Amarguras infinitas

Por JUAN CARLOS ORREGO
Ilustración de Sara Rodas

En su último número de 2021, Universo Centro incluyó un texto curioso: un comentario crítico de Santiago Rodas sobre La sombra de Orión, novela de Pablo Montoya. Aunque nunca ha sido ajeno a la divulgación de la literatura local y nacional, el periódico suele apostar por los avances o reproducciones de contenido —como lo hizo con La sombra de Orión— antes que por las reseñas. Por supuesto, nada impide salirse de esa tendencia editorial: el afán de celebrar o fusilar un libro puede ser motivación suficiente para publicar un texto que, como el de Rodas, no se queda a medias tintas. No es de otra manera: el reseñista ataca la novela como una fiera hambrienta o como un pistolero encargado de un ajuste de cuentas.

Larga vida a las diatribas. Algunas de ellas —como las que dirigió Manuel González Prada contra los románticos españoles— son geniales por su buena escritura, sin que importe su descomedimiento. Sin embargo, dudo que el ataque de Rodas contra La sombra de Orión alcance a ser memorable por su factura. Me queda la impresión de que, formalmente, como sistema de argumentos, es un edificio a punto de venirse a pique, o, para decirlo en contexto, de hacerse escombros. Muy pronto se ven las fisuras de las paredes: en el segundo párrafo, Rodas confiesa que empezó a leer el libro sin muchas expectativas (confesión que mueve tanto a la compasión como a la sospecha). Pero lo más significativo ya ha ocurrido en el primer párrafo, donde el crítico dice —casi grita— que él es un experto en el tema de la novela: “Conozco muchos de los personajes que aparecen en el texto, a los raperos, a las doñas, a los grafiteros; he recorrido las calles que se describen, he estado varias veces en La Escombrera, conozco el detalle de las investigaciones que allí se realizaron. Digamos que entiendo bastante bien los hechos de la Operación Orión”. Yo, cuando hago de reseñista, procuro no dejarme ver, o, por lo menos, evito la jactancia. Sin embargo, cada quien sabrá cómo conducirse: Pedro de Cieza de León —el mejor cronista español sobre los Andes— quiso ganarle la partida a sus colegas con el insistente argumento de que él había visto aquello de lo que hablaba, y que, en consecuencia, había que creerle como a la Biblia.

En su mayor parte, la diatriba de Rodas se apoya en la idea de que La sombra de Orión no es fiel a la realidad que pretende representar. Tratándose de ficción, tal juicio es absurdo. Pareciera que el reseñista asume que Pedro Cadavid —el protagonista— es Pablo Montoya, y que La Comuna —el espacio de los hechos novelescos— es la Comuna 13, y de ahí que, de manera tan candorosa, declare que conoce a los personajes. Le dio más importancia de la que conviene a las declaraciones del autor sobre su propia obra —un arma de doble filo—, o se tomó muy en serio aquella frase, quizá falsa, con la que Flaubert habría confesado ser madame Bovary. De otro modo, no pretendería las cosas que pretende, entre ellas denunciar como “desafortunadas” las descripciones de los espacios en que transcurre la novela. Ejemplo de esto serían, de acuerdo con Rodas, la descripción de la Universidad de Antioquia —aunque no se la menciona en La sombra de Orión— como una selva exuberante y henchida de referentes lujuriosos, o la de La Comuna como un amontonamiento de casitas. Si nuestro hombre visitara las vegas del Amaime, le cantaría la tabla a Jorge Isaacs por haberles puesto, encima, nubecillas de oro.

Es desconcertante la actitud de Rodas de aceptar, por un lado, que La sombra de Orión es una ficción —lo hace, a regañadientes, en el penúltimo párrafo de su andanada—, y por otro, de no permitirle las licencias que vienen con esa clasificación. Lejos de la idea de que el universo de la novela puede y debe ser autónomo, o de que lo que percibimos como realidad solo podría deformarse al aparecer en el ambiguo espejo literario —siempre simbólico y tantas veces alegórico—, el comentarista se decepciona porque La sombra de Orión no hace sociología, historia o crónica de los nefastos acontecimientos de la Operación Orión. Como apenas hace novela —y una que a él no le parece exacta—, se desgarra las vestiduras. Este descontento de Rodas, que quizá no sea solo suyo, es síntoma de lo que se me ocurre llamar la “aricapización” de la escritura sobre la violencia urbana. Las crudas y conmovedoras crónicas de Ricardo Aricapa sobre la Comuna 13, de tan exitosas, habrían devenido en modelo narrativo para referirse a lugares como ese y a sus conflictos. Todo lo que no sea inmediatez periodística o realismo documentado se mira por el rabillo del ojo. De hecho, Rodas va más allá y pide, también, un lenguaje directo o etnográfico —sucio de sintaxis callejera, según sus términos— para tratar el tema: denuncia a Montoya por usar la palabra “perplejos” y otras de la misma laya (“usa todo el tiempo este tipo de adjetivos”, dice, como un acusetas de colegio). Para no agravar su alergia a la retórica —aunque salga perjudicada su experiencia literaria—, es mejor que nuestro crítico no se arrime a la obra de Tomás Carrasquilla, Mario Escobar Velásquez y otros “letrados” antioqueños.

En su empecinamiento contra lo novelístico de la novela, Rodas hace un juicio adverso del final de La sombra de Orión. Le parece que un drama colectivo de nuestra historia reciente se pierde en la aventura hippie de Pedro Cadavid, quien toma yagé para sanarse de la angustia que le produce escribir sobre la Operación Orión; apunta Rodas: “En este caso es un gran despropósito ‘pachamamizar’ el sufrimiento de los otros y volcarlo a la fuerza, a las dolencias propias de quien, de manera académica y con guantes, se acerca al núcleo del dolor más grande de la ciudad […], porque lo importante para el texto, en definitiva, es el dolor individual de un escritor que solo parece tener sensibilidad para sus propios fantasmas”. Aunque lo de la “pachamización” es gracioso y sugiere una vía analítica sobre la idealización americanista de Alma —heroína de la novela—, esas palabras conducen a un callejón sin salida. ¿Qué es lo que la novela debía proponer como solución? Y si fuera esto o aquello, ¿cómo podría haberlo hecho sin recurrir a la individualidad representativa de un personaje concreto? El reseñista jamás lo aclara: solo hace sentir su rabia porque Pedro Cadavid sea una especie de “elegido secreto”. Pero la novela, genéricamente hablando, no puede ser otra cosa que una exploración sobre lo que le sucede a un individuo, definido por su conciencia fragmentada. Si se quiere otra cosa, siempre se puede recurrir a la fe gregaria de la épica, a los hallazgos de las ciencias sociales o a las ilusiones colectivistas de los discursos veintejulieros. Pero no se le puede pedir a una novela que no sea una novela.

En su forzada admisión de que La sombra de Orión es una obra de ficción, Rodas establece una condición para este tipo de manifestaciones: que hagan explícito “el entramado y los intereses políticos de quien escribe”. ¿Acaso Montoya no revela una posición o perspectiva política? Lo hace, sin duda, pero solo si se entiende que lo político se refiere a la relación del hombre con el poder, con todo lo que se deriva de ella. En esa medida, es plenamente política una reflexión artística que, como la de La sombra de Orión, se ocupa de los excesos de un poder indolente, ajeno a la palpitación vital de una comunidad humana. ¿O se trataba de hablar de los políticos locales? Más allá de eso, son los símbolos literarios en que encarna esa comunidad afligida —convertida en “vitrina de voces”, de acuerdo con una frase un tanto despectiva del crítico— lo que permite que la novela logre lo único que, en tanto obra de ficción, podría lograr ante el problema de la Comuna 13, pisoteada por la fuerza pública y otros grupos armados: establecer un nuevo punto de apoyo —un acicate inédito— para la memoria. Pero Rodas insiste en que se trata de una solución fallida, y, como digo, es avaro —o confuso— cuando se trata de revelar cuál era, entonces, esa solución natural con la que la novela no pudo dar. En vez de eso, la invectiva del comentarista se refugia en el palabrerío. Hubiera sido más sencillo —y más modesto— decir que la solución que propone La sombra de Orión es apenas una alternativa, entre otras posibles, frente al silencio que ensombrece la historia de esa parte de Medellín.

Siento la tentación de referirme a otros planteamientos de la reseña: por ejemplo, a la pretensión populista de quejarse porque, en la novela de Montoya, los personajes femeninos son, apenas, ayudantes del protagonista masculino; o a la intención prejuiciada de denunciar el presunto afrancesamiento del autor; o, en fin, a la idea de que la obra acaba “deshilachándose”, contradictoria con la percepción de que tiene un desenlace muy definido. Sin embargo, para no hacer más largo este J’accuse —me disculpo por escribirlo en francés y no en parlache—, prefiero no ir más allá de este párrafo. Me conformo con mostrar que los argumentos de Rodas pueden discutirse, sin pretender quitarle el derecho a pensar que La sombra de Orión es, apenas, “una sola sombra larga”. De eso se trata, precisamente: de lecturas posibles, otra de las cuales es la mía, situada en una órbita distinta a la de Rodas (y, a mi vez, no puedo evitar pensar que su reseña —para seguir en clave de José Asunción Silva— no es más que un zurcido de “amarguras infinitas”). Me parece importante reivindicar esa pluralidad, ahora cuando las opiniones no azucaradas de Pablo Montoya sobre Jaime Jaramillo Escobar han suscitado, contra el novelista, alegatos más apasionados que objetivos. Como eso no es justo con el escritor —ni saludable para el ejercicio de la crítica literaria—, conviene ponerse en guardia y ajustar las cargas.