La felina albina
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Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
En los años sesenta, Salvador Dalí se paseaba por las calles de París llevando a un ocelote de la traílla. Decía que se lo había regalado el gobierno de Colombia y no tenía recato en entrar a sitios concurridos con el felino. En Montparnasse, los vecinos de mesa de un restaurante, atemorizados por la presencia del animal, se alejaron, pese a que el genio intentaba calmarlos diciéndoles que se trataba de un gato ordinario con manchas pintadas por él e inspiradas en el arte óptico. En otra ocasión, cuando ese mismo ejemplar, llamado Babou, orinó unos grabados de una galería francesa, el pintor aplacó al dueño prometiéndole que le vendería unos dibujos suyos a buen precio. Corrían tiempos en los que la protección de la fauna silvestre no desvelaba a nadie, menos a Dalí que pintaba lo que soñaba.
Forzados a vivir como mascotas, los ocelotes pueden ser tan dóciles como los gatos caseros. Otra celebridad de Hollywood, Ann Margret, también sucumbió a los encantos del look animal print y aparece retratada con su fierecilla domada en varias poses muy naturales. La especie estaba de moda. En los solares de los pueblos colombianos era frecuente ver a una bestia, menos fiera que el tigre, soportando su cautiverio con dietas blandas, lejos de los platos suculentos de la selva: murciélagos, roedores, pájaros y hasta serpientes. En Antioquia, el bello pelaje era codiciado, pues se decía que el carriel antioqueño debía lucir en su cubierta un retazo de piel de ocelote, al menos si se preciaba de ser original.
Las manchas del ocelote a menudo se confunden con las de otros felinos de Suramérica, como las del tigrillo o margay. Por un ejemplar vivo los traficantes pueden obtener hasta quince millones de pesos. Para saber con precisión de qué felino se trata, luego de algún decomiso de fauna, la policía ambiental de Medellín emplea una prueba genética que permite identificar la prueba del delito. Pero en diciembre de 2021 un gato aún más indescifrable puso en apuros a los zoólogos y cuidadores del Parque de la Conservación.
Era un minino blanco, muy blanco, de pocos días de nacido. La primera inspección arrojó un solo dato: era hembra. Tenía la piel muy suave, y marcaba territorio haciendo pis por los rincones. Entre sus señas particulares había dos más, tenía las garras demasiado grandes para ser un gato casero y, en segundo lugar, sus movimientos, torpes y bruscos, parecían desorientados; de hecho era incapaz de localizar por sí misma su comida.
Desde que la recibieron, en diciembre del 2021, Ana María Sánchez, zoóloga, y el cuidador Carlos Navales, recuerdan que la pequeña lucía indefensa, apaleada por la neumonía y los graves trastornos gástricos. Su cabeza pequeña hizo que la confundieran con un jaguarundi. Unos mineros de Amalfi la encontraron abandonada en el monte. Y acaso porque sabían que tener fauna silvestre es un delito, tuvieron la cautela de entregarla al Municipio. Pocos días más tarde, en un estado deplorable, la autoridad ambiental se la ofreció al parque. No toda la fauna que se decomisa puede albergarse allí, pues el presupuesto mensual para mantener animales en condiciones dignas supera los quinientos millones de pesos. Pero la aceptaron.
Al contrario de lo que quiere creer un mito urbano, a los animales enjaulados no se les lanzan perros vivos ni vacas despeñadas o proteína de desecho. Después del estudio previo, a la cachorra se le dosificó carne de pollo y de res, pesada en básculas de alta precisión, además de vitaminas y baños de sol. “Estábamos ansiosos por identificar de qué animal se trataba”, cuenta Ana María. Y para evitar más trampas de la naturaleza se le hicieron dos exámenes de ADN. Las dos pruebas, una de la policía y otra de la Universidad de Antioquia, determinaron que se trataba de una ocelote, el tercer felino más grande de América, después del jaguar y del puma. ¿Una ocelote? ¿Pero cómo podía existir un ocelote blanco, sin rastro de manchas? Notaron que la cachorra huía de la luz fuerte que le hinchaba los ojos. A punta de un colirio especial, Navales le detuvo la irritación. Y justo ese síntoma, la fotofobia, sirvió para confirmar que era una ocelote albina, la primera en su especie reportada con este signo corporal en el mundo.
Acosados por el deterioro del bosque natural, las manadas ven reducido su territorio y se ven compelidos a aparearse con miembros de su propia familia. Esto, al parecer, es uno de los motivos que trastorna los cromosomas y origina el albinismo animal.
Cada vez más, los cuidados con la ocelote obligaron a los zoólogos a ordenar turnos continuos día y noche. “No nos importó ausentarnos de las fiestas de navidad y fin de año para atender a la criatura”, dice Navales. Y, a pesar de que se habían encariñado tanto con ella, ni siquiera podían bautizarla, como en los tiempos de Agripina, la orangutana de los años setenta, cuando el lugar todavía se conocía como Zoológico Santa Fe. Parte del trato de los silvestres en cautiverio prohíbe nombrarlos como si fueran mascotas. Aun así, los cuidadores usan claves internas y entre ellos empezaron a llamarla “la felina albina”.
Las pocas veces que abrió los ojos, notaron que los tenía de un rojo encendido y con un borde azul en la pupila, un rasgo extraño a sus demás congéneres. Faltaba la pesquisa de un oftalmólogo de felinos quien exploró el fondo de la retina y despejó la última incógnita, la que explicaba su deambular errático: ¡la ocelote, además de albina, era ciega! Parecía una exageración, como la del narrador de un cuento de César Vallejo, cuando dice: “No puede suceder tanto imposible”.
Suena curioso aceptar que algunos animales silvestres no puedan subsistir en su medio y que requieran de humanos que les brinden lo que nunca tendrían en el bosque natural. Ver a Carlos perseguir a una ocelote con un pañito empapado en aceite Johnson para remover un resto de limo parece excesivo, pero así lo hacen estos abnegados servidores del reino animal. Nos dicen que esta felina, por su condición especial, no sobreviviría en la selva por mucho tiempo. A menudo las madres abandonan a las crías débiles o diferentes, como ella, incapaz de camuflarse con su pelo color leche, un blanco perfecto que pondría en peligro a la manada.
Así fue como la cachorra pasó de tener un kilo y medio hasta alcanzar su tamaño imponente, de cien centímetros de largo y dieciocho kilos de peso. Detrás del vidrio se ve como un enorme gato blanco. Tiene un nicho cubierto, un montículo de roca para rastrillar las garras y el área llana donde le abren la compuerta con la comida. Se mueve con soltura por su espacio. Nadie sospecharía que es ciega. Sus hábitos son fruto de un largo y paciente entrenamiento de año y medio al lado de Alejandro López, quien al describir sus rutinas regulares con el animal evoca la nota de Kafka: “Suelo tener la impresión de que el animal quiere amaestrarme”.
Dentro de su cueva se ve a la inquilina en el quinto sueño. De repente, después de que López se acerca al vidrio, la fiera se levanta, sale del refugio, baja el escalón y se acerca justo al frente. Alza las orejas y apunta su olfato hacia él: ¿cómo creer que no finge su invidencia, como los ciegos de oficio? Separada por la barrera de cristal asombra el alcance de su nariz. “Le encantan las fragancias”, dice López cuando alguien muy perfumado se acerca”, ella al instante captura el aroma”. Este atributo también la hace desconfiar cuando le cambian de turno a su cuidador, pues cada humano tiene una huella odorífera. La ocelote, por más hambre que tenga, no sale a comer. Y el reemplazante debe tener paciencia hasta que le venga en gana.
La felina albina no ruge, solo emite suaves ronroneos. Como otras de su especie, juega a cazar presas invisibles, a probar la finura de sus garras. Pero hace algunos meses, López sintió que hacía movimientos menos bruscos que de costumbre. De pronto le pasaba rozando, suave y cariñosa, por entre sus piernas. El ronroneo se tornó maullido. El juego tenía otra intención. Aunque ciega y solitaria, también el celo acosaba a la ocelote.
A pesar de que hay un macho de su especie en una jaula vecina, con el pelaje intacto, cinco felinos silvestres y una leona exótica, esta blanca fascina por su rareza. Sus paisanos de Amalfi la han convertido en un símbolo; la visitan excursiones de escolares y hasta le esculpieron un monumento en el parque del pueblo, junto a la figura del legendario tigre, cazado en 1949. Pero a diferencia de ese jaguar ominoso que era visto como un enemigo de los ganaderos, depredador de corral a falta de selva, la felina albina conmueve. Acaso inspira más a la protección animal que cualquier celebridad de la fauna local.
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