¿Le molesta mi silencio?
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Los cuentos que conforman este libro están hilados a partir de una idea de moralidad, en ellos está presente lo sublime y lo pérfido de la condición humana; sin embargo, lejos de pretender ser un compendio de recetas para el buen vivir, exigen del lector una toma de posición, una suerte de participación en los dilemas a los que se ven enfrentados los personajes por asuntos que, aun siendo cotidianos, los cuestionan y en algunos casos los abruman, llevándolos a actuar de maneras que, tal vez, no encajen dentro de la moral del lector.
Un narrador atento a los detalles, un juego inquietante de un personaje con un otro que lo habita, una voz que recuerda historias y amigos de la infancia, o la grandeza de un padre que, a pesar de haber perdido mucho, conserva intacta su entereza. Son estos algunos elementos de estas historias que trascurren en una Medellín de mediados de los ochenta, en esa zona de El Poblado antes conocida como El Frito.
El Careador
Fragmento
—¿A que nos sabés lo que anda diciendo fulanito de vos?
Así empezaba el Careador. Se llamaba Jorge Alfredo, Andrés Felipe o José Obdulio. Nombre compuesto, de pila, como galán de telenovela. Nunca un apodo como los que se encargó de ponernos a todos sin excepción: Tunas, Chinga, Barrilete, Plátano, Sustancia, Papa Criolla, Fraqueta… en fin, interminable sería la lista. Gracias a su sagacidad para las ocurrencias, le bastaba con advertir algún rasgo delator, un nimio defecto, para usarlo en nuestra contra y rebautizarnos con un mote de por vida. Para darse ínfulas de importancia por encima de nosotros, y llamarnos como cualquier cosa.
Era tan hábil, tan astuto, que cuando cualquiera trataba de pagarle con la misma moneda, el Careador, siempre un paso adelante, evadía su nuevo apodo y nos endilgaba una chapa peor. Como aquel remoquete infame siempre causaba más gracia por lo acertado y jocoso, todos nos fuimos dando por vencidos. Y nos acostumbramos a que el apodo sustituyera nuestro nombre, y nos llamaran así incluso en nuestras familias. ¡Tal era el poder de su burla!
El Careador siempre encontraba la manera de caer por sorpresa y a traición. Siempre respaldado por una caterva de compinches y bufones de poca monta que le celebraba y alcahueteaba, que incluso lo incitaba para que atacara con lo peor de su repertorio. Y por supuesto, como el Careador era un showman, como su mayor vicio eran las carcajadas, no tenía consideración. Entraba a cualquier pizzería o heladería, inflando el pecho y hablando durito para hacerse notar. Y fingía una casualidad en cualquier persecución.
—Eh, qué más, Boquepeo… tiempo sin verte… y míralo dizque con novia, con razón tan perdido… Y usted qué, mi amor, ¿muy feliz saboreándole los picos a Boquepeo?
¡Gusano!, así les decían a esos bufones que encontraban motivo de burla en los defectos, debilidades y desgracias ajenas. Y el Careador quería coronarse como el emperador de la mofa, como el rey de los gusanos.
Y si alguien osaba sacarle en cara que se había pasado de la raya, el Careador asumía con altanería aquel reproche. Como un desafío incluso para superar su récord de ofensas, adoptando una postura cada vez más ruin.
Y es que el Careador no sólo se conformaba con poner sobrenombres. Esta era sólo una faceta, quizás la más visible de su carácter. Rebobinemos.
Vivía con su abuela, su “Mita”, en una estrecha casita en la mitad de la cuadra de la Calle 9. Y cuando éramos más pequeños, ya evidenciaba sus dotes. Era un chico bajito, de contextura rolliza y carnes blandas. Con los hombros levantados que acortaban su cuello y acentuaban una leve joroba. Tenía la piel blanca, cachetes bermejos que lo hacían parecer siempre acalorado y cabello lacio peinado de lado, como lambido. Solía pasar horas en el patio de atrás con su juego predilecto, al que el mismo había llamado “El Cementerio”.
Si estaba de un ánimo magnífico, para no sentirse tan solo, nos invitaba a uno que otro a participar, como si nos otorgara una membresía especial de su club privado. Sacaba una bolsa llena de soldaditos de plástico y de esos muñequitos de colores que venían con los paquetes de mecato. Planteaba una misión de reconocimiento para que internáramos a nuestros expedicionarios en las diminutas junglas de las materas. Primero nos exigía arremeter contra las plantas para “limpiar el terreno”, decía, y se reía malicioso mientras su abuela gritaba:
—Ay de ustedes culicagados si me vuelven a dañar las matas… ¡Vuela mierda al zarzo!
Aquellas amenazas proferidas por su “Mita” parecían estimularlo más. La distraía con una calculada sonrisa de inocencia, la apaciguaba dándole un beso en la frente y la llevaba de regreso a su mecedora. Tras representar su escenita de niño considerado, volvía a aparecer con una mochilita verde militar y sacaba a nuestros ojos lo que él llamaba cariñosamente “los instrumentos de cirugía”. Todo un arsenal de tijeras, encendedores, navajas y cuchillas de afeitar. Y ahí la emprendía contra los muñecos, camuflados en el follaje, en una persecución para aplicarles toda clase de torturas: en especial, le encantaba decapitar con tijeras las cabecitas que salían disparadas, ¡y cómo se saboreaba al derretir los cuerpos plásticos de muñequitos mutilados! Luego, su frenesí parecía sucumbir al aburrimiento y nos ordenaba:
—Bueno, tropa, ahora a enterrar a los que quedaron vivos… y que no quede huella. Así que sepultábamos en la tierra aquella masacre plástica, mientras él se relamía satisfecho diciendo: “Ah, el crimen perfecto”. Luego, se mordía los labios y en una pataleta rabiosa, convulsiva, arrancaba ramas y hojas de las plantas más verdes y sanas, y las destrozaba hasta hacerla añicos. Nos entregaba en las manos los pedazos para culminar con lo que llamaba el “Ritual Indio”, que era una suerte de contra para impedir una venganza de aquellos espíritus torturados, nos decía. Y nos amenazaba cortarnos con las cuchillas oxidadas si no le hacíamos caso…
¿Le molesta mi silencio?
Fragmento
La sonrisa se me destempló al ver de nuevo aquel hombre andrajoso de las escalas. Esta vez, en posición fetal, se aferraba a las espumas como cobijas, mientras sus dientes castañeaban. Seguí mi camino hacia arriba y me fui a preparar una comida calientica. Ponía la arepa en la parrilla, pero al sentir el fuego comencé a darle vueltas a la situación de aquel pobre tipo. Expuesto a la intemperie en aquella noche helada, justo en esta que llaman “la ciudad de la eterna primavera”. Quise espantar aquellas ideas tratando de calentar la dura corteza de las empanadas. Pero más culpable me sentí cuando escuché que el aguacero se intensificaba. Así que abrí la puerta de la calle. Bajé las escaleras y suspirando para tomar impulso me le acerqué al tipo, con la cautela de guardar una prudente distancia.
—Hey, amigo, oiga, usted –le dije, aunque el tipo no reaccionó.
Me siguió dando la espalda, donde sobresalían los huesos nudosos de su columna adheridos a su camisa curtida, rota y empapada. Supongo que pensó que venía a sacarlo. Así que lo toqué con el dedo índice. El tipo pareció agitarse y se volteó cómo quien se despierta sobresaltado.
—¿Qué? –dijo desubicado, arrinconándose al fondo de aquella reducida cuevita triangular, con sus ojos destellando un mustio brillo amarillento.
—Nada. ¿Quiere comerse unos buñuelos y tomarse un chocolate caliente?
—Bueno –dijo, desconfiado, y me estiró la mano.
—Es que no los tengo aquí. –Desde la penumbra vi como el tipo entrecerró los ojos–. Lo que pasa es yo vivo aquí arriba, y pensaba que si… usted quiere, sube a mi casa, comemos los dos algo, y si no quiere también se lo puedo traer.
Después de escrutarme con recelo de arriba abajo, el hombre se sentó.
—Sí.
—¿Sí qué: entra a comer o se lo bajo?
—¿De verdad puedo entrar?
Subí y el hombre me siguió con unos escalones de distancia.
Llegó al umbral de la puerta y se quedó contemplando la cerradura, que estaba con visibles señales de golpes en la madera. Lo invité a pasar. Prendí el bombillo de la sala con un remolino en el estómago: ¡Cómo se te ocurre dejar entrar a un desechable! Te va a robar, me regañó la voz. Si no tengo nada de valor aquí. Te va a matar. Come y se va. Te va a violar. Por eso no hay que darle la espalda.
Y esbocé con una sonrisa delatora que lo puso tenso.
Con la voz trémula lo invité a que me siguiera. Mientras avanzamos por el corredor vi que el hombre reparaba con inquietud el interior de los cuartos.
—Bueno, amigo, tengo buñuelos, empanadas, arepa con quesito y Coca-Cola, y como me imagino que debe tener tremendo frío, podemos hacer chocolate para que se caliente un poquito –le dije una vez llegamos a la cocina.
—Sí.
—¿Si qué?, ¿qué quiere? –Y señaló el chocolate y la arepa, agachando la cabeza con vergüenza–. ¿Y no quiere buñuelo y empañadas también?
—No, gracias.
—¿Y por qué?, deje la pena hombre, con confianza.
—Es que me hace daño.
No pues, tan remilgado. Con tripas de gamín y ahora resulta que también es alérgico al gluten, azuzó la voz.
Puse la jarra del chocolate sobre la hornilla, y en medio de un silencio incómodo lo reparé. Tenía unos cuarenta años. El pelo largo, grasoso y enmarañado le caía sobre los hombros y le escurría gotas de un agua oscura. La cara sucia cubierta por una crespa barba negra, con la nariz magullada como una guayaba y la piel de las mejillas estropeada como carretera destapada. Debajo de unas gruesas cejas, sus ojos tenían un puntilloso y débil brillo. Vestía una camiseta raída y empapada, adherida al torso que marcaba sus costillas, con el dibujo deslustrado de un pintor de brocha gorda en cuclillas, pintando un óvalo amarillo que decía: “Pintuco. El color de la calidad”. Los pantalones de dril muy anchos y grises, sostenidos con un nailon verde a modo de correa. Y unos tenis blancos de cuero agrietado, sucios de pantano, con las suelas despegadas en la punta y sin cordones. Sus brazos largos de musculatura fibrosa, surcados por enormes venas, sucios de roña. Y sus manos enormes, mugrosas en las palmas y las uñas largas. Todo él olía a lodo y a cobija guardada.
Cruzado de brazos aún temblaba del frío recostado sobre el lavadero. Así que le propuse que tomara una toalla del tendedero para que se secara. Inicialmente el hombre negó con la cabeza, entonces se la extendí y se vio obligado a aceptarla. Se secó superficialmente con la evidente precaución de no ensuciarla.
—Deje la pena pues, hombre, séquese con ganas que si ensucia se lava. Y si se moja para eso es. –Le sonreí para que se relajara, aunque el hombre seguía poniéndose la toalla sobre ciertas partes como haciéndose paños en las zonas mojadas.
Para ese momento la lluvia había arreciado; fuertes gotas castigaban la tierra e inundaban el ambiente con un ruido de interferencia, como aceite hirviendo.
—¿Y usted cómo se llama? –le pregunté elevando la voz sobre el rumor del torrencial.
—Lluvia.
—Sí, tremendo aguacero. ¿Pero le pregunté usted cómo se llama? –arremetí, pensando que no me había escuchado bien.
—Lluvia.
—Sí, ya sé… ¿me refiero a su nombre, cuál es?… –Y lo señalé para hacerme entender.
—Lluvia.
—¿Lluvia? ¡Ah, usted se llama Lluvia! –le aclaré y él asintió con la cabeza–. Vea qué coincidencia. –Y me reí, pero él no correspondió a celebrar el malentendido.
¡Lluvia, eh!, ¡Tremendo mongolito!
—¿Y por qué se llama así? –Me levantó los hombros en un gesto infantil–. Será por lo mismo que dice un amigo poeta, que también se puso ese pseudónimo: “Lluvia: porque llega de sorpresa, limpia y se marcha con misterio” –y le sonreí cómplice, tratando de sacarle una sonrisa.
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