Número 138 // Marzo 2024
  • La oración de san Jerónimo
Un secreto se compra, un secreto se vende. Dos niños en Cértegui intercambian uno para defenderse de los males que sobrevienen: los espíritus protegen la carne. Buscando mi madredediós, de Arnoldo Palacios, es una biografía novelada que narra con gracia y misterio la vida entre las selvas del Chocó del siglo XX. Aquí recuperamos un fragmento.


La oración de san Jerónimo

Por ARNOLDO PALACIOS
Fotografías de Líberman Arango

Dije:

—Eladio: vos sabés una oración y me la tenés que enseñar.

De tanto molestarlo Eladio cedió. Se demoró varios días dizque buscando el momento oportuno: no debíamos encontrarnos sino él y yo; a menudo, insistía él en su deseo de enseñármela sin interés especial alguno, apenas por servirme. Sin embargo, a mí me daba que Eladio me estaba carameleando. A ratos me sentía defraudado. Al vernos, él me salía con el mismo cuento.

—Yo sí quiero enseñarte la oración… —repetía, pensativo.

—Ya te comprometiste, Eladio. ¿Hasta cuándo me vas a hacer esperar? —le suplicaba.

—No es eso, hombre. Lo que pasa es que yo quiero dártela sin interés —recalcaba él.

—¿Qué interés? Tú hablas siempre de interés, Eladio.

—Para serte franco: si yo te doy la oración regalada no te sirve. Tú lo sabes: la oración robada es la mejor. Y si uno no logra robársela, entonces, la debe comprar.

—Te la compro, Eladio.

—¿Vo tenés con qué?

—Consigo.

—Bueno, la oración debe pagarse con monedas de que no sean números pares sino nones: uno, dos, tres, siete, once; jamás ni dos, ni ocho, ni veinte… Yo te la vendo por siete reales… Yo no te quisiera cobrar; si no te cobro no te sirve, y encima de eso se me daña… Es la oración de san Jerónimo…

Eran más o menos las siete de la noche. Los dos estábamos sentados en la punta del andén de cemento de mi casa. Oscuro, no distinguíamos a los pasantes, estos sabían de quiénes eran esos dos bulticos acurrucados en la punta del terraplén. Yo no tenía en esos momentos los siete reales. ¡De dónde! Apenas los consiguiera, la oración sería mía.

Daba y requetedaba vueltas a mi cabeza estudiando la forma de obtener esa suma. Mi papá me daba de vez en cuando mis cinco chivos y mi madrina Elisea, al venir al pueblo a hacer el mercado, los sábados, me regalaba mecatos e incluso me deslizaba en la mano una peseta; naturalmente, mi madrina Elisea prefería hacerme regalos, creo no la halagaba mucho darme plata contante y sonante; dizque no era conveniente acostumbrar a los muchachos a manosear plata, el dinero era cosa mala y al fin de cuentas, podía corromper el corazón. El padrino era alguien sagrado escogido por Dios para velar por la pureza del ahijado. Al contrario, debía infundirse asco hacia el dinero, engendro del diablo. ¿Cuánto tardaría reuniendo siete reales? Mi papá no me los ofrecería de un golpe. Mi madrina Elisea me daría hasta más, pero si le decía, por ejemplo, que era para yo comprar una camisa, lo cual yo no me atrevería a proponerle, pues ella sabía que yo no necesitaba una camisa. Solo en caso de ver ella en una tienda una camisa que le gustara como para su ahijado, me la obsequiaba. Por propia iniciativa mía, jamás, sería una afrenta para sus compadres, ¡ni más faltaba!

Me dediqué a inspeccionar minuciosamente la casa, a efectuar con frenesí la cacería de monedas. A cualquier rehendija que brillara, cualquier ínfimo foco de luz, cualquier tapa de botella que dejara asomar el filo plateado le mandaba el zarpazo. Un papelito de color azulado-verdoso semejaba a un billete, llamaba mi atención.

Pensando, ingeniándome la manera de conseguir siete reales, gastaba bultos de energía. Me llegaban instantes de sentirme agotado. Sin embargo, lo veía muy claro en mi mente; costara lo que costara, necesitaba aprender a defenderme, lo cual implicaba ser apto para pelear. Sentado, caminando en cuatro patas, no podía pelear. Tampoco esto quería decir que yo no deseara ser una persona pacífica; al contrario, no pensaba hacer mal a nadie. Pero, desgraciadamente, ser yo el hombre más pacífico del mundo no era suficiente para defenderme. Yo sabía que uno podía verse en un momento dado metido en una trifulca. Tarde o temprano me vería manos a boca con alguno de esos individuos peligrosos, buscapleito, que le buscaban a uno camorra, en cuyo caso ser pacífico no servía más que para exponerse a ser asesinado o a que le perdonaran la vida por mera compasión. Yo no aspiraba a armar peloteras, ni a adquirir fama de matón; tampoco quería verme humillado a causa de que me tuvieran lástima. Únicamente necesitaba sentirme tranquilo, en el mundo, protegido por mí mismo, por mi propia ciencia; considerarme igual a cualquier hombre; más aún, superior. Y ahora se me presentaba la primera oportunidad concreta de prepararme con la ayuda de san Jerónimo. Siete reales; toda una fortuna; suma lo bastante para comprar hasta tres raciones de plátano. Le pedí a Eladio rebajármela. Me respondió con voz sincera:

—Si te la doy barata la oración en ese caso no te sirve para nada y a mí se me daña, pierde su poder. Para que una oración sea buena debe ser conseguida con sacrificio. Por eso lo más aconsejable es robársela. ¡Una oración robada es lo que no hay!

Tumba de Arnoldo Palacios, en el cementerio de Cértegui, su pueblo natal.
Tumba de Arnoldo Palacios, en el cementerio de Cértegui, su pueblo natal.

De no conseguir los siete reales, me la tendría que robar. ¿Cómo? Me quedaba otro recurso: robar siete reales. Pero si robaba dinero me iría al infierno, a menos de confesarme inmediatamente; pero en Cértegui no había sacerdote; además, los niños no se confesaban, tenían de aguardar hasta la primera comunión. De todas maneras yo no podía quedarme como un pobre pendejo, expuesto a que me patearan, me escupieran. Si me pegaban yo tenía que pegar más duro, si intentaban matarme no debía dejarme matar. ¿Matar yo? No. Yo necesitaba era defenderme. ¿Por qué san Jerónimo servía para pelear? ¿Quién era este santo de quien nunca nadie había hablado? ¿De dónde había sacado Eladio ese santo tan desconocido y tan poderoso? Sí, debía ser una magnífica oración puesto quienes la sabían la mantenían en absoluto secreto. Eladio fue inflexible. Para mí el asunto era urgente. De no hacerme ahora a la oración nunca más se me presentaría otra ocasión.

No recuerdo al cabo de cuánto tiempo reuní los siete reales. En todo caso no robé. Una noche, oscura, por cierto, los dos nos sentamos en el pretil de la casa:

—Esto es dando y dando —me dijo Eladio.

Extenuado de esperar en la sombra le alargué mi mano con los siete reales; él hizo gesto idéntico con la suya, deslizándome un papelito doblado mientras recibía los siete reales moneditas. La primera corriente de ese poder me estremeció. Claro, podía y debía aprender más oraciones, adquirir secretos también.

Ahora sí era cierto que no me importaría el no poder caminar. Podía continuar arrastrándome. Nada me arredraría. El único temor que hasta hace poco me había atormentado, o sea, el de no poder defenderme, quedaba liquidado. Podía pelear, colocarme en plano de igualdad con quien tuviera oración, vencer a quien no la tuviera. Nadie me humillaría. Esta sensación de total conquista de la igualdad me llenó el cuerpo de cierta embriaguez nacida de una cierta alegría y de una potencia violenta que hinchaba ya mis venas.

Esperé hasta cuando todo mundo se durmió; entonces, a la luz de una lámpara de querosín desplegué el papelito ante mis ojos. No contenía más de cuatro líneas, lo cual me asombró. ¿La tan mentada oración de san Jerónimo era apenas eso tan cortico? Sin embargo, las cuatro líneas aquellas me dieron mucho que hacer hasta lograr estar seguro de habérmelas aprendido de memoria. Incluso, cuando ya estaba convencido de habérmelas grabado me seguía asaltando el temor de haber cambiado una palabra por otra u olvidado algún detallito. La falla más insignificante volvía inútil la oración. Entonces, me veía obligado a releerla punto por punto.

También me dejó perplejo el no hallar frases extraordinarias ni palabras nunca oídas. ¿A ver? Sí, había una palabra rara, una sola, pues, la palabra Amén que también estaba allí la sabía todo mundo. Dudé de la eficacia de esas palabritas que, al fin y al cabo, me parecieron insulsas. Pero tan pronto como advertí haber dudado me arrepentí. No dudar de la oración era otra norma que debía respetarse. La sola sombra de la duda me había ya quizá dañado la oración. Al mismo tiempo me consolaba la certidumbre de que mi desconfianza no había sido rotunda. Buscaba así mis propias razones para no reconocer mi culpa. Y me dormí, atormentado de tanto querer borrar mi desilusión.

Me desperté cansado, el cuerpo estropeado, todo mi ser sobrecogido de una zozobra insoportable. Mi alegría sentida al recibir el papelito de la oración se me había transformado en sensación de pecado. Ya yo no era el mismo; me hallaba prisionero de un secreto:

San Jerónimo bendito,

Alcolín en el altar:

A como bendecites el cáliz

Bendecíme mi mano, para yo pegá Amén.

Y me parecía que todos los de mi casa me miraban con sospecha.