Archivo restaurado
Universo Centro 97
Junio 2018
Paisaje con gallinas
—
Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografía de Juan Fernando Ospina
No es justo que grandes plumas hayan denigrado de la gallina, después de haberla usado como insumo suculento para sus metáforas. Además, se sabe de buena fuente que varios de esos genios, como Shakespeare o François Villon, fueron aficionados en sus años de buscones a robar gallinas. Ambos eran hijos del arroyo, y algo tenían que comer mientras ganaban fuerzas para vivir del cuento. Tal vez nutrieron su vena poética con gallinas de campo, libres y quiquiriqueras; no como las de galpón, hacinadas y anónimas. Aquellos poetas clásicos se valieron de la gallina para hablar de la cobardía o de la imbecilidad de los humanos. Acá en el trópico, mientras tanto, algún bardo criollo, como Nicolás Guillén, tuvo piedad por sus vecinas de solar.
¡Ay, señora, mi vecina,
se me murió la gallina!
Con su cresta colorada
y el traje amarillo entero,
ya no la veré ataviada,
paseando en el gallinero,
pues señora, mi vecina,
se me murió la gallina,
domingo de madrugada.
Fuera de unos pocos cuentos que le hacen homenaje, la gallina en literatura se relega a un papel segundón. Horacio Quiroga le puso un título a un relato: La gallina degollada, pero como intuye el lector, no se trata de la historia muy edificante. La gallina aparece siempre de fondo, como parte del decorado, nunca en primer plano como sí lo están los gatos, los perros y hasta las comadrejas. De pronto hay fábulas tontarronas por ahí, versos chuecos, pero nunca una epopeya de gallinas, como las que se escribieron sobre otras especies domésticas, la rata, por ejemplo, en la antigua Grecia.
Para describir a una señora que conocía, Clarice Lispector dijo que: “Era voluminosa y olía como las gallinas cuando llegan medio crudas a la mesa”. Si esto puede ser un insulto depende de la estima que le tengamos a las gallinas. Lo cierto es que sin tener pruebas se las ha puesto como ejemplo de idiotez o de presunción. Se las adivina como “unas señoras muy aseñoradas, con muchos remiendos y ninguna puntada”. En otros casos, hasta su puntualidad para dormir sirve para desdeñar al obrero madrugador que se acuesta con las gallinas. Con todo y eso, los cacareos contra esta noble ave se deshacen ante la perfección de su obra maestra: el huevo, esa forma prodigiosa que tanto encantó a los alquimistas, y que ni siquiera el tetrapack ha podido superar.
Para ilustrar su decepción por la raza aviar, Sherwood Anderson dice en su cuento El huevo: “Entonces las gallinas ponen huevos de los que nacen nuevos pollos y así se completa el espantoso ciclo. Es todo increíblemente complejo. La mayoría de los filósofos deben haberse criado en granjas de pollos. Uno pone muchas esperanzas en un pollo y sufre una desilusión espantosa. Los pollitos, apenas iniciado el camino de su vida, parecen muy despiertos y brillantes, pero en realidad son de una estupidez espantosa. Se parecen tanto a las personas, que nos confunden en nuestros juicios acerca de la vida. Si la enfermedad no los mata, resisten hasta cumplir en todo las expectativas de uno y entonces se arrojan bajo las ruedas de un carro para morir y regresar aplastados a los brazos de su creador”.
Por un error de apreciación también se ha llegado a decir que las gallinas no tienen conciencia del tiempo, o que no saben que existen, como diría Kant. Pero igual se podría afirmar que ellas viven en un presente eterno, como dice San Agustín que vive Dios, en una eternidad por fuera del tiempo. Así que las gallinas, en ese sentido son más divinas que humanas. Y saben tanto que hay quien dice que saben a pollo.
Cuando uno mira el ojo de una gallina, creo que se entiende en qué tiempo viven. Es un ojo atónito que parece no parpadear, pero lo hace a una velocidad infinitesimal. Como las ruedas que parecen quietas cuando están girando a gran velocidad. Y qué no diremos del pico que traza diminutas líneas cortas pero seguras, antes de punzar a su lombriz. A esta manera de moverse se la confunde con la altivez o la soberbia.
Se esgrime para justificar su presencia discreta, que una gallina, a pesar de ser mansa y doméstica, es menos lista que los felinos o los cánidos, pero cómo se nota que no han conocido gallinas perspicaces como una que conoció Paul Auster, y que él recuerda en las memorias de su programa de radio. Era capaz de rastrear el camino, reconocía la casa de su ama y tocaba la puerta con el pico para que le abrieran. La estulticia de la gallina queda desmentida, aunque falta todavía una defensa seria de su presunta cobardía.
Para explicarla, corre la versión de que el mito no se empolló en una granja sino en una cancha de futbol. Después de que River perdió la Copa Libertadores, en el 66, luego de tenerla en la molleja, con un marcador de dos a cero, el equipo se acoquinó y le empataron. Cuando volvió a jugar, en la cancha de Banfield, algún cronopio tiró a la cancha una gallina con una cinta roja cruzada al pecho, como alusión a la cobardía de los rivales, que desde entonces se conocen como las gallinas de River. No se sabe aún qué suerte corrió el ave que enfrentó con tanto coraje al corral de fanáticos.
En el cine también se la discrimina. Walt Disney jamás arriesga con sagas de gallinas. Si aparece el gallo Claudio, con susurro amanerado, es un detalle para ambientar. Aparecen gallinas en las cintas de Werner Herzog, el director alemán, aunque siempre es la misma situación que retrata otro director alemán en su teatro, Bertold Brecht. Es la escena de la gallina tonta a la que hipnotizan con un círculo de tiza, ya sea para matar el tiempo de unos soldados en la retaguardia, o para dirimir una disputa por tierras. En esas estampas la gallina no tiene voz ni voto, es víctima de un hechizo, como todo el pueblo alemán ante su hipnotizador: el ario del bigotito infame. Apenas un canadiense, Norman Mac Laren, se atrevió a poner una gallina como protagonista de una cinta, aunque vale decir que es solo un corto, The hen. Como vemos, una sola gallina no hace verano. Y ese filme ya se olvidó, como se olvida el aroma de una sopa.
Fue acaso una argentina, la doctora Olga Yina Gillot, la primera en descrestar con su ponencia sobre maternidad de gallinas. Ocurrió en el paraninfo de la Alma Mater, al clarear este siglo, Olga Yina contó, en parodia local, que, a pesar de que nuestra ave doméstica es la más numerosa de la tierra, y que superaba los dieciséis mil millones de ejemplares, la mayoría de ellas nacían de manera artificial, en incubadoras. Esto a la postre iba a ser pernicioso para la salud. Defendía al pollo natural al que las gallinas cluecas alumbran con su propio cuerpo, y no con la atroz bombilla que calienta no solo los huevos sino el planeta entero.
Y así llegamos al tema manido, dado que la gallina, según dicen los manuales populares, se come con la mano. Ahora me acuerdo de una visita a la casa de las hermanas Barreneche, en Caldas, Antioquia. Mientras apuraba un sancocho de gallina criolla, estas viejas, que no se cocían en dos aguas, me contaban sus dichos sobre gallinas.
—¿Qué dijo una gallina un domingo —me preguntaron— cuando vio llegar a una tracamanada de gente?
—Ni idea…
—¡Pa la muerte no hay remedio, ponga el agua a calentar!
—¿Y qué dijo otra gallina más sentenciosa y achantada?
—Visita anunciada, gallina matada.
De vuelta al galpón de los filósofos, también se sabe que estos abusaron de las gallinas en sus pesquisas sobre el origen del mundo, mientras decidían, en esas tardes de Bizancio, qué había sido primero: si ellas o el huevo. Por lo pronto, no volveremos sobre aquellos cloqueos. Será más práctico leer esa fábula de Esopo, La gallina de los huevos de oro, o ver si montan una ópera que rescate el honor perdido del gallinero. Se me ocurre Carmina Gallo en la voz soprano, aunque entiendo que esta cantatriz ya goza de buen retiro. “Cocoroyó cantaba el gallo”.