John Galvis: el actor intangible de Rodrigo D

Por JUAN FERNANDO RAMÍREZ ARANGO

El 15 de noviembre de 1990 sería el estreno nacional de Rodrigo D, la película más esperada del año, en los cines comerciales del país, siendo el Calle Real de Bogotá el primero en proyectarla, a las 3:15 p. m.

Noventa y un minutos después, antes de los créditos de cierre, los espectadores leerían en la gran pantalla el siguiente obituario colectivo: “Dedicado a la memoria de John Galvis, Jeyson Gallego, Leonardo Sánchez y Francisco Marín, actores que sucumbieron, sin cumplir los veinte años, a la absurda violencia de Medellín, para que sus imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona”. Luego vendrían los créditos de cierre y, de esos cuatro nombres, John Galvis era el único que no aparecería en ellos. ¿Por qué? ¿Quién era John Galvis, el de las fotos que acompañan este texto?

Una primera respuesta se encuentra en uno de los dos detrás de cámaras de Rodrigo D, titulado Cuando llega la muerte, donde lo recuerdan telegráficamente: “Asesinado días antes del rodaje. Actor intangible de la película. Muchos de sus pensamientos y expresiones están en ella”. Lo asesinaron a los diecinueve años, linchado, cuando intentaba robarse una moto en el barrio Santa Gema, occidente de Medellín. En el otro detrás de cámaras, titulado Mirar al muerto, por favor, también lo evocan brevemente: “John Galvis permitió, a través de su confianza, que sus amigos trabajaran con nosotros en la película”. Sus amigos eran pistolocos, acrónimo de pistola y loco, sinónimo en desuso de asesino a sueldo. Así, según Ramiro Meneses, “llegó otro combo y se empezó a desplazar el protagonismo de la película. El guion comenzó a transformarse. Ya no era un tipo que se iba a suicidar y lo salva una empleada de servicio, sino que era un músico que se iba a suicidar porque no tenía una batería. Y después siguió cambiando más y ya era un músico que se iba a suicidar y que tenía un cuñado que era pistoloco”. Ese cuñado pistoloco iba a ser interpretado por John Galvis.

Una tercera respuesta se encuentra en “Esas son las cosas que te da la vida”, kilométrica crónica de Juan José Hoyos publicada por El Tiempo en una fecha cabalística, el 13 de mayo de 1990, o sea un día después del estreno mundial de Rodrigo D en Cannes. Allí, Víctor Gaviria definiría la corta existencia de John Galvis en una línea epitáfica: “La historia de John es la novela más hermosa del mundo”. Historia que, inicialmente, estaría marcada por los vaivenes de la calle, en la que trabajaría desde muy niño, primero lavando carros junto a su progenitor y después vendiendo manzanas y cigarrillos menudeados en el Centro de Medellín. En las mañanas, sin embargo, estudiaba en el Marco Fidel Suárez, de donde sería expulsado promediando el bachillerato, recalando en un colegio más cercano a su casa, del que su madre, doña Nena, no recuerda el nombre, pero, por la ubicación, deber ser el Álvaro Marín Velasco: “Le dieron la oportunidad en un liceo que queda por ahí por El Pomar, de la estatua de Carlos Gardel para arriba”.

¿Por qué lo echaron del Marco Fidel Suárez? Por mariguanero, corría el distópico 1984 y John, según doña Nena, “se había metido de lleno en la mariguana”. Lo cual había ocurrido en ausencia de ella, quien estaba trabajando en Tranquilandia, sí, aquel gigantesco complejo de diecinueve laboratorios para el procesamiento de cocaína sito en plena selva del Caquetá: “El papá viviendo con otra señora y yo trabajando lejos. Los dos colaboramos para que el muchachito se descarriara”. Doña Nena era madre separada de tres hijos y, antes de Tranquilandia, trabajaba en una fábrica de papas fritas: “En la que arrastraba bultos hasta de cien kilos, la cabuya se me comía las uñas”. Al verla con las uñas carcomidas, una vecina la recomendaría para Tranquilandia: “Yo llegué sana, así como va la res al matadero, pero la incertidumbre me llegó cuando miré la cocina de cocaína, sus vapores apestosos y me sentí en el infierno. En ese momento renegué de mi esposo como nunca lo había hecho, por primera vez le dije: ¡hijueputa! ¿Por qué tengo que estar aquí, y no al pie de mis hijos?”. Estaba allá, lejos de su prole, porque ganaba veintitrés veces el salario mínimo colombiano, o sea 260 mil pesos al mes, más de dieciséis millones de hoy.

Según el libro Víctor Gaviria, los márgenes al centro, en el nuevo colegio John coincidiría con Ramiro Meneses, un viejo conocido del barrio, de Villa Guadalupe, con el que estrecharía los lazos de amistad: “Me fascinaba John Galvis porque, además de ser compañeros de pupitre, era un estudiante increíble: John no llevaba cuadernos y era el primero en notas, aunque en disciplina y conducta era pésimo”. Ramiro, en cambio, aparte de los cuadernos de las materias de turno, llevaba uno extracurricular, al que denominaba “Cuaderno de canciones y dibujos”, en el que, entre otras cosas, alternaba composiciones propias con líricas de Siniestro Total y otras traducidas de Plasmatics y del legendario Never mind the bollocks, de Sex Pistols, primer álbum de punk importado en Medellín, en 1977, por los hermanos Henao, quienes un año después conformarían Complot, banda pionera del género en Colombia.

A través de Ramiro Meneses, por lo tanto, John descubriría el punk, que lo llevaría a su primera transformación, iniciada el día que vio a doña Nena en los noticieros, el 8 de marzo del distópico 1984, al día siguiente de que la Policía allanara Tranquilandia: “Cuando arribaron las cámaras de la televisión de todo el mundo, y nos hicieron desfilar a hombres y mujeres cogidos de la mano, pensé en toda mi familia: ¡qué vergüenza!, no se merecían eso. Salí en primera fila en las noticias”. A doña Nena y a todos los trabajadores rasos capturados en Tranquilandia los trasladarían hasta la cárcel de Florencia, Caquetá, de donde saldrían a los cuatro meses por falta de pruebas: “Al fin y al cabo éramos solo los lavaperros”.

¿Qué se encontró doña Nena al volver a Medellín? “Al entrar a la casa, anhelando un remanso de paz, me encontré con una figura apocalíptica: John, sentado en la sala con una cresta anaranjada que le recorría su cabeza de atrás para adelante, rapado por los lados, parecía un papagayo, con sendas aretas en sus orejas, una chaqueta negra llena de taches y la camisa que le había regalado en su cumpleaños pintada con letreros, cortada en mechones”. Indumentaria no convencional que completaría con un roto en la pernera derecha del pantalón, una pañoleta amarrada en la izquierda y unas botas platineras que le quedaban “diez centímetros más grandes”, las cuales había cambiado por unos Nike doble piso, como eran conocidos en Metrallo los Nike Cortez.

Al otro día continuaría esa primera transformación afeitándose una ceja, y sacándose un truco grotesco debajo de la manga de su chaqueta negra: “A mí me frustraba saber que, para llamar la atención, John se comía una cucaracha delante de sus amigotes”. El siguiente paso sería armarse de chacos: “Con solo verle esa cadena y esos dos palos me atemorizaba”. Los chacos los había asociado con el punk tras ver tardíamente The warriors, película de culto de 1979 en la que 84 pandillas violentan cuadra a cuadra a La Gran Manzana. Que fueran 84 pandillas y que corriera el año 84, esa coincidencia significativa, lo incitaría a fabricar los chacos. Los cuales, en el contexto de Metrallo, eran un anacronismo, ya que desde 1975 los homicidios con arma de fuego se habían constituido en la primera causa de muerte violenta en esa necrópolis.

Fotogramas del documental Mirar al muerto, por favor. Dirección: Víctor Gaviria. 1987.

Los chacos los llevaría a los pogos por si las moscas, al leer en el “Diccionario punk de bolsillo” incluido en el libro Punk, la muerte joven, la definición de ese baile anárquico inventado por Sid Vicious: “Violación del espacio físico del otro. Punto de partida del baile punk por excelencia. Saltar para arriba y abajo al ritmo del punk-rock es el único paso a aprender. Desde ahí, depende de lo que cada uno pueda agregarle y resistir”. Además de los universales puñetazos, patadas y puñaladas, los punkeros de Medellín le agregarían al pogo la mariguana y el Chamberlain, y John no sería la excepción: “John y toda su gallada se volvieron fanáticos, tomaban su Chamberlain y se adormecían con el pogueo, pasaban toda la noche así, sin decir nada, su rollo era estar en la mariguana, en el vino y mostrar con su manera de vestir que estaban fastidiados. Siempre con su música estruendosa”.

Esos pogos trasnochados, como consta en el libro La génesis de los invisibles, al principio los hacían en casas de familia, uno de ellos en la de doña Nena: “Yo simplemente me dediqué a cuidar para que no me demolieran la casa, porque se formó un zapateo tan berraco que le tumbaron las naranjas al palo de los vecinos. En medio de su humo tiraban y rasgaban vestidos, botellas van y botellas vienen. Entonces por dentro me dije: esta y no más, ya me di cuenta qué es el punk y nunca jamás”. Cuando les negaron las casas de familia, trasladarían el pogo a zonas rurales, donde acampaban durante una o dos semanas. Allí, John adoptaría la extraña costumbre de orinar directamente en sus botas platineras, con el fin de dejar fermentar la orina, cultivar honguitos y rascárselos en los tiempos muertos: “Yo le decía que olía impresionante, que no me provocaba ni entrar a su pieza. Déjeme así, que yo soy feliz, soy feliz con mi olor, me repetía”.

Días después de encontrar el olor que lo hacía feliz, John, inesperadamente, se cortaría la cresta y dejaría el punk: “La cresta le duró como seis meses. Cuando se la quitó, yo no me di cuenta, pero estaba sufriendo una nueva metamorfosis. ¿Qué nos traerá este cambio? ¿Será para bien o para mal? ¿Por qué dejar su punk, su ropa tan de repente?”. La respuesta la escupiría en Cuando llega la muerte, el referido detrás de cámaras de Rodrigo D: “A mí el punk me pareció bien hasta cuando supe que ya se había perdido el control de muchos hechos que ya no podía cambiar”.

Esa pérdida de control, según doña Nena, la desencadenaría de manera genérica un nuevo olor, el del diablito y su espejismo de felicidad: “Todo cambió en el barrio cuando llegó el bazuco. Sentimos el olor de otra química, que desencadenó la agresividad de los muchachos, ya no se respetaba la vida, ni los bienes de la gente. Para mí el momento clave es cuando se inició el consumo de diablitos, una mezcla de mariguana y bazuco que descomponía hasta el mejor corazón. Ese vicio acentuó la ansiedad de una cantidad de jóvenes que andaban a la deriva, sin Dios ni ley, sin creer en nada ni en nadie. Ellos querían tener la dicha, o la felicidad, o la fortuna de un solo golpe, de un solo soplo. El bazuco les daba el espejismo de esa dicha, pero para poder mantenerla había que fumar uno y otro, uno tras otro. Y tras la dicha venían las depresiones de arañados, las angustias punzando el hígado. El afán de más vicio, el afán de fierro para conseguir el vicio, y después el fierro se convirtió en otro vicio, y se aprendió a matar, y matar se volvió una adicción. Otros muchachos se armaron para defenderse, esa generación se engatilló. La dicha que todos buscaban se convirtió en un desfile de muerte”.

John se uniría a ese desfile de muerte en octubre de 1986, año que inauguraría el homicidio como primera causa de muerte en Medellín, con 2066 casos. Sería asesinado dos días después del ensayo general de la película, cuando estaba a punto de empezar el rodaje, así, en palabras de Víctor Gaviria: “Él se iba a robar una moto. Para ellos, coger a un burgués de quieto es como quitarle un cono a un niño. Hermano, yo no puedo parar, decía John. La droga era cuando atracaba a alguien. Él sentía una emoción tan berraca con la violencia… Vieron a ese man en la moto y dijeron: está botado. John decía que ese es el principal peligro: hacer algo sin estar preparados. Pararon. John encañonó al tipo. El tipo se cayó. John cogió la moto. Un tipo le tiró el carro. John le disparó y lo mató antes de caer. Unos tipos que vivían por ahí se acercaron, cogieron la pistola de John y lo remataron a tiros y a patadas. Albeiro, el parcero de él, vio todo. No sabía si devolverse o no. Después de eso pasó todo el día llorando. Jamás podrá reponerse de esa historia. Él debía haberse devuelto y no se devolvió…”.

Posdata 1: Seis meses antes de ser asesinado, Víctor Gaviria subiría a Manrique buscando a Ramiro Meneses y ahí conocería a John Galvis: “Casi no lo convencemos de que actuara. Él decía: Hermano, es que a mí me van a matar”. Por eso le había dicho a Víctor que, si le pasaba algo y no podía actuar, buscara a un parcero para que lo sustituyera, al que le decían la Rata Mona, quien había matado a un celador en un asalto y se había escapado para Yarumal, donde trabajaba como obrero de las Empresas Públicas de ese municipio. Por él iría doña Magnolia, la madre de la Rata Mona, quien, diez años más tarde, haría de progenitora del Zarco en La vendedora de rosas: “Llegó en un bus, a la una de la mañana. Yo casi no lo creo: era mono y tenía una cicatriz en la cara. Caminaba como un gato. Parecía de caucho. Era un príncipe. ¡Era igual a John! Hablaba como él. Yo pensé: bueno, él nos lo mandó”.

Posdata 2: Un día antes de ser borrado del mapa, John escribiría esta nota en un papelito, que aún conserva doña Nena: “Después de una o dos certezas, se falla, se fracasa en lo que uno cree que ya es maestro”. Nota a la que doña Nena le añadiría este comentario: “Tuvo una o dos certezas, creyó que ya era un profesional y no era así, creyó mal”.

Posdata 3: Un mes después de ser asesinado, el velorio de John sería recreado al detalle en la película: “Esta era la música que más le gustaba a Johncito, por eso la pongo, y por eso no vamos a llorar”, le dice una señora a Carlos Mario Restrepo, a la Rata Mona, el actor natural que había reemplazado a John en la película, quien había salido con doña Nena a fumarse un baretico. La señora le dice esas palabras mientras le da play a una modesta grabadora RQ-551LJS de Panasonic, del distópico 1984. Le da play y suena durante 35 segundos la canción preferida de John, sí, Wish you were here, de Pink Floyd, por la que tuvieron que pagar unos derechos de once mil dólares. Pasados los 35 segundos más caros de la película, un tío de John desconectaría la grabadora y abriría el ataúd para darle este último adiós al difunto: “Siquiera te fuiste, güevón. Te fuiste a lo bien. Pobres güevones los que siguen aquí”.