Es mejor estallar que desvanecerse

Por JUAN FERNANDO RAMÍREZ ARANGO
Ilustración de Señor Ok

El pasado 5 de abril de 2021 se cumplieron 27 años del suicidio de Kurt Cobain, quien se voló la tapa de los sesos con esos mismos años de edad. Tal vez por esa coincidencia significativa, a la hora del suicidio, alrededor del mediodía, mientras escuchaba la discografía de Nirvana, me repetí Last days, película dirigida por Gus Van Sant que, fiel a su título, es la mejor representación de los últimos días de Kurt Cobain. Allí, se ve en pantalla a un Kurt muy silencioso, la palabra justa sería fantasmal, si el silencio no fuera roto por el procesamiento de la confusión absoluta, es decir, por balbuceos. Kurt balbucea, generalmente, cuando tiene a un interlocutor en frente, luego, no se comunica. Es el último hablante de un lenguaje desconocido que, sin interlocutores, está muerto. De ahí que, en Last days, Kurt hable un lenguaje muerto que representa balbuceos de muerte. Entre el mutismo y los balbuceos de muerte, lentamente fui llegando a la escena final de la película:

Despuntar de un día soleado. Un jardinero atraviesa un jardín con algún propósito relativo a su oficio, la premura lo deja en evidencia. Camina hacia la cámara. La cámara le cierra el paso y, cuando se inclina para recoger un balde, le distorsiona los rasgos de la cara. El nomen nescio gira y, mientras se aleja de la cámara, a mitad de camino, encuentra el cadáver de Kurt Cobain. Lo ve a través de un ventanal. Rodea la casa en busca de otro ventanal, para verlo mejor, o, como si la casa fuera un isométrico de primeras impresiones, para reconocerlo por partes. Ahora la cámara está detrás del nomen nescio, a la altura de sus rodillas, como si fuera un perro al lado de su amo. Los ojos del perro le apuntan a las suelas de los zapatos de Kurt Cobain, es una visión animal, pero también amistosa y fiel. Los zapatos son los de siempre, unos Chuck Taylor, unos Converse básicos. Hoy Converse pertenece a los fetichistas de la mercancía, a Nike, que comercializa Chuck Taylor con la firma bordada de Kurt Cobain y, por eso, su precio está inflado muy por encima del precio de los básicos que el firmante ausente usó hasta el final. El firmante ausente yace boca arriba, jeans desgastados, buzo de lana desgastado. El nomen nescio retrocede un paso, por poco atropella al perro, al testigo oidor, y, apenas retrocede otro, del interior del firmante ausente, de las entrañas del cadáver de Kurt Cobain, emerge su cuerpo al desnudo. Hay un corte. Tras el cual se ve un televisor transmitiendo la noticia: “Kurt Cobain ha muerto”.

Entonces pausé ahí la película y, como hago cada vez que la veo, la retrocedí hasta la escena anterior, última con Kurt vivo:

Kurt sale de una especie de túnel, la cámara se queda en la boca del túnel. Las líneas de su chaqueta apenas se ven, se vislumbran sobre un fondo cerúleo similar al color de la noche que le va dando paso al amanecer. Ahora la cámara lo sigue, una última caminata sin sentido. El camino es ascendente, una casa alta se va dibujando de a poco. Kurt la rodea y desemboca en otro camino. Extiende los brazos como una bailarina de ballet y gira un par de veces sobre su propio eje, desvariando como un danzante místico. Aunque no sería fácil reconstruir esa caminata de la razón oculta, a cada paso Kurt va dejando un rombo dentro de otro, las huellas de sus Chuck Taylor. Esos Converse, blancos o negros, tal vez la única dualidad constante de su existencia. Fin del camino, Kurt frente a una puerta ventana. Al mejor estilo de Gus Van Sant, lo apremia con la cámara para que entre rápido, pero, al mejor estilo de sus actores, Kurt no hace caso. Primerísimo primer plano de sus hombros mientras entra a una sala y se sienta en el piso. No bien toca el piso, como si fuera un acto reflejo, se quita las gafas, son gafas de sol, de mujer, estilo cat eye, el carey es verde fosforescente. La cámara lo mira de soslayo, mientras Kurt fija sus ojos en un punto ciego para el espectador. La altura de ese punto es la de los ojos de algún noctámbulo imaginario que ha pasado la noche sentado en un sofá imaginario, esperándolo. A lo mejor se trata de Boddah, su amigo imaginario de la niñez, que viene desde el pasado para persuadirlo, para refrescarle la memoria y achicar la melancolía. Kurt lo mira largamente, sin parpadear, un minuto y dos segundos de la película, de Last days, sin parpadear. Estar tanto tiempo sin batir los párpados es una transgresión, en este caso, de orden narrativo. Luego, estamos experimentando un salto de realidad, desde los muros del mundo hacia una realidad interior. La realidad interior es una sinestesia, en la que Kurt canta con los ojos durante un minuto y dos segundos de tiempo real, prosaico. En ese lapso, la expresión de los ojos de Kurt juega con la sorpresa, el temor, la complicidad, el entendimiento, la ternura y, finalmente, la tristeza. Sin embargo, esa cadena que siempre terminará en tristeza, en tiempo interior, se traduce en otra escena de la película, en la única de Last days en que Kurt se expresa con claridad, como si fuera su expiación definitiva:

Kurt y su guitarra acústica, solos en una sala de ensayo, con varias guitarras eléctricas tiradas en el piso. Silencio roto por el rechinar de su silla, Kurt gruñe y balbucea algo. Balbuceo roto por la melodía de la guitarra, que introduce una canción inédita, titulada Death to birth: “De maduro a podrido, demasiado real para vivir. ¿Debo tumbarme, ponerme de pie y caminar por ahí de nuevo? Mis ojos por fin se han abierto del todo, para descubrir que la fuente del sonido escucha el tacto de mis lágrimas. Es un largo y solitario viaje de la muerte al nacimiento. Huele el sabor de lo que malgastamos […]”. Kurt en ningún momento levanta la cabeza, su rostro lo cubre su pelo dorado, esa es una característica propia del shoegazing, movimiento musical alternativo en el que, a la hora de tocar en vivo, los músicos miran sus zapatos para no mirar al público. Luego, decodificando la sinestesia, llevándola de la realidad interior a la exterior, aquello que Kurt miraba fijamente, sin parpadear, era la representación psicológica de sus viejos Converse, es decir, sus influencias underground, las raíces de su pensamiento alternativo. Continúa la canción: “¿Debería morir de nuevo? ¿Debería morir por ahí, entre materia que rueda por el espacio? Sé que nunca lo sabré hasta que esté cara a cara con mi propio rostro frío y muerto, con mi propio ataúd de madera”. Aquí se alcanza el cimero emotivo de Death to birth, Kurt lo reduce todo a la máxima expresión, a un largo rugido que sigue una trayectoria parabólica cuyo punto final es el silencio. Kurt interrumpe su interpretación para reventar la sexta cuerda de su guitarra, la segunda cuerda mi. Ese el final de su expiación, Kurt, Kurt Donald Cobain, acaba de expulsar a su marca registrada, ha desterrado momentáneamente a Kurt Cobain. Con la marca registrada en el exilio, como con la segunda cuerda mi de su guitarra acústica, solo le falta estallar la forma, desdibujar los límites de su ser para que no vuelva a ser colonizado por su máscara, la figura de culto. Sin embargo, ese estallido es una elipsis de contenido en Last days: al final, entre las dos primeras escenas descritas arriba, no se muestra cuando Kurt, a la edad de 27 años y 44 días, se vuela la tapa de los sesos con una escopeta el 5 de abril de 1994.

Posdata 1: La escopeta la había comprado seis días antes, el 30 de marzo de 1994, en la tienda Stan Baker Sports, era una Remington calibre 20. Kurt la sacó del clóset, fue a la cocina, tomó una cerveza de la nevera y caminó treinta pasos hasta el invernadero. Allí escribió una larga nota de suicidio dirigida a Boddah, su amigo imaginario de la niñez, que termina así, recordando un verso de Neil Young: “Se me ha acabado la pasión, y recuerden que es mejor estallar que desvanecerse. Paz, amor y comprensión. Kurt Cobain”. Después de firmar la nota de suicidio la puso encima de una matera y la clavó en la tierra con el lapicero rojo con el que la había redactado. Acto seguido, se sentó en el piso, cargó la escopeta con tres cartuchos, se fumó cinco cigarrillos, preparó una última dosis de heroína, suficiente para morir en pocos minutos, se la inyectó, agarró la escopeta, se introdujo la punta del cañón en la boca, apretó el gatillo y listo, murió instantáneamente. Su cuerpo fue encontrado por un electricista tres días más tarde, el 8 de abril de 1994. Tres años antes, en abril de 1991, había compuesto Smells like teen spirit, el himno de la Generación X. Y tres años más atrás, en abril de 1988, había liderado la primera presentación importante de Nirvana, en un bar de Seattle llamado The Vogue: “The show was horrible”, según los asistentes y el mismo Kurt Cobain.

Posdata 2: Días antes de componer Smells like teen spirit, primera canción del Nevermind, álbum que, el 11 de enero de 1992, desbancaría del número uno de la Billboard al Rey del Pop, llevando lo alternativo al corazón del mainstream, Kurt Cobain escribió un ensayo titulado “El crítico se hace Dios”, en el que, básicamente, asesina a una de sus mayores influencias underground, sí, a Bukowski, el viejo indecente: “Lo primero que hice fue quemar todos mis libros de Charles Bukowski. Saqué el papel de aluminio y lo extendí en el suelo. Rompí en mil pedazos las entrañas inmundas de la literatura-plancton y encendí una cerilla. Apagué las luces y observé las llamas junto con unas películas caseras en Super-8 que había hecho mientras me hallaba bajo la influencia de aquella vida que ahora había decidido cambiar”. Curiosamente, como si el incendio de esa pesada carga clandestina hubiera determinado poco a poco el suicidio en cuestión, Bukowski murió el 9 de marzo de 1994, 27 días antes de que Kurt Cobain se uniera al club de los 27. Tal vez por eso el verso de Neil Young que cierra la carta de suicidio de Kurt Cobain y que titula este texto es perfectamente complementario con el poema más corto de Bukowski, titulado Arte, que reza así: “Cuando el espíritu se desvanece, aparece la forma”.