Número 138 // Marzo 2024
  • Las chillonas

Las chillonas

Por YULIANA ALARCÓN
Ilustración de Verónica Velásquez

Era pleno mediodía, el almuerzo apenas me bajaba por la barriga cuando llegó el Ziki Ziki a buscarme y me dijo:

—Ey, flaca, ¿qué, vamos?

—¿Vamos pa dónde? —dije yo.

—¡Ay, niña! Pal cerro, necesito una delantera y una defensa pa ganarnos el torneo y las frías.

—Ñerda, Ziki, pero tengo que vé qué le invento a Mami, tú sabes que ella ni a la tienda lo deja cogé a uno.

—Tú eres boba, inventa cualquier cosa, pero no te puedes perder este partido, cuento contigo.

—Mmm, ya sé, le voy a decir…

—Dile que vas a acompañarme a medirme el vestido de quince en Montería —dijo la Lilo interrumpiendo de golpe.

Lilo siempre la tiene clara, mi mamá muere por vernos con todas esas vainas femeninas. Claro que esa excusa del vestido es perfecta. No sé qué haría sin ella.

Esa misma tarde puyé el burro pal cerro con la Lilo (mi prima, la valecita, sangre de mi sangre). Íbamos con la mejor disposición, cogimos un cienaguero, nos subimos atrás, pa, ajá, pa pagá menos. Cuando llegamos, yo veía ese cerro lejos, tal vez por el solazo, pensé.

—Uy, niña, eso está lejos —dijo Lilo, como leyéndome el pensamiento.

Y yo le creo porque con esos ojos de búho todo lo ve. En fin, llegamos al cerro y ya se estaba acabando el partido de los pelaos, veníamos nosotras, LAS MEJORES, las pelás de Cereté contra las tramacúas esas de Lorica. Bueno, jugamos el primer tiempo, íbamos 1-0 cuando una tramacúa de esas me tira un balonazo en el pecho, apenas el aire estaba diciéndome chao con adiós, cuando la Lilo va empujando a la otra, le pegó una acbolea que hizo que a las dos les clavaran roja.

Ya en el segundo tiempo íbamos empatadas 2-2, no faltaba ná pa acabarse el partido, teníamos que ganar la Lilo y yo, no nos íbamos a ir ardías y derrotadas, pero cogí fuerza e hice un gol como el que Steve Hyuga le hizo a Oliver Atom en Supercampeones. Ganamos, celebramos, festejamos y toa la cosa. Así nos dieron las cinco.

—Bueno, vamos Lilo, esperemos el premio en la casa que después nos coge la noche —y la Lilo insistió en quedarse.

—Si nos vamos, se toman las frías, loca —dijo la Lilo.

—Bueno, un rato más.

El rato resultó bien largo. Ya el cielo se empezaba a oscurecer y tocó puyá el burro. Bajamos. No pasaba ni un alma, ya los cienagueros habían dejado de pasar.

—Tocó tirá pata —le dije a Lilo—, aprieta nalga y no mires patrás.

Pasó una hora y solo se veían monte y vacas alrededor. Me sentía caminando en reversa, como el Diablo. Nada que avanzábamos. A lo lejos, escuchamos un chirrido aturdidor que nos hizo sentir un viento frío que subió desde la punta de los pies, pasó y dio vueltas por el estómago, pegó en el pecho, raspó la garganta y nos jaló los pelos de la mollera.

—¿Qué fue eso? —preguntó la pobre Lilo con la voz entrecortada y los ojos salidos que ni pepa’e guama.

—Ese es el puecco chillón.

Para amenizar el camino y reírme de la Lilo, le eché los cuentos que dijo mi mae.

Dicen que las brujas del pueblo se transforman en pueccos para poder hacer sus fechorías. Están las viejas que se transforman en pueccos gigantes, negros, peludos y olorientos. Tienen un hocico que refunfuña siempre, pezuñas finas, tan finas que suenan como agujas sobre vidrio, y de su boca brota un sonido más agudo que el llanto de las cantantes esas que rompen copas con la voz, las que una vez vimos en el televisor.

—¿Te imaginas romper vidrios con solo abrir la boca?

—Oye, niña, y si mejor cantas canciones en vez de cagarme del miedo —dijo la Lilo.

—¡Ay! Se te aguaron los bolis, yo sí dije que to malo es cagao. Aguanta que tienes que saber cómo te va a atacar el puecco ahora que te salga.

—¿Pa qué quiero saber cómo voy a sufrir? —dijo Lilo.

—Así sabrás defenderte. Bueno, ¿por dónde es que iba? Ah, sí, esas son las viejas, su trabajo es ser las guías y las que saben hacer embrujos. Esas preparan a las muchachitas nuevas pa que sean brujas.

—¡Bah! ¿A qué loca le gustaría ser bruja? —preguntó Lilo.

—No es que a quién le gustaría, ellas las eligen. Dicen que tienen preferencia por las pelás entre los trece y los quince años ¡Uy! En especial las que están por cumplir quince.

La Lilo empezó a tragá en seco y a sudá frío.

—Las que son bajitas, desordenadas, con ojos saltones, y sobre todo…

—¿Sobre todo qué? —preguntó la Lilo casi llorando, y yo, muy seria, le contesto—: Las que tienen más de una verruga en su piel y una marca en el ombligo.

En ese momento casi muero de risa al ver a la pobre Lilo tocarse la verruga de la cara y ver su marca en el ombligo. La vecdá, sí se me hizo rara la marca de Lilo con la historia que mi mamá me contó de las pueccas chillonas.

Bueno, total es que ajá, eligen a sus pelaítas y pa que se puedan convertir en pueccas tienen que salir a cazar.

Primero salen las viejas en las noches a buscar en qué casa hay un recién nacido, llegan, raspan la puerta con sus pezuñas y esperan que les abran. Apenas alguien abre, se meten corriendo como toro miura en corraleja, miran si el pelaíto está en la casa, mientras reciben sus cincuenta escobazos, ellas ven por dónde se pueden escapar, cómo entrar y to esa vaina, terminan su espionaje y campantes se van. Se encuentran con las brujas muchachonas, o sea las nuevas, y les dicen qué casa deben visitar. Hasta ahí las viejas terminan su labor.

Ahora se reúnen por aquí cerquita en el cerro de Malagana, este que estamos por pasar, y ahí esperan campantes a que las nuevas terminen el trabajo.

—¡Ajá! Pero deja de dar larga. ¿Qué trabajo hacen?

Las pelaítas se toman su brebaje, se convierten en pueccos chiquitos, grises, peludos, con las pezuñas finas, menos malucas, pero con el chillido igual de aparatoso que el de las viejas.

Llegan a la casa que les toca, se meten por el patio, caminan hasta donde está el bebé y… ¡Zas! ¡Zup! ¡Zup! Les hacen chupones ¡Krrrrjaum! Explayan la jetaza y les arrancan el ombligo. Antes de que el pelaíto se convierta en agua salá, y la mae se hunda en el mar del niño, ellas puyan el burro pal cerro de Malagana, llegan, entregan el ombligo y ahí empieza su vida como brujas oficiales. Ya después de eso se dedican a chismosear de la gente y le venden sus secretos al mejor postor, hacen brebajes y cuanta porquería se les ocurre.

A mitad del cuento la Lilo ya estaba rezando y caminando como pelá que ha comío sopa de tamarindo, en menos de ná mi prima era la más rezandera, no sabía que tenía tal don, taba buena pa que fuera a rezá velorios.

—La sangre de Cristo tiene poder. Oh, mi buen Jesú, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de ti. Del enemigo, defiéndeme. ¡Reprendo, reprendo, reprendo! —decía Lilo persignándose una y otra vez.

De la nada, la Lilo se quedó quieta y dijo:

—Eso no existe, es puro cuento de mi tía, quién sabe qué habrás hecho pa que te echara semejante embuste. Yo hasta no vé el milagro, no creo en el santo.

—¡Mujé de poca fe! ¿Tú crees que yo voy a inventarme eso? El puecco chillón existe. Este pechito lo vivió en carne propia.

—¡Ira! Embusteraaa, tú que vas a viví ná, si te hubiese pasao no estarías echando el cuento —dijo La Lilo.

—¿Tú te acuerdas cuál fue el mejor día del mundo, el día que más feliz fuiste?

—Ya se te corrió la teja. ¿De qué estás hablando?

—¿De qué más? Del día en el que la vida te bendijo con una prima pa hacerte compañía.

—¡Vaya! Ni que mi prima fuera Draco y cantaras en Menudo. Bueno, pero ¿qué fue lo que pasó el día que naciste? —preguntó Lilo.

—Era de noche, mi mamá me acostó sobre la hamaca, se sentó en la silla y jalando de una pita, me mecía mientras me cantaba: zorra pelá, quién te peló el agua caliente que te cayó, rorro, roote rorro, roote. Duerme, duerme, negrita que tu mama está en el campo negrita, duerme, duerme mi niña, que tu mama está en el campo mi niña. Y si no te duermes viene el Diablo blanco y ¡zas! Te muerde el… Tocaron la puerta muy fuerte, mami se paró de un brinco y salió a ver quién era, abrió la puerta y eran dos pueccos grandes.

—¿Chillones? —preguntó la Lilo.

—Chillones —respondí asintiendo con la cabeza y haciendo caras raras.

—¿Se metieron? —preguntó la Lilo.

—¡Shh´h! Dejame echá el cuento, nojoñe. Ellas iban a entrar cuando mami les gritó: “¡Aguanten ahí!”. Y dijo algo como melinapolina o Marcelina Molina, no me acuerdo, pero eso las detuvo, se quedaron quietas, inmóviles. En ese momento mami dijo: “En mi casa no, busquen otra, esta niña es mía, ¡nojoda! Ahora sí estamos lindos, los pájaros tirándole a las escopetas”. Fue a la cocina, les sirvió café. “Tomen, váyanse y no las quiero ver por acá, ya la vejez las tiene ciegas o qué es la vaina, nojooooda”. Alargó ese nojoda hasta que se fueron, refunfuñó y cerró la puerta, apenas cerró, corrió hacia mí, me quitó el suetercito que tenía, lo volteó y me lo colocó al revés, con las costuras hacia afuera. Se quitó las chanclas talla cuarenta y tres y las puso en cruz bajo la hamaca, se sentó y siguió cantando:

Duérmete niña

Duérmete ya

Antes que venga la zorra pelá

Zorra pelá, ¿quién te peló?

El agua caliente que me cayó

rorro roote rorro roote

Duérmete, niña

Duérmete ya

Que luego la bruja, te comerá

Cantaba con voz tenebrosa, mientras cogía una rama y se la pasaba por la espalda a Lilo pa asustarla.

—¡Aaaaah! Jueputa, nojoda, casi me sacas el corazón, macva, busca juicio. ¿Por qué mejor no te jalas los pendejos en vez de estar asustando a uno? ¡Coge juicio!

En seguida escuchamos una bullaranga como de algo destartalado.

—Lilo, meté la mano, pero no mires patrás, por si es un espanto.

Efectivo, mano, era un tractor viejo que venía de una algodonera.

El señor nos dijo:

—Ooo, niñas, ¿qué hacen tirando pata a esta hora?

Sonó de nuevo el chirrío, pero ahora más fuerte. Cuando lo vimos, mano, un puecco chillón con sus ojos saltones y luminosos nos divisaba desde el matorral, como con ganas de matarnos. Sentí un miedo abrumador.

—Móntense, después me dicen pande vai, porque allí viene un chillón y no querrán saber lo rápido que corre ese nimá.

—¡Juiii, canastoo! —se me pararon los pelos al escuchá eso.

—Vamos pa Cereté —dijo la Lilo.

—¡Uh, pacho! No han pasao ni por Berástegui, súbanse y las empujo —dijo el viejo.

Bueno, tocó. Nos subimos lao a lao y me agarré como pude. ¡Praqui, praqui, praqui, ta, ta, ta! Eso saltaba más que la quijá se me iba a salir de un brinco. ¡Y por fin! Llegamos a Cereté. Yo iba pensando en el catre de la casa, pero me acordé de un detalle. ¡Mi mamá!

—¡Mami Dalba! —dijimos la Lilo y yo, al unísono.

—¿Ahora qué le inventamos?

—Llénate de hojas y barro, así decimos que jue que te caíste en un matorral y te llevé al hospital, por eso la demora —propuso la Lilo.

Y joa, con ese cansancio no pensé dos veces la grandiosa idea de mi prima, no tenía más opción.

—Va pa esa.

Lo hicimos, íbamos decididas y convencidas de que no nos dirían nada. Llegamos a la casa, repasé cien veces cómo le echaría el cuento a mi mae.

Tomé aire, encorvé el cuerpo, carraspelé la voz:

—Mami, resulta que…

—¿Qué? ¿Qué? —¡tas! La primera cachetá. Se me reseteó la vida. Y cuando iba a hablar: ¡tas!—. Otra por irte a jugar a Ciénaga —¡tas! Suena la tercera—. Esta por embustera —¡tas!—. Esta por encaramarse con ese viejo —¡pra!—. Y esta pa ti, vergaja, por cómplice.

Esa noche no supe qué salió mal, corrí derecho pal patio a bañarme, y estando en el catre no podía sino pensar cómo Dalba Rosa Vega Espitaleta supo todo antes de que llegáramos.