Cábalas palaciegas

Por JUAN CARLOS ORREGO
Ilustración de Hugo Díez Montoya

Hay coincidencias sugestivas a las que se presta poca atención, como aquella de que Jorge Isaacs y Gabriel García Márquez —las grandes figuras de la literatura colombiana— hayan muerto un 17 de abril. Ese dato no ha bastado para echar por tierra, en nuestro país, la hegemonía del 23 de abril, celebrado como Día del Idioma en escuelas y colegios muy a pesar de que, en la versión gregoriana de esa fecha, en 1616, no hubieran muerto realmente Cervantes y Shakespeare. Si no fuera porque, a veces, en el festejo se cuelan Marco Fidel Suárez y Manuel Mejía Vallejo —ambos nacidos, realmente, un 23 de abril—, ese acto cívico sería, apenas, una ópera bufa.

Conviene quedarse con la imagen algodonosa de Marco Fidel Suárez, el niño humilde —polizón de escuela— que fue presidente de Colombia entre 1918 y 1921, y a quien es posible ligar a otra serie de coincidencias. Se trata de las circunstancias comunes del viejo mandatario y el colega que ocupó el solio presidencial un siglo después: Iván Duque Márquez. Por supuesto, la comparación parece imposible a primera vista: ¿qué tiene que ver un hombre que, aunque nunca recibió un título universitario, alcanzó una vasta erudición filológica, con otro que, aunque sea máster de Georgetown University, da la impresión de tener la cultura de un bachiller? ¿Cabe imaginar al actual presidente colombiano, experto en cabecear balones, escribiendo Los sueños de Luciano Pulgar o un ensayo laureado sobre Andrés Bello? No, sin duda, aunque en el famoso escrito de Suárez, Ensayo sobre la gramática castellana de don Andrés Bello, se revela un gesto tipográfico que podría aunar a los dos gobernantes: el nacido en Hatoviejo usa mayúsculas sostenidas cada vez que se refiere a su ídolo venezolano, tratamiento sacralizante que, cabe suponer, ha de ser usado por Duque en las alusiones escritas a su propio gurú (adenda: Andrés Bello le cantó a la fertilidad de la Zona Tórrida, mientras que Álvaro Uribe es dueño de tierras ubérrimas).

En julio del año pasado, un artículo del periódico El Espectador llamó la atención sobre las coincidencias entre los mandatos de Suárez y Duque: comenzaron, respectivamente, en 1918 y 2018 —lo que los obligó a celebrar el primer y segundo centenario de la batalla de Boyacá—; tuvieron que lidiar con una pandemia voraz —la gripe española y la covid-19—, y recibieron la bofetada de las movilizaciones opositoras. Las del periodo Duque, iniciadas a los pocos días de su posesión, tuvieron su primer hito histórico en la marcha nacional del 21 de noviembre de 2019, y, tras el paréntesis de una emergencia de salud pública administrada con un programa de televisión, se reactivaron hace un mes, alimentadas por la propuesta de una feroz reforma tributaria en época de vacas flacas. Las manifestaciones contra Suárez, por su parte, estuvieron ligadas, precisamente, al centenario de la Batalla de Boyacá. Para darle tono a la efeméride, el presidente quiso proveer de nuevos uniformes y botas a su tropa, pero el respectivo contrato, millonario, prendió la mecha: los artesanos colombianos, excluidos de la licitación, marcharon masivamente contra Palacio y obligaron a Suárez a declinar del plan inicial.

Si se hila delgado, todavía podrían verse otros rasgos comunes en los periodos del escritor bellanita y el insulso cantante pop bogotano. Por ejemplo, vale la pena considerar una sugerencia taimada de Ignacio Arizmendi Posada a propósito de las elecciones de 1918: de acuerdo con este periodista, el triunfo de Suárez despertó serias dudas en la opinión pública, dudas quién sabe si similares a las que provocaron algunos números chuecos en los formularios E-14 de los comicios de 2018. Pero no fue esa la única semejanza asociada a la contienda: de acuerdo con historiadores de la academia universitaria, los liberales llegaron a las elecciones de 1918 “en estado agónico”, indecisos entre apoyar a su propio candidato —el profesor José María Lombana—, abstenerse o votar por uno de los dos aspirantes conservadores. El panorama y los resultados parecen ser los mismos del día en que salió elegido Duque, cuando el otra vez agónico Partido Liberal tuvo una de las votaciones más pobres en su larga historia, alcanzando su candidato —también de apellido Lombana— nada más que el dos por ciento de las papeletas de la primera vuelta. Además de los misterios del sufragio, otra coincidencia es que en el gobierno de Suárez se cobró por primera vez el impuesto a la renta, mismo que entusiasmó a Duque un siglo después, al extremo de pretender aplicarlo sobre bolsillos vacíos.

Como quiera que sea, un par de gruesas semejanzas todavía están por ser señaladas. La primera tiene que ver con la respuesta de ambos gobiernos a la movilización social provocada por su imprevisión. De acuerdo con una leyenda, Suárez salió a negociar con los manifestantes que llegaron hasta Palacio el 16 de marzo de 1919, pero la lluvia que caía impidió que los artesanos entendieran la explicación del presidente sobre la cancelación del contrato para la compra de prendas y botas en el exterior. Las cosas se salieron de control y la fuerza pública reaccionó con brutalidad, de manera que —tal como lo informó El Espectador en el referido artículo— la jornada dejó un saldo cruento de veinte muertos, dieciocho heridos y más de trescientos detenidos. Un siglo después, el proyecto indolente de reforma tributaria suscitó una misma escena de marchas y represión salvaje con un telón de aguacero, solo que con multiplicación dantesca de las cifras: de acuerdo con la ONG Temblores, con corte al 24 de mayo de 2021 se habían registrado 43 homicidios presuntamente cometidos por agentes de la Fuerza Pública en el marco de las protestas, además de 955 víctimas de violencia física a manos de la policía y 1388 detenciones arbitrarias.

La otra semejanza, en sentido estricto, no es más que un proyecto de semejanza. Tiene que ver con la probabilidad de que el periodo de Duque —como el de Suárez— acabe antes de tiempo, en un año terminado en la cifra 21. Suárez fue acusado por Laureano Gómez de haber empeñado su sueldo presidencial con créditos personales, así como de haber pedido favores privados, tras bambalinas, a ciertos beneficiarios de inversiones públicas. El Hombre Tempestad —quien, por entonces, ya era una tormenta precoz— no tuvo en consideración que el aprieto económico del presidente estuviera ligado a la muerte de su hijo Gabriel. El muchacho, de 19 años, había sucumbido a la gripe española mientras estudiaba ingeniería en Estados Unidos, y, de acuerdo con algunas fuentes, resultó costosísimo repatriar su cadáver. Suárez nunca quiso recurrir a la caja pública para atender a sus urgencias de familia, y por lo mismo tampoco soportó la acusación de indignidad de su tóxico copartidario. Prefirió renunciar para no enturbiar la institucionalidad y el buen nombre del país, que por esos días esperaba el pago de la jugosa indemnización pactada con Estados Unidos por la separación de Panamá. Así pues, el presidente filólogo, elegido hasta el 7 de agosto de 1922, dejó su cargo el 11 de noviembre de 1921. Optó por dedicarse al periodismo de crítica política, y fue esa la época en que escribió Los sueños de Luciano Pulgar.

Hasta antes de ser radicada la reforma tributaria, la continuidad de Duque en la Casa de Nariño no parecía ser un tema en discusión. Su bisoñería incorregible, su inmadurez personal y política, su escaso talento para formar equipo, su falta de tino en las presentaciones públicas —dentro y fuera de Colombia— y la perversidad de sus consejeros parecían condenarlo a ser el presidente más impopular en doscientos años de vida republicana, y nada más. Pero las cifras e implicaciones del drama social desatado desde el 28 de abril, agravado por la pusilanimidad y la incompetencia del mandatario —así no mande—, hacen que, por primera vez en mucho rato, los colombianos se pregunten sobre la posibilidad de la renuncia o del derrocamiento. Hace poco dijo en una entrevista que es clave el cambio de uniforme de la policía para facilitar la identificación de los agentes. Parece invocar a Marco Fidel. Por supuesto, no se trata de una situación rutinaria: nada semejante le ha ocurrido a un presidente elegido en urnas desde hace setenta años, cuando el Hombre Tempestad —precisamente él— dejó el cargo por enfermedad, en noviembre de 1951 (porque, es forzoso advertir, el Proceso 8.000 solo significó para Ernesto Samper el chasco de una visa cancelada y un par de caricaturas mordaces en la prensa capitalina). Sin embargo, ya se sabe que incluso la máxima inercia histórica puede ser conjurada por el acto humano más espontáneo.

En el mismo mes, noviembre, y en un año terminado en unidad, se dio la salida anticipada de Marco Fidel Suárez y Laureano Gómez. El actual presidente no debería dar la espalda al devenir histórico, al que tanto gustan las recurrencias y las anécdotas redondas.