La bonanza marimbera fue también un canto, un ritmo nuevo para la circulación del dinero y la relación entre diferentes clases sociales. La nota se compuso con la llegada y la salida de la maría. Tiempos aquellos de la marimba y la guacharaca. ¡Ay yerba!



Marimberos y parranderos

Por LINA BRITTO

De lejos, el funeral de Chijo parecía carnaval. Una multitud de gente recorría la Primera, la avenida paralela a la playa en Riohacha, acompañados por músicos que en el cementerio darían una serenata de corridos y vallenatos. Durante las noches de la novena, algunos susurraban que los muros entre las bóvedas tuvieron que ser tumbados para acomodar el ataúd sobredimensionado de Chijo, el cual había sido donado por su compadre Lucky, quien también lo había ayudado a entrar al negocio de la marihuana a finales de los años sesenta. El rumor aludía al irónico paralelo entre lo que pasó con las bóvedas del cementerio y lo sucedido durante una de las parrandas más inolvidables que Chijo ofreció en San Juan del Cesar. En medio de la fiesta, Chijo prometió comprar el título de la casa del lado para luego mandar a demoler las cercas que separaban ambas propiedades. Su lógica era sencilla: se necesitaba más espacio para acomodar a todos sus invitados.

Por sucesos como la mítica parranda en San Juan, su sentido del humor y su capacidad narrativa, Chijo era reconocido como uno de los marimberos más graciosos y generosos de los tiempos de bonanza. En una serie de casetes de sesenta minutos en los que Chijo grabó su historia de vida antes de morir en un hospital de Barranquilla aquejado de múltiples complicaciones asociadas a su diabetes y obesidad, se puede escuchar el deseo de transmitir los rasgos de su personalidad que lo hicieron famoso y hacerles un tributo a sus compadres. El resultado suena como una canción de vallenato: Chijo improvisa cada fragmento basado en recuerdos específicos, reflexiona sobre los momentos más significativos a través de figuras retóricas complejas, adorna las personalidades de sus amigos con el uso de analogías poéticas, traza genealogías de familias y compadrazgos y reconstruye anécdotas en relación con el paisaje que habitaban, usa animales domésticos y salvajes como metáforas para sentimientos y necesidades y narra en un tono evocador en el cual lo que se afirmaba explícitamente resulta secundario ante la nostalgia del recuerdo.

A finales de los años sesenta, la vida de Chijo cambió dramáticamente, al igual que la de miles de hombres de su generación, cuando entró a ser parte de las redes incipientes de contrabando de marihuana que operaban en el Magdalena Grande. Así como dinero, estatus y fama le llegaron de repente, así mismo se desvanecieron en el aire: “Qué linda oportunidad la vida, se esfumaron, se fueron, como los vientos huracanados”, lamentó Chijo en el único segmento de los casetes sobrevivientes en los que habló de su efímera prosperidad. Y como “vientos huracanados” se vivió el auge de la marihuana en Colombia durante los años setenta, volcando patas arriba a las gentes del Magdalena Grande y dejando devastación.

El negocio de exportación ilícita de marihuana echó cimientos en esta región del país sobre la base de una economía de contrabando de siglos, la cual había sido transformada en distintas coyunturas a lo largo del siglo XX por los esfuerzos siempre incompletos por parte del Estado para modernizar la nación. Además de causas locales y regionales, el auge de la marihuana en Colombia también fue resultado de la política hemisférica de los Estados Unidos y su capítulo antinarcóticos. A principios de los años setenta, cuando la llamada “guerra contra las drogas” de Richard Nixon buscó interrumpir las cadenas de suministro de drogas proveniente de México, el tráfico naciente de marihuana que tenía lugar en varias regiones de Colombia se convirtió en un nuevo sector de exportación, particularmente en el Magdalena Grande.

Esta nueva economía tuvo su centro en la península de La Guajira y en la vecina Sierra Nevada de Santa Marta, llegando a su clímax a mediados de la década del setenta y ofreciendo movilidad social, urbanización y reconocimiento a un sector creciente de la población local, especialmente hombres de clase baja rural y urbana que habían estado esperando en vano que las élites regionales y el gobierno nacional cumplieran sus promesas de modernización. Popularmente conocidos como marimberos, estos intermediarios que compraban a cultivadores para vender a exportadores constituyeron el enlace más importante de la cadena del negocio. Fueron ellos quienes, resolviendo la logística, el transporte y la seguridad de las actividades marimberas hicieron posible la primera bonanza de las drogas en nuestro país.

Llamados mitios, corronchos, cáncamos o pata-pintá, estos hombres jóvenes de comunidades rurales que encontraron empleo en el negocio de la marihuana no solían ser bienvenidos en pueblos y ciudades, algo que con el tiempo jugaría un papel importante en su deseo de reconocimiento y estatus una vez lograron ascenso social. Carlos, oriundo de Las Flores, una de las primeras veredas de la Sierra Nevada de Santa Marta en donde se cultivó la variedad de exportación conocida como Gold o Golden, recuerda que cuando se fue a vivir a Riohacha para estudiar en el liceo, él y sus vecinos fueron rechazados: “En el colegio veíamos la discriminación, nos inventaron apodos, mitios, corronchos, tú sabes que los mitios son los que no están civilizados, nos gritaban en las calles, mitios, los mitios, por todas partes”. Cuando hizo su primer negocio con marihuana, Carlos recuerda: “Me enloquecí, me transformó la vida enseguida, cambié, yo estaba mal, ya compré reloj, compré esto y aquello”.

Inseguridad, orgullo y resentimiento fueron emociones claves tras los esfuerzos de los marimberos por conquistar el mundo urbano con las ganancias obtenidas del negocio ilegal. Este afán de desquite les dio un toque hiperbólico a las acciones públicas y privadas de quienes estaban involucrados en la bonanza, un rasgo distintivo del estilo de vida extravagante con el que los marimberos se abrieron campo dentro de la clase comerciante regional. Carlos dice: “Nosotros les parábamos bolas [a las élites locales] en la época en la que no tuvimos plata, pero yo en el momento en el que tuve plata me atreví a enamorarme, a salir con chicas de ellas […] en la madrugada las dejaba [en la casa] y les ponía el pasacintas pa que supieran, porque ahí venía el machismo, porque yo andaba con la plata en el bolsillo, yo llegaba a lo macho, pa que al papá le diera rabia”. Chijo observó que “el que tiene plata no corre miedos y si le da miedo es porque la plata no es de él”.

Aún circulan en la región sus historias de extravagancias y excesos. Que prendían cigarrillos con billetes, que decoraban árboles de Navidad con dólares en vez de bolas de cristal, que se bañaban con colonia Roger & Gallet Jean Marie Farina, que se vestían con ropa de marca y usaban zapatos italianos, que conducían camionetas Ford último modelo en rodeos motorizados hasta que carrocería y chasis terminaban destruidos, que llevaban pistolas al cinto y andaban con actitud desafiante, por lo cual los apodaron culo-pullú, como si la pistola fuera su aguijón, que apostaban en peleas de gallos con costales de pesos o dólares que se pesaban para ahorrarse la engorrosa tarea de contar cada billete.

Pero ninguna de estas señales de estatus podía competir con el reconocimiento máximo que era parrandear y codearse con artistas vallenatos. Como hicieran los ganaderos en su transición a algodoneros durante los años cincuenta y sesenta, los traficantes ilícitos de marihuana de los setenta usaron el vallenato y la parranda como escenario para forjar una imagen de ascenso social y masculinidad honorable. En vista de que el respeto por las redes y zonas de influencia de los otros era la garantía de negocios pacíficos, en dichas parrandas, los marimberos atenuaban la rivalidad potencial en la que vivían y trabajaban, cultivaban relaciones estrechas con los artistas vallenatos y presumían de su nuevo estatus. En este sentido, la parranda cumplía dos funciones aparentemente contradictorias. Por un lado, era una arena en la que los marimberos exhibían sus capacidades para convocar recursos sociales y económicos y reconocían jerarquías entre ellos. Por otro lado, era una válvula de escape con la que desviaban la competencia de la esfera comercial, donde las confrontaciones podrían ser mortales, hacia la esfera sociocultural, donde las tensiones se ahogaban en whisky y canciones, y así se disipaban.

Con ese sentido del humor agudo que lo caracterizaba, Mantequilla, quien junto con su hermano Lucky lideró una red famosa de tráfico de marihuana, recuerda que “durante la bonanza a mí me dieron síntomas de cirrosis, porque bebía un día y los otros catorce también”. Como notó el médico y ensayista Guillermo Velandia, amigo y doctor personal de un famoso marimbero quien murió también por complicaciones relacionadas con diabetes y obesidad: “En las parrandas era donde uno notaba quién era quién”. O como dijo Chijo en referencia a su suntuosa casa en San Juan del Cesar, recordando cómo se sentía en sus años de gloria: “Luchando esa vida como un toro en medio de un redondel defendiendo su casta, su clase”.

La parranda era el espacio donde marimberos y artistas del vallenato se encontraban y donde se mezclaban sus trayectorias e intereses. Parrandeando, ambos sectores hacían gala de su talento y de esta manera cimentaban amistades y compadrazgos. Puesto que los compositores tenían el don de la creación, los marimberos cultivaban relaciones con ellos con especial cuidado. El papel principal de estos artistas en las parrandas vallenatas era improvisar versos y competir entre ellos bajo el formato de la piqueria —el equivalente a una pelea de gallos entre repentistas, en la cual cada uno intenta desacreditar al otro con rimas ocurrentes.

Muchas de las canciones en honor a los marimberos surgieron de estas rondas de improvisación. El compositor Sergio Moya Molina, quien junto con Máximo Móvil y Hernando Marín conformó el llamado Trío de oro famoso por sus composiciones y su piqueria, describe cómo después de una ronda de improvisación, invitados y anfitriones escogían las canciones para grabar, seleccionando tanto a quien tocaría el acordeón como al cantante y discutiendo cuál sería el mejor sello discográfico. Al final de la parranda los marimberos les pagaban a los artistas por su servicio en especie o en efectivo, “algunas veces en dólares cuando no tenían tiempo de cambiar”, recuerda Moya Molina. Una vez que el álbum estaba en venta, los marimberos compraban grandes cantidades de discos y casetes para regalar a familiares y amigos, inflando las ventas. Con estos tres mecanismos —patrocinio financiero para grabaciones y giras, pagos exorbitantes por sus servicios y compras masivas— los marimberos crearon un mercado para los compositores, el cual no existía antes, y ampliaron el mercado existente para los músicos; “ellos subieron nuestros precios, y las disqueras tuvieron que empezar a pagarnos mejor”, señala Moya Molina.

Además del patrocinio, parrandeando compositores y músicos encontraban inspiración en las personalidades y estilos de vida de los marimberos. Por eso se cuentan por docenas las canciones que en los años setenta y ochenta enaltecían a los traficantes de marihuana. El compositor, productor y presentador de radio Lenín Bueno Suárez constata que el patrocinio marimbero comenzó durante el pico de la bonanza a mediados de los setenta, cuando, a cambio de saludos con nombre y apellido en medio de coros o estrofas, los artistas comenzaron a recibir aportes económicos para grabaciones y otros gastos. Institucionalizados en la jerga radial con la palabra en inglés de payola, dichos pagos se convirtieron en un rasgo distintivo del mercado del vallenato de los años del auge. Sin embargo, es importante aclarar que pese a que las payolas eran un componente indispensable de la relación entre marimberos y artistas, muy a menudo los saludos y homenajes también eran el resultado de la admiración y el cariño sinceros por amigos y compadres. Por ejemplo, en Soy parrandero y qué, Bueno Suárez resalta los aspectos idiosincráticos de Lucky, el compadre que le ayudó a Chijo a entrar en el negocio:

¡Ay, no joñe!

No me importa qué diga la gente

Que yo soy un borracho perdido

Solo quiero que tengan pendiente

Que trabajo y que a nadie le pido

Soy parrandero y qué

A nadie le importa

Yo soy Lucky […], oiga

A nadie le importa

Si hago mi parranda es porque

la vida es bien corta.

Bueno Suárez reconoce que Lucky nunca le pagó y no tendría por qué, “porque el personaje merecía eso [por ser] un amigo, un pariente nuestro, que siempre estaba metido en lo que era la música vallenata, atendía muy bien como anfitrión a los grupos vallenatos, un folclorista a morir, un gran elemento”. Esta canción se convirtió en uno de los grandes éxitos de Bueno Suárez y sigue siendo un clásico de la parranda en la región.

En otro ejemplo, Hernando Marín, otro miembro del llamado Trío de oro, honró al famoso Gavilán Mayor, un marimbero que controlaba una zona dedicada al transporte aéreo, en una canción del mismo nombre. En ella, Marín logró naturalizar los rasgos más problemáticos de su amigo marimbero en cualidades de la cultura machista, sin olvidar satisfacer a una audiencia general con una canción que conservaba el estándar de las metáforas del vallenato.

Yo soy entre las aves el más volador

Porque en las alas tengo más poder

Porque cargo mi pico con disposición

Pa el que me quiera jugar una traición

Y con mis garras me sé defender.

Yo soy El Gavilán Mayor

Que en el espacio soy el rey.

Otro ejemplo lo constituye El marimbero, una canción compuesta por Romualdo Brito e inspirada en un traficante conocido como Pocholo, a quien saluda en medio de las estrofas, y que grabaría la superestrella puertorriqueña Daniel Santos, a modo de charanga vallenata. Aquí, Brito asocia la figura y la carrera de Pocholo con las tradiciones de autosuficiencia y autonomía de la región guajira respecto al Estado central y sigue los estándares de la crítica social y la protesta propios de cierto estilo del vallenato.

Hoy me llaman marimbero

Por cambiar de situación,

Sin saber que yo primero

Fui gamín y pordiosero

Sin ninguna educación […]

De nada que avergonzarme

Pueden con gusto llamarme

Marimbero y ricachón.

La parranda se convirtió en un espacio clave para el intercambio de favores y la negociación de las jerarquías complejas sobre las que se cimentaban las relaciones entre hombres dentro de esa esfera social. La parranda les permitió a los marimberos desplegar su masculinidad de acuerdo con sus capacidades financieras y sociales para convocar invitados y contratar artistas de alto perfil, y su capacidad física para beber y comer excesivamente durante un tiempo prolongado, ya que solo los más fuertes, más determinados y más comprometidos con el ideal del amor fraterno podían aguantar hasta el final. Como dice el coro de una de las composiciones más famosas de Bueno Suárez, “la parranda es pa amanece / al que se duerma lo motilamos”. Basados en el ideal del “sentimiento vallenato”, un anhelo incesante del hombre por “el estímulo de todas las cosas bellas en la vida, en la naturaleza”, en palabras del historiador Tomás Darío Gutiérrez, los marimberos construyeron una imagen pública de sí mismos como comelones, bebedores, mujeriegos y amigos fieles hasta la muerte. En La celosa, canción internacionalmente aclamada del compositor Moya Molina, este recuerda haberse inspirado en sus amigos marimberos para escribir un éxito comercial que revela con gran humor la lógica imperante en el momento:

Cuando salga de mi casa

Y me demore por la calle

No te preocupes, Juanita.

Porque tú muy bien lo sabes

Que me gusta la parranda

Y tengo muchas amistades.

Y si acaso no regreso por la tarde

Volveré al siguiente día en la mañanita.

Con el vallenato y en parrandas, los marimberos marcaron el comienzo y el final de cada ciclo de exportación de marihuana. En las parrandas, los marimberos encontraron un lugar legítimo para desplegar su audacia, recursividad, generosidad, solidaridad y reciprocidad entre compadres, principios esenciales para la acumulación de capital social y económico desde abajo. Las parrandas actuaban como el adhesivo que mantenía unida la visión colectiva de progreso y movilidad social que el negocio ilegal prometía. Similar a los ganaderos-algodoneros de las décadas previas, los marimberos utilizaron el vallenato como caja de resonancia para amplificar una imagen idealizada de sí mismos al nivel local y regional, mientras que utilizaban el éxito en su empresa capitalista para nutrir dinámicas sociales no capitalistas, basadas en el prestigio, el compadrazgo y la reciprocidad en lugar de la productividad, la competencia y la rentabilidad.

Con su patrocinio económico y moral, los traficantes de marihuana aceleraron la mercantilización del vallenato, financiando la segunda edad de oro de dicha música, la cual se caracterizó por letras y rutinas más urbanas y fáciles de comercializar. Al respecto el compositor Bueno Suárez asegura: “Empecé a mirar el vallenato no como un canto de vaquería, con un perfil rural, ya el vallenato iba a dejar de ser el vallenato del campo para venirse a la ciudad”. La nueva camada de músicos, compositores y productores que surgió en parte gracias a los marimberos hizo de los vaivenes de la migración a la ciudad y el proceso de urbanización de la región sus temas más inspiradores dándoles voz a las ilusiones y frustraciones de toda una generación venida desde abajo y desde el campo. Fuentes de inspiración como el trabajo agrícola, el clima, las aventuras amorosas pueblerinas y los sucesos provincianos fueron perdiendo terreno y en las letras se abrieron paso las aventuras citadinas, la vida estudiantil, la profesionalización, los viajes y el consumo conspicuo. La profesora Marina Quintero, una de las autoras más reconocidas del estudio del género vallenato, afirma que versos como “salí preocupado / pa la gran ciudad / yo venía del pueblo / trayendo en mi pecho / aquellos recuerdos que no volverán, tienen una gran importancia histórica; solo aquellos que vivieron eso, llegar a la ciudad desde un pueblito, pueden entender la despersonalización, el ir del cara a cara al ‘yo no existo’, sobre eso eran todas esas canciones”.

Con el cambio de temáticas, cambia la música misma. El etnomusicólogo y músico de vallenato Roger Bermúdez explica que la generación de artistas de los años setenta usaba “las melodías estándares que le daban una identidad al vallenato”, las cuales habían sido creadas durante las primeras fases de comercialización en las décadas del cuarenta y cincuenta, para “alargar las introducciones, los preludios, los interludios, las colas y las frases” y con estas modificaciones “las canciones de vallenato explotaron más el sonido del acordeón, su tono; se volvieron más rítmicas”. Los sellos discográficos establecidos en Barranquilla y Medellín, dos de los grandes centros del desarrollo capitalista en Colombia, rápidamente adaptaron sus productos a los nuevos tiempos e introdujeron guitarras eléctricas, bajos, baterías y coristas para hacer que el vallenato sonara más urbano y comercial. Aparte de esto, con la popularización de los longplay y casetes, el vallenato se volvió portátil, vinculando extensas zonas geográficas, puesto que los conjuntos no tenían que depender de la radio o las parrandas privadas para difundir su música. En la medida en que el vallenato se volvió más rítmico, más alegre y más portátil, nació un nuevo estilo de entretenimiento masivo: la kzta (caseta). Como lo describe el periodista Enrique Herrera Barros, esos escenarios ambulantes “son fáciles de armar, entierran unos troncos, le ponen zinc alrededor, hacen unas tarimas y ahí se suben los cantantes y los acordeoneros […] terminó la noche, cargaron en un camión y salieron pa otra parte a hacer el mismo montaje”.

Se podría pensar que este vallenato urbano y comercial que era en gran medida resultado del estímulo marimbero pudo haber entrado en una relación de choque con el Festival de la Leyenda Vallenata y su canon folclórico. Pero el papel de los marimberos dentro del desarrollo de esta música nunca fue incompatible con la agenda de los ganaderos-algodoneros, en gran medida porque los primeros nunca entraron a disputar el poder político o social de los segundos. Al contrario, los reconocieron y se fusionaron. Como nueva élite agrícola y comercial —aunque ilegal— los marimberos de los años setenta venían al festival y hacían sus parrandas de alto perfil como parte del universo social y el territorio cultural al cual pertenecían y se adherían con lealtad. Mantequilla recuerda, “‘que Valledupar tiene festival’, y nos íbamos pa Valledupar con el Chijo, muchos compositores y folcloristas y nos los pegábamos [bebíamos] con ellos, tres cuatro días y volvíamos, y así, esa era la farándula que llamaba uno”. Como lo sintetizó un corresponsal bogotano de la Revista Alternativa haciendo reportería en Valledupar en 1978, “el Festival la Leyenda Vallenata es para que los ganaderos vendan el ganado, los sellos promuevan sus ventas, los políticos saquen su pedazo y los mafiosos intercambien saludos”.

A pesar de las múltiples maneras en las que los marimberos ayudaron a hacer del vallenato el género musical comercial número uno en Colombia, promovido y celebrado como ningún otro, hoy en día este se presenta como un patrimonio sagrado de la nación, inmaculado en su trayectoria histórica, acalladas sus complejidades y contradicciones. Tiene sentido. Para el país andino que conoció a los marimberos como fugitivos de la llamada “guerra contra las drogas” iniciada en la región en 1978, los marimberos no representaban la “rebeldía” propia del sentimiento vallenato, aquella que Consuelo Araújo Noguera, una de las precursoras del festival y autora fundacional de los estudios vallenatos, definió como “expresión del espíritu y de la mente antes que como real insubordinación o subversión contra el ‘establecimiento’”. En lugar de ser campesinos humildes viviendo pacíficamente en la pobreza y el hambre, los marimberos eran hombres ricos, ostentosos, atrevidos y muchas veces violentos y peligrosos, a quienes las fuerzas militares colombianas, en alianza con los Estados Unidos, persiguieron como enemigos de Estado. Pero lo cierto es que estos pioneros del narcotráfico ayudaron a dar forma a la ideología, práctica y representación de la cultura nacional. Sus estilos, aspiraciones, valores y sueños siguen vivos, marcando el ritmo de nuestra historia.


* Este artículo es un extracto del libro Marijuana Boom: The Rise and Fall of Colombia’s First Drug Paradise (Oakland: University of California Press, 2020). Una versión más larga y en español saldrá publicada próximamente en Giovanni Molano, ed., América Latina en la guerra contra las drogas (Bogotá: IEPRI-Fescol, 2021).

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