Archivo restaurado
Universo Centro 010
Marzo 2010
Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Ilustración de Juan Fernando Ospina
Cuán regocijado se sentiría don Manuel Antonio Carreño si hubiera pisado el Metro de Medellín. En su Manual de urbanidad, de 1853, ya había escrito: “Cuidemos de no recostar nuestra cabeza en el respaldo de los asientos, para preservarlos de la grasa del pelo”. Se ve que pensaba en grande, porque los hombres pasan pero la grasa queda. “Las mujeres deben procurar no estar desaliñadas dentro de su casa, aunque realicen labores domésticas”. Eso también lo decía el visionario de don Manuel, que parece haber inspirado la Cultura Metro.
En la estación Estadio un niño que venía de patinar fue detenido por los guardias que preservan el sagrado recinto. El chiquillo había perdido sus zapatos y como no podía entrar en patines decidió hacerlo en medias. Claro está que esto es un acto sacrílego, y al párvulo (como diría don Manuel en impecable castellano) no le fue permitido acceder al tren. ¿Qué dirían los turistas que ahora nos visitan? ¡Que esta es una ciudad de niños pecuecudos! ¡Que aquí los infantes van en medias al metro sin que se les dé nada! Por fortuna el niño fue puesto a buen recaudo y debió irse a la calle a buscar al ladrón de sus zapatos.
Cómo se ve que la Cultura Metro está bien cimentada, porque ¿quién tendría mejores cimientos que nuestro metro? He aquí algunas muestras gratuitas que lo confirman:
Un cajero de banco había salido agotado de doblar el lomo todo el día, se tomó un par de cervezas en una tienda y, cuando iba a cruzar el torniquete de la entrada, un policía bachiller le advirtió: “¡El señor no puede entrar en ese estado!”. “¿Cuál estado, ome?”, dijo él, en sano juicio. “En estado de ebriedad”, respondió el muchacho, picado de acné y estrenando bolillo. El asalariado dio vuelta atrás, con apenas 500 pesos en el bolsillo. Se acercó a una buseta de Itagüí y cuando le contó al chofer su infortunio, este alcahueta lo llevó gratis. Inculto de Cultura Metro, este conductor que ni sueñe que algún día manejará el inmaculado tren metropolitano.
Al mismo tiempo un bebedor consumado, de cuyo nombre no quiero acordarme, se despertó en un vagón preguntándose qué hacía allí, quién lo había subido, de qué estación venía y hacia dónde iba. Era increíble cómo había burlado el olfato de los sabuesos, que no distinguen entre haberse tomado dos cervezas y estar jincho de la perra.
En cambio, nos han contado que en el metro de Moscú son los propios policías los que llevan a los beodos al vagón para evitar que conduzcan embriagados. ¡Habrase visto incultura!
También hemos sabido, de buena fuente, que desde sus comienzos son decenas los adoloridos que deciden acabar sus días en alguna estación del viaducto. ¿Es este un buen lugar para decirle adiós al mundo después de un duro tren de vida? ¿Los atrae el frío de esas lozas, tan blancas como sepulcros? Todavía no se ha logrado establecer si los que se tiran a la vía ya vienen decididos o es un efecto de la música ambiental, la asepsia de hospital y las letanías del Gran Hermano, tipo: “El Metro lo lleva a su destino”. ¡Oh, destino fatal! Tal vez si hubiera una mota de polvo sin limpiar, un ricito de bebé, una huella humana, el suicida no se atrevería. Mientras tanto más vale ocultar esas tragedias que no consiguen sino manchar la hoja de vida del transporte masivo. La Cultura Metro prefiere hablar de cosas lindas como la higiene, no sentarse en el piso, alejarse de la franja amarilla y, sobre todo, de la prensa amarilla.
Un usuario nos contó que, mientras esperaba la llegada del vagón, orgullo paisa, autografiado por Botero, estaba contemplando con agrado las colinas del oriente de la ciudad desde un extremo de la plataforma, en San Antonio. Como no tenía afán dejó pasar dos trenes más. De inmediato se vio tomado de un brazo por el guardián, que lo conminó a abandonar el lugar con el pretexto de que se estaba recostando demasiado en el muro. “¿No tengo derecho a ver la tarde?”, preguntó el muy cándido. “¿Cuál tarde? –le contestó el centinela– ¿No ve que ahí hay un vacío?”. Este hombre confiesa que ante ese gesto intimidante, carcomido por el aburrimiento, por primera vez pensó en el suicidio. Se craneó hasta una frase final: “¡Adiós, metro cruel!”.
Sería admirable que algún día el Metro ya no tuviera que inocular sus mensajes por parlantes, porque si esto sucede es porque la tal Cultura Metro no existe. A un hombre de cultura hindú, por ejemplo, no le tienen que escupir mensajes que refuercen su hinduismo, porque es posible que ante esto él se haga el indio. A nosotros en cambio nos toca acatarla. La cultura es lo que queda después de haber olvidado todo, se ha dicho. Y subidos en un vagón del Metro nunca olvidaremos que estamos vigilados por el ojo Impecable del metro más limpio y más moderno de este lado del Atlántico.
Desde esa mirada, ¡qué horrorosos resultan esos metros como el de Nueva York, donde se puede ver a un judío comiéndose un muffin, al lado de un africano que escucha su música ancestral en una grabadora gigante! ¡Metros donde la gente no guarda el debido silencio y conversa, canta y baila como en la vida real! ¡Cómo es posible que un yuppie de Wall Street se siente al lado de un yonqui enlagunado! ¡Y que una cansada secretaria vaya de tenis y lleve los zapatos de tacón en la mano! ¡Qué tan maleducados esos metros! Como el tren de palo de Buenos Aires, con sus lámparas ya viejas y ese traqueteo romántico tan sospechoso. O ese de México donde venden libros de segunda y escapularios de la Virgen de Guadalupe en los vagones. ¡Qué mal gusto!
Por eso tenemos que conservar la Cultura Metro. Más aún, hay que reforzarla porque todavía es tolerante con el ciudadano. La gente entra a las estaciones sin saludar, por ejemplo. Si se reforma el reglamento hay que exigirle al usuario que se quite esa gorra por respeto antes de entrar al vagón. Que detrás de la línea amarilla realice una venia con genuflexión, y diga con fervor de patria chica: “¡Avemaría Metro, los que van a viajar te saludan!”. Una vez dentro se deben cruzar los brazos en el puesto y bajar la mirada como gesto de humildad, escuchar las letanías de la bocina con respeto y recitar la invocación ante los propios y extraños, sobre todo ante los extranjeros, que son los que deben llevarse la mejor impresión. “Loado sea el Metro porque nos lleva a todas partes. Benignísimo Metro de plataforma inmaculada, jamás hollado por la pezuña del chicle y del grafiti. ¡Oh Metro inmaculado, orgullo paisa, que ninguna mugre te mancille, que seas para siempre el más desinfectado!”.
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