Montezuma, por Gadafi

Por AMELIA TOBÓN
Ilustración de Alejandra Pérez

El primero de septiembre del año 2000 tres compañías de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia atacaron la base militar del cerro Montezuma en Pueblo Rico, sobre la serranía del Tatamá, entre los departamentos de Chocó y Risaralda. El ataque fue ejecutado por 180 guerrilleros y guerrilleras de los frentes 9, 47 y Aurelio Rodríguez, pertenecientes al que entonces se conocía como Bloque Noroccidental José María Córdoba. Dos comandantes lideraron ese ataque, uno era Rubín Morro, Martín Cruz Vega, del frente Aurelio Rodríguez, el otro era Gadafi o Khadafi, Hernán Gutiérrez Villada, del frente 47.

Los guerrilleros tomaron la mitad de la base y sujetaron con varias emboscadas al refuerzo de soldados que subía por la carretera. El avión fantasma se estrelló de madrugada contra el cerro Tatamá. En una de aquellas emboscadas murió el teniente coronel Jorge Eduardo Sánchez, comandante del Batallón San Mateo en Pereira. Aquella fue una de las bajas de mayor rango que las Farc propinaron en combates directos a las Fuerzas Militares, seis años antes habían matado al mayor general Carlos Julio Gil Colorado, pero su muerte no ocurrió en operaciones, sino producto de un atentado.

Esa historia que nadie había contado la escribió Camilo Alzate en un reportaje de guerra dos décadas después de la guerra. Alzate fue a la región, subió la montaña varias veces y conversó con militares retirados, con curtidos periodistas y pobladores del cerro, con políticos y vecinos de Pueblo Rico que, por diferentes motivos, habían quedado atrapados en el combate o conocieron sus circunstancias. Alguien de la guerrilla que participó del ataque le confió al periodista pormenores cruciales de la operación y la crónica —que es larga y llena de desvíos, empantanada, cruzada de voces confusas y confundidas— salió en la edición de mayo de 2017 de Universo Centro con un título que se me antoja en exceso pretencioso, alegórico, bíblico: “El matorral que arde”.

En 2017 conocí a Gadafi en un campamento guerrillero. Conversábamos cada tarde en su caleta, mientras afuera las escuadras formaban o rompían filas, discutían o se reconciliaban, trillaban el barro o lo limpiaban, en un marasmo de días en los que no sonaban tiros, ni pasaba nada interesante. Gadafi, aquejado por dolencias cardíacas desde hace años, pasaba esos días reclinado, montándole una emboscada con las cobijas a una luz verde y fastidiosa que se infiltraba por las rendijas de su caleta, y que le provocaba mareos como los de una borrachera. A su lado siempre había un radioteléfono y una nueve milímetros negra. Fue inevitable, acabamos hablando sobre Montezuma. Le dije que Alzate ya había contado esa historia.

—Yo la leí —respondió él—. Pero hay muchas cosas que le faltan, tiene imprecisiones.

Y recostado en la penumbra empezó su narración del combate.

***

Yo estaba dirigiendo la tropa que estaba en tierra, en la emboscada, y Rubín Morro estaba dirigiendo la tropa que estaba adentro, en la base. Allí en Montezuma hubo sesenta muertos, diez nuestros y cincuenta del Estado. El avión fantasma estaba conducido por gringos y la tripulación era de catorce hombres, todos murieron. Yo era el encargado de rastrear y estaba al frente del escaneo de los helicópteros y los aviones. Escuchaba al hombre que hablaba, el capitán, no sé si era de apellido Niño o así era como le decían [se refiere al piloto Tirso Javier Núñez].

Pero tengo para decirle que el avión fantasma lo tumbamos todos juntos, ejército y guerrilla. Por eso le digo que falta mucha parte por contar de lo que pasó allí. Hay conversaciones que a lo mejor nadie las ha contado. Nosotros eliminamos al coronel Sánchez como a las cinco de la tarde. No sabíamos que él subía, les cogimos fue la comunicación de que lo habían matado. La pelea se dio allí muy tenaz y el ejército después de la muerte del coronel hizo una avanzada y esa tropa resultó revuelta con la guerrilla en la carretera, el soldado y el guerrillero cogidos de la punta del fusil, a ver quién daba primero. Ahí me mataron un muchacho, fue el único muerto que tuvimos por ese lado. Una tropa quedó peleando abajo con la guerrilla y otra pasó de largo a la base, eso fue más o menos a las nueve o diez de la noche, el coronel ya estaba muerto.

El que comandaba allá se llamaba Fredy. Informaba que estaban revueltos en un combate cuerpo a cuerpo y nosotros le dijimos: “Hermano, pues toca darles con machete o cuchillo, pero tiene que resistir allá hasta que esto nos lo tomemos acá, nosotros estamos sacando fusiles, estamos con la base tomada, tenemos un grupo de soldados ahí debajo de la torre principal y estamos mirando a ver cómo los sacamos”.

Todos los hijueputas años ese cerro pasaba cubierto por nubes y esa noche estaba bien despejado. Y nos cogía ese hijueputa Arpía, eran tres helicópteros Arpías, uno le daba allá abajo, los otros nos daban arriba. Rompían el monte a plomo. La radista mía se meó en los calzones. Estábamos enlazados con el secretariado, nosotros no teníamos problemas de comunicación para nada, el combate lo dirigía Iván Márquez. Nosotros estábamos cerca de la base, por ahí a unos doscientos metros, porque tocaba recoger los heridos. El primer muerto fue una muchacha que se llamaba Luz Dary, era la encargada de la filmación, murió a las dos de la tarde: asomó la cabeza para filmar y le pegó un tiro, estaba muy cerquita, a ciento cincuenta metros más o menos. Ahí la enterramos. Ella quedó enterrada allá. A la una y media tuvimos un herido, un chino con un tiro en una pata.

Cuando estábamos haciendo el cerco los soldados quedaron por fuera de la tropa nuestra. Tuvimos una falla, calculamos mal: las trincheras estaban a 150 metros, pero las torres estaban a doscientos y llevamos las cargas impulsoras de los cilindros para que cayeran a 150 metros, entonces las cargas caían solamente a las trincheras y había que tomar el espacio para poder llegar a las torres, pero ya nos habíamos gastado las pipetas. Recuperamos una ametralladora punto 50, recuperamos un mortero 120. Ya como a las tres de la mañana que todo lo teníamos consolidado, escuchamos al subteniente de la base que le decía por el radioteléfono al general en Bogotá: “Si no me apoyan me voy a rendir. Me voy a rendir. Mucha gente se ha tirado por el desfiladero, no sabemos si estén muertos o estén vivos. Ya la guerrilla la tengo aquí a diez metros, estoy rodeado y están diciendo que van a meter una bomba a la torre”.

Y sí, estábamos buscando para dinamitar esas torres. Había gente de nosotros ya adentro, comiendo en el restaurante de los soldados y en los alojamientos. El general le ordena al capitán del avión, Niño [Núñez], que nos metiera una bomba de 500. “Pero matamos a los soldados”, le dijo. “No me importa, que se mueran todos esos cobardes”, dijo el general.

Entonces le respondía el comandante de la base que mejor se iba a rendir, que se iba a entregar. Nosotros dijimos: “Arreciemos con todo”. Y se viene ese hijueputa avión a darle bala a todo mundo. “Dediquémonos nosotros a parar la bomba”, dijimos, “vamos a darle con todo”. Y todo mundo a darle a ese avión, hasta los soldados con la ametralladora también. A las cuatro y media de la mañana estábamos recogiendo, ya todo muy calmado, no había respuesta de fuego, cuando nos apareció el Batallón Quimbaya ahí en el filo. Empezaron los tiros con ellos. Entonces comenzamos con Morro a evaluar la situación: “¿Qué hacemos? Estos hijueputas se nos metieron y los de la emboscada no se reportan, no sé si a Fredy lo mataron o qué pasó, pero no se reporta”. Después aparecieron arriba. Y ese avión nos hizo mucho daño, nos mató como a cinco guerrilleros, nos dejó cuatro heridos y en la última vuelta decía por el radioteléfono: “Los estoy impactando, los estoy impactando”, y se reía el hijueputa.

Comenzamos a hablar con el secretariado a ver qué hacíamos, si parábamos o seguíamos. “Si seguimos podemos recuperar esta vaina pero nos toca poner más muertos, ya el día se vino encima”. Yo le dije a Rubín: “Lo mejor es que paremos esto, no vale nada una victoria pírrica, poner más muertos aquí no vale, ya llevamos muchos, retirémonos”. Llevábamos siete muertos.

Y nos retiramos.

Pero Otilia [Emilse Padiera Cartagena], haciendo una maniobra mal hecha, se tiró por una quebrada y la emboscaron. Ahí mataron dos guerrilleros más. Iban muy cerca a la carretera, la tropa los escuchó bajando y los cogieron a plomo, así a quemarropa, sin saber dónde estaban los mataron. Yo devolví una gente a apoyarlos a ellos y a bajar la gente herida. Había un muchacho muy tripiado, venía arrastrándose y cuando llegó donde los compañeros dijo: “Ya puedo morir tranquilo porque sé que quedo en manos de ustedes y no me cogen estos hijueputas”. Se murió el muchacho. Acá en el campamento hay una pelada que salió herida de allá en un brazo, la Choiba. Ella tiene una historia buena para contar. Ella parió en la cárcel.

Yo recuerdo que retirándome me quedé dormido en el camino porque llevábamos dos noches de trasnocho. Me recosté a un bejuco y me dejó la gente. Cuando desperté a las seis y media, más o menos, me encontré a la Choiba que iba herida con un muchacho. Les dije: “No la vayan a dejar, llévenla, yo me voy a parar la gente adelante para mandar a ayudar”. Entonces vi que Rubín se iba a meter a una quebrada, por donde emboscaron los muchachos. “Acá tenemos que dar la vuelta por el filo y ese nos saca abajo a la mina”, le dije. Y ese helicóptero echando bala. Rubín iba adelante, yo iba atrás. Ahí devolví una gente a apoyar, a reforzar.

Llegamos a la mina de Las Canarias, recogimos los equipos, los heridos, y seguimos la marcha. Amanecimos pegados a la carretera entre Pueblo Rico y Chocó. Allá reportamos al secretariado que nos había ido muy mal: teníamos diez muertos, como diez heridos y nos habían faltado cinco pal peso. Entonces nos dijeron que si queríamos más, que teníamos un avión derribado y el coronel muerto. Del coronel sí sabíamos pero vinimos a darnos cuenta de la tumbada del avión fue cuando salimos a Las Canarias.

Y tengo para decirle una cosa: no se siente lo mismo la guerra estando en el campamento que estando en el campo de batalla. El que vive en el campamento está custodiado, con ciertas comodidades, precarias pero mejor que cuando se va al combate. Ese piensa diferente al que va a combatir.

Por eso no estuve de acuerdo con que a nosotros nos juzgaran los que estaban por fuera del combate, porque nos juzgan sobre supuestos: “Que usted no puede ser comandante por tal y tal cosa”. Nunca han estado en la guerra. Nunca han estado en un frente de batalla. Nunca han sentido lo que siente un guerrero con las botas rotas, sin uniforme, en operativos. Nunca han sentido lo que siente un guerrero enfermo y sin comida. No es lo mismo.

***

No supe más de Gadafi, solo que se había ido a vivir en paz a las montañas del oriente de Caldas, en la cordillera de la que conocía hasta la última cañada y donde aun así el Ejército logró derrotarlo un año después de la muerte de su jefe Iván Ríos y la rendición de Karina, Elda Neyis Mosquera, con quien compartió el mando del frente 47, tras un cerco militar memorable cuyo teatro de operaciones fue el páramo de Sonsón. Gadafi pudo escapar sólo con su compañera, según me contó, cuando ya no tenía ni quince hombres bajo su mando.

La periodista Juliana Villanueva se lo encontró en 2019 y le hizo una extensa entrevista para el diario La Patria de Manizales. Sus respuestas ya no fueron las del guerrero orgulloso de tantas batallas y cicatrices con el que yo había conversado, sino más bien un decálogo del arrepentimiento y la decepción. “De la guerra no se beneficia nadie, de ella se lucran unos cuantos y los peores perdedores somos los más necesitados”, dijo Gadafi en la entrevista, una de las pocas que ha concedido en su vida. “Ya los años me cayeron encima, las enfermedades me tienen agobiado”, le confesó a Villanueva. Qué irremediable es la humanidad —pensé leyéndolo—, cada tanto necesita sobrevivir a una guerra para convencerse, una vez más, de la irracionalidad de las guerras.