Bosques y campos
El valle de Aburrá estaba originalmente cubierto de bosques. Salvo quizá ciertas orillas arenosas del río y algunos pedreros traídos por las quebradas, el resto eran arboledas. Para construir la ciudad hubo que ir talando los árboles, lógicamente. Pero también para sacar madera de construcción y carbón para cocinar. Mucha de esa madera vino de lo que hoy son los corregimientos.
Poblaciones que antes fueron mineras por excelencia, como Santa Elena, al acabarse el oro siguieron con los bosques. Se cortaba el bosque nativo y se vendía la madera, y las generaciones siguientes usaban el terreno ya sin árboles para la agricultura. En algunas partes se establecieron fincas de ganado o cultivos de alimentos. Incluso en otras se sembraron pinos o cipreses, que crecían más rápido y podían aprovecharse.
De los bosques nativos quedan algunas reservas en las partes altas de los corregimientos. En Santa Elena está Arví, en San Antonio de Prado El Astillero, en Altavista la Ana Díaz, en San Cristóbal El Moral y en Palmitas toda la parte baja de Las Baldías, entre otras. Desde hace décadas la ciudad ha ido comprando y protegiendo estas zonas altas de las cimas que la rodean. Caminar por allí es un viaje por ese momento anterior a la urbanización de la ciudad. Aves y árboles de incontables especies se expresan en torno al concepto de diversidad, algo tan difícil para el ser humano.
De estos bosques viejos o en recuperación hacia abajo en la ladera vienen las fincas ganaderas y los terrenos de cultivo. Esta es quizá la franja más amplia de verdor de los corregimientos, antes de llegar a sus centralidades. Esa es la zona que hoy está en disputa por las fuerzas urbanísticas de la ciudad y el mercado de tierras. La ciudad no ve la hora de devorarse ese manjar aún sin construir.
El acaparamiento de estas tierras se realiza tanto a manera de urbanizaciones de edificios como de parcelaciones. En Altavista, por ser el corregimiento que está en mayor simbiosis con la ciudad, es más evidente. Los barrios de la comuna de Belén trepan por las pendientes comiéndose a zarpazos las veredas bajas de Altavista. Esta tendencia seguramente continuará en los otros corregimientos cercanos a la ciudad: San Antonio de Prado y San Cristóbal.
En cuanto a Santa Elena y Palmitas, así como las partes más altas de los otros corregimientos, las parcelaciones están de moda. Los precios de la tierra suben y los propietarios de fincas ven la oportunidad de vender. Esto crea un paisaje nuevo en el que conviven la vivienda de estrato alto con la casa campesina de antaño. En una prima el césped cortado a ras y los setos de eugenios que no atraen ni siquiera un ave, las otras parecen una despensa de frutales y arbustos florales más acordes con la diversidad propia de la tierra.
La agricultura aún sobrevive. Algunos de sus cultivadores producen sin agroquímicos, unidos en cooperativas y fomentando la asociación. Gracias a la cercanía con la ciudad encuentran compradores que pueden pagar un poco más por sus productos limpios. Esos predios donde todavía se cultiva, y donde además se hace de manera orgánica, alimentan la montaña, la enriquecen: dan verdor al barrio, conservan una práctica esencial, un oficio memorable, el del agricultor. Tal vez, así como se hace con los bosques, también estas personas deberían ser reserva protegida, porque allí está la memoria y quizás algo del futuro.
Picos y cerros
Además de las quebradas, los hitos más significativos de los corregimientos son sus peñascos y macizos. Estos testigos naturales e imperecederos han sido la señal de ubicación espacial de la humanidad desde siempre, y aún están presentes en nuestros alrededores. Y, más, en una geografía como la nuestra, donde a las montañas y sus diferentes formas les gusta hacer alarde.
El cerro Pan de azúcar en Santa Elena es un hombro que sobresale de la montaña justo por encima de los últimos barrios de Medellín hacia el oriente. Está hecho de una roca llamada dunita, propensa a las oquedades y pequeñas cuevas hechas por el agua. Justo detrás de la imagen religiosa que hay en la cima del cerro hay una de estas cavernas menores. Considero a esta abertura natural mi oráculo personal, y es ella quien recibe mis rezos cada vez que la visito.
En San Antonio de Prado está la piedra Galana, en lo alto de la reserva El Astillero. Se trata de una saliente rocosa que despunta sobre un claro del relieve, del tamaño de la sala de una casa, con muebles duros y puntudos pero que aseguran un mejor trato que cualquier visita. La roca está partida a lo largo de fracturas paralelas que le dan la forma de un mazo de cartas separado a tramos gruesos. Desde allí la vista de Medellín es bastante particular. En el campo visual se expresan en primer plano una serie de collados montañosos que se alargan hacia un punto de fuga que no es otro que el Centro de Medellín. Desde allí la ciudad aparece como un borrón naranjado entre la bruma contaminada.
En Altavista está el popular cerro de las Tres Cruces. Miles de personas —acaso sin saber que pertenece a Altavista—, lo visitan los fines de semana. Su cima es una meta accesible —sin ser regalada tampoco—, que tiene como premio una preciosa mirada baja sobre el valle de Medellín. Los más epicúreos se sientan a descansar y a contemplar la vista, mientras aquellos de estoica figura pasan a una sesión extra de aparatos. En la parte plana de la cima han sido instalados una serie de bancos y barras para el ejercicio muscular. Allí los relieves de sus practicantes pasan a constituir una discreta parte del paisaje, digna de observación.
En San Cristóbal está el cerro El Picacho, que sobresale de la montaña como el elefante de El Principito que una culebra se ha comido. Aquí lo tenemos en versión montañosa, pues la culebra no va por plano sino bajando la lisa cuesta. Allí también hay una imagen religiosa, que corona el camino que lo asciende entre grandes bloques de piedra. Estas rocas son diferentes a las del Pan de azúcar, y si bien por fuera lucen oscuras, por dentro son rayadas de una belleza que se expresa generosamente a los amantes de las rocas.
Desde cualquiera de estos peñascos en las montañas puede verse la ciudad, mirarse, mirarnos a nosotros mismos como en un cuento de Cortázar. Esencial en este doble juego es el objeto que observamos, pero igualmente el lugar desde donde lo hacemos. Estos contornos que hoy son los corregimientos, balcones naturales, fuentes de agua, alimentos y vida, donde aún asoman los caminos de tierra, los collados rocosos, los charcos y los bosques, son lugares a los que siempre desearemos retornar por mucho que adoremos la comodidad del asfalto. La Medellín endurecida por la historia tiene una oportunidad única de recobrar su suavidad ocupándose de estos territorios como fuentes de un poder proveniente de la tierra misma.
* Este fragmento escrito para Universo Centro hace parte del proyecto para la recuperación de la memoria histórica y la identidad campesina de los corregimientos de Medellín, en convenio con la FAO.