¿Qué hacemos con las estatuas?
No vamos a minimizar la crueldad de la conquista ni a ignorar el abandono que históricamente han vivido las comunidades originarias. Es una disputa cultural en días de posturas para algunos irreconciliables y en medio de ellas, las estatuas, su significado, su cuidado, su derribamiento… Todo esto en un presente en el que muchos defienden los legados imperiales franceses, holandeses, británicos, portugueses o españoles en sus continentes y países, mientras que muchos otros prefieren revalorizar las culturas y tradiciones ancestrales que aún sobreviven, muchas veces lánguidamente. Ambas visiones chocan en las calles y las estatuas terminan vandalizadas o reducidas a escombros. En nuestro contexto, en nuestra ciudades, ¿qué deberíamos hacer con ellas?
Nos referimos a las representaciones de Sebastián de Belalcázar, Jorge Robledo, Pedro de Heredia y personajes similares (militares, conquistadores, con un pasado oscuro), pero no exclusivamente a ellos. Nos referimos a cualquier estatua y por extensión a cualquier obra de arte pública que “genere choque con lo que individualmente cada uno cree y piensa”. Nos referimos también a la comunidad que decidió pintar las escaleras de su barrio utilizando los colores de la comunidad LGBTIQ y que luego fueron vandalizadas regándoles pintura, saboteando el trabajo de quienes luchaban por la inclusión y la visibilización de sus causas. Nos referimos a la fotografía exhibida en una biblioteca pública y que algunos ciudadanos pidieron retirar por considerarla “pornografía”, nos referimos a los hinchas del equipo de fútbol que pintan sus emblemas y al amanecer los encuentran manchados. Tomando las palabras del profesor de la Universidad Nacional y doctorado en Historia Luis Fernando González, “¿qué hacemos con esas piezas, con sus valores históricos o estéticos? ¿Ignoramos la memoria de los pueblos que quisieron rendirles homenaje? Si muchas esculturas, estatuas, bustos u obras de arte se levantaron como símbolos de unión o hermandad entre regiones o países, ¿qué hacemos con ellas?”.
Si aceptamos que nuestro rol es de alguna manera cambiar la historia, ¿podríamos cambiar estatuas y obras? ¿Qué haríamos con ellas? ¿Guardarlas, exhibirlas en otro lugar? ¿Dónde? ¿En museos, en bóvedas de bancos, en sótanos? Si se trata específicamente de borrar un pasado colonialista, ¿podríamos buscarles nuevos nombres al pico Cristóbal Colón o al teatro en Bogotá? ¿Nuestro país debería llamarse distinto? Hablando de eso, ¿qué hacemos con las montañas, ciudades, pueblos, calles, pinturas, películas o libros que tienen atravesado un Rodríguez, un González, un Gutiérrez o cualquier otro apellido proveniente de España? ¿Estaría bien quemar la historia como lo ha hecho tanta gente que hemos criticado? Como reivindicación de los valores que compartimos, ¿deberíamos entonces proponer estatuas nuevas? ¿De qué?
Si buscamos impulsar la conversación y el diálogo, si pretendemos reflexionar y mirarnos más allá de los acontecimientos de hoy, ¿qué deberíamos pensar sobre la memoria? ¿Qué hacer con los símbolos y los nombres? ¿Cómo deberíamos enseñar sobre el pasado? ¿Lo destruimos, lo ignoramos, lo eliminamos? ¿En qué nos convierte eso?