A pesar de lo que dice la prensa, Elkin alcanzó a disfrutar del domingo: se despertó muy temprano, se bañó y se comió alguna cosa hasta que comenzó a abogar por sus amigos más cercanos para avisarles que se sentía muy mal, que le faltaba el aire. No fumaba hacía un par de años, e incapaz de abandonar a su suerte el aguardientico de mi Dios, seguía tomándolo aguado —en una licorera de cristal muy elegante—, esperando de alguna forma no dejar del todo la ingestión de ese néctar que, decía, le devolvía la memoria de sus vidas pasadas.
Nos presentó Luis Alberto sin importar los cincuenta años de diferencia que nos llevábamos, porque supuestamente era yo el único en Medellín que tenía la primera edición en castellano de Mandrake, el Mago, publicada en los cincuenta por la revista argentina RA-TA-PLÁN; y así, a punta de rumores y tenencias improbables, terminamos por tejer una amistad basada en el recuerdo de historias intrascendentes.
El ritual era sencillo: lo llamaba, le anunciaba un tema, y horas después me aparecía en el zarzo con una bolsa de pandequesos para conversar hasta que nos diera sueño. “Hoy vamos a hablar de la pensión de la Primero de Mayo donde acabó Ciro Mendía”; “Hoy vamos a hablar sobre los tiempos de contrarreloj de Gómez, Calderón y Rúa en la Vuelta a Colombia del 59”; “Hoy vamos a repasar los nombres de los toreros que ganaron oreja en la inauguración de La Macarena”; “Hoy nos vamos a acordar de los prostíbulos de Lovaina donde Hernán Restrepo Duque encontraba los mejores discos”; “Hoy nos vamos a acordar de Caballero Bonald hablando sobre el flamenco en los tiempos de nuestra primera televisión”; “Hoy te voy a contar cómo conocí yo a Heriberto Zapata Cuéncar”; “Te voy a contar cuando vi a Borges del otro lado de la calle”; “Hoy vamos a recordar a Blumen…”, y así.
Nos emborrachamos el día que encontró el casete con Carmen, la leñadora, un bambuco que solo él conocía, que andaba olvidado hace más de cincuenta años. Brindamos recordando el día que Obdulio Sánchez le paró la caña para convertir en bambuco la famosa canción En el tronco, del cubano Eusebio Delfín (canción que Discos Aburrá prensó años después); y nos batíamos en duelo reconstruyendo los detalles de la ilustración con que su padre adornó la primera edición de los poemas del Negro Cano en 1935.
Cuando la parla se nos iba por ramas muy serias, y escaseaba la risa, recordábamos a su padre cuando llegó a casa obnubilado contando cómo el techo del Teatro Alcázar (después Teatro María Victoria) acababa de caerle encima al cronista Jaime Barrera Parra; otro día lloramos a Sonia, su amor eterno, mientras describía los nervios que le dio presentarse la primera vez ante el mismísimo Jorge Camargo Spolidore. Elkin era la viva voz del viejo Medellín.
Gastamos tardes enteras buscando entre sus estantes un libro firmado por Fellini que le había regalado el Gordo Luis Alberto Álvarez, y aplazamos más de una vez un tema serio por imaginar cuáles de los muchachos del Pequeño Teatro serían los más propicios para reencauchar la versión de La casa de Bernarda Alba, de Bernardo Romero Lozano, con que se cerraba la programación de nuestra televisión en 1956.
Un día contando homenajes me dijo que el único orgullo del que verdad se preciaba era el de ser la última persona viva sobre el planeta tierra en haber visto en matiné Colombia Linda, la mítica película, ya perdida, de Camilo Correa. Dos medias tuve que llevarle para que me la describiera cuadro a cuadro.
Dejamos redactada la propuesta con que esperábamos pedirle a alguna cooperativa, o caja de compensación, que reviviera Su Desayuno, el sentadero de sus horas más felices, explicándoles por qué era un sitio patrimonial de primer orden.
Esperábamos este año leernos toda la obra publicada de Rodolfo Walsh y estudiarle las fotografías que lo muestran jugando al ajedrez en el Rivadavia para reconstruir las partidas. Los libros, ya pagados, llegan la semana que viene.
Hoy justamente íbamos con él y los Gabrieles a las ruinas del viejo bar Serenata para tomarnos un aguardiente frente a sus ruinas antes de que lo convirtieran en una sala de masajes o en un parqueadero de motos. Y a pesar de la muerte aquí estamos, los tres, mirando hacia la ventana, frente a la casa amarilla, bajo la sombra del árbol, esperando que de arriba nos caigan las llaves para llegar al zarzo y decirle cuánto lo echamos de menos…
CODA (al modo obregoniano)
El amor de Elkin por el cine no era extradiegético. Les debemos a Norita Arango y a Hernán Bravo el rodaje (y posterior digitalización) de un super-8 en el que el Elkin actor hace un papel estelar como coleccionista de estampillas. El filme, una joya repleta de boleros y casas viejas, regala unos planos finísimos donde el tiempo se detiene mientras Elkin se despliega en el mejor de sus ademanes: fumar. El corto se llama Magdalena y está por ahí en algún rincón de la web. ¡Ah! Otros dos cameos imperdibles del amado caricato están en un cortico titulado The end, de Carlos César Arbeláez, y en un documentalcito sobre Amílkar U, también de Producciones Arango-Bravo; para no perdérselos. Ahora sí, telón.