Número 135 // Julio 2023

Cóndor solo hay uno

Por PASCUAL GAVIRIA

No conoce de majestades, no sabe que sus alas extendidas está en decenas de billetes y escudos, ni que las líneas de Nazca trazan su pico filudo, ni que las momias de Machu Picchu ofrecían sus restos para que los llevaran al cielo, no al cielo azul y terreno, sino al Hanan Pacha, al reino de todos los dioses. Nada sabe de mitos. Solo da la espalda a los visitantes y bosteza con desgano parado en su percha. La modorra de las cuatro de la tarde no da para más. Ya se ha comido sus dos kilos y medio de carne del día. Digiere los ratones, los conejos, la carne del costillar de un caballo recién despresado. Carne fresca eso sí, porque no le gustan las sobras, solo la carroña recién servida. No sabe de dignidades pero tiene claro que merece comida sangrante. Su cabeza pelada se sumerge en la carroña hasta manchar un poco su collar nevado. Tiene una gran ventaja frente a algunos de los animales que viven en el Parque: no extraña la caza, no ha olvidado las habilidades del acecho, no vive lejos de su instinto para la emboscada. Lo suyo han sido siempre los cadáveres, así muchos piensen que pueden robar animales vivos con sus garras. En realidad son patas para caminar y percharse, más planas que prensiles. No sabe de mitos ni de raptos.

Es imposible no verlo triste, tan quieto, tan antipático con los visitantes, con ese traje de sala de velación: negro, blanco, negro, con dos coletas de frac a media espalda. La procesión de visitantes no ayuda a mejorar el ambiente. Niños excitados, dándole cuerda a un mono que golpea un tambor con frenesí; abuelas cansinas, tal vez identificadas con la gerontología animal; padres y madres que señalan y retratan. Un cartel informativo describe una pareja de cóndores en ese hábitat protegido que nadie quiere llamar jaula ni pecera de aves ni celda. Los visitantes buscan a la pareja del cóndor, la explicación del cartel deja claro que el espécimen a la vista es el macho y comienzan las preguntas: ¿dónde está la hembra? ¿Y la esposa está dormida? ¿La señora qué se hizo? ¿Se les escondió la dama? Y el cóndor se ve todavía más solo. Tiene el espacio más amplio del Parque, el ave más grande del mundo —solo el albatros real le planta apuesta— puede caminar a sus anchas y abrir sus alas para un baño de sol y desconocer a los tres reyes de los gallinazos que lo vigilan desde la cabina de enfrente. No puede volar, solo saltar de la percha a la gruta y de la gruta al pequeño foso de agua. Saltar es una palabra triste para un cóndor.

Esa soledad exhibida tiene una novela romántica de trasfondo. Una dama lánguida, enferma para responder al amor. La historia de un cortejo fallido, los intentos de los celestinos y la señora muerte que no perdona. La dama que lo acompañó durante al menos cinco años murió en 2020. Pero no debo humanizar esta historia, ni ponerles nombre a los animales del Parque como si fueran mascotas, ni bien vestir las tragedias naturales. Es hora de ser serios. Solo sesenta cóndores libres vuelan sobre Colombia y solo nueve viven bajo los cuidados del cautiverio. El habitante del Parque de la Conservación llegó desde Chile con su posible compañera, su prometida, digamos, hace cerca de ocho años. Hacían parte de un grupo de tres parejas que llegaron al Parque Jaime Duque de Bogotá en un convenio para buscar su reproducción. Una tarea que no es fácil y que se parece más a las complicaciones nupciales que a los afanes del celo. También en estas elecciones son exigentes los cóndores, escogen con cuidado su pareja, es una decisión de toda una vida, no tienen que prometerse nada, su naturaleza les deja clara la monogamia. Y no es poco tiempo, en cautiverio pueden vivir hasta 75 años, y libres vuelan fácilmente hasta los cincuenta.

Pero en el Parque no hubo vida en común para los recién llegados. No fue posible el acople, me dice el etólogo. Hubo intentos, sí, las alas abiertas, el pecho inflado del macho, la cercanía en la gruta. Pero la hembra nunca atendió el llamado. Había química, pero una química mortal. La hembra tenía doce perdigones de plomo en su cuerpo y ese veneno en su sangre la hizo apática, no dejó que su cabeza se pusiera amarillenta como les sucede a los de su especie en momentos aptos para la reproducción. De modo que el macho renunció a sus íntimos deseos. Esa leyenda que los hace animales cazadores, culpables de arrebatar terneros u otros pequeños mamíferos a sus madres, los vuelve blanco de las escopetas campesinas. La radiografía de la hembra deja ver los perdigones como un reguero bajo sus alas. Parece la foto de una autopsia luego de un cruento changonazo. No había forma de evitar que el plomo envenenara la sangre de la hembra con cada latido. También él tiene sus señales de disparos pero son menores, no hay rastro significativo de plomo. La hembra solo vive en el aviso informativo y en las preguntas de los visitantes, es un fantasma que abre las alas en la noche. Ya volvió la fantasía romántica.

No se puede decir que este macho, posado sobre la rama que sostiene sus doce kilos, sea viudo. Es apenas un joven que no ha probado hembra. Quien murió fue su compañera de vuelo en avión y cautiverio. Así que no se pierden las esperanzas de que pueda encontrar una hembra en alguna de sus aventuras en compañía de biólogos y cámaras, hay tres candidatas esperando en Bogotá. Si de verdad fuera viudo, si hubiera tenido una vida en común con su compañera de cabina y ella hubiera muerto después, sería muy difícil que se decidiera a buscar una nueva pareja. El recuerdo puede hacer retroceder a los cóndores que han perdido su dupla. Lo de la monogamia va en serio. Se espera entonces que pueda viajar al Parque Jaime Duque para intentar la hazaña. Porque la reproducción de los cóndores tiene algo de gesta, todo muy planeado, todo muy despacio, todo muy cauto. Solo ponen un huevo cada dos y el ciclo de cortejo, apareamiento, incubación y crecida del polluelo dura cerca de tres años. Cóndores no engendran todos los días. Son parcos en los menesteres de la reproducción, lo suyo son gozos del vuelo, menos agitados y menos pedestres.

Los cuidadores del cóndor hablan de su docilidad y sus comportamientos naturales. No hay nada en su conducta que denote estrés por su condición de cautiverio y su vida lejos de los riscos bajo tres carboneros y algunos platanillos. Si viera una amenaza en los humanos que lo alimentan o tuviera molestia en quienes lo espían detrás del vidrio utilizaría su arma oculta: regurgitar un poco de sus jugos gástricos contra los posibles atacantes. Los carroñeros saben usar sus poderes, cualquiera preferiría un picotazo a un pequeño baño con sus caldos. Según los etólogos que estudian sus comportamientos, el cóndor no está aburrido en su jaula, esos bostezos son normales y esa quietud también. No da muestras de irritación como algunos primates ni merodea sin mucho sentido como algunos felinos del Parque. Intuir su tristeza puede ser también una forma de humanizarlo, de contemplar sus alas plegadas con algo de conmiseración.

Pero no todo es silencio y soledad. El cóndor tiene visitas desde el exterior. Como si viviera en una película de Disney donde los animales de distintas especies se hermanan y se ayudan, donde hablan con los mismos graznidos. En las tardes es normal que arrimen a su jaula piguas y guacamayas, visitantes con curiosidad por ese gigante que tiene un pico similar y que extiende sus alas en una ceremonia diaria. Por las rejas tocan sus picos para socializar. ¿Qué significa ese contacto? ¿Hay algo de fraternidad? ¿Es un simple choque de dos garfios que intentan medirse, oír el ruido que producen al chocar? Es difícil saberlo, pero la imagen de una guacamaya y un cóndor mirándose con interés y cuidado deja algo de la alegría que puede entregar eso que llamamos reino animal.