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Ana Margarita Virgil, la tía de Tamara, y Dora María Téllez, la mítica Comandante Dos, son pareja desde hace más de una década. El día que fueron por ellas, estaban juntas y estaban esperando. Sentadas en unas sillitas en el antejardín, recién bañadas, y muy tranquilas.
Dora María enfrentó al dictador Anastasio Somoza, tiene callo enfrentando dictaduras y aunque no lo dice, sabe que Ortega es un dictador, pero de papel. De esos que más que poder tienen miedo, que están paranoicos, que sienten que en cualquier momento van a ser traicionados. Dora lo conoce, sabe cómo actúa. Ana Margarita, en cambio, no tiene tanta historia nacional encima, pero viene de una familia con fuerte tradición de resistencia. Por eso estaban tranquilas. Podría entrar en detalles de su captura, pero la escena es la misma: policías, antimotines, fusiles, patrullas y acá se sumaron drones.
La sonrisa de Ana Margarita la vi en un video que grabó momentos antes de que allanaran su casa: “Seguimos en la lucha. Esto es parte del proceso para salir de Daniel Ortega. Aquí nadie se raja. Daniel Ortega se va. Lo vamos a sacar”. No se burlaba. Ana Margarita es la única persona que conozco en el mundo que es incapaz de contener una sonrisa. No sé si son nervios o positivismo.
Ana Margarita fue ubicada en una celda de barrotes frente a la de Suyén Barahona. “Eso me salvó”, dice, “la Suyén es mi mejor amiga desde chiquitas, desde que estábamos en el colegio”. No las dejaban hablar, pero mirarse era un consuelo. Se volvieron expertas en un lenguaje de señas que inventaron.
—Yo creo que desarrollamos telepatía, jajajaja.
—Ana, si sabían que iban por ustedes, ¿por qué no se fueron de Nicaragua?
—Porque ya lo habíamos hablado, el exilio voluntario no era una opción. Llevábamos muchos años trabajando por un cambio en este país, Andrea, ni siquiera un cambio imposible. Solo pedíamos unas elecciones libres, poder hablar con libertad, poder cuestionar. Irnos no era una opción.
—¿No te daba miedo?
—Andrea, yo soy una persona miedosa, jajaja, yo no soy como ellas, yo vivo muerta del susto. Yo caminaba en una marcha aterrorizada, esperando un balazo de francotirador. Pero me asustaba mucho más que le disparara a alguien que yo quisiera, a un ser querido. Había veces que incluso me encerraba en un baño para que se me pasara el miedo y me ponía a reír, alguna vez alguien me dijo que si me reía fuerte la mente se lo iba a creer y el ánimo cambiaba.
—Dudo que te tengas que forzar a reír.
—Eso nunca me lo quitó la cárcel, saberme dueña de mi sonrisa. La cárcel también me enseñó otra cosa: soy miedosa, pero el miedo no me paraliza.
—¿Por qué lo dices?
—¿Sabes lo de Hugo Torres?
—Sí.
—Hugo estaba enfermo y no le daban la atención que requería. Un día estaba en mi celda cuando se escuchó el escándalo. Lo traían colapsado, desvanecido, lo llevaban en una silla de escritorio de rodachines. Era un compañero muy querido. Me paralicé, no hice nada.
—Pero ¿qué podías hacer?
—Gritarle algo, gritarle “Hugo, te quiero”, pero estaba en shock. A los pocos días nos enteramos de que murió en el hospital. Fue muy duro. Él les levantaba el ánimo a todos.
—¿Sentías culpa?
—Tristeza. Cuando me enteré de su muerte, en la noche lo planeé todo. Tenía miedo, pero sabía exactamente lo que iba a hacer. Por la mañana me asomé a los barrotes de la celda y grité: “Hugo Torres, presente, presente, presente”. Volví a gritar: “¡Hugo Torres!” y la Suyén contestó: “Presente, presente, presente”. Volví a gritar: “¡Hugo Torres!” y ya éramos todas gritando: “Presente, presente, presente”. Me sacaron de la celda y me llevaron a la fuerza, pero yo seguí gritando: “¡Hugo Torres!” y muchísimas voces contestaban: “Presente, presente”, presente”. Como castigo me llevaron a una celda preventiva, son chiquitas, ni cuatro pasos se pueden dar dentro. Pasé la noche ahí feliz, el miedo no me paralizó.
Esa noche, Ana Margarita durmió tras las rejas, pero fue una mujer libre: había hecho lo imprescindible.
Hugo Torres, el mítico Comandante Uno fue capturado el mismo día que Suyén Barahona. Antes de su captura grabó un video que circuló en redes sociales. Una parte decía: “Hace 46 años arriesgué la vida para sacar de la cárcel a Daniel Ortega (…) pero así son las vueltas de la vida, los que una vez acogieron principios hoy los han traicionado”.
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2023: la liberación
“El avión despegó pasada la medianoche, casi vacío. Sentados en una cabina prácticamente vacía, diez funcionarios del Servicio Civil y del Servicio Exterior de Estados Unidos charlaron, escucharon música y trataron de calmar sus nervios. Uno regresó a un asiento para orar. Dos días antes, la mayoría no tenía idea de lo que estaba por suceder. Lance Hegerle, entonces subdirector de Asuntos Centroamericanos del Departamento de Estado, se había acercado crípticamente, invitando a colegas a una misión con los más mínimos detalles: hispanohablantes. Viaje en avión. Pasaporte diplomático. Veinticuatro horas”, así inicia su relato el Servicio Civil y Servicio Exterior de los Estados Unidos en un artículo que publicó con el título “Operation Nica Welcome”.
No era secreto ni clasificado, pero si la noticia de esta operación se hacía pública podría generar reacciones que tumbaran el acuerdo. Solo un círculo muy pequeño tenía todos los detalles de la operación.
—Yo recibí una llamada el domingo antes del operativo. Era de mi jefe que era el encargado de política hacia Nicaragua aquí en Washington. Y me dijo: “Bueno, he trabajado contigo en otras cosas y estoy haciendo un pequeño equipo para hacer una cosa. Pero no te puedo decir qué es la cosa”. Y después de unos días me dijo: “Necesito que tú arregles lo del avión, necesitamos un avión privado y vamos a un país a recoger personas”. Nadie del equipo sabía la cantidad de personas. Éramos unos diez en el equipo del Departamento de Estado y USAID que habíamos tenido experiencias en operaciones así, o habilidad con el español, o trabajo en Nicaragua.
La historia me la cuenta un funcionario del Servicio Exterior de Estados Unidos a quien entrevisté, alguien que estuvo en el avión durante todo el trayecto. Y de la entrevista con el hombre entiendo que lo importante del equipo que llegó en el vuelo desde Washington era generar confianza en las personas que iban a ser liberadas. Estaban presas, llevaban casi dos años encerradas, obviamente llegarían desconfiadas: iban a salir sin idea de su destino, necesitaban rostros amables o rostros familiares que los recibieran.
—Llevábamos un equipo médico que anteriormente nos había acompañado a Afganistán. Y la noche antes de salir, a los médicos, a las azafatas, a los pilotos y a nosotros se nos contó toda la historia: íbamos a Nicaragua a recoger unos presos políticos. Solo unas horas antes del operativo se nos dieron todos los detalles.
El 8 de febrero, a las 11:00 de la noche, el avión Omni Air 767, con capacidad para más de trescientas personas, despegó desde una base naval en Norfolk, Virginia. A las 4:00 de la mañana iba a aterrizar en Nicaragua.
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Todo es bastante sospechoso. Llevan más de diecisiete meses aislándoles del mundo exterior y, de repente, empiezan a recibir visitas en noviembre de 2022 y cada quince días. Ya no los sacan con el uniforme azul que les imponen a los presos de Nicaragua, ni los llevan a esas salas pequeñas en las que les espían y les graban todas las conversaciones, ahora les pasan ropa de civil, les permiten arreglarse para ver a sus familiares, y los llevan a salones que parecen comedores. A veces incluso hay bufet en esas salas.
—¿Entonces, cuándo sospechaste que iban para afuera?
—Ahí mismo, era muy raro. Las visitas se doblaron, ahora estábamos en salones grandes donde podíamos estar con otros prisioneros que también recibían su visita. Nos mejoraron la comida. Eran más amables. Algo estaba cambiando adentro. Yo les preguntaba a mis familiares si sabían algo, pero me decían: “No, Dora, afuera no está nadie hablando de eso, afuera no pasa nada”. Yo insistía en que sí, que íbamos para fuera.
Para Dora María Téllez, Daniel Ortega no tenía ya ningún motivo para tenerlos ahí, ya habían pasado todas las elecciones. Y el costo político de tenerlos encarcelados era más alto. Dora pensó que salían en diciembre. Como si estuvieran conectadas, Ana Margarita empezó a pensar lo mismo y por la misma fecha. Recibía a sus familiares y les preguntaba si sabían algo.
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No saben si son las ocho, las nueve, las diez de la noche. En la cárcel lo primero que se pierde es la noción del tiempo. A nadie le permiten llevar reloj y si un custodio les dice la hora, es castigado. Saben que es tarde porque algunos ya estaban durmiendo, ya les dieron la medicina, ya asearon sus celdas.
De pronto escuchan ruidos, empiezan a abrir las celdas. Pasan en las dos alas, la de hombres y la de mujeres. A todos les entregan la ropa de civil que usan para las visitas y les dicen que se las pongan. Nunca se quitan las chanclas, en las celdas siempre deben llevar chanclas, les piden que se pongan hasta los zapatos. Luego les pasan un bolsa y les ordenan que pongan el uniforme dentro de la bolsa.
Las preguntas son muchas, nadie sabe qué está pasando. Un hombre lleva una lista, prisionero que nombra, prisionero que un carcelero saca de la celda.
Y de pronto empiezan a juntarlos en unas celdas más grandes. Ellas en un ala, los hombres en otra. Dora María Téllez es la única que no está con las mujeres.
Les dan un refresco y un sándwich. Alguna dice: “esto es comida de avión”. Por fin abren las rejas y en manada, comienzan a salir de El Chipote. Ana Margarita está preocupada, mira y mira para todos lados, no ve a Dora. Un oficial lo nota, y en un genuino acto de humanidad, se le para a un lado y con voz baja dice: “Tranquila, ya salió, ya está afuera”.
A la salida de El Chipote hay varios buses. Iban tapados por dentro, con banderas y cortinas. Nadie los podía ver y ellos no podían ver nada. En el primer bus iban las mujeres y al fondo, al ser la primera en montarse, iba Dora María. Las de El Chipote abordan el bus y de pronto empiezan a ver que otras presas, las que estaban en otros centro de detenciones, también se montan.
El bus se llena. Es una locura. Tamara Dávila va en la primera fila, tras el conductor, y una de las muchachas recién llegadas la reconoce. Le dice que le alegra verla bien, luego le cuenta que ella estaba en la cárcel por un post que escribió en Facebook.
La noche del 8 de febrero de 2023 —o tal vez la madrugada del 9, la hora es difícil de establecer—, 222 presos políticos fueron extraídos de diferentes centros de detenciones, La Modelo, La Esperanza, las “casa por cárcel” y El Chipote.
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Los buses avanzan y las preguntas vuelven: ¿a dónde nos llevan? ¿Nos llevan a La Modelo? ¿Vamos para los juzgados? ¿Nos van a desaparecer? ¿Nos mandan para Cuba o para Venezuela? ¿Nos van a matar en un terreno baldío? ¿Nos sacan para Costa Rica? ¿Nos llevan a que Rosario Murillo y Ortega nos den un sermón?
Quienes pueden ver van haciendo señas. No son los juzgados, ya los pasaron. De pronto los buses giran y muchos conocen el portón que tienen al frente: la Fuerza Aérea de Nicaragua. Pasan una puerta, hay quienes creen que fueron dos, y se detienen frente a otra. Juan Sebastián Chamorro ve aterrizar un avión enorme sobre una pista. Siguen detenidos. Un oficial se monta en cada bus y empieza a entregarles una hoja. Ordena que firmen el papel. Los presos políticos aún tienen las manos esposadas.
En el bus de las mujeres Dora María recibe la primera hoja. El papel dice algo así: “Yo, espacio en blanco, acepto irme voluntariamente a, espacio en blanco”; en algunas hojas está escrito Estados Unidos, pero no son todas. Dora siempre se ha prometido no ir al exilio de manera voluntaria. Lo recuerda mientras lee ese papel. Levanta la cabeza, mira hacia al frente. Ana Margarita, Suyén, Tamara y otras mujeres, la miran expectantes. Ninguna va a firmar si ella no firma. Las opciones son dos y lo aclara la oficial: o aceptan, o vuelven a la cárcel. Dora comprende que decide por la vida de otras. Lo imprescindible ahora es firmar. Firma. Todas lo hacen.
¿Libertad a costa de qué? La tortura acaba, pero inicia el destierro. Una gota de miel y otra de hiel bajando al mismo tiempo por la garganta.
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—La idea era salir de Nicaragua antes de que saliera el sol para no generar mucha noticia. Pero llegamos al aeropuerto y no había nadie. Llegamos a la parte de los militares, pero no vimos al gobierno, vimos al equipo de la embajada —el funcionario del Servicio Exterior de Estados Unidos, el que estuvo en el avión, se refiere al aeropuerto de la fuerza aérea.
—¿No había nadie en la pista?
—No vimos a nadie. Por un momento pensamos; ¿Es un truco? Pero después de unos minutos llegaron un bus y unos carros de la policía.
El funcionario, al que llamo y llamaré así porque me pidieron no dar su nombre, no recuerda cuántos buses eran porque no llegaron todos a la vez. Las personas bajaban del bus, les quitaban las esposas o las bridas, y se acercaban a un puerto improvisado que estaba al lado de las escaleras del avión. Ahí estaban seis personas que hacen parte del personal de la embajada, con unas cajas que parecían estar sobre el suelo y en ella había 224 pasaportes nuevos. Prisioneros y prisioneras no entendían muy bien que ya no lo eran. La gente no entendía nada.
—Estaban muy sorprendidos, no sabían qué iba a pasar. Al inicio hubo una tensión. Ellos recibieron la noticia ahí de que debían decidir si quedarse o salir hacia Estados Unidos. No sabían si podían volver y…
—…
—No era nuestro trabajo, pero queríamos explicarles con detalle lo que pasaba y lo que implicaría para ellos, para sus familias y para su lucha… Pero era difícil, muchas eran personas que habían luchado por su país durante años. De verdad, la decisión para muchos fue difícil. Había un sentimiento de tristeza, se separaban de sus familias y no sabían si podrían volver. Pero una vez que subieron al avión y vieron a otros presos, el sentimiento cambió. Se sentía tanta fiesta que a las azafatas les era difícil calmarlos.
—¿Hubo tensiones en el aeropuerto entre las personas del bus y la fuerza pública? Lo pregunto porque en el texto que publicaron sobre la operación mencionan algo.
—La verdad, yo solo recuerdo un momento, y fue cuando un pasajero estaba subiendo las escaleras del avión. Cuando llegó arriba se volteó y le gritó algo a la policía, no se entendió bien, pero un compañero diplomático lo metió rápido al avión. La situación tenía que mantenerse controlada porque cualquier cosa la podía afectar.
Lo que gritó el hombre que menciona el funcionario fue: “¡Viva Nicaragua Libre!”, hay testigos que sí lo recuerdan.
La lista que había enviado el gobierno nicaragüense la tenía el equipo de la embajada, el funcionario contaba con una copia. Y así inició el abordaje. El personal de la embajada hizo el check in en tierra, con la lista original y repartiendo los pasaportes, y el funcionario junto al equipo del avión verificaba. El hombre cuenta que revisaron varias veces:
—Estábamos como, ok, tenemos esta persona, tenemos esta persona, dónde esta persona, y para verificar que todos abordaran el avión nos tomó mucho tiempo. Ahí nos dimos cuenta de que una persona no bajó del bus, y no tuvimos la oportunidad de hablar con él, pero no era el obispo.
El hombre al que el funcionario se refiere es Fanor Alejandro Ramos, el presidente Daniel Ortega lo nombró en el discurso que dio tras la liberación. Según la plataforma “Nica libres ya”, es un hombre que trabajó veinticinco años en la Policía Nacional de Nicaragua, fue oficial de brigada especial, profesor de tiro y seguridad, y jefe de la tercera sección del departamento de tácticas y armas policiales de instrucción de rescate de la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP). Su especialidad: francotirador. La plataforma cuenta que, durante las protestas de 2018, Ramos se negó a ser reclutado “para reprimir a las personas autoconvocadas que se oponían al régimen autoritario de Daniel Ortega y Rosario Murillo”. Después de eso se exilió con su familia. En 2019 regresó al país, la policía lo capturó, dijeron que le habían encontrado 368 kilos de cocaína, le montaron un proceso y lo condenaron a ocho años.
La otra persona que decidió no abordar el avión fue monseñor Rolando José Álvarez, el religioso que más fuerte condenaba el autoritarismo y la represión de los Ortega-Murillo. El clérigo más perseguido en el hostigamiento que inició contra la Iglesia el gobierno de Nicaragua.
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El avión, por fin, llegó a buen puerto. Pero antes de aterrizar y de manera exprés, la Asamblea Nacional de Nicaragua se reunió para reformar el artículo 21 de la Constitución, que regula la nacionalidad nicaragüense, y declaró apátridas a quienes acababan de llegar a Washington. ¿Los cargos? “Traidores a la patria”; ¿las consecuencias? Les privaron arbitrariamente de la nacionalidad.
Al día siguiente, el 10 de febrero, España ofreció la nacionalidad a las 222 personas que iban en ese vuelo humanitario. Después se unieron otros países: México, Chile, Colombia. Los prisioneros y las prisioneras que se opusieron al régimen de los Ortega-Murillo obtuvieron la libertad física, la libertad de conciencia nunca se las lograron capturar. No me cabe duda, seguirán resistiendo, aunque les toque hacerlo por fuera de Nicaragua: el escritor John Dos Passos ya lo escribió: “Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”.
En cuanto a ese vuelo imposible, hay que decir una cosa con claridad: fue un conjunto y acuerdo de voluntades el que logró la libertad de estos rehenes. Mucha gente dice que “fue un milagro”, lo dijo Ortega, lo tituló la prensa, lo dicen algunos liberados y sus familiares. Lo llaman “milagro”. Yo lo llamo diplomacia. Diplomacia en contextos hostiles, eso es lo imprescindible.
*Esta crónica fue escrita para el medio digital nicaragüense DESPACHO 505.