentico, cómo se me va a olvidar ese día, y eso que mis días son más o menos igualitos, hasta los domingos que salgo con mis amigas a tomar ron al centro. Madrugué como siempre, ya bañada fui a despertar al niño, le puse la mano en el hombro y lo estrujé pasito. Despierte que ya es hora, le dije, despierte y métase al baño mientras hago el desayuno, su papá ya se levantó. El niño protestó como siempre y se tapó con la cobija entonces me tocó jalársela de a poquito hasta verlo todo lagañoso y con ese vozarrón que se despierta me dijo que ya va, que otro ratico. Yo creo que es esa sinusitis que mantiene lo que hace que por la mañana huela como a lechuga vieja. Una muchacha que también trabaja aquí en la urbanización me dijo en estos días que los hijos únicos eran insoportables. Son un karma para los papás, fue como dijo la patrona de ella.

El niño se metió al baño y al rato tuve que ir a tocarle la puerta, él roncea mucho y ya lo he pillado que se queda dormido debajo del chorro de agua caliente. Y no se estrega, porque después voy a extender la toalla y le encuentro manchas de tierra, entonces qué dice una, no se estregó los raspones que trajo de jugar fútbol, apenas se pegó la mera mojada. Él tenía educación física y entrenamiento, me acuerdo porque se puso la sudadera del colegio, la camiseta, los tenis blancos y empacó los guayos en la tula del Nacional. Aquí el desayuno es casi siempre lo mismo: huevo revuelto, a veces con aliños, una salchicha, arepa con mantequilla, quesito y chocolate. Porque al niño no lo dejan comer kelos sino es al algo, don Pancho dice que eso es pura azúcar y no alimenta, yo también prefiero algo de sal.

Cuando estábamos desayunando, porque yo como con ellos en la mesa, don Pancho me dijo que no venía a almorzar, que él ya volvía por la noche con Minora después de recogerla en el aeropuerto. Yo ahí mismo pensé, Virgen santa, como pasa el tiempo, hace nada que Minora se fue y tanto drama para saber que todo pasó tan rápido, y el niño está bien, ni enflaqueció ni va perdiendo el año ni hace lo que le da la gana. Y despuecito me dije, Ay, qué dicha la tarde sola para ponerme a planchar tranquila. Y como era poquita ropa, terminaba rápido y me ponía a ver la telenovela mientras llegaba el niño. Una ya sabe más o menos cómo se le va a venir el día y lo mejor es que salga sin aspaviento. Esas semanas sin Minora todo estuvo tan tranquilo, como que todo pasaba a la hora que tenía que pasar y cada quien hacía sus cosas sin sentir los ojos de ella por ahí vigilando. Yo la conozco hace años y no le exagero si le digo que es como familia mía, ella me quiere mucho, y me manda mucho también.

El niño salió a esperar a don Germán y a las hijas, seguido salió don Pancho y quedé sola, recogí los trastes y cuando los estaba terminando de lavar, el timbre. Y yo, pero quién será, ninguna de las muchachas podía ser porque todas tenemos destino a esta hora, hay que arreglar cocina, arreglar casa, tender camas… Fui a abrir y era el niño, qué susto, como si ya se me hubiera ido el día entero sin hacer nada, y no, que don Germán y las hijas no aparecían, que el carro tampoco estaba donde siempre lo parqueaba, frente a los bloques verdes. Que lo dejaron. Y eso no me cuadraba, porque ese señor siempre esperaba al niño y si se estaba demorando mucho, mandaba a una de las hijas a acosar, que quihubo pues, que iban a llegar tarde al colegio. Y el niño, para decir verdad, era muy cumplido, ya la mamá le tenía dicho que no le llegara tarde a don Germán, que con mucho gusto lo estaba llevando gratis al colegio, de puro querido solo porque ya había llegado a bachillerato y entraba a la misma hora que las hijas.

Yo no me iba a quedar con la duda y fui con el niño a preguntarle al portero si don Germán ya había salido con las hijas para el colegio y el portero me dijo que no, que lo único que sabía era que doña Mery, la esposa de don Germán, se había ido la noche anterior con las niñas en un taxi, que todas tres iban llorando y que ni siquiera se despidieron, y que de don Germán no se sabía nada desde ese mismo domingo por la mañana que había salido solo en el carro. Yo llegué por la nochecita toda copetona y no reparé si el carro estaba, yo nunca reparo en eso, pa qué, yo venía era pensando en un pelao lo más de querido que conocí allá en la heladería a la que vamos con mis amigas.

Lo primero que pensé fue que el niño no podía perder colegio, ¿cómo le decía yo a Minora, justo el día que llegaba de ese viaje, que el niño había faltado al colegio? Eso no le iba a gustar para nada. Y como le conté hace un momentico, todo venía saliendo muy bien como para que el último día me quedara cruzada de brazos. Ella me dijo muy claro antes de irse, Lo que pueda resolver usted, resuélvalo, entonces en un arranque le dije al portero, Présteme para llevar al niño en taxi, ahorita se los devuelvo, es para no tener que ir a la casa, vea que ya va a llegar tarde. Guineo, así le dicen al portero, me prestó quinientos pesos y así en arrastraderas me monté a un taxi con el niño. Yo sé que el colegio es cerquita al Paguemenos de la calle Colombia, entonces nos bajamos ahí y luego caminamos, el niño sabía por donde, cruzamos un puente lleno de gamines lo más miedoso, yo lo llevaba agarrado de la mano y él me decía, Irene, me está apretando muy duro, me está enterrando las uñas, y era que yo iba muy asustada, y no sabía si estaba haciendo las cosas bien o si se me había corrido la teja por salir así a la calle y estaba jugando con lo que la patrona más quería, usted se imagina donde se me roben el niño o le pase algo, ¿qué le digo yo a Minora?

* * *

Esos gamines que se le van acercando a uno como cojiando sí me dan miedo, porque en la parte de atrás del muslo llevan el cuchillo, cómo será que se lo lleven a uno para una cueva debajo de la calle o lo metan a un rastrojo… Una vez, cuando estaba en el bus del colegio, vi por la ventanilla a un loco bañándose en pelota debajo de un puente, me acuerdo que un profesor de la ruta, que no me daba clase, me regañó porque me reí muy duro, y me dijo, No se ría tanto que ese podría ser su destino.

Malabarista nervioso

Malabarista nervioso, el más reciente libro Luis Miguel Rivas, es otro gran deleite para quienes ya hemos disfrutado de su talento como cuentista en obras como Los amigos míos se viven muriendo (Editorial Eafit, 2007), Tareas no hechas (Editorial Eafit, 2014), ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? (Planeta, 2015); sus poemas en Hoy no quiero metáforas (Angosta, 2018) y su maestría como novelista en Era más grande el muerto (Planeta, 2017).

Los libros de Luis Miguel suelen agotarse, con razón. Su narrativa fresca y a la vez profunda nos transporta a territorios comunes para señalar en ellos su singularidad. Con una narración ágil, pincelada con sabiduría por el humor, este autor colombiano radicado en Buenos Aires por más de una década nos demuestra que existe un universo que es de él, pero en el que todos nos sentimos aludidos.

Las nuevas voces que aparecen en esta reciente publicación dan cuenta de la versatilidad del autor, su habilidad para mantener el suspenso, su capacidad de nadar con fluidez al interior del pensamiento humano con todas sus contradicciones, patetismos, tragedias cotidianas, ilusiones, temores y mezquindades.

Los relatos transcurren en diversas ciudades y épocas. Colombia, las maneras de expresarse de sus personajes, sus referentes urbanos, reales como Bogotá, Medellín o Envigado e imaginarios, como Villalinda, que ya es un clásico de las ciudades míticas de la literatura, y también Buenos Aires o incluso en lugares que no se pueden identificar.

El hotel de “¿Podría apagar la luz?”, por ejemplo, no necesita patria para hacernos saber que se está en un lugar aséptico, sin referentes de identidad, en el que la arquitectura borra al ser humano sin permitirle saber dónde está, como ocurre con los espacios uniformados que cada vez más pueblan el planeta. No habría mejor escenario para el transcurso de esta historia de desamor en la que todo ocurre sin que aparentemente pase algo.

“Fantasma sin énfasis”, el relato que da inicio al libro, es todo un divertimento que da cuenta de las rutinas cotidianas de los fantasmas, una hermosa manera de especular acerca de la vida después de la muerte y de apropiarse de ese género literario que habla de los seres del más allá, llevando al lector a recorrer sus espacios, sus pensamientos, sus frustraciones y perversiones con una capacidad de convicción que logra hacerle creer que los conoce desde siempre.

En “El muerto sigue bien” el autor da al lector el lugar del demiurgo, le da el poder para que decida cuál es la verdad, a sabiendas de que no existe, lo hace trastabillar como al malabarista nervioso por la cuerda floja de la cordura dejándolo en libertad para que sea él quien cuente la historia y compruebe que cada quien percibe el mundo desde una óptica particular.

“Marejada feliz” plasma la pesadilla del confinamiento, la desazón de una época en la que el afuera desaparece, el contacto físico se anula y la vida trascurre en el ciberespacio. Una historia de amor premonitoria que enciende sirenas de alarma ante el futuro.

En “La sonrisa de nuestra señora”, “San Cristóbal” y “A mí lo que me mató fue ese salsaludo” volvemos a caminar de la mano Rivas por calles conocidas en sus publicaciones anteriores. Los sonidos y olores del barrio, sus tiendas, los puntos de encuentro, la emisora local, la jerga de las esquinas. Sísifo que ha vuelto a beber y repasa las cuentas de lo adeudado en las cantinas, la música popular que es un leitmotiv en su obra, el patrón al que se le sirve en bandeja la ilusión ajena para que él la vuelva parte de su inventario, la religiosidad, la astucia de los desposeídos.

“Plantas contra zombis” y “La gran carrera de Jaime Luis Correa” comparten con “El muerto sigue bien” el referente del mundo laboral. La ambición, la envidia, la revancha, la traición, los horrores de los que tienen que “ganarse la vida” a punta de codazos.

Con un conocimiento profundo de esos mundos poblados de seres serviles y turbios aparecen como protagonistas la arrogancia y la sumisión de los asalariados de media petaca hacia arriba quienes terminan dando vueltas atrapados como fichas de un engranaje. Magistral la alegoría al lenguaje de la narración deportiva en “La gran carrera de Jaime Luis Correa”, que da fin a este gran libro.

Para alegría de quienes buscaban sus libros anteriores, ya está de nuevo en circulación Era más grande el muerto y vale la pena que corran a comprar Malabarista nervioso antes de que se agote la edición.

 

Cristina Toro

Las pulgas de Leviatán

La realidad se multiplica en historias y nos excede. La ciudad, el barrio, sus personajes tan cercanos como complejos nos llevan a contemplar la cotidiana ficción de cada día. Álex Jiménez nos revela con gran sensibilidad y pericia una ciudad que se teje en ángeles y demonios, profetas y hombres dados a su animalidad, con un lenguaje claro y simple que nos acerca en sueños y pesadillas a la inmensidad fabuladora. A su vez, nos recuerda que la realidad incita el mito y que la monstruosidad siempre está más cerca de lo que advertimos.

Proyecto ganador de la Beca de creación en cuento. Este libro se publica gracias al apoyo de la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín.


Mi vecino es un motante

“Mi vecino, el flaco que canta, es dizque un motante”, me confía misiá Ednedá, inclinándose hacia mí y abriendo los ojos mientras revuelve el tinto. Luego retoma su posición y sorbe un poco antes de proseguir.

“Yo sí sospechaba algo cuando lo oía cantar las de Nino Bravo y las de Magaldi. Es que él ahí, tan enclenque, con esa voz que incluso a una tan vieja la encrespa. Eso tiene que ser cosa de los infiernos, mi Dios me perdone. Y viviendo solo ahí en ese tercer piso, se tercia una guitarra los fines de semana y llega de amanecida, colgando casi de los hombros de las furufufufas. A mí no me consta, pero alguna cochinada sí les hace porque esas muchachitas dizque gritan como las marranas cuando las degüellan. Yo ya no grito, mijo, pero ni cuando estaba joven gritaba así. Yo solamente lo he oído cantar: puede ser porque él se sienta cerquita del balcón con la guitarra. Pero mis nietos vienen a veces a amanecer y mi Dios me ampare de que les toque oír a una fufa en celo. Los vecinos espantados en la mañana, pero nadie le decía nada. Sí, todos nos untamos de las vidas de los demás, pero nadie conoce a nadie y hay gente que le entra con miedo a otra gente. Es que a estas casas no se las ha llevado un soplo es de puro milagro, y están todas apeñuscadas como cuando una barre y arrincona la basura, entonces la gente se entera hasta de qué ruido hacen los intestinos de todo el mundo. Y sin querer, mijo, porque no hay para dónde más mirar. Yo no tengo la culpa que desde la ventanita de mi baño se pueda ver el balcón del tercer piso del motante en la otra cuadra”.

La anciana se detiene y toma café. Acaricia los lomos de los tres gatos que maúllan a sus pies y se suben a su regazo. Les habla como a niños y les dice que ya va a llevarles la comida. Ellos corren a la cama, saltan, pelean. Salen al patio que da a un barranco, entran al baño y vuelven junto a ella. La casa, un cubil oscuro y triste, huele a orines de gato y de señora. Trato de llevar el diálogo al tema de mi investigación: los grupos criminales que operan en el barrio. Pero ella insiste en hablarme del vecino. Se levanta, va junto a su cama y busca el cuido en un nochero, siempre seguida por los gatos. Vuelve arrastrando las chanclas y en una tapa de plástico que ha puesto en el piso de tierra junto a la estufa, les echa un poco de comida. Luego regresa a la mesa redonda, en la que no cabrían tres platos, y se sienta apoyándose en la silla libre.

“Un día estaba yo en el inodoro y vi por la ventanita unas cosas raras ahí moviéndose en la cabeza de ese hombre: como tentáculos. Yo me eché la bendición y empecé a rezar. Después me puse a pensar si no habría sido un sacrilegio hablarle al mesías con los calzones abajo, sin limpiarme el fundamento”.

Trato de disimular la risa con una tos y doña Ednedá, muy seria, se levanta y me trae un vaso de agua. Tomo un sorbo y percibo un sabor a chicharrón, algo que jamás esperé encontrar en un vaso de agua.

“Pero anote los datos, mijito, que lo veo como desinteresado”.

Yo le sigo el juego. Saco de mi morral una libreta y un lapicero y empiezo a anotar frases del relato. Le pregunto detalles insignificantes para que no se detenga: puede que en el flujo de palabras deje caer datos importantes. Misiá Ednedá prosigue.

“A la primera que le dije fue a doña Luceli, la que tiene al hijo mayor en la cárcel. ‘Mire bien y verá, doña Luceli’, le dije yo. El flaco del tercero, el de la otra cuadra, siempre sale con gorros grandes de marihuano. ‘Pues porque eso es lo que es’, me decía ella. Pues sí, pero no: es para taparse los tentáculos. Yo misma se los vi. Ella no más dijo ‘ay, misiá Ednedá’.

‘Entonces es un motante’, dijo el chiquito que estaba viendo la televisión en la sala. Y como yo no sabía qué era eso, me mostró la película que estaban dando, y a mí me pareció que sí. Y al otro día ya se había regado el chisme. Doña Carlota fue y me tocó la puerta en la tarde. Que entonces qué íbamos a hacer con ese bicho, que si hablábamos con el hijo de doña Luceli para que lo espantara. Y se persignó. ‘¿No sabe que está en la cárcel?’, le dije yo. ‘¿Todavía? ¿Y es que a cuántos mató?’, me dijo. Yo de eso sí no sé, pero por ahí están los amigos de él, Los Cuervos. ‘Entonces no, con esos mejor no’, me dijo doña Carlota y se persignó otra vez. Y ahí fue que decidimos advertirle al motante con papelitos. Los escribía doña Carlota, que es la que mejor letra tiene. Le escribimos varios, bien grandes: ‘bueno es culantro pero no tanto’, ‘o se va o lo acabamos como a los canastos viejos’. El matrimonio del segundo piso subía de noche y pasaba las notas por debajo de la puerta. Pero al otro día aparecían en la acera convertidas en avioncitos y los niños los recogían y jugaban con ellos. Y los fines de semana seguía el bicho, como dicen por ahí: pasando del brazo con quien no se debe pasar. Que gritaban no me consta, pero sí sé que iban: con decirle que una se madrugaba a comprar las arepas y se encontraba a las sonámbulas, con los ojos en la trastienda, dando tumbos por los callejones hasta la estación. Más de una, dicen por ahí, dizque no alcanzó a llegar porque Los Cuervos las desaparecían… Entonces decidimos que había que hablar con alguien que tuviera autoridad para reprender a Satanás. Y fuimos hasta la casa parroquial y le contamos todo al padre Medardo, y a él se le ocurrió que lo mejor era agarrar al bicho en la mera vergüenza del pecado. Por eso lo esperó un fin de semana: subió hasta el tercer piso detrás de él y de dos fufitas raquíticas que trabajaban más con la voluntad que con el cuerpo. Y se encerraron los cuatro. Esa noche dizque los gritos fueron más espantosos. Yo traté de ver o de oír algo desde la ventanita de mi baño, pero nada. A mí se me está endureciendo el oído, debe ser. Doña Carlota me llamó por teléfono: “vea misiá Ednedá, van a matar al cura, qué griterío”. Y cuando ya íbamos a mirar qué hacíamos, lo vimos bajar tambaleándose, caído de la perra, echando bendiciones al aire. Al otro día no dio misas, que dizque estaba esausto por el esorcismo. Nosotros no revolvimos más ese revoltijo, sino que ahí fue cuando yo me convencí que doña Carlota sí tenía razón. No nos quedó más que hablar con Los Cuervos”.

Yo cometo el error de decirle a misiá Ednedá que en mi opinión el vecino simplemente es un soltero en ejercicio de sus facultades y que eso no debería importunar a nadie. Le pregunto por el jefe de Los Cuervos, pero ella me corta la pregunta.

“Mijito, es que usted no ha entendido. Y me va a disculpar, pero eso es mucha ennorancia. ¿Cómo no va a ser problema? Una papa podrida pudre el bulto… Vea lo que pasó con el padre. Pero esa no es la noticia. Cuando supimos que usted venía de parte del periódico, aprovechamos: la noticia es que ya la gente de bien es más. Eso sí es noticia. Queremos que usted cuente que la justicia bajó de los cielos y nos cubrió con su divino manto”.

Yo la miro sin entender.

“¡Que ya lo cogimos, mijo! ¡Al motante! Ahí lo deben tener afuera. Mientras usted y yo le dábamos a la conversa lo trajeron. Venga y mire cómo limpiamos, para que cuente en ese periódico suyo”.

La señora me toma de la mano. Yo me dejo guiar al callejón de afuera, por donde hace un rato entré. En efecto, hay un griterío de los vecinos que hacen corrillo en torno a un hombre con el torso desnudo que está de rodillas con las manos en el piso. Al principio creo que usa un gorro estrafalario pero al acercarme me doy cuenta de que las cosas que serpentean en su cabeza se mueven con vida propia y escurren baba y sangre. Algunos niños tienen alfileres y buscan una entrada entre el tumulto para dar pinchazos y esconder la mano. Unos pocos miran con horror, pero no intervienen. Quiero alejarme pero la mujer me persigue, me agarra de la mano, me pregunta varias veces: “Va a contar, ¿cierto mijo?”.

Muevo la cabeza, no respondo, me voy dando tumbos contra personas que tienen palos y cuchillos. Miro una última vez hacia atrás. Por debajo del vestido de misiá Ednedá se asoman tres colas de gato, larguísimas, y junto a ella, unas patas de cabra sostienen al sacerdote bajo la sotana. Tengo náuseas. Alguien me pone un vaso de agua en una mano. Que estoy muy pálido, dice. “Venga lo acompaño a la estación”. Me dejo guiar. Lo miro: es el cabecilla de Los Cuervos.

Lengua rosa afuera, gata ciega

María Paz Guerrero

Himpar editores inaugura su colección de poesía con el nuevo libro de María Paz Guerrero, una de las voces más audaces de la poesía colombiana contemporánea. Este libro no es la excepción a las búsquedas de Guerrero: es experimental, está lleno de humor desgarrador y combina la exploración de lo animal con el habla popular y la materialidad de la carne y la lengua.

El tercer poemario de María Paz Guerrero está habitado por una serie de personajes: una gata ciega que se golpea contra todo lo que se encuentra; unos cuerpos que se hacen exámenes médicos para medir el avance de la enfermedad en los órganos; unas piernas que ya casi no se sostienen hasta que se desploman; un lenguaje que se va desenredando como una pita de cometa; unas repeticiones y versos atravesados y transformados por canciones de Héctor Lavoe, Henry Fiol y Simón Díaz.

La estructura del libro también es novedosa. Tiene una unidad que se configura a partir de las repeticiones de personajes y versos que reaparecen ligeramente transformados, cada vez. Se diferencia de libros que reúnen una multitud de poemas singulares. Por su parte, el lenguaje parece muy simple, casi hablado, con una sintaxis extraña, cortada, rota. Es una apuesta por una poesía musical con unas imágenes crudas, lo que lo diferencia de la poesía metafórica de imágenes abstractas.

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Queremos hacer cosas: levantarnos

renovar nuestro feed

arqueados, golondrinas

alalalelalale

Queremos dar una vuelta a la manzana

decir mentiras

anonadados, queremos dormir

Terminar el día tendidos

con fruta fresca en un tazón

melón helado por exceso de congelador

con escarcha de nevera vieja, por encima

Nosotros debemos nadar tres veces

por el feed, por la misma frialdad que tú me das,

por las vértebras desviadas

pero yo seré un volcán y tú seguirás en hielo

por los brazos mariposas

por no dejar que avance

la columna seca

por incluso pretender curarte

sigue, sigue, sigue sola

ay frisada en el sereno

por berrear como potra recién alimentada o

divinamente aleccionada

a la la le la la le

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Un texto al que se da el derecho

porque sí de aparecer

una palabra, un verso

para rellenar espacio

hoy cualquiera es escritor

pero no cualquiera

defiende una montaña

hoy todos escribimos

de un tirón

un texto que se le da la gana

decir mucho

ahora

que todos decimos mucho

un texto cabrón

un texto de varón

con güevas

anapurna

tú eras

una gata ciega

con pelaje blanco y hocico gris

eras toda la insistencia

contenida

compactada, por fin

te habían parido

anapurna gata

ronronea

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Y vuelve las piernas firmes piernas que ya no sirven: quebradizas

como dislalias, llena de eles y de esa vocal, a, que obliga a abrir la boca gata

dislalia la la le la la le es la copla

de piernas-palillos finos hilos de aluminio

que pretenden vivir menear el talle

como si se pudiera cantar dislalias tú eres pura dulzura

bailar dislalias con sendos gestos

múltiples caminos

cosa más buena

aparecidos según la línea del compás cuando los palillos

ya no son nada

nada que se parezca

a nada

un poco de madera con gorgojo que suena para ti ese polvillo fino, imperceptible tan radical

como partícula voladora transparente como figura

posible yo sí  me muevo los pies

arandela, se desliza, trabaja

El cielo que perdimos

Juan José Hoyos

En Medellín de los años ochenta, un grupo de periodistas y amigos debe, no solo enfrentar los vericuetos que supone vivir en una ciudad azotada por la violencia, sino además narrar lo que pasa en ella desde sus máquinas de escribir en la redacción del periódico para el que trabajan como reporteros.

En la novela, el quehacer periodístico se entrelaza con la vida íntima de los personajes, para quienes la proximidad con hechos violentos que suceden permanentemente en la ciudad es una forma de enfrentar la realidad, combatir la maldad, cooperar con las víctimas y su memoria, y resistir en una de las peores épocas de la historia colombiana reciente.


El cielo que perdimos es una novela única por su intensa vitalidad, por sus absurdas contradicciones. Dentro de unos años, los hijos de nuestros hijos querrán saber el origen de su sombría herencia, la historia de sus pecados recibidos, su negra carga de obstáculos y remordimientos. Entonces sabrán, a través de estas páginas, de esos días de miedo y confusión en los que el antiguo pavor de las noches del campo llegó hasta las ciudades, y la muerte sin móviles conocidos se extendió por los barrios creando calvarios y crucifixiones.

La realidad se impone en la prosa de Juan José Hoyos, siempre de laboriosa reconstrucción, rica complejidad e infaltable poesía.

Víctor Gaviria (1990)


Fragmento:

Logramos descubrir la casa por la gente. Estaba al final de una calle larga. Después, había una hondonada. Detrás de la calle se levantaba una montaña muy alta, llena de tugurios. Miré hacia los lados. La montaña rodeaba el barrio. De lejos podía verse que en las laderas había lo que los alcaldes llamaban un barrio de invasión.

Cuando llegamos, El Pájaro estaba con unos amigos de la cuadra, sentado en un muro, junto a la puerta de la casa. Todos olían a aguardiente. León lo abrazó y al tipo se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo le puse mi mano en el hombro.

Nos dimos cuenta de que era inútil hablar.

Él se despidió de los amigos y entró con nosotros en la casa. La sala estaba llena de gente. La mamá se levantó a saludarnos. Después vino el papá. Los dos hablaron muy poco. Estaban muy tristes, pero no lloraban. En sus caras había una resignación temprana que conmovía más que las lágrimas. La hermana me abrazó. Tampoco estaba llorando, pero tenía los ojos muy irritados. Se había puesto un pantalón negro y una blusa blanca.

—Todo el día se la ha pasado preguntando por usted —me dijo señalando a El Pájaro.

Él insistió que lo acompañáramos hasta el ataúd. Tuvo que pedir permiso para que la gente nos dejara pasar. Yo traté de no mirar. La cara del muchacho estaba llena de moretones. Tenía las manos dobladas sobre el pecho, en una posición extraña. No estaba dormido. No estaba tranquilo. Estaba muerto. Había una mueca de dolor en sus labios hinchados. Junto a la boca tenía una herida.

(Páginas 244-245)

Adios, pero conmigo

Cristina Toro

Adiós, pero conmigo, la más reciente novela de Juan Diego Mejía, llega al universo de su producción literaria antecedida por títulos como Rumor de muerte, Sobrevivientes, A cierto lado de la sangre, El cine era mejor que la vida, Camila Todoslosfuegos, El dedo índice de Mao, Era lunes cuando cayó del cielo y Soñamos que vendrían por el mar, como una bella pieza que sigue hablando de una ciudad desde el asombro de sus habitantes que van de novela en novela contando su intimidad. Esta vez el escenario donde confluyen los miedos y anhelos de unos jóvenes que se enfrentan al desasosiego del futuro entre muros pintados por el descontento de una época, la Universidad Nacional, la Nacho, se vuelve tan protagónica como ellos mismos.


Desde la primera página la novela introduce el suspenso con la narración del duelo a muerte de Évariste Galois, el joven matemático francés que a sus veinte años deja un legado teórico revolucionario como su propia vida. La muerte como constante se va colando en el relato a partir de sucesos premonitorios que ligan a los protagonistas con la fatalidad. La matemática se queda corta para resolver los problemas que la vida suscita a sus oficiantes y así van pasando, semestre tras semestre, paro tras paro, los pensamientos errantes de quienes tienen que definir en pocos años qué será de

ellos cuando los pasillos de las facultades y las mesas de la cafetería ya no los alojen. El debate estudiantil entre los defensores de las ideas revolucionarias de la época y los que abogan por insertarse cuanto antes en el mundo productivo va mostrando las contradicciones de esta generación en asamblea permanente, que entre consignas y disturbios convierte a estos muchachos en estudiantes eternos, hace desertar a muchos, destierra a otros e incluso en algunos rompe los débiles hilos de la cordura que van atados a la inteligencia. La fragilidad de la erudición queda en evidencia, el brillo de la mente de poco sirve cuando las preguntas agobian: “¿Qué fuerza extraña nos mueve a los que no creemos en la inmortalidad?”. En medio de la soledad de los protagonistas surge el diálogo con los muertos como una manera de permanecer, como alternativa a la fugacidad.

Repasar la biografía de académicos brillantes despierta en estos jóvenes el fantasma de la mediocridad al constatar que a sus veinte años no han perfeccionado una nueva teoría que los libere de la docencia como premio de consolación. “Tímido y retraído” como Évariste Galois, el protagonista y narrador del libro hace paréntesis a su soledad cuando conversa en casa de Franco, su antiguo compañero de colegio acerca del mundo común que los rodea y sus preocupaciones éticas o filosóficas. Los sentimientos no son tema de sus charlas. Al igual que el francés cuya vida le obsesiona, él lee o escribe mientras sus compañeros “salían a las tabernas, los fines de semana y bailaban, besaban, bebían, fornicaban, peleaban y luego volvían de regreso a la rutina de las clases”.

Llama la atención su cuerpo en veda, no propiamente por una postura moral. En plena edad del fuego el hombre no sabe cómo expresarse ni bailar sin sentirse ridículo, mover los pies o las caderas ni mucho menos besar o abrazar apasionadamente a las mujeres deseadas. Las ve desfilar por los pasillos de la u, nadar en la piscina, fumar en la cafetería, siente sus perfumes, sus movimientos, sabe que terminarán en otros brazos y a lo mejor eso lo tranquiliza. Soñar y no tocar. Con ellas apenas intercambia conceptos académicos o generalidades, nada personal.

La hermosa cercanía con Susana, la única mujer “posible” que frecuenta en el tiempo de este relato, se disuelve en una distancia no solo geográfica sino de pensamiento. Ahí está el escritor que prescinde del mundo real para volverlo narración, para ratificar al ser humano en su imposibilidad de encuentro. La ciudad se deja ver desde la ventanilla de los buses. Sus aceras, sus calles, sitios emblemáticos como la confitería Astor, la heladería Maracaibo, el Libia, el Ópera, el Odeón, cines del centro cerca de la catedral, el barrio Prado, Boston, Laureles, el café Brasilia de Suramericana, municipios vecinos de Medellín cuando todavía olían a campo, La Ceja, Envigado, Sonsón, El Retiro van llegando con sus plazas y su gente a refrescar la memoria de un tiempo ido.


Entre discusiones filosóficas y algoritmos, Juan Diego construye seres vivos, vulnerables, seres que a la vez que descubren la proporción áurea se preguntan por su destino, hombres y mujeres que nos remiten a una época de la ciudad y a la vez a un estado del alma, el paso de la vida escolar a la universitaria como una marca de fuego o de hielo que no deja nada intacto. Al final las piezas revueltas del cubo de Rubik concuerdan en una jugada maestra que deja claro que nada en la vida está resuelto. El cine, la fotografía, la literatura, pasiones paralelas a la academia, dejan la sensación de que la salida del laberinto en el que todos se extravían parece llegar por el camino del arte.

Caído del zarzo

Prólogo 

Las columnas recogidas aquí cayeron del zarzo de Elkin Obregón en 99 números de Universo Centro. Desde el refugio que escogió para gastarse sus últimos años mientras observaba, curioso siempre, cómo el mundo seguía su apresurada carrera y él se quedaba parado a un lado a propósito, sin querer hacer más que insistir en los bellos asuntos que la velocidad borra.

De ese zarzo a la habitual esquina del periódico bajaron el teatro, la música, la ciudad vieja, versos, pedazos de cuentos, libros leídos, el cine, por supuesto, y chispas en miscelánea. Con un plus envidiable: la brevedad, ese otro arte que practicó Obregón para huir —creo— de la solemnidad y de las ínfulas de lo trascendental, pero sobre todo para impedir que fuera su culpa cerrar cualquier tema, tapiarlo con una última palabra, porque de ser así habría perdido uno de sus mayores placeres, el de la conversación.

Y es que si nos fijamos, por estas columnas pasea el ánimo de poner conversa: ofrecen pistas, remiten a libros raros, a películas olvidadas, a enroques, invitan a sacudir antigüedades, ponen intrigantes tareas, comparten dudas y descubrimientos, mejor dicho, dan bomba. “Toda literatura se limita a abrir una puerta”, escribió́ en una de ellas.

Caído del zarzo, que sabemos todos lo que significa, no era Obregón. O tal vez sí, pero solo en el sentido del ingenuo que confía en que todavía sirve de algo esquivar la devoradora actualidad y echarse a pensar tranquilamente por las orillas.

Quedan pues aquí las 99 columnas, antes de que caiga yo en la elogiadera, si es que no ha ocurrido ya. Léanse al menos una y conversamos.

Sergio Valencia

El crimen del siglo

Juan Roa Sierra, presunto asesino de Jorge Eliécer Gaitán, protagoniza esta dramaturgia que a su vez es una adaptación de la novela que recibe el mismo nombre. Roa fue asesinado por una turba enfurecida que lo señalaba de haber matado al caudillo. Esta obra reconstruye, con cuotas de investigación y de ficción, el último año de Roa, un joven pobre de Bogotá que termina su vida fracasada ocupando el lugar más desafortunado de la historia del siglo XX en Colombia.

Dramaturgia: Obra basada en la novela del mismo autor.


Fragmento extraído de la primera parte de la obra

Escenario 

NARRADOR . . . (A Juan) Esa misma tarde, tan de repente como se le había ocurrido, usted llegó a la conclusión de que ya no tenía sentido seguir con esa loca idea de matar a Gaitán. ¿Qué fue lo que hizo que se echara atrás?

JUAN . . . . . . . Después de matricularme en el curso me subí para el centro. Iba caminando por la Séptima cuando vi venir a Gaitán por la acera y nuestras miradas se cruzaron. Fue solo un instante, pero en ese instante me di cuenta de que a pesar de mi odio y mi resentimiento yo jamás tendría el valor de levantar mi mano contra él, ya fuera armada de un cuchillo, de un hacha o de un revólver.

NARRADOR . . . Reconoció que no iba a ser capaz de matarlo. 

JUAN . . . . . . . Así es. Que lo mataran otros. Clientes para hacerlo no faltarían, según los comentarios de todo el mundo. Además, el problema no era solo matarlo, sino cómo matarlo sin poner en peligro mi propia vida. Porque nadie puede ir matando por ahí, de buenas a primeras, a un hombre sin jugarse su propio pellejo, y a un hombre nada más y nada menos que de la talla de Gaitán. 

NARRADOR . . . ¿O sea que ese encuentro fue tan determinante que lo hizo renunciar a sus sueños de grandeza? 

JUAN . . . . . . . Es verdad que yo ansiaba ser un héroe, pero un héroe vivo. Y así cumpliera esa gran misión para la que la vida me tenía destinado, ¿qué ganaría con mi sacrificio? 

NARRADOR . . . Tal vez acabaría convertido en el cadáver tristemente célebre de un vil asesino, y en ese caso, adiós celebridad, adiós honores, adiós gloria. 

JUAN . . . . . . . Ni más ni menos. Después de todo Gaitán no me había hecho nada tan grave que pudiera justificar que yo lo asesinara. Se había negado a hacerme un favor, eso había sido todo. Pero uno no puede ir matando por ahí a toda la gente que se niega a hacerle un favor.

En la piel del conejo

Cristina Toro

Piel de conejo, el primer libro de David Eufrasio Guzmán, es el reflejo de una generación de escritores colombianos que creció alrededor de la década de los ochenta del siglo pasado y da cuenta de nuevos referentes de una sociedad que ha transformado su entorno urbano y sus maneras de relacionarse. Es la novela de la unidad residencial como núcleo que juzga a sus habitantes, los aprueba o descalifica, les da sentido de pertenencia. Y digo novela en una acepción contemporánea en la que la estructura no lineal de la sumatoria de relatos crea un universo.

Esa barrera de “la unidad” que no necesita cerramientos físicos para saber que está cercada reúne en su entorno familias que no podrían albergar las proles numerosas de sus antecesores. El espacio del apartamento tradicional con dos o tres habitaciones acoge la generación del matrimonio fallido, las familias disfuncionales, los hijos que crecen en los espacios comunes y van moldeando sus expectativas con un referente de la ciudad que solo conocen los que han salido del núcleo, los que vienen de las barriadas y “saben cómo es el mundo”, lo que los convierte en moldeadores del deseo.

Esa generación que ya no habla del barrio porque no lo conoce, porque no se sale de sus linderos; sabe del portero, de los límites fuera de los cuales la violencia de la ciudad atraca, sabe de la mirada de los muchachos mayores que sí conocen el barrio y lo transmiten de apartamento en apartamento, de niño en niño, como quien inocula el veneno de hacerles perder la inocencia a partir de referentes azarosos asociados a la desfachatez, a la crueldad.

Piel de conejo también habla de la mudanza de piel, es la piel de niño que le va quedando pequeña al adolescente que no sabe cómo funciona ese hombre que empieza a desarrollarse en su cuerpo, que se da cuenta de la transformación de ese pene que en la infancia funcionaba como manguera de regadío de matas y en la adolescencia se erige como promesa de encuentro.

Es la historia del joven que crece bajo el sojuzgamiento de referentes contradictorios y se acomoda a las exigencias del entorno, que accede a vestirse de chalequito de lana para resultar adecuado ante sus parientes bogotanos, a sabiendas de que deberá esconder su atuendo para estar a salvo de las burlas que merecería su aspecto de rolo en la unidad.

Desde el primer relato la violencia emerge como una constante que va mostrando la crueldad de la estirpe. Ser un Tamayo significa estar vulnerado por esa gran familia que solo aparece en paseos de fin de año o en esporádicas celebraciones y acoge en la playa o en el campo a sus parientes menos acomodados en un ambiente permeado por el alcohol, ese rifle que estalla los afectos comunes y deja correr su hilo de sangre durante toda la saga. Una tras otra, estas historias nombran un universo que revela el panorama de una época de bombas que también explotan en las esquinas del vecindario.

Esos paseos de grandes y chicos son la oportunidad para transmitir los conocimientos de la tribu que vigila el desempeño de la hombría que se exige ejercer o fingir, si acaso no estuviese instaurada en el deseo del adolescente. Ese macho que en sus bebetas enseña a sus parientes menores unos arcaicos valores decadentes es también la mirada a la familia disuelta, es el paso de la gran familia de doce hijos a la familia del hijo único, a la familia con pocos hijos criados por una madre muy joven que no sabe qué hacer con ella misma.

Es la familia que vigila la perpetuación de roles, hombres con hombres jugando fútbol en los paseos de la playa o en las canchas de la unidad, mujeres con mujeres asoleando sus secretos. Son los tíos dictando el curso de virilidad de prostíbulo, de hombría fomentada con pócimas que pueden apuñalar el deseo.

Estos relatos son también una reflexión sobre la soledad narrada desde el asombro de quien descubre la literatura como otra vertiente de la voz de la tribu, la voz del padre que desde su distancia induce a otras miradas y abre caminos a la posibilidad de salir de ese mundo ramplón que el niño está condenado a emular a cambio de no parecer provinciano, cobarde o maricón.

En un entorno donde la curiosidad por la sexualidad se satisface a escondidas en sesiones clandestinas de películas pornográficas, en aventones ebrios con campesinas, en contactos fugaces, aparece como un bálsamo la voz femenina, la voz libre de la empleada que habla de sus sueños eróticos con el adolescente y abre la puerta de una sexualidad permisible, servida a la mesa sin tapujos en casa del padre. Piel de conejo es también una caricia adolescente que pasa de mano en mano ante los ojos asombrados de un chico que ve su cuerpo salir de la envoltura de la infancia.


Fragmento del cuento “El último vuelo de la Araña”

Después de que recogieron los platos de mi desayuno, me concentré en las moscas. Aterrizaban sobre la mesa y se frotaban las patitas delanteras como esperando y pensando. Todas hacían lo mismo: aterrizaban, avanzaban vacilantes y de pronto alguna idea malévola las hacía detenerse para frotarse las manos de nuevo y saborear ese pensamiento. Meditaban antes de emprender cada acción, así esta fuera mínima, como un corto vuelo o unos sencillos pasos. Mientras tanto, la familia estaba en la playa en un cuadro que me sabía de memoria: Fernando y Lucio sentados con sus whiskies y alrededor los demás tíos, las tías echándoles a los primitos cerveza con limón en la cabeza para que se volvieran rubios, la abuela saliendo del mar con su caminado de loro viejo, los primos grandes alegando que no botaran el trago, otros primos en el mar recibiendo las olas a puño, los chiquitos jodiendo en la arena, las primas bronceándose y recogiendo baratijas, otros primos dando vuelta en las cuatrimotos y otros más cismáticos, en la lamosa piscina llena de sus propios miaos.

Las comadres dispusieron bandejas y las fueron adornando con fruta picada. Siempre mi contacto con la fruta era en la playa y por lo general tenía que salir del mar, con los ojos salinos, y trinchar trozos de piña, papaya, mango, sandía, para luego volver a las aguas, mientras que ahora veía, en la frialdad solitaria de la cabaña, cómo las moscas atacaban la fruta y se embriagaban hasta la saciedad en un trozo de sandía o de piña. Con razón en la playa uno veía a las moscas lentas, bañadas en el zumo de la fruta, y uno creía que era por el calor, o que las moscas costeñas eran perezosas, pero en realidad llegaban allá borrachas y llenas, por eso era fácil cazarlas y tirarlas contra las dunas.

Era insólito presenciar el detrás de cámaras del paseo. Contemplar los pescados frescos con sus ojos vivos, que luego porcionaban para el almuerzo, ver cómo barrían el gran salón entre cuatro bajo un silencio de iglesia, cómo iban entrando y saliendo de cada dormitorio con sábanas y toallas. El silencio y la paz fresca que reinaba cuando la familia estaba en la playa. Las comadres deben estar cansadas, pensaba yo, deben estar felices porque ya casi nos vamos. En todo caso, nunca perdían la picardía y mientras cumplía mi castigo en la mesa me miraban con una sonrisa que intentaban ocultar sin éxito en el palo del trapero; se debieron haber deleitado con el show que protagonizamos los hijos de los patrones.

El brillo de las balas

Norvey Echeverry Orozco

Presentación

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no se dio cuenta de que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Todo estaba en las noticias y las noticias siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, Norvey observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió pena de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era real: las cosas pasaban aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase… a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla.
Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “​Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra que se hace madre mientras otros insisten en cultivar la muerte, la de un campesino que estuvo a punto de ser asesinado, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender vicio. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado. 

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. 

César Alzate Vargas, Universidad de Antioquia


Prólogo

Del otro lado del cerco

César Alzate Vargas

Universidad de Antioquia

Se hablaba en la sede de la Universidad de Antioquia en Sonsón de un muchachito que hacía todas las preguntas y leía todos los libros, que tomaba notas sobre artículos sugeridos o encargados y para la siguiente sesión ya había agotado los títulos disponibles de cada autor, y que hacía una cosa extravagante: les pedía a los compañeros que plantaran su grabadora en los cursos a los que no podía asistir y registraran las clases. Se decía que pasaba horas escuchando las grabaciones.

Que deseaba aprender todo sobre el periodismo y la literatura.

Yo no creía en esta leyenda, y en realidad solo llegué a comprobar una parte de ella, hasta que asistí a un par de jornadas de un curso de redacción periodística. Sonsón era un sitio estupendo para dar clase; los estudiantes eran como los que se describían en los mejores tiempos de la Universidad: respetuosos, entusiastas, pletóricos de talento, críticos, interesados en lo que uno tenía para decirles y hasta ingenuos. Además era un lugar que toda la vida me había interesado bastante. Por allí había pasado incontables veces en ruta hacia el cañón del Samaná, la Ítaca de la que provengo y a la que no consigo volver. Sonsón tenía múltiples vínculos con mi prehistoria. De este pueblo que congrega, completos, las virtudes y los defectos de la cultura antioqueña, salieron todas las vertientes de mi familia en siglos que la era digital ha olvidado. Allí quería ir como quien regresa a sus orígenes. Sentía que al dirigirme a aquellos estudiantes entablaba un diálogo en el tiempo con los bravos colonos que durante el siglo XIX y la primera parte del XX partieron de municipios como este hacia los vastos territorios que aún no se domeñaban en los Andes colombianos (en realidad, como ocurrió en toda América, esos territorios estaban habitados por gentes que llegaron mucho antes y a las que no se trató con el debido respeto, pero esa es una discusión que no tendremos aquí). El diálogo con ellos me interesaba como una forma de obtener pistas sobre una parte de mi historia que deseaba recuperar por motivos literarios, pero a la que las múltiples argucias del olvido me han impedido acercarme. Los estudiantes provenían, en su mayoría, de diversos pueblos del suroriente de Antioquia. Al menos la mitad eran del municipio sede, pero los había también de Argelia, Nariño, La Unión, Abejorral y La Ceja. De este último procedía el muchachito del que se hablaba porque quería saberlo todo.

Su presencia, sin embargo, no parecía hacerle juego a la leyenda. Se sentaba en un rincón lejano del salón de clase y, al menos en voz alta, no hacía preguntas ni participaba casi. Uno tenía la sensación de que estaba calculando el tamaño del mundo y de la vida antes de atreverse a decir cualquier cosa, y a veces daban ganas de suplicarle que aunque fuera se mostrara necio. Nada. Allí, quieto, como con la intención de marcharse a otras esferas, no hablaba. Pero escribía. Escribía y escribía en sus libretas, y a la clase siguiente venía, aunque sin palabras, con las lecturas hechas, los autores agotados. Sí que lo leía todo. En plena adolescencia era una máquina de absorber información, lo cual le fue muy útil para descubrir pronto que su deseo de ser locutor estaba errado y que, a fin de cuentas, de haber persistido en este, de poco habría necesitado los estudios de Comunicación Social y Periodismo.

Nuestro diálogo no se produjo, pues, mientras fue mi estudiante. O, visto de otro modo, la relación estudiante-profesor no se limitó a las fechas que la academia estipulaba: él decidió retomarla en ese mundo del que es nativo y cuyas leyes permiten hacerle el quite a la timidez porque no obligan a que los ojos se miren y las presencias se perciban en las a veces incómodas dimensiones de la física. Los tímidos sabemos la enorme importancia de este recurso. Uno de los privilegios que nos permite la época es el de abordar al otro sin la incomodidad de la presencia y sin la rigidez de los horarios. El curso que el silencioso decidió que yo le siguiera dando más allá de las aulas comenzó el 26 de diciembre de 2018 a las 9:49 de la noche con un escueto saludo: “Hola, César. ¿Cómo va todo?”. Saludo que irrumpió en el WhatsApp de mi celular con un cálculo necesario: el de escribir correctamente cada palabra y rodearla de los signos de puntuación adecuados más para la tarea universitaria que para ese universo que lo permite todo y en el que la gente suele expresarse con irrespetuoso descuido. Él me había oído decir que la corrección es la mínima seña de respeto que le debemos al lector. Somos periodistas. Somos escritores. Que nos juzguen por el fondo de lo que decimos, no por la forma: esta no debería admitir discusión. El hecho es que, antes de que yo pudiera preguntar quién era el sujeto que me hablaba a esa hora, fue al grano: “¿Te puedo pedir un favor? ¿Me podés recomendar películas buenas sobre el oficio del periodismo?”. 

No sé qué estaba haciendo esa noche. Era 26 de diciembre, ¿no? Alguna simpatía debió causarme el atrevimiento, pues unas horas después le prometí en serio —siempre hemos hablado muy en serio nosotros— que le haría una lista y le recomendé un título de ese año que tal vez él ya hubiera visto: la magnífica The Post (torpemente traducida a nuestro mercado como Los archivos del Pentágono) de Steven Spielberg. Horas después respondió que no la había visto, pero que tenía tiempo y la vería al rato. Y la vio, desde luego. Lo que tiene de más maravilloso el universo digital en que nos hemos movido en este permanente curso que él me pidió y yo acepté darle es esa no necesidad de verse u oírse o leerse en tiempo real. A veces el diálogo discurre así, pero otras tantas veces entre una interpelación y una respuesta pasan minutos, horas y hasta días, y no han faltado los asuntos que uno de los dos corta sin ofrecer excusas y sin que el otro se percate de que lo dejaron con la palabra en la boca. Ha sido un diálogo intenso. Tanto, que ahora me atrevo a darme cuenta de que en el mutuo aprendizaje, en la interminable discusión y en la nula presencia material —no nos vemos desde nuestra última clase en la sede, en diciembre de 2017; casi ni sé ya cómo es su rostro— hemos ido construyendo una valiosa amistad. 

***

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no descubrió que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Para su fortuna, del mundo de las armas no conocía ni una pistola de juguete. Todo estaba en las noticias y estas siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió vergüenza de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era cierta: las cosas sucedían aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase… a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla. Sospecho que debe seguir sin conocer las armas de verdad, pero la inmersión en las historias que narra en su primer libro le ha permitido comprender la catástrofe que esas armas producen en el destino de un país.

Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra rural que se hace madre mientras la muerte campea en cada uno de los territorios a los que huye, la de un campesino al que estuvieron a punto de asesinar para hacerlo pasar por lo que no era, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender drogas. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado.

El autor podría haber tenido el privilegio de formar parte de la primera generación de colombianos, en lo que va corrido del milenio y de la vida, con una verdadera oportunidad no de crecer, porque ya lo hicieron, pero sí de conocer al país en paz. Ellos y nosotros estuvimos a nada de lograrlo en aquellos acuerdos suscritos en 2016, pero la ilusión de la paz duró poco. “Este país, ¡este pobre país! ¿Hasta cuándo estaremos así, hasta cuándo?”, escribe en su diario Martha Higinio, la admirable profesora a cuyo relato el libro le presta la voz narrativa de primera persona. Es el mismo personaje que descubre la fundamental importancia de los nombres para conservar la memoria —es fundamental conservar la memoria, evitar el olvido— y nos cuenta al regresar al pueblo de Granada, luego de la masacre paramilitar del 3 de noviembre de 2000:

Cuando me acerqué al salón parroquial, más de medio pueblo lloraba por todos los muertos. Diecinueve ataúdes enfilados. Una escena triste. Yo solo conocí a María Leonor y a Pablo Emilio. A lo mejor con Jesús María, Juan Manuel, Jairo, Francisco Javier, Germán, María Edelmira, Andrés Arturo, Salomé, Conrado, Óscar Aníbal, John Ferney, Mario de Jesús, Jesús Heliodoro, Luis Fernando, Jenaro, Socorro y Nicanor, me llegué a cruzar en las calles de Granada, en una eucaristía, en una tienda, en el hospital, en el colegio en que dictaba clases, en un evento comunitario por la paz. A lo mejor hasta les sonreí.

“A lo mejor hasta les sonreí”, dice. No es posible dejar de mencionar la horrenda paradoja de la que antes de esta masacre se había enterado Martha en el corregimiento de Aquitania, de donde es oriunda: los paramilitares acercándose al puesto de salud para ofrecerle disculpas a un joven moribundo por haberle disparado cuando las balas que le robaron la vida estaban destinadas a alguien que tenía un nombre parecido. Creería uno que en esos actos de buena educación está oculta la semilla de la convivencia, pero habría que ser tan malvado como los asesinos para aceptar tales disculpas. O para aceptar la horrible venganza que ejecutaron los guerrilleros de las Farc un mes y tres días después de la masacre de Granada, cuando el 6 de diciembre destruyeron el centro del pueblo con un carrobomba y numerosos cilindros de gas convertidos en misiles y disparados desde casas a las que ingresaron sin respeto alguno, como la de Martha.

En el libro que Norvey investigó y escribió para enterarse del horror del que su crianza privilegiada lo había mantenido ajeno hasta su ingreso a la Universidad, la infamia contra los ciudadanos comunes y corrientes salta de muchas maneras al relato. Quizá la secuencia más intensa se encuentre en la historia de Gustavo, un campesino que decide regresar a su finca arrasada en la vereda La Quiebra, a dos horas de camino de Sonsón, porque a pesar de la presencia de los violentos tiene que trabajar para que su familia coma. Este hombre inerme ante los ejecutores de la guerra detalla el encuentro con un grupo de soldados ansiosos de matar a alguien, a él. Cuando los soldados le preguntan si ha ayudado a los guerrilleros a cargar sus morrales y le exigen que se quite la camisa, el hombre se hace una reflexión de la que no se olvidará nunca. Así está narrado el episodio:

Gustavo pensó: “Ay, jueputa, de pronto tengo callo en la espalda por cargar la fumigadora”. Era lo más obvio: una bomba de veinte litros con veneno, de metal, varios días a la semana, deja su huella en la piel. ¿Y cómo hace un soldado para saber que un hombre como Gustavo es guerrillero? ¿Por las botas? La mayoría de campesinos llevan botas. ¿Por el callo en la espalda? La mayoría de campesinos cargan bombas fumigadoras de veinte litros que tallan la piel. ¿Cómo carajos hace un soldado para saber si ese hombre que humilla es un guerrillero?

La respuesta es que no sabe ni le importa. El soldado necesita presentar resultados y muchos de esos resultados son lo que después se denunciará en el país como los falsos positivos. Ilustra el narrador: “Si los soldados hubieran decidido dispararle a Gustavo y presentarlo como una baja dada en combate, les hubiera significado desde un permiso de vacaciones para ver a sus familiares y novias, un aumento en el salario, un curso de formación, hasta un ascenso, una medalla que se puede conseguir por cincuenta mil pesos o menos en internet, o una felicitación de un general”. La desventura de Gustavo, tristemente, no se agota en el encuentro con los soldados del que salió torturado e insultado, aunque vivo. Es un campesino colombiano en tiempos de guerra y en esa coyuntura a los campesinos colombianos no les queda de otra que enfrentar las consecuencias de un conflicto en el que todas las facciones dicen que pelean para protegerlos, pero todas se ensañan contra ellos.

Esto y más es lo que descubre el autor cuando escucha y acompaña a Martha, a Gustavo, a Camilo Andrés (nombre ficticio, historia verdadera) y a su tocayo Norvey: una profesora rural que ha transitado por religiones y escuelas y no pierde el entusiasmo de las palabras; un campesino que ahora se dedica al cuidado del páramo; un hombre trasegado en las múltiples violencias que acepta que si su mamá, asesinada cuando él tenía once años, estuviera viva, “yo hubiera sido un gamín más hijueputa”; y un sobreviviente de la zona rural de La Unión al que a los ocho años un soldado contraguerrilla le puso su arma de dotación en la cabeza y le preguntó si se quería morir ese día.

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. Yo me quedo con la imagen de cada uno de los personajes en sus momentos de inocencia, a salvo en sus casas, amenazados en sus casas. Cada uno de ellos mira las montañas, las hermosas montañas donde la vida florece a pesar de la terrible historia de Colombia. Alrededor de cada casa hay un cerco, un perímetro de seguridad.

—Discúlpenos, hermano, nos equivocamos —cuenta Martha que le dijeron los paramilitares al muchacho moribundo de Aquitania al que le dispararon porque se llamaba como otro.

Del otro lado del cerco está la guerra.