Número 137 // Diciembre 2023
Masacre en el Teatro Carlos Vieco Ortiz. Archivo Román González.

Medellín con M de Metal

Por JUAN DIEGO PARRA

Breve cartografía metalero emocional de los años ochenta

Nombres de bandas, rutas y tránsitos de Medellín constituyen una cartografía emocional donde residen, en capas variables del tiempo, los recuerdos de una generación que vio de frente al terror y logró almacenarlo en registros sonoros. Vale la pena volver a recorrer estos espacios, no solo desde la nostalgia, sino desde la capacidad de reactivación emocional que permite entender lo que fuimos antes de ser aquello que no sabemos si somos.

Durante la década de los ochenta y parte de los años noventa, la banda sonora de Medellín fue el rock pesado, especialmente un género que se conoció en ese tiempo como Metal Medallo. El sonido de la metralla y el rugido de las bombas resonaban como un eco perturbador en las mentes de los que recordamos aquellos días y en las canciones de las agrupaciones de entonces. Una en particular profetizó nuestro devenir en su propio nombre: Parabellum. Un latinajo que significa “prepara la guerra”. Vinieron luego Blasfemia, Reencarnación, Astaroth, Nekromantie, Mierda, Sacrilegio, Masacre… Bandas que nacieron en una ciudad agrietada, orgullosa de unos valores morales que evidenciaban su propia degradación.

Con sus letras no solo denunciaron la violencia, también se embarcaron en cuestionamientos a la tradición conservadora e hiperreligiosa de su época. En sí mismos, los nombres que eligieron buscaban una provocación iconoclasta al sistema nuclear del catolicismo antioqueño. Su música fue un eco siniestro de la atmósfera urbana del terror de entonces. Los toques de queda diseminaron la angustia emocional y tuvieron efectos psíquicos catastróficos. Estaba prohibido salir a la calle. Nos insistían en que debíamos olvidar la noche y los encuentros musicales.

Muchos desatendimos la prohibición. A pesar de los riesgos salimos y los lugares a los que fuimos quedaron señalados en una especie de cartografía emocional, imaginaria, con puntos de encuentro y desencuentro. Sitios de impacto psicosensorial hacen parte de la memoria geográfica metalera en la que se fortaleció una escena musical que sigue siendo una expresión de la resistencia cultural del país. Frente al narcoturismo que hace décadas dibuja las rutas y los hitos del auge de las mafias urbanas, vale la pena pensar otros trazos de una ciudad potencial, pensada desde sus propias marcas psicogeográficas. Este es un pequeño esfuerzo guiado por espectros que permiten vernos como un próximo pasado.

Parabellum. Archivo Román González.
Sacrilegio. Archivo Román González.

Entre dos ciudades

La ruinosa Medellín de los años ochenta no lucía así precisamente por la guerra, sino por los procesos de transformación urbana. Al lado del extraño escenario de obras inacabadas, calles destrozadas y edificaciones derruidas del Centro, surgieron obras de infraestructura que remodelaron por completo la faz urbana, generando sensaciones constantes de inestabilidad arquitectónica. Aunque se hubieran proyectado en los años cuarenta, las transformaciones solo fueron posibles treinta años después, hacia mediados de los años setenta. En ese momento se activó un modelo que buscó desdensificar el Centro expandiendo la ciudad hacia el sur y el occidente y, más adelante, en los años noventa, con la construcción del tren metropolitano.

Este escenario caótico del Centro coincidió con el superpoblamiento de las laderas del norte, a partir de la construcción informal. Los barrios populares, que recibían continuas migraciones rurales del eje económico industrial, se fueron deslindando poco a poco del sur de la ciudad, separando dos imaginarios reconocibles desde los puntos cardinales: norte y sur. Así, la guerra de los años ochenta encontró un hábitat con apariencia de desastre urbano, una Medellín entre dos universos contrapuestos: las periferias montañosas circundantes, de crecimiento informal, y el valle urbanizado que constituía el núcleo social y económico de la ciudad.

Valga en este punto la ilustración de Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios:

“Medellín son dos en uno: desde arriba nos ven y desde abajo los vemos, sobre todo en las noches claras cuando brillan más las luces y nos convertimos en focos. Yo propongo que se siga llamando Medellín a la ciudad de abajo, y que se deje su alias para la de arriba: Medallo. Dos nombres puesto que somos dos, o uno pero con el alma partida”.

El alias de Medallo se convirtió en la base nominal para dar consistencia identitaria a la producción metalera de los barrios periféricos; laderas desde las cuales se escuchaba el estruendo urbano impregnado cada vez de más violencia. Era sobre todo en los barrios donde se respiraba metralla, y era allá donde los jóvenes se expresaban a través de gritos y estertores cada vez más macabros.

La plaza y la batalla

Fue en marzo de 1985 cuando en la plaza de toros La Macarena ocurrió la que puede ser la mejor constancia de la distinción entre Medellín y Medallo. Un evento musical masivo que se denominó La batalla de las bandas fue la presentación en sociedad del movimiento del Metal Medallo. La contienda musical evidenció la profunda distancia socioeconómica que separaba a los jóvenes de los barrios marginales, sobre todo del noroccidente y nororiente, quienes a través de las agrupaciones musicales que sentían como propias, porque invertían los valores canónicos de la armonía y la melodía haciendo música dura y estridente, reclamaban su derecho de pertenencia a la ciudad.

Parabellum, Mierda, Gloster Gladiattor, Danger vs. Kraken, Lasser, Spol, Excalibur. En retrospectiva, si comparamos los nombres de las agrupaciones intuimos que algo telúrico empezaba a emerger: en las primeras, de clase social más baja, había un compromiso directo con las preocupaciones sociohistóricas, mientras las de clase social más acomodada poco se interesaban por el devenir violento de la ciudad. O por lo menos así se interpretaba. Los metaleros que se consideraban más “genuinos” exigían una pertenencia territorial a Medallo y despreciaban las expresiones “falsas” de carácter “burgués” de las bandas de Medellín.

“Allí se produjo la gran división del rock en Medellín”, me dijo hace poco Víctor Raúl Jaramillo, Piolín, de la banda Reencarnación. “Por un lado, las bandas que querían ser estrellas del rock y, por otro, la fuerza del underground que quería generar nuevos vínculos sociales y una manera distinta de entender la ciudad”. Alex Oquendo, de Masacre, me dijo también que la emoción de estar en el lugar de los “burgueses” le imprimió al evento unas características revolucionarias.

Parabellum. Archivo Román González.
Glöster Gladiator. Archivo Román González.
Lasser. Archivo Román González.
Kraken. Archivo Román González.

De Medallo a Medellín

Los metaleros de Medallo tuvieron que buscar pronto escenarios más adecuados para sus derivas expresivas. El narcotráfico, especialmente en los barrios del norte, trajo consigo el acoso constante a los roqueros por parte de grupos paraestatales, ya fuera por su apariencia transgresora o por sus prácticas sociales ligadas al consumo de mariguana. Tanto la policía como los pistolocos, encargados del orden social a nivel legal o ilegal, repudiaban la existencia de individuos que consideraban nocivos para el modelo de control impuesto.

Uno de los más acosados y perseguidos de aquella época fue Carlos Mario Pérez, alias la Bruja, de las agrupaciones Parabellum y Herpes. Él recuerda cómo fueron asediados e intimidados en las esquinas del barrio por pistolocos, y hostigados por la policía que buscaba encarcelarlos bajo cualquier excusa: “Me acuerdo que me parchaba con amigos en Aranjuez, íbamos con grabadora solo a escuchar música, beber y trabarnos y los sicarios o la policía llegaban disparando, y nos tocaba tirarnos por rastrojos, pelotiando hacia abajo, y sentíamos que las balas nos pasaban rozando la cabeza…”.

Los metaleros tuvieron que desterritorializarse de sus propios barrios. Algunos empezaron a vivir en el Centro, por los sectores de La Playa, el Parque del Periodista y la Iglesia de San José. Otros decidieron moverse al otro lado del río, en la Otrabanda, donde poco a poco se dieron las condiciones para que naciera un ecosistema propicio para el metal.

La movilidad de los metaleros hacia el valle no se explica solo por la violencia. El metal poco se interesó en la denuncia punkera en contra del consumo y el capitalismo (el correlato del No-Future inglés), más bien se identificó con un tipo de introspección iconoclasta que orientaba reflexiones sobre el mal y la muerte desde la crítica cultural a las tradiciones y lo que podríamos definir como el ethos paisa. Más allá de la confrontación de clases, fueron estas reflexiones las que desencadenaron búsquedas y rituales territoriales alrededor de la música en varios lugares.

La casa, el teatro y el ensayadero

A finales de los años ochenta, en el barrio Belén, por la carrera 76, cerca del parque, el vocalista de Némesis habilitó la parte trasera de su casa para hacer conciertos underground. Durante varios meses, cada sábado por la tarde, pagamos trescientos pesos por escuchar en vivo a bandas como Reencarnación, Masacre, Pirokinesis, Ekhymosis, Asalmatum, Quiromancia y, por supuesto, Némesis.

La residencia de Lucho Némesis fue un lugar de peregrinación de metaleros donde reinaba el espíritu de la autogestión. En el solar se reactivaron las legendarias Notas, que habían sido prácticas colectivas de escucha metalera muy populares a principios de esa década, en donde los asistentes ponían a sonar sus nuevas adquisiciones musicales en equipos de sonido caseros, mientras circulaban el vino barato y los porros. En su casa, Lucho ofrecía un ritual similar pero con música en vivo de los grupos emergentes, y este fue quizás el lugar de encuentro masivo más importante antes de la reapertura del teatro al aire libre Carlos Vieco Ortiz en 1990, cuya importancia social para el rock en la ciudad es incuestionable.

Víctor Raúl Jaramillo (Reencarnación) – Concierto en Casa de Lucho Némesis. Archivo Román González.
Casa de Lucho Némesis. Archivo Román González.
Pirokinesis – Concierto en Casa de Lucho Némesis. Archivo Román González.
Ekhymosis. Archivo Román González.
Athanator. Archivo Román González.

Este teatro, ubicado en el cerro Nutibara, había sido inhabilitado para conciertos de rock en 1987, a raíz de un sabotaje violento por parte de los “true” metaleros en contra de Kraken. Ese año, algunos estaban dolidos con ellos por lo que había pasado dos años antes en La batalla de las bandas, cuando, a pesar de que no los habían dejado tocar, los premiaron con la grabación de un disco. Entonces, ese año decidieron impedir que Kraken tocara otra vez y, entre muchas otras cosas, lanzaron una botella que golpeó al cantante Elkin Ramírez. El concierto, que estaba siendo transmitido por la cadena de radio La Superestación, fue suspendido.

Tuvieron que pasar tres años para que el Carlos Vieco se abriera nuevamente con la presentación en vivo de la agrupación de new wave Estados Alterados, en 1990. Desde entonces, cada sábado, siguiendo la misma estela de la casa de Lucho Némesis, el teatro se fue convirtiendo también en un lugar de peregrinación para los roqueros de la ciudad. Allí tocaron, entre otras bandas: Masacre, Ekhymosis, Tenebrarum, Deimos, Skullcrusher, Antagon, Posguerra, Terra X, Degradeath, Perseo.

A mediados de los años ochenta, cerca de la calle 33 con la avenida 80, por el sector de Santa Gema, estuvo ubicado “el ensayadero de Luis Emilio”. Luis Emilio Valencia, músico de la banda de rock ArCo, un día tuvo la idea de adecuar su casa como local de ensayos para la incipiente escena roquera. Sus más asiduos clientes eran metaleros y punkeros, y dada la demanda del servicio, las jornadas iban de siete de la mañana a diez de la noche, sin descanso, de lunes a domingo. Eventualmente Luis Emilio se tomaba algún descanso, pero su casa siempre estuvo abierta al servicio del ensayo musical. Hasta el director de cine Víctor Gaviria se lo alquiló para los ensayos de los grupos que harían parte de la banda sonora de su película Rodrigo D. no futuro.

Todavía pueden reconocerse los espectros metaleros que poblaban las calles aledañas a la casa de Luis Emilio. Sentados en las aceras tomaban vino, cocol o chamberlain mientras esperaban su turno de ensayo tarareando las canciones. De la casa entraban y salían todo el tiempo. La microsociedad metalera que se fue gestando sirvió para el intercambio de música, la comunicación entre bandas, y el afianzamiento de los lazos entre músicos, fans, periodistas alternativos, productores y promotores. Luis Emilio recuerda mucho que una vez Mario Chaquetas, un punkero, entró con una papaya argumentando que la necesitaban para alimentarse un poco durante el ensayo, pero cuando salieron él vio que la papaya seguía intacta. Luis Emilio revisó la habitación, con sospecha, y notó que algo faltaba. Tuvo que ir hasta la parte alta de Robledo a buscar la casa del punkero en cuestión para exigirle que le devolviera el pedal de distorsión para guitarra que se había llevado escondida dentro la papaya. Mario Chaquetas no estaba, o también se había escondido. Su madre, avergonzada, se la devolvió.

Oscar Osorio (Skullcrusher) en Ensayadero de Luis Emilio. Archivo Román González.
Athanator. Archivo Román González.
Holocausto. Archivo Román González.

Una panadería, una licorera y dos casas

Por lo general, las bandas que terminaban sus jornadas en el ensayadero de Luis Emilio caminaban hacia la glorieta de la avenida 80 y se dirigían luego hacia La Villa o El Viñal, dos lugares en los que se intercambiaban casetes, fanzines e historias. Pero antes, hacían una parada estratégica en una panadería llamada Pan Pluff. En ese lugar era común ver a los metaleros sentados por ratos, antes de partir hacia la Villa del Aburrá, una urbanización cercana con una plazuela central pública que era poco común en esa época, cuando los conjuntos cerrados empezaban a pulular debido al aumento de la delincuencia. La licorera El Viñal estaba ubicada a medio camino, entre las calles 33 y 35, sobre la avenida 80.

A dos cuadras de allí, sobre la calle 35, se encontraba la casa de Antonio Escobar. Toño puta, como le decían, fue uno de los primeros y más importantes promotores de grupos de metal en la ciudad; fue el mánager, entre otras bandas, de Ekhymosis y Perseo. Su casa se convirtió en un lugar de encuentro de jóvenes metaleros que compraban y vendían material de la escena, y hacían pequeños conciertos informales.

A tres cuadras, de regreso por la calle 33 con la carrera 80A, existió otra casa que aparentemente iba a ser demolida y el punkero que la cuidaba, de la banda Dexconcierto, aprovechaba los fines de semana para organizar algunos toques, muchos de ellos memorables. Allá escuchamos a Masacre, Némesis, Quiromancia, Pirokinesis, Ekhymosis. El primero que hubo se tuvo que interrumpir por más de tres horas debido a un daño irreparable del único micrófono que tenían para los cantantes. Los organizadores emprendieron una búsqueda sin cuartel entre amigos y conocidos que pudieran prestar o alquilar un micrófono. Los que estuvimos esperando terminamos cansados y hambrientos, pero urgidos de estridencia y visceralidad.

La casa de Bull Metal

Mauricio Montoya “Bull Metal”. Foto Juan Fernando Ospina.

A unas cuantas cuadras de allí, en el barrio Florida Nueva, estaba la casa de Mauricio Montoya, conocido como Bull Metal, punto nodal para la expansión del movimiento underground metalero de la ciudad. Gracias a su condición social privilegiada tuvo acceso a música que era difícil de conseguir en el país y como hablaba un inglés perfecto pudo escribirse con artistas y promotores extranjeros. Antes de ser baterista de Masacre, lo fue de las bandas Amén y Agressor. Con Alex Oquendo fundó el fanzine NecroMetal, que sirvió para difundir en el exterior la información sobre bandas locales. Fue así como se dieron a conocer agrupaciones como Parabellum, Reencarnación, Blasfemia y Masacre. Sus contactos se extendieron hasta Oslo, en donde estableció una relación epistolar muy cercana con Euronymous, líder de la banda pionera del black metal, Mayhem.

Agressor. Archivo Román González.
Amén. Archivo Román González.
Masacre. Foto Juan Fernando Ospina.
Amén y Ekhymosis en la entrada a la Casa de Bull Metal. Archivo Román González.

Llegar a la casa de Bull Metal era una experiencia de connotaciones místicas. La escena visual era muy parecida a la que se veía en las afueras del ensayadero de Luis Emilio: siempre estaban grupos de metaleros sentados, esperando la autorización para entrar. El hacinamiento en la habitación de Bull Metal era tan grande, que debía evacuar por tandas a la gente que quería entrar. Allí no cabíamos más de quince personas, pero a veces, no sé cómo, nos llegábamos a acomodar estrechamente hasta treinta. Cuando se hacía imposible soportar el calor y la humedad que se generaban, teníamos que salirnos para el balcón contiguo.

La habitación de Bull Metal estaba poblada de afiches, fotos enmarcadas, las paredes tapizadas de vinilos y casetes. En el clóset guardaba cajas repletas de cartas, revistas y discos que recibía todo el tiempo por correo. Entonces existía el apartado aéreo, y el suyo era el más famoso del país entre los metaleros, al punto de que lo alquilaba para intercambios entre otras bandas y fanzines. Bull, además, les grababa su música a los interesados que llevaban casetes constantemente y esperaban ansiosos durante una semana para su devolución. El haberse convertido en un referente para la distribución de música lo llevó a gestionar un programa radial sobre la escena underground llamado “La cortina de hierro”, de la cadena Radioactiva, de Caracol Radio.

Su fama creció exponencialmente por todo el país y la sede del programa, en Laureles, cerca de la iglesia de La Consolata, se convirtió en otro lugar de recurrencia metalera. Bull Metal fue asiduo cliente de dos lugares clave para la compra y venta de rock pesado en la primera mitad de los años ochenta: La Tienda JIV, en el Pasaje Insumar, entre las calles Sucre y Maracaibo; y Disco Centro, en el centro comercial San Diego. JIV también fue famosa por haber producido algunos conciertos de La Macarena, incluyendo La batalla de las bandas, en asocio con la emisora Veracruz Estereo. Pero como muy pocos, casi nadie, podía comprar vinilos en esas tiendas, la gran mayoría de metaleros esperaban ansiosos aquellos días en que Bull Metal hacía mercado musical.

Un salón y una casona

No podré mencionar todos los lugares, pero vale la pena referirse a los últimos dos: el salón de Cristo Rey, en Guayabal, y el centro comercial La Casona. En el primero mataron a Natasha, una metalera que se negó a permitir el ingreso de unos pillos cuando era la portera; y en el segundo hubo un concierto el mismo día que explotó el carro bomba en la plaza de toros La Macarena, el 16 de febrero de 1991. A partir de La batalla de las bandas este sitio había sido reconocido simbólicamente como el eje fundacional de la escena metalera y los asistentes al concierto donde tocaron Ekhymosis, Terra X, Réquiem, Orion y Bajo Tierra, nos encontramos al regreso con la desoladora noticia de la explosión. No sabíamos qué hacer. Suponíamos que en nuestras casas estaban desesperados por tener noticias nuestras, y lo único que queríamos era entender por qué.

La música era un refugio, pero no una explicación.