Número 133 // Marzo 2023

Edificio Wolf

Por ISABEL BOTERO
Fotografía por la autora

Escogí un socavón para empezar mi nueva vida. Enterrada como una larva en las profundidades de una cueva donde apenas entra la luz.

Es un sótano amplio, sin divisiones y atravesado por dos columnas que sostienen el Edificio Wolf. La puerta es un monstruo de acero, robusta y perezosa, que duerme en las profundidades, y al entrar por ella se tiene la vista completa del lugar.

En el espacio a la izquierda, justo al entrar, instalé mi habitación: una cama sencilla, una mesa de noche y una cómoda. A mano derecha: un escritorio, una silla de rodachines y una columna de libros apilados. En el espacio central se encuentra la cocina, con una estufa de cuatro puestos, dos neveras oxidadas y una cornisa decorada con un dibujo egipcio en dorado y negro. Al fondo queda el patio, de donde proviene la única entrada de luz; al lado, el baño con azulejos verdes y una gotera incansable. Las baldosas de la guarida son blancas con manchas negras. Del techo cuelgan unos ganchos inútiles y amenazantes.

La puerta insonoriza el espacio y crea una isla a la que alcanzan a llegar los sonidos del mundo: una moto que acelera, los ecos de una telenovela, los ladridos de un perro y por las tardes, después del almuerzo, las voces agudas de las niñas que salen del colegio y retumban como un enjambre de insectos.

He llegado hasta aquí en busca de un refugio. Las circunstancias vienen de lejos, pero puedo reconocer la erosión que desencadenó el derrumbe.

Fue un domingo. Mina y Brenda me recogieron en casa de mis padres y subimos al mirador de siempre que olía a carne chamuscada y bareta. Nos sentamos en un muro a tomar cerveza, rodeadas de parejas que llegaban en moto a comer chuzo, darse besos y mirar la ciudad derretida a lo lejos. Brenda me dijo que necesitaban hablar conmigo y escuché el ruido de algo que se quebraba a la distancia.

Tenía un novio. Un novio en voz baja. Un novio murmullo. Un novio no novio. Nos veíamos de vez en cuando y a veces encontrábamos la manera de dormir juntos. Para que eso sucediera, le mentía a mi madre y le decía que iba a dormir en casa de alguna de mis amigas, y ellas y sus madres mentían por mí.

Pero las mentiras se habían agotado.

—A nadie le alcanza la imaginación para tanto —fue lo que dijo.

Fue un corrientazo, doloroso e iluminador. Terminamos la cerveza y bajamos cuando las luces de las laderas comenzaban a titilar.

A los días fui a visitar a M. Me había cortado el pelo hasta los hombros y me sentía bonita. Abrió la puerta. Me dijo sonriente que parecía una secretaria. Quise creer que era su manera de hacer un cumplido, pero sabía que no lo era. Me dio un beso y me invitó a pasar. Nos acostamos en su cama a ver una película que pasaban por la tele, pero muy pronto quedó de música de fondo.

Amoniaco, ácido, éter, veneno, tíner, límpido, acetona. Te respiro y me quemo. Ardo, me intoxico y vuelvo a arder. En esta noche te recorro, me detengo en tus rodillas, te doy la vuelta, muerdo tus nalgas y me encuentro tu primer secreto revelado en negro. Tiro una piedra para calcular su profundidad y tanteo y sigo hacia arriba buscando tu columna. Paso por las vértebras del tamaño de un beso, llego a tus hombros donde aparecen dos huesos, me desvío hacia tus axilas, te respiro y me quemo. Cianuro, arsénico, plomo, mercurio, alquitrán. Tu cabeza redonda de niño, tus orejas perforadas con mi lengua. Te doy la vuelta. Me encuentro tus ojos abiertos, llego a tu boca y me deslizo por tu nuca y busco tus tetillas con mis dedos, y otra vez te abro los brazos y me quemo, no regreso. Bajo por tu camino y me encuentro un atajo a tu ombligo, un tercer ojo custodiado por dos torres; llego hasta la selva, escalo la piedra carnívora y luego es mi mano, con cada uno de sus dedos, todos juntos, la mano y ellos, y todo mi cuerpo con tu respiración: una fuga y la tibieza.

Me preguntó si quería quedarme a dormir. Le dije que sí, pero que tenía que hacer una llamada. Tomé el teléfono y fui a la cocina. Mi madre contestó del otro lado. Le dije que me iba a quedar a dormir en la casa de M. Entonces, dijo las palabras que lo cambiarían todo y para siempre.

Me quedé mirando por la ventana. Un murciélago planeó sobre un árbol de mango. M. llegó, sacó una cerveza de la nevera y me preguntó qué pasaba. Le respondí que mi mamá me había dicho que si no volvía a casa esa noche, que no volviera.

—¿Te pido un taxi? —me preguntó.

Le dije que me iba a quedar. Me pasó su mano tibia y blanda por el hombro.

—Como quieras —dijo y se fue.

Las ramas del árbol se sacudieron, el murciélago se alejó veloz batiendo las alas carnosas y un mango mordido cayó al suelo.

Le marqué a Mina. Le pregunté si podía quedarme un tiempo en su casa y dijo que sí. Sabía que era una apuesta alta para tan poco, que podía llamar un taxi, regresar a casa, despertar en mi cama, dar los buenos días y seguir como si nada hubiera pasado, pero eso no iba a pasar. Luego de haber pronunciado la verdad, no había vuelta atrás.

Por fin amaneció en esa cama tan pequeña.

Me di una ducha y nos despedimos.

La mañana estaba brillante, no había una sola nube en el cielo. Si yo fuera cielo, estaría gris. Bajé por el atajo. El caballo blanco estaba asomado en el balcón de la casa abandonada. Parecía una ensoñación. En los últimos meses, vivía a sus anchas en esa casa de dos pisos y no había rastro de los humanos que antes la habitaban; solo un hombre de sombrero encargado de alimentar al animal. Llegué a casa con la sensación de irrealidad pegada al cuerpo. No había nadie. Empaqué algunas cosas en una mochila y salí como una ladrona.

Atravesé la ciudad hacia el occidente, me bajé en la estación San Javier. Caminé el resto del trayecto por una loma y dejé atrás la carnicería, el billar, la tienda de abarrotes. Llegué al edificio, Mina abrió la puerta. El apartamento era una pequeña jungla invadida por plantas que colgaban del techo, trepaban por las paredes y se alzaban descaradas, creando un ambiente de penumbra y frescor. Su madre estaba cocinando, olía a mantequilla derretida. Mina me instaló en la habitación de su hermana. Hacía años que se había ido de casa, pero su cuarto permanecía intacto.

Al mediodía, el padre llegó con unos bananos podridos, los puso en los cebaderos de las ventanas y los pájaros fueron llegando, alborotados y hambrientos. Almorzamos juntos. Hicieron todo lo posible para que me sintiera en familia, pero era como un pichón caído del árbol. Me ofrecí a lavar los platos y sus padres se fueron a hacer la siesta. Pasamos el resto de la tarde vagando por el barrio, y por la noche vimos una película japonesa, violenta y tierna.

Me fui a dormir. En la habitación había una repisa con amonitas, el cráneo de un reptil y frasquitos de vidrio con arenas del mundo. Tomé algunos granos en la palma de la mano y supliqué irme lejos. Fue una noche inmóvil. A la madrugada, a través de la pared, escuché a Mina hablar en susurros. No pude saber si reía o lloraba. En el desayuno me contó que, en las noches de insomnio, en las tenebrosas, hablaba con un desconocido hasta que alguno de los dos cerraba los ojos o la luz del día los separaba.

La vida continuó bajo otra forma y cada tarde, al salir de la universidad, estuve recorriendo las calles en busca de una habitación en alquiler.

Desde niña había soñado con tener mi propia casa. Así fuera una celda. Cada vez que veía un cartel de Se alquila pegado en alguna puerta o ventana me imaginaba mi vida en ese lugar. A medida que fui creciendo, incorporé nuevos criterios para proyectar la vida en ese espacio: rutas de buses, tiendas cercanas, posibles vecinos, cosas así. Conocía a pocas mujeres que vivieran solas. Una prima soltera de mi papá, que vivía con una lora, y las monjas del colegio. Cada una de ellas tenía una celda del tamaño de su cuerpo acostado y vivía una misteriosa soledad acompañada.

Una de esas tardes, Brenda me llevó en la moto a dar vueltas por el centro. En el recorrido me contó que iba a ser tía. La novia de su hermano estaba embarazada. Era difícil alegrarse; acababan de graduarse del colegio. Vimos una habitación en una casa compartida de paredes descascaradas que olía a meados de gato; también, una buhardilla oscura y mohosa. Seguimos el recorrido y llegamos al parque María Auxiliadora. En un costado quedaba el colegio donde mi amiga había estudiado y me señaló un edificio. Era gris, de seis pisos y con balcones en aluminio. Me contó que el último apartamento había sido su espacio de ensueño en su juventud porque pegaba un sol hermoso en las mañanas y allá se escapaba con su imaginación cuando se aburría en clase. Animadas por ese recuerdo, nos acercamos. Sobre la puerta estaba escrito en letras negras y ladeadas: Edificio Wolf. En la pared había un pequeño cartel de Se alquila. Timbramos. Un portero apareció y nos condujo hasta el sótano por unas escaleras en espiral.

Apenas entré, supe que había encontrado mi cueva.

Lo suyo había sido la luz. Lo mío, la oscuridad.

*Fragmento de la novela Edificio Wolf, Seix Barral, 2023.