Número 138 // Marzo 2024
  • Mirar la calle
El año pasado el quince por ciento de los homicidios en la ciudad tuvieron como víctima a un habitante de calle, son la única cifra cierta respecto a sus andanzas. El resto son retazos de historias, fotos a deshoras, solidaridad con prudencia y derrotas marcadas en el cuerpo y el alma en esta crónica en el abismo de las aceras.


Mirar la calle

Por MARIA ISABEL NARANJO
Fotografías de Jorge Calle

Para sentirse segura la Laudomia viviente necesita bucear en la Laudomia de los muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí de más o de menos: explicaciones para más de una Laudomia, para ciudades diversas que podían ser y no han sido, o razones parciales, contradictorias, engañosas.

Ciudades invisibles,
Ítalo Calvino

—Llevo tanto tiempo mirando lo mismo…, es como si la historia siempre se repitiera.

Confiesa el hombre que estoy mirando desde una silla, mientras busca en su archivo personal la imagen con la que quiere empezar a contar la historia de su mirada. ¡Son más de tres mil fotografías! Las tiene repartidas en cuatro discos duros de cuatro teras llenas, y dos álbumes de Magifoto de doscientas fotos cada uno. Hoy, cuando mira esos documentos, siente un rebote en el estómago. Se pregunta:

—¿En qué momento hice todo esto?

Cuando dijo cómo se llamaba pensé que era una marca profesional y no su nombre real. El misterio creció cuando entendí que era un hombre que tenía escrito el destino en su apellido: Calle.

Jorge Calle no toma retratos de los edificios ni de las fachadas antiguas para vender postales a los turistas con el fantasma del centro histórico. Él mira a los durmientes que se desploman bocarriba sobre los jardines de la Avenida Oriental, cobijados por el sol del mediodía; a los amantes de la noche que se abrazan sucios, sobre cartones tendidos en las aceras, debajo de los aleros de las tiendas de El Palo cuando las cierran; a los gregarios del fuego que arman cambuches de plástico en las mangas, al lado del río, entre el puente Horacio Toro y la Minorista, o debajo de los viaductos del metro, entre las estaciones Estadio y Suramericana; a los huesudos que caminan descalzos, algunos en compañía de perros, cargando botellas y cartones atados en la espalda, escarbando entre la basura hasta encontrar algunas sobras para comer o cambiar por un basuco en las ollas que hay entre Cúcuta con La Paz; a los locos como el Diablo, la Ardilla, doña Marta, don Carlos, todos amigos de Calle, que murieron en circunstancias parecidas a los titulares que suele coleccionar:

Q’Hubo, 10 de noviembre. “Tres habitantes de calle muertos en 2 horas. Indignante: prenden fuego a joven habitante de calle en Medellín. Un adolescente se encontraba durmiendo en una calle cuando sintió que le rociaron un líquido y le prendieron fuego. En otro caso, un hombre, que no ha sido identificado, fue asesinado de una pedrada en la cabeza. Van 42 en el año”.

—Desde que tengo doce años bajo al Centro a mirar cómo vive la gente —me dijo el día que nos conocimos en el Pasaje Cervantes, en octubre del año pasado, cuando presentaron el último informe de Everyday Homeless, una cuenta de Instagram que creó junto a la abogada Nataly Cartagena un año antes de la pandemia, y que cinco años después se ha convertido en una corporación. El informe se llama: ¿Desechable quién? y se hizo en colectivo con el semillero de investigación que tienen.

***

Estamos sentados en una mesita al aire libre en el Pasaje Cervantes. Aunque les encanta el café, Jorge y Nataly piden dos vasos de soda saborizada con hielo para pasar el mareo con el que llegaron. Esta mañana se tomaron casi dos litros de tinto en uno de los encuentros que hacen los sábados con las madres, niñas, niños, jóvenes que viven en los inquilinatos del Bronx, y que están en riesgo de convertirse en habitantes de calle. Un trabajo que ninguno de los dos se imaginó cuando publicaron la primera foto.

—La mamá de Jorge dice que se parece a Jesús —comenta Nataly, antes de mostrarme el celular con la imagen que ha elegido. Ella estudió Derecho en la Universidad Luis Amigó y se especializó en la defensa de los derechos humanos de los habitantes de calle con la Universidad de Antioquia.

21 de abril de 2019. La foto le gusta a @everydayhomeless y 350 personas más. Sí. Se parece al señor de los cuadros del Sagrado Corazón, pero este es moreno, pelinegro y en lugar de una túnica blanca impoluta, lleva puesto un buzo gris con capucha. Tiene la mano derecha levantada, como pidiendo con los dedos una lloviznita de buena suerte que le caiga del cielo, mientras, con la otra, agarra los cartones doblados en los que seguro durmió esa noche, debajo de la luz mortecina del puente Horacio Toro en donde Jorge la tomó.

Al principio, la idea era publicar una foto diaria de cada persona que Jorge había retratado en los ocho años que acompañó a los grupos de aguapaneleros con su cámara y cinco más con el proyecto que tiene con Nataly. Es el ritual de las redes de quienes hacen parte de @everydayeverywhere, una comunidad de narradores visuales del mundo que une a fotógrafos, documentalistas, periodistas y artistas que publican una foto diaria de aquello que quieren visibilizar. Esta idea lo animó porque quería hacer algo más que tomar fotos y guardarlas en su archivo personal.

Era el año 2012 y a Jorge el Centro lo atraía como un imán. Bajaba en bus desde Santa Mónica a mirar la calle. En el 2007 había decidido estudiar fotografía en Yuruparí. En esa época estaba leyendo un libro que lo obsesionaba: The Americans, del fotógrafo estadounidense Robert Frank. También estudiaba a Martin Chambi, un peruano que retrató a su pueblo y que lo hacía creer en la potencia de volver la mirada sobre uno mismo. Pensó entonces que le gustaría tomar fotos de las comunidades indígenas. Por recomendación de un amigo llegó a un pequeño local del Parque de Bolívar, una litografía religiosa donde todavía hoy venden santos, al frente de la Catedral Metropolitana, subió las escaleras del estrecho edificio hasta el cuarto piso y tocó la puerta de la fundación Makiwuayuna, que en alguna lengua indígena significa “mano amiga”. Allí conoció a Javier Ruiz, futuro subsecretario de grupos poblacionales de la Secretaría de Inclusión de la Alcaldía y fundador de Visibles, otra organización que trabaja con habitantes de calle. Cada jueves por la noche empezaron las salidas con los aguapaneleros.

Mirar la calle
Mirar la calle

***

—¿Qué es lo que hay?

—Aguapanela con pan

—¿Aguapanela con qué?

—Con pan.

—¿Con qué?

—Con pan.

Repiten tres veces los líderes de Aguapaneleros Medellín antes de salir con carritos de mercado llenos de panes y bidones de aguapanela a recorrer las calles del Bronx, en Cúcuta con La Paz. Existen más de quince colectivos en la Red de Calle que trabajan por esta población a través de labores sociales que funcionan con base en donaciones y voluntariado. Aunque este grupo en particular no pertenece a la red, quise ver qué se siente participar en un espacio similar a donde Jorge y Nataly se conocieron en 2017.

Son las ocho y media. Estoy en la esquina de la calle 50C con 61 en el barrio Prado. Han llegado por lo menos cincuenta personas, incluyendo varios estudiantes de Medicina de la Fundación Universitaria San Martín que hacen acompañamiento de APH. Todavía no sé muy bien qué es. Marta, una amiga, me ha presentado con los voluntarios que están doblando la ropa que algunos trajimos para donar esta noche.

La historia de Nataly y Jorge comienza en un grupo así. De hecho, tal vez alguno de los que está a mi lado los conozca, porque han repetido en varias ocasiones que llevan treinta años haciendo lo mismo —dicen que el primero de estos grupos nació en 1990 con 35 voluntarios y se llamó Aguapaneliar—. Pensemos entonces en dos mundos paralelos. Mientras Jorge toma fotos con los aguapaneleros, Nataly busca a su hermano en la calle. Como en Ausencias, un cortometraje que produjo su amigo Juan Mesa, y donde, así como ella, la protagonista busca en la calle a un ser amado y le parece que todos son él: flaco, barbado y raquítico.

Creía verlo acostado en cualquier acera.

***

No sé si es porque hace varios días que no deja de llover y hoy particularmente está haciendo mucho frío, que todo se ve tan oscuro. Es como si un halo de hollín lo cubriera todo. Las paredes del metro. Los adoquines. Los buses. La gente caminando sin rumbo.

Hicimos una pausa en la estación Prado y tres hombres del “staff”: el Profe, Súper Dani y el Callejero —que toma las fotos—, subieron las escaleras para convocar desde arriba una sonrisa para el post que compartirán en su cuenta de Instagram.

Nos levantamos, seguimos caminando, pasamos el semáforo de La Paz y bajamos por la calle leyendo los nombres de los locales comerciales: Litografía Dinámica, Restaurante El Peñolero, Billares La Joya, Recuperadora de Metales Santiago, Ferretería Toby, Cobre Col, Remates y Excedentes, Excedentes La Paz, Residencias Viajes, Residencias Bachué hasta llegar a la esquina de Centro Día número 2, donde se escuchan entre murmullos algunas voces:

—Si Jesucristo estuviera aquí, ¿qué estaría haciendo? —pregunta en voz alta un hombre que pasa en contravía—. ¡Dando plataaaaa! —se responde a sí mismo y luego grita para todos—: ¡Aleluya!

—¿Todos necesitan atención médica? —se escucha una voz femenina.

—Ustedes van a determinar quién sí y quién no —indica la mujer al grupo de voluntarios de APH, cuando nos detenemos en una reja blanca.

—¿Nos colaboras con el domicilio? —me pregunta.

—Sí, claro —respondo.

—Allá va a estar un muchacho que nos va a entregar los domicilios —y señala la esquina donde comienza a armarse una fila enorme de habitantes de calle, rodeada por una cadeneta de voluntarios delante de los carritos de mercado.

—¿Qué son los domicilios?

—Aguapanela con pan. Para que ellos no tengan que ir hasta la fila tú se los traes. Y solo se los da a los que digan ellos.

—¿Qué es APH?

—Atención Pre Hospitalaria. Ellos son los que van a decir quien se atiende o no se atiende. Y ustedes dos son el filtro.

Hoy llegamos escuchando la sirena del carro de la basura de Emvarias y el sonido de las escobitas recogiendo pedazos de botellas, aparatos diseccionados, montañas de papeles, recortes de telas…, todo se va adentro del carro para limpiar la calle. En el último operativo que hubo compactaron cinco toneladas de basura en una sola noche. Se estima que el 46 por ciento de los habitantes de calle son adictos a sustancias psicoactivas y gastan casi todo su dinero en el consumo. Los cables de cobre son el tesoro de la calle, pagan a veinticuatro mil pesos el kilo. Una fortuna si pensamos que un basuco cuesta dos mil pesos o trescientos si es un pipazo.

Mirar la calle

Uno de los primeros pacientes se acerca al puesto de atención que el grupo ha improvisado sobre una mesa Rimax en donde dispusieron cajas con gasas, guantes, pastillas de acetaminofén y naproxeno, alcohol, ácido fusídico, paletas para bajar la lengua, entre otros implementos médicos.

—Hola, buenas noches. ¿Cómo te llamas? —pregunta uno de los voluntarios.

—Hola, soy Luis Carlos.

—¿Qué tiene Luis Carlos?

—Una fiebre desde hace dos días.

—¿Hace cuánto vive acá?

—Hace cuarenta años.

—¿Entonces conociste Las Cuevas de Barrio Triste? —me atrevo a preguntar.

—Sí, allá vivía yo. ¿Y usted es la que me va a regalar una aguapanela con pan?

Me alejo para pedir el domicilio en la fila que hay delante de los carros de mercado. No puedo contarlos. Son una serpiente de hombres y muy pocas mujeres, cada uno en su propio mundo. Una de ellas está muy apretada contra un viejo calentano que le mete las manos en sus partes íntimas. Algunos miran de reojo. Otros hablan para adentro, consigo mismos, en un bucle mental en el que recuerdan el momento en el que lo perdieron todo. Hay parejas. Hay padres e hijos. Hombres que se quitan el pan de la boca para meterlo en el hocico de su perro. Están los atentos que sonríen cuando pasan por delante de la cadeneta y reciben abrazos gratis.

Uno de los que pasa al frente mío tiene unos audífonos y cuando le pregunto ¿qué es eso?, me los pone en la cabeza.

—Me los robé ayer —dice esperando mi reacción—. ¡Mentiras!, me los compré.

Son unos Aiwa sin espuma en las orejeras con un sonido metálico que distorsiona la música que suena. Creo que es una canción de Guns N’ Roses.

—Me los vendieron en dos mil.

—¿Y qué estás escuchando, es una emisora?

—Sí, la FM. ¿Me va a grabar una memoria?

—¿Una memoria de qué?

—De lo que sea

—¿Qué música le gusta?

—De los ochenta

—¿Por qué le gusta?

—No sé, era la música de mi papá —y se vuelve a poner los audífonos.

Cuando regresé con el domicilio, otro hombre ya estaba sentado en el puesto de Luis Carlos. Dicen que los músculos del cuerpo tienen memoria, y los de este hombre se niegan a olvidar su vida anterior, a pesar de estar sucio y harapiento se veía saludable. Varios hilos de sangre se deslizaban por su cara sudorosa, mientras su mirada pasaba cada cinco segundos del dolor al terror.

—Chicos, ¿quién tiene el fusídico? —grita un voluntario.

—¿Tienes una gaza? —le pido a otro que está parado muy cerca de donde estamos sentados.

—Ve, limpiate —digo—, no, esperate —me arrepiento.

—¿Por qué no se sienta? —me sugiere.

—Pues porque… —no sé qué responder y me siento a su lado, en el piso—. ¿Cómo te llamas?

—Nicolás.

—¿Y qué te pasó, Nicolás? —le pregunto mientras le limpio con la gaza la frente.

—Me pegaron un bolillazo —uno de los voluntarios ilumina con el celular para examinar su cabeza y la herida que tiene deja ver el tejido blando de su cráneo.

—¿Un policía?

—No, un celador de Barrio Triste.

—¿Y qué estabas haciendo ahí?

—Nada. Yo estaba sentado cuidando una bolsa y el celador llegó todo callado y me sacó el bolillo, tan, tan, tan y me dio en la cabeza.

—Mira, esta pastillita te va a ayudar mucho con el dolor —le ofrece el voluntario.

—¿Naproxeno? —pregunta riéndose.

—Eso es un poquito mejor, confía en mí.

Mirar la calle

Se toma la pastilla con la aguapanela y continúa:

—¿Usted conoce alguna fundación, un internado?

—¿Para salir de acá?

—Claro. Yo he querido, pero no he podido.

—¿Y qué consumís?

—Marihuana, basuco…

—¿Hace cuánto?

—Desde el año pasado que mi papá se murió. Yo trabajaba con él en un camión y desde eso me vine para acá y no he salido.

—¿Tienes amigos acá?

—Caras vemos, corazones no sabemos. Por acá he tenido hasta mujer. Pero acá no hay amigos.

—¿Cuántos años tenés?

—Veintisiete

Me acerco al que tiene una camiseta negra con el escudo de Superman y debajo la leyenda “Aguapanela para el alma”. Todos lo conocen como Súper Daniel.

—¿Qué hacen ustedes cuando alguien pide entrar a una fundación para rehabilitarse?

—En estos momentos los dirigimos a Centro Día porque no tenemos la capacidad de hacer rescates —me cuenta—. Tenemos una deuda de treinta millones de pesos de padrinos que se comprometieron a rescatar a alguien y lo abandonaron.

—Hay momentos, sobre todo después de un operativo o cuando sufren algún tipo de violencia que se cuestionan ¿yo qué estoy haciendo aquí? —comenta una voluntaria que está con nosotros—. El día que hay un operativo hay cuatro o cinco que se quieren ir.

—¿Y las privadas cuánto valen?

—Si son privadas, todas son pagas y valen mucho —dice ella—, hay algunas en las que ya vale dos millones de pesos la mensualidad.

—¿Y el plan padrino que ustedes tienen cómo funciona?

—Unos amigos de Barbosa nos dejan a setecientos mil pesos si son referidos por nosotros. Lo que pasa es que, en ese caso, si fuera así, el contrato se haría a nombre tuyo. Por lo que nos pasó, porque el día de mañana te quedas sin trabajo, te desapareces, y si lo hacemos nosotros la deuda nos queda.

No sé cómo se hace un censo de la gente que no tiene un domicilio fijo, un techo donde dormir, comer, bañarse. Amar. El último que hizo el gobierno, un año antes de la pandemia, reportó que trece mil personas en todo el país son habitantes de calle, y de ellas, 3788 se encuentran en Medellín. Cifra que no es del todo real.

—¡Están por todas partes! Por eso también nos parece que hay más —me dirá luego Javier Ruiz, economista y fundador de Visibles—. Es evidente, pero no sabemos cuánto ha crecido esta población, sobre todo cuando después de la pandemia vivimos la mayor ola de migración venezolana y muchas familias cayeron en la pobreza extrema.

La mayoría de fundaciones que trabajan con población habitante de calle lo hacen desde la informalidad y lo más difícil es autosostenerse. De hecho, muchas desaparecieron después de la pandemia, o tuvieron que volver a los programas de asistencialismo alimentario y dejar de hacer actividades con las familias que están en riesgo. No es un misterio que nadie quiera apoyar a fundaciones de este tipo porque consideran que es una alcahuetería; y programas como estos que reparten alimentos ocasionalmente son reprendidos por la policía con el argumento de que “estas actividades propician la criminalidad”.

Le pido que nos acerquemos a Nicolás para que lo escuchen:

—Hola, Nicolás —lo saluda Daniel.

—Yo soy un alma en pena, pero quiero salir.

—¿Y tenés familia acá?

—Mi familia está en Copacabana.

—¿Llamamos a tu mamá?

—Sí.

—Dame el teléfono —Nicolás recita el teléfono que se sabe de memoria.

—¿Cómo se llama ella?

—Doña Judith. Debe estar pensando en mí. Hace una semana me volé.

El celular suena y alguien del otro lado contesta:

—¿Doña Judith? Cómo está, estoy por acá con su hijo Nicolás… No le pasó nada malo, él está acá y dice que quiere salir… Ya se lo paso.

—Permiso, muchas gracias, aló… Qué más, má, me alegra oírla, en la jugada… Descanse, descanse usted que sí puede… Hoy me tocó dormir en la calle… Ellos están diciendo que la fundación es en Barbosa, ¿cierto?… Sí me pueden llevar, pero hay que pagar una cuota mensual… Sí, yo la pago vendiendo maní —no puede contener las lágrimas—. Bueno, má, yo le hecho la bendición, Dios la bendiga… No he podido ser un DON ALGUIEN —insiste—. Sáqueme el pase, póngame a manejar… Bendición, bendición.

Cuelga.

—Usted no lleva una semana volado —dice Daniel—. Lleva mucho más, y para una mamá un mes o un año es mucho tiempo.

—¿Qué le dijo la mamá? —le pregunto a Daniel.

—Me dijo que ella está sola y que los hermanos de Nicolás no quieren que vuelva.

El sistema de la Alcaldía para la atención de habitantes de calle invierte más de veinticinco mil millones de pesos anuales. Esto incluye el financiamiento de programas como Centro Día, que tiene cuatrocientos cupos en las noches, pero que puede albergar hasta mil personas en un día completo. Las granjas de resocialización, con 250 cupos. Los albergues con 205 cupos para personas que están en procesos de recuperación de accidentes o de enfermedades como VIH y tuberculosis. La atención para habitantes de calle crónicos —que no pueden valerse por sí mismos y el Estado debe asistirlos—, con 270 cupos agotados. Además, hay seis carros y veinticinco personas que brindan atención móvil en la calle, y dos puntos de atención en Barrio Triste y San Juan con la Oriental que funcionan de 6:30 a. m. a 4:00 p. m. En el último censo nacional también se midió que el 53 por ciento de los habitantes de calle dijo desconocer estos programas.

Mirar la calle

Nicolás se resigna a que esta noche no encontrará un lugar seguro para dormir, se toma la aguapanela, el naproxeno, y sin decir palabras, aporreado y triste por lo que escuchó de su madre, se va caminando hasta perderse en la esquina, por donde sube una mujer bajita que vende tintos.

—Tinto, lleve el tinto —dice.

Se llama Érica y vive en Santo Domingo. Llega a las seis de la tarde, tiene seis hijos, seis nietos y hace seis años trabaja en el Bronx. Uno de sus hijos menores consiguió una chaza en la esquina para vender bombombunes, barriletes, chicles, promos de cigarros de 250 pesos que no sé qué contienen y el tinto que ella sube hasta la esquina donde se hacen los aguapaneleros.

—¿A cómo es el tinto?

—A mil pesos —le compro uno—. ¿Cómo le parece lo que ve acá todos los días?

—Todos somos humanos, pero tenemos muy malas amistades. Del traguito al cigarrillo, del cigarrillo a la marihuana y de ahí a un pase, y de ahí a estas cochinadas. Aquí hay doctores. Mejor dicho, usted se pone a hablar con ellos y aquí hay gente preparada.

—¡Nos vamooos! —comienzan a gritar los voluntarios.

Han pasado tres horas. La ropa para donar se la llevaron puesta, las pastillas también. Los carritos están vacíos de pan y en los bidones ya no queda ni el pegote. El Profe, uno de los líderes del grupo, está llorando. Un habitante del submundo acaba de regalarle un collar gigante con un atrapasueños y los dos se están abrazando en la mitad de la nada. Agaché la cabeza para contener las lágrimas. No me atrevía a mirar a nadie más cuando apareció Marta, también llorando. Pensé: qué raros somos los que encontramos júbilo acompañando gente que está en agonía.

***

21 de noviembre de 2019. En la cuenta de @everydayhomeless apareció la foto de un niño con el pelo mojado, cargando dos sillas, y detrás el Esmad. El post describió que era la noche de un frío jueves, en un operativo de rutina donde, probablemente, el habitante de calle que se veía en la foto salía con lo que consideraba “sus pertenencias”: un par de sillas, una cobija, una pipa y una sombrilla. En la descripción se preguntaban: “¿Para dónde se van? ¿Una cuadra arriba o una cuadra abajo?”.

Esta imagen recuerda los operativos desarrollados en la primera semana de enero de 2002 cuando en el sector conocido como Las Cuevas, en Barrio Triste, en un radio de veinte cuadras a la redonda, se incautaron treinta kilos de marihuana, trescientas papeletas de basuco y 120 cápsulas de Roche.

Juan Manuel Santos, en 2013, pidió desmantelar veinticinco ollas de vicio en veinte ciudades del país, y ese mismo año se estaba promulgando la ley 1641 por la que se ordenó al Estado garantizar la atención integral de los habitantes de calle.

Diez años después, los comerciantes de Cúcuta con La Paz aseguran que han sido “invadidos” por cerca de ochocientos habitantes de calle. El 22 de mayo de 2022, el Tribunal Administrativo de Antioquia profirió medidas cautelares para reparar con medidas integrales el sector que hay entre Cúcuta, Juanambú y Argentina. Dicen que son siete ollas a cielo abierto y que cada una puede manejar hasta cuarenta millones de pesos diarios. En el último operativo, realizado el 27 de febrero de este año, se incautaron 1200 gramos de basuco, 605 gramos de base de cocaína y 140 baretos.

Mirar la calle

***

Después de la primera foto, los seguidores de la cuenta escribieron preguntando por las personas que veían, querían ayudarlos. Se sumaron voluntarios de las universidades: psicólogos, trabajadores sociales, antropólogos, sociólogos, filósofos, comunicadores, periodistas. La Universidad de Antioquia contrató la ejecución de escuelas de arte y cultura para trabajar con ellos, y en estos cinco años han nacido muchos proyectos que buscan no solo visibilizar, sino también ayudar a mitigar la pobreza extrema: Café tertulia, Cine a la calle, Escuela de calle, Callejeritos… En tardes como estas de buen tiempo, cuando nos podemos sentar en la mesa de un café, traigo de nuevo a la conversación las palabras de hastío: “Llevo tanto tiempo mirando lo mismo…, es como si la historia siempre se repitiera”.

—¿Qué significa esa expresión Jorge? ¿Es impotencia? —le pregunto.

—No es impotencia, al contrario. Creo que he pasado tanto tiempo entre ellos que pude llegar a sentir esa emoción, ya no la tengo. Estoy seguro de que la población habitante de calle existe, existió y existirá. Hace parte de la condición humana. Lo que siento ahora son preguntas: ¿por qué crece tanto esta población? ¿Qué es lo que hace que la gente llegue allá? ¿Por qué sucede esto?

Susan Sontag vio la fotografía como una práctica poderosa y problemática, capaz de revelar verdades profundas sobre la sociedad y el individuo. Las imágenes de Everyday Homeless son la prueba de una forma de vida diferente. A los dos, Nataly y Jorge, estas imágenes los han conducido a los límites de la sociedad en la que vivimos, a sus lugares oscuros, pero también a tratar de iluminar otra posibilidad de existencia.

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