Última movida – Gildardo García, 1954-2021

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografía de Édgar Jiménez, el Chino

El álbum de los recuerdos de Vanessa se ha deshecho en las gavetas de la corteza frontal de su cerebro y ahora está desordenado en la plazuela de su hipocampo, al borde de sus ojos, por lo cual algunos de ellos se transforman en lágrimas.

Las imágenes de su infancia se confunden con las de su hija y los momentos que pasó junto a su padre se entrelazan con las más minúsculas y vanas experiencias. Si recuerda que compró la lotería el mes pasado, en la imagen aparece su padre entregándole un billete de diez dólares, o si recuerda haber ido a un parque a tomar café en su periodo de descanso como enfermera, su padre aparece llevándola de la mano hasta la playa. Si recuerda que alguna vez quebró un plato, surge la imagen de su padre abrazándola antes de dormir.

En el inmenso desorden de su memoria, la única imagen común es la de su padre, la de su Cocho, la de Gildardo García, el Gran Maestro de ajedrez que le dio belleza a ese deporte cuando abundaban los jugadores metódicos y memoriosos. Gildardo, en todo caso, no era del todo intuitivo, era más bien estratégico, pero cuando en las partidas ardían los leños, se dejaba llevar por su pasión y se lanzaba al ataque sin ningún atisbo de temor.

Vanessa, quien más que su hija era su compinche, lo recuerda a cada rato, y suman tanto peso esos recuerdos, que parecen una carga real que llevara sobre sus hombros, provocándole un caminar cansino y encorvado, como si ella misma fuera un pensamiento del pasado y sus pasos fueran ilusiones surgidas desde el córtex prefrontal y los lóbulos parietales.

La joven se da golpes de pecho todos los días, y de tanto en tanto se pone a llorar sin consuelo, a plena vista o en privado, y muchas veces es necesario que alguien la atienda o la sostenga, porque el dolor la derrumba. Se enteró de que su padre tenía covid y se duele de las precauciones, las imposibilidades, la impotencia que impone el día después: “Yo pude haber hecho más. Yo pude haberlo cuidado. No debí permitir que lo internaran en un hospital. Me duele mucho pensar en eso”, dice Vanessa atacada por las lágrimas.

Gildardo García es considerado uno de los mejores ajedrecistas colombianos de todos los tiempos, y sus mejores partidas, que él mismo catalogaba como “verdadero arte”, le han dado la vuelta al mundo y están impresas en libros y en revistas especializadas.

Ganó diez títulos nacionales, el primero en 1977 y el último en 2006, y, según la página especializada www.old.chesstempo.com, disputó 1038 partidas internacionales a lo largo de su dilatada carrera, de las cuales ganó 393 e hizo tablas en 333.

Su primera partida, de acuerdo con ese registro, la disputó el 3 de agosto de 1969, frente a Ivo Ryc, y su última, el 18 de junio de 2017, en un torneo continental disputado en Medellín, y en el que además perdió, en la tercera ronda, frente a un niño de trece años, José Cardoso. Ese último duelo lo enfrentó a Rodrigo Vásquez, el maestro García jugó con las blancas y realizó una defensa siciliana con variación Najdorf, y lo perdió.

A nadie, sin embargo, le importó el resultado. Todos querían verlo jugar, aunque cayera derrotado, porque su leyenda nunca se diluyó, al contrario, con los años se hizo más grande.

Su gran ídolo fue Víktor Korchnói, nacido en Leningrado, con algo de loco, quien se mantuvo en la élite del juego hasta los setenta años de edad, enfrentando a gigantes como Karpov y Kasparov, a quienes nunca pudo vencer.

Korchnói, al igual que Gildardo, siempre fue agresivo en el juego, sacrificando sus mejores piezas y arrinconando a sus rivales para luego arrasar por los flancos. Era un experto en las aperturas siciliana y española y, sin importar lo que viniera, hacía variantes sobre la marcha que arrancaban suspiros a quienes asistían a sus partidas.

Se escapó de la Unión Soviética durante un torneo en Países Bajos, en 1976. Pidió asilo y no regresó a Leningrado, ciudad en la que se salvó de la muerte durante el asedio nazi en la Segunda Guerra Mundial. Su huida desató una ola de furia contra él y su familia pero nunca se arrepintió. Luego, a los 47 años de edad, solicitó asilo en Suiza y vivió allí hasta su muerte, en 2016, con 85 años.

Korchnói siempre fue un objetivo a vencer por parte de los rusos. Sus enfrentamientos con Karpov y Kasparov eran a puro fuego. Se pateaban bajo la mesa, se insultaban, se presionaban psicológicamente. Korchnói pocas veces pudo vencer a los monstruos de Zlatoust y Bakú, pero siempre los puso en aprietos. Eran los tiempos de Bobby Fischer, y en el mundo del ajedrez se generó una tormenta revolucionaria que atrapó a varias figuras en todo el mundo.

Gildardo García, de algún modo, también se consideraba un contestatario. Sus orígenes habían sido humildes. Nació en Aranjuez y nunca tuvo dinero. Iba a los torneos a pie, o en bus, y a veces jugaba todo el día sin probar bocado. También tuvo a su Karpov o a su Kasparov. Su gran adversario de siempre fue Alonso Zapata, otro Gran Maestro antioqueño. Zapata era de clase media alta y, la verdad, un tanto arrogante. Gildardo, en cambio, era buen tipo, pero callado, demasiado callado. La gente pensaba que era asocial, malhumorado, pero en realidad era introvertido y concentrado.

Para García, el ajedrez era lucha, resistencia. Cuando perdía, se quedaba toda una semana analizando la partida, los movimientos, y luego corregía esos errores. Su obsesión con el tablero lo transformó en un ser distraído y distante. A sus hijas, Melissa y Vanessa, las veía poco y, cuando compartía con ellas parecía no estar. Les respondía las preguntas a medias, con monosílabos o de manera tardía.

Se le olvidaban las cosas. A veces se perdía torneos porque no recordaba comprar los tiquetes, o botaba el pasaporte, como le pasó una vez, cuando fue invitado a un torneo en Cuba, puso el pasaporte al lado de otros en un mostrador y alguien se lo llevó por error.

Con Alonso Zapata se enfrentó más de cien veces y ganó la mayoría de las partidas. Con el tiempo se volvieron amigos y, conversando, descubrieron que admiraban a los mismos ajedrecistas, Korchnói entre ellos. Zapata le ayudó en sus últimos días, donándole dinero en medio de la pandemia. Y es que Gildardo se marchó con su familia para Estados Unidos huyéndole a la peor violencia del narcotráfico. Se instalaron primero en Connecticut y luego en Florida. El maestro tuvo que trabajar durante un tiempo como jardinero, mientras que su esposa, Martha Lucelly, hacía labores de limpieza en casas y hoteles. Luego, cuando la vida mejoró un poco, Gildardo formó una academia para niños y jóvenes, y con eso sostuvo a su familia y se mantuvo alejado de la locura.

“Él no podía estar alejado del ajedrez, no lo soportaba. Trabajar con niños y con jóvenes le ayudó mucho y, la verdad, ni siquiera lo hacía por la plata, porque muchas veces, con las ganancias, les regalaba fichas y tableros a sus alumnos”, cuenta Vanessa.

La llegada de la pandemia provocó el cierre de la academia y el maestro se dedicó a dar clases virtuales. El eterno tiempo libre lo utilizaba para disfrutar de su nieta Olivia, la pequeña hija de Vanessa, de cinco años: “Esa es la imagen que guardaré para siempre. Mi padre siendo abuelo, cargando en hombros a Olivia por las playas de la Florida. Queriéndola, enseñándole ajedrez y relatándole cuentos en las noches”.

Ese era el lado soleado del maestro, uno que pocos tuvieron el privilegio de conocer. Los demás seres con quienes trató, sobre todo los ajedrecistas, padecieron su lado duro, frío, oscuro. Ese lado de ir siempre con el cuchillo entre los dientes, de vivir las partidas como una guerra, como un asunto de vida o muerte. Era comprensible, pues García se obligaba a ganar hoy, para poder comer mañana.

Por eso llevaba al límite a sus contendores, al punto de enfurecerlos. En 1990, por ejemplo, cuando venció a Walter Shawn Browne, considerado el sucesor de Bobby Fischer, en Jacksonville, California, el norteamericano estuvo a punto de tumbar la mesa, frustrado por la fácil victoria del medellinense, quien lo doblegó con una defensa clásica y un ataque explosivo con sus torres y sus peones. Ese día, Browne manifestó: “Si lo vuelvo a enfrentar, y pierdo de nuevo, me retiro del deporte”. No sucedió ni lo uno ni lo otro.

Esa misma temporada, en el abierto de Filadelfia, derrotó al GM inglés Julian Hodgson, humillándolo con una jugada Ag5 y añadiendo un ataque Levitsky. Hodgson era un mimado del Reino Unido, cuatro veces campeón británico y dos veces medallista en las olimpiadas de ajedrez. “Este hombre juega a morir siempre, como si no hubiera un mañana”, contó el inglés poco después a la prensa refiriéndose a García.

Otra gran demostración fue en 1993, cuando le ganó al ruso Alex Yermolinsky en el abierto de St. Martin. Lo venció con dos peones y los alfiles, tras sacrificar la reina y las torres.

En muy pocas ocasiones el maestro sucumbió ante la presión. En la Olimpiada 26, en Tesalónica, Grecia, tenía todo servido para llevarse el oro, tras derrotar al CM (candidato a maestro) cubano Amador Rodríguez con una potente jugada Panov de la línea Caro Khan. El capitán de Colombia, Boris de Greiff, lo obligó a jugar con blancas ante el noruego Ogaard, y aunque Gildardo comenzó con ventaja, luego no supo cerrar la partida y perdió tras varias horas de juego.

Mucho mejor le fue en la Olimpiada de Haifa, Israel, en 1976, cuando derrotó al austriaco Andreas Duckstein y al estadounidense James Edward Tarjan, usando en ambas partidas una defensa siciliana con variante dragón.

Como Korchnói, era un abonado a la apertura española y a la apertura gambito de dama con variante Tartakower. Con esas jugadas enfrentó y venció a maestros de la talla de Gennady Timoshenko, Efim Geller y Tamaz Georgadze. También, con el gambito de dama, venció en Medellín, en 1985, al ruso Georgy Agzamov, acorralando a su rey con un par de peones, la reina y las dos torres.

Su última gran victoria ocurrió en 2001, cuando en un Continental en Cali, derrotó al GM argentino Pablo Ricardi, quien había vencido, años atrás, a Karpov y Kasparov en un torneo en honor a Najdorf.

¡Ay, qué jugador que era García!

Era capaz de todo. Salida con defensa india de rey, sistema clásico; caballo f3, peón c4, caballo c6, e4, d4; apertura francesa con variación Tarush; apertura española, con E4, conocida como Ruy López; variante dragón del ataque yugoslavo avanzando los peones h y g; apertura siciliana con variante dragón. Era el Korchnói criollo y, como el original, se escapó del país por la guerra, aunque siempre lo extrañó, lo extrañó tanto, que en diciembre de 2020 no se aguantó y se vino a pasar la Navidad en el apartamento de una de sus hermanas. Allí se contagió de covid y falleció dos meses después, el 15 de febrero, con apenas 66 años.

“Todavía tenía mucho por vivir y por ver. Y yo pude cuidarlo y ayudarlo. En mis manos no habría muerto”, se da golpes de pecho Vanessa, quien siempre que recuerda esa historia se quiebra.

Se fue solo, abandonado en una unidad de cuidados intensivos. Nadie en su familia pudo correr a auxiliarlo, algunos por el inconveniente de la distancia y otros por prevención. No hubo defensa ni ataque que pudiera menoscabar la muralla del virus.

“Fue un gran hombre. Yo nunca comprendí la inmensidad de su legado hasta que murió. El cubrimiento de los medios, el amor de la gente en todo el mundo, eso me causó una alegría incomparable. Por eso me duele más su muerte, porque en vida debí decirle más que lo amaba, y que lo admiraba”, expresa Vanessa, quien también aprendió a jugar ajedrez cuando era niña, aunque su padre le prohibió competir a nivel profesional: “Él no quería que me frustrara si perdía, y por eso no permitió que me inscribiera en los torneos”.

Fue el segundo Gran Maestro colombiano, después de Alonso Zapata, cuando alcanzar ese título era un verdadero privilegio. Hoy día Colombia cuenta con ocho GM, entre ellos, además de Zapata, Carlos Cuartas, Álder Escobar, Sergio Barrientos, David Arenas y Andrés Gallego.

Gildardo se hizo a pulso y con muy pocos recursos. Aprendió a mover las fichas gracias a un primo, Omar, quien lo instó a visitar el Club Maracaibo, a donde también iban Oscar Castro y Carlos Cuartas. Fue mensajero de la Liga de Ajedrez durante varios años y era supremamente hábil jugando a la ciega. Nació el 9 de marzo de 1954 y, al momento de su fallecimiento, ocupaba el puesto catorce del escalafón nacional.

Amaba la música clásica, los tangos y los boleros. Se pasaba tardes enteras leyendo y pensando en el ajedrez, pero cuando sus hijas lo necesitaban, corría a ayudarles en lo que fuera y como pudiera: “Mi papá nunca tuvo dinero, pero si se daba cuenta de que yo necesitaba comprar algo, de algún modo conseguía plata y me la daba. Moría por nosotras, por mamá y por nosotras sus hijas. Lo extrañaré toda la vida”, dice Vanessa, quien guardará en su corazón la mayor herencia que pudo haber recibido, enfrentar los problemas de la vida con humor y alegría. “Muchas veces no teníamos con qué comer, o con qué pagar las cuentas, y mi papá, para no preocuparnos, nos hacía chistes, nos sacaba sonrisas. Eso es lo más hermoso que pudo enseñarnos”.