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Gallinazo domesticado

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Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografía de Ricardo Cruz

Estaba sentado en el patio de recibo de la carnicería, con las piernas cruzadas y las manos extendidas en paralelo a sus hombros, tan sosegado como cualquier adulto mayor en un parque solitario, a las tres de la tarde y después de haber ingerido sus dos raciones de Zeebo y las obligatorias cucharadas de Milanta.

Estaba sentado al lado de su amigo Aldemar Osorno, un viejo cuyo rostro parece siempre afectado por alguna alergia, y que suele recordar los hechos y lugares con una peculiar irracionalidad.

“El Zacatín era un bar maravilloso, pero todos los borrachos se caían en la quebrada. La quebrada olía a aguardiente todo el tiempo”, dice a veces, sobre todo cuando está contento y rodeado de buenos amigos. “Yo quiero mucho a Rogelio, le debo todo, le debo la vida, aunque yo soy más viejo que él”, eructa desde sus procaces borracheras.

Rogelio es el hombre que está sentado junto a él, en el patio de la carnicería Santa Mónica, “la de reyeyé”, “donde todo es reyeyé”.

Aldemar tiene unos 75 años y Rogelio, de apellido Pérez, cerca de sesenta. Se aviejó rápido, pero todavía se advierte en él cierta lozanía. Rogelio heredó la carnicería hace 28 años, de manos de Bernardo Restrepo, o Barrabás, su primer y único jefe.

“Nunca nadie tuvo mejor jefe que yo, y nunca nadie lo tendrá. Era un jefe tremendo, de esos que lo hacen sentir a uno orgulloso, de esos a los que no da pereza obedecer. Me enseñó todo, y hasta me ayudó a conseguir casa propia”, cuenta Rogelio con voz emocionada.

“Y por qué eso de reyeyé, don Rogelio”, le digo con la intención de atajarle las lágrimas, y él me responde: “Porque todo lo bueno de la vida es reyeyé. Es una frase de optimismo que lo abarca todo, y también se la debo a mi antiguo patrón”, y vuelve a emocionarse.

“Me metí por donde no era”, me recrimino internamente.

Rogelio y Aldemar no son los únicos viejos de la vieja carnicería Santa Mónica, que ya pasa de los 45 años. Allí también trabaja Guillermo Ramírez, Memo, otro ilustre habitante de la Comuna 12 de Medellín, nacido y criado en el barrio La América.

Sus dos compañeros son de La Floresta y, como él, conocieron los antiguos lugares de esa zona centro occidental de la ciudad, los rincones insignes de los bohemios. Por eso, cuando Aldemar habla de El Zacatín, sitio fundamental para la Fábrica de Licores de Antioquia, sus dos compinches se apresuran a corregirlo.

“No digás bobadas, Aldemar, cómo que los borrachos se caían en la Ana Díaz. Además, El Zacatín no era el bar, el bar se llamaba Bar 21, y era una delicia”, consagra Memo. “¡Qué música la que se escuchaba allí! ¡Qué música!”, añade Rogelio sonrojado por los recuerdos.

Fue Aldemar quien me contó de Mocho, el gallinazo. Pasé por una libra de chicharrón, ya que vivo cerca de Santa Mónica y me gusta caminar largo, hasta para hacer las compras, y entonces llegué hasta la carnicería. Mientras me cortaban la carne me puse a conversar con Jose, un muchacho de veinte años que vende huevos campesinos, “puestos por gallinas libres”, asegura él.

“¿Qué, un gallinazo amaestrado?, ¿cómo así?”.

“Que sííí, que acá tenemos gallinazo propio. Lo adoptó Rogelio, lo amaestró. Se llama Mocho porque le falta una uña”, me contó aquella vez con esos ojos que él tiene, grandes y saltones como dos canicas gordas a punto de salir disparadas por los aires.

Entonces volví, para corroborar la historia con Rogelio, y él, con un opíparo derroche de grandilocuencia, me lo contó todo.

Empezó por el principio, como debe ser, aunque ese principio poco me importaba y me obligaba a sentarme como él, bajo los últimos rayos de luz de la decadente tarde.

“Le voy a contar, amigo mío, lo que ya les he contado a otros amigos, muchos de ellos periodistas, como usted, otros simplemente curiosos o vecinos preocupados por la salubridad. El animalito llegó aquí, hace más o menos un año, tal vez menos. No sé qué edad tenga, o cuánto más vaya a vivir, pero creo que es joven. Cuando llegó por primera vez, se posó en el poste de luz y luego cruzó la calle hasta el techo de una casa vecina. Luego comenzó a mirar hacia la carnicería, como pidiendo algo de comer, y entonces no sé qué pasó por mi cabeza, pero me enternecí y le tiré pedazos de carne. El animalito se bajó del techo y comió los pedazos, con rapidez, con cautela, y luego volvió a subirse al techo, se quedó allí un rato y luego alzó vuelo. Pensé que no lo volvería a ver, pero desde entonces viene casi todos los días, diría yo que cuatro o cinco de los siete días que tiene la semana, y siempre hace lo mismo. Se para en el poste y, cuando uno lo llama, baja a comer”.

El relato de don Rogelio me pareció maravilloso, pero todavía tenía que ver todo aquello con mis propios ojos. Generalmente, los seres humanos, les tiramos piedras y palos a los chulos, nunca comida. Nos dan asco, nos generan miedo, somos supersticiosos ante ellos.

Rogelio, en cambio, lo trató con afecto, le dio un nombre, una identidad, y terminó amaestrándolo.

Durante tres días estuve yendo a la carnicería, esperando ver el extraordinario espectáculo del gallinazo domesticado, hasta que por fin fui testigo de su llegada. Era sábado, cuatro y media de la tarde, y el chulo, con sus plumas negras y cabeza grisácea, o de un blanco opaco, como un estropajo ajado, maltratado por el uso, se posó sobre el poste de luz y, como el cóndor del escudo de Colombia, abrió sus alas a guisa de personaje importante, y se estuvo allí por varios segundos, acicalándose y calentándose, hasta que Rogelio salió a la calle y lo llamó.

“Mochito, Mochito, venga pues mi rey. Venga pues negrito que acá le tengo su ración. Venga pues mi Mocho”.

Y el animal comenzó a menear su cuello de un lado a otro, como un ciego tratándose de orientar con un ruido lejano, con un aroma. Otros, que sabían su nombre y su historia, también lo llamaron, pero él no atendió. Solo comenzó a oscilar su pico de izquierda a derecha cuando escuchó el tono grave pero diáfano de su amigo, de Rogelio, y entonces bajó.

El dueño de la carnicería avanzó hasta el otro lado de la calle y tiró cuatro pedazos de carne sobre la acera, y tras él, como un perro que sabe quién es su dueño, caminó el gallinazo, Mocho, con la cabeza ligeramente inclinada hacia el pavimento, como si estuviera avergonzado o temeroso, pues por primera vez eran muchos los ojos que lo observaban, y quería saciarse lo más pronto posible antes de que algún insensato lo golpeara con una piedra.

Mocho comió con hambre y luego voló hasta un techo vecino. Luego se fue, volando muy alto, y se perdió entre las nubes que ya empezaban a endurecerse como plomo.

“Un día, una muchacha que a veces nos ayuda con los asuntos administrativos de la carnicería comenzó a darle comida y llamarlo por su nombre, y el gallinazo empezó a reconocerla. Apenas lo alimentó tres días, y él le tomó cariño. Pues fíjese lo raro del asunto, señor periodista. El gallinazo comenzó a acompañarla hasta la casa. La primera vez, salió detrás de ella, caminando, no volando, porque no le había dado comida. A la muchacha se le olvidó y Mocho la siguió, siempre a discreta distancia, hasta la casa. Ella tuvo que devolverse a darle comida. Desde ese día, el animalito, si la ve, la acompaña. Ya no es solo una cosa mía, ya es cosa de todos los de la carnicería. Él nos reconoce, por las voces, y también por el lugar y los uniformes. Si usted lo llama, o cualquier otro fulano, él no baja”, narra Rogelio con un gesto de satisfacción.

Rogelio vive en La Floresta y los domingos los dedica al reposo. Le gusta ir a los bares antiguos, donde le ponen boleros, tangos y música romántica. Toma poco, como buen carnicero, para no perder el fino equilibrio de sus manos. También le gusta tener perros y gatos en su casa, como cualquier ser humano al que le gusta el ruido hogareño para sentir que está vivo.

Ahora también tiene un gallinazo, y eso le parece muy reyeyé, aunque poco sabe de esa desprestigiada especie, “oveja negra” de la familia de los buitres y que, según los expertos, puede vivir hasta quince años en condición silvestre, y veinte con la protección humana.

“Yo lo único que sé es que son animales muy buenos, porque limpian y nos protegen de las epidemias y las enfermedades. Se comen todo lo que se ve feo, todo lo que huele mal. Prestan un servicio a la sociedad. Para mí, no se merecen piedras, se merecen aplausos”, asegura el viejo, canoso como los sabios de los cuentos.

Animales luctuosos, les dicen; que a donde llegan es porque huele a muerto, comentan. Pero los gallinazos, a decir verdad, son más sinónimos de vida que de muerte. Andan por ahí comiendo la basura y desgarrando cadáveres putrefactos, para que la vida resurja en la maleza, para espantar el hedor de los bordes de las quebradas, las riberas de los ríos o las escombreras.

Los gallinazos, esos buitres de hasta 67 centímetros de alto y 1900 gramos de peso; de rostro rugoso, plumas de petróleo y huesos pétreos, sirven hasta para curar el cáncer, pero van por ahí, como almas penitentes, corriéndoles a las piedras y a las miradas de una humanidad que escoge su comida con aristocracia, como si ambas cosas abundaran sobre esta tierra.

Cuando me fui, el tercer día de mis visitas, Rogelio ya no estaba sentado en la entrada de su negocio. Después de darle de comer a Mocho corrió a lavarse las manos y luego se puso a cortar carne para sus clientes de todos los días.

Jose, el joven de los huevos, ya se había ido, mientras que Aldemar deambulaba por la calle sin escoger destino, como esperando una tertulia que le permitiera contar las nuevas cuitas del gallinazo, o las viejas de sus tiempos juveniles, cuando existían zacatines, quebradas con olor a aguardiente y cientos de gallinazos volando en círculos alrededor de una ciudad donde siempre han abundado los corazones dadivosos y el alpiste para los chulos.

Etiquetas: Mauricio López Rueda , Ricardo Cruz

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