El gallo de Senovia
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Por ESTEFANÍA CARVAJAL
Ilustración de Cachorro
Este era un gallo de ciudad y por eso cantaba a deshoras. El piloto tenía la mala suerte de escucharlo cada vez que llegaba a la casa de su novia a echarse un sueño después de un viaje largo. Más que la proximidad del día, el ave anunciaba el paso del tiempo a un ritmo propio, irreverente, sin sentido.
La primera vez que lo escucharon cantó a las cuatro de la mañana, cuando el piloto por fin había logrado conciliar un sueño liviano y resentido por el jet lag de un vuelo desde Europa.
—¡Kiiiiiiiii kiiiiirikiiiiiiiiiii! —escucharon de nuevo a las seis. Luego a las ocho. Después a las once, mientras comían panqueques con miel de maple de Aunt Jemima, como las familias gringas de las películas domingueras.
—¿Cuándo compraron gallo estos hijueputas?
—Callá esa boca, que aquí está el niño.
Un hijo de ocho años tenía la pareja. Ojos azules, lo más de bonitos. Cara blanquita, pelito ondulado, nariz pulida, puesta con gracia en la mitad de su rostro como un copito de terciopelo: igualito al papá.
—Parece un cucú dañado —rugió el padre.
Los nuevos vecinos habían llegado un mes atrás, y con su mudanza estrepitosa anunciaron el caos que se avecinaba. Se trastearon ellos mismos en un camión pequeño que usualmente les servía para ganarse la vida distribuyendo productos lácteos en las tiendas y graneros de los barrios del norte. Desde la ventana de la cocina, que era más discreta que el balcón, Lourdes contó veinte personas de todas las edades, incluyendo a una vieja, a varios niños y a una mujer con síndrome de Down.
El camión llegó atiborrado de cachivaches hasta el techo unas cuatro o cinco veces, y cada vez lo descargaron con más desidia y torpeza, llenando poco a poco el espacio del parqueadero de ellos, y luego, también, el del piloto, que debía de estar llegando en la madrugada.
Al caer la noche, la lluvia suspendió las lentas labores de la numerosa familia, que cubrió lo que restaba del trasteo con la lona del tráiler y se resguardó en la casa a medio armar. Lourdes no se aguantó y bajó a pedirles que hicieran algo de espacio en su lado del parqueadero, temiendo un berrinche del piloto. Con los años había aprendido a torear el mal humor que le provocaban lo viajes largos y tenía varios ases bajo la manga para cuando el piloto la obligaba a ser partícipe de sus desvelos. Él solía decirle que solo con ella lograba dormir ocho horas de un tiro, y ella se congraciaba en ese elogio como se regocijaba con todo lo que la hacía sentirse superior a la mujer oficial del papá de su hijo. Lourdes sabía que era ella, y no la responsabilidad paternal, lo que mantenía cebado al hombre; por eso funcionaba lo suyo. Nunca se había sentido incómoda en su posición de amante y valoraba la libertad de la convivencia a ratos, pero no estaba dispuesta a ceder puntos frente a la esposa o a poner en riesgo la manutención de su pequeña familia, que le permitía dedicarse a ser una ama de casa con mucho tiempo libre y pocos afanes.
Durante las visitas del piloto, todo tenía que ser perfecto. Por un fin de semana, cada quince o veinte días, los tres eran una familia feliz (o la ilusión de una familia feliz), y eso le bastaba a ella, que nunca había creído en las familias felices, y le bastaba a él, que saciaba su sed de romance prohibido sin los riesgos de cultivar amoríos en cada puerto, como muchos de sus colegas.
Antes de tocar el timbre de los recién llegados, Lourdes sintió un fuerte olor a rancio que provenía de la montaña de cacharros. Varios hilillos de agua blancuzca caían por la lona y se acumulaban como un charco viscoso en el desagüe del parqueadero. Para contener la arcada, cerró a voluntad sus fosas nasales y empezó a respirar por la boca. Cuando la vieja abrió la puerta, vio a través de sus brazos flacuchentos, descargadas sus manos en la cintura como las asas maltrechas de un jarrón averiado, a un ejército de hombres y mujeres y niños y niñas sentados en el piso alrededor de dos cajas rebosantes de arroz chino y varias botellas de Coca-Cola, y no pudo evitar pensar en su propia familia y en la cantidad de veces que habían tenido que mudarse de barrio en busca de arriendos más baratos.
Con la imagen de los suyos en mente (madre soltera con cuatro hijos, ella, la mayor, de catorce añitos y de ahí para abajo hasta los siete), Lourdes no fue capaz de hacer el reclamo. En cambio, terminó por comprarles un quesito, una cuajada y tres litros de leche ordeñada para hacer panelitas (con receta incluida). En su defensa, la visita a los recién llegados también le había servido para averiguar información importante sobre el carácter y procedencia de la familia, pues la vieja era una parlanchina. En menos de diez minutos, y sin tener que pasar del marco de la puerta, le contó que solían vivir en lo más alto del valle, tan alto que su casa limitaba con los primeros árboles del más allá de la ciudad, pero que el gobierno les había comprado la casa para construir una estación del metrocable. Aunque el hijo mayor se negaba a salir del barrio, donde todos lo llamaban por su nombre en varias cuadras a la redonda, ella y su esposo habían insistido en comprar en la nueva urbanización. “Por el solar y porque nos queda cerca del templo”, explicó, y por las faldas largas que usaban ella y el resto de las mujeres y niñas de la familia, Lourdes dedujo que se refería a la iglesia evangélica que quedaba a un par de cuadras de la unidad. “Son tan humildes, pobrecitos”, le dijo al piloto cuando reclamó por los chécheres del parqueadero. Pero ahora, con el gallo, no sabría cómo excusarlos. Los vecinos de abajo se habían encargado de construir una reputación.
Poco después de su llegada, un grito agudo que venía de la habitación del niño le espantó los pensamientos. Lourdes llegó corriendo con el corazón en la mano, pero en el cuarto no había nadie. Dijo su nombre con la boca inmensa, miró debajo de la cama, abrió el armario: nada. Corrió a su habitación y ahí estaba, viendo dibujos animados en la televisión. Volvió al cuarto del niño y otra vez la escuchó, ahora con claridad, sin lugar a dudas. Se trepó en la cama, abrió la ventana batiente que daba al hueco del patio de abajo y, como pudo, se asomó. El reflejo del sol en las baldosas blancas la encegueció por unos segundos. Tras unos cuantos parpadeos, empezó a distinguir los objetos arrumados en el fondo del patio, y entre los bultos, cajas, mesas y mesitas del trasteo, neceseres, ollas, baldes, baúles y maletas, vio a la mujer con síndrome de Down.
Vestía un ciclista negro y una camiseta curtida y sucia que alguna vez debió ser blanca, con el logo de una marca de leche estampado en la esquina donde la gente cree que está el corazón. Tenía el pelo corto y tieso, como si llevara meses sin tocar una gota de champú. Era difícil calcular su edad, pero debía tener por lo menos treinta años. Le habían amarrado el tobillo derecho a un grillete, y el grillete a una cadena, y la cadena, a la reja de una ventana. El piso ardía y la mujer amarrada intentaba huir del calor en el único cachito de sombra que reflejaba el tejado del segundo piso. Estaba erguida y empinada, con la espalda pegada a la pared, pero el equilibrio le fallaba. Berreaba cada que sus dedos tocaban la baldosa caliente.
Lourdes se aterró, pero ¿qué podía hacer? Si llamaba a la policía, corría el riesgo de meter en problemas al piloto, que bastantes líos se había ganado años atrás por culpa de unas amistades malucas. Además, los vecinos eran muchos, estaban muy cerca, y si eran capaces de encadenar a una mujer indefensa en la ventana de un patio hirviendo (una mujer que era su hija, su hermana, su tía), quién sabe qué otras cosas les permitían sus límites morales. ¿A Bienestar Familiar? “Estúpida, pero si la mujer no es menor de edad”, pensó. Así que, para tranquilizar su conciencia, lanzó una sombrilla por la ventana y cerró el alero antes de escuchar el grito sorprendido que subió hasta el segundo piso amplificado por la acústica teatral de las cuatro paredes que compartían las dos familias.
Los días que siguieron, el patio empezó a emanar un olor entre agrio y dulzón, como a mezcla de orines y aguapanela, y Lourdes tuvo que clausurar definitivamente la ventana del niño. También tuvo que cerrar la de la habitación principal, porque a la vieja le había dado por cocinar en el solar en un fogón de leña, y las celosías de la cocina, que recogían el vapor del mondongo, la morcilla, los tamales y todo cuanto comían sus vecinos, que era mucho y a todas horas.
Su hijo se había hecho amigo de los nietos de la vieja (a veces eran dos, a veces, tres, pero nunca los mismos) y salía a jugar con ellos al solar en las tardes después del colegio. Por el niño, Lourdes supo que la vieja se llamaba Senovia, el esposo, “Donovidio”, y que estaban construyendo un corral para meter a las decenas de gallinas y pollitos que, por motivos de la mudanza, se habían quedado al cuidado de una vecina del viejo barrio. El niño también le contó que la familia tenía un perro, un caniche lagañoso de ladrido ahogado, de nombre Tuinyi, y que a la mujer amarrada en el patio le decían la Mongotía, pero que en realidad no estaba sufriendo, porque todo el día veía telenovelas y hasta comía tres veces, como todos los demás.
—El gallo llegó hace ocho días —dijo Lourdes (tenedor en la mano izquierda, botella de miel de maple de Aunt Jemima como las familias gringas de los domingos por la mañana) y antes de que el piloto empezara con la cantaleta, le recordó que él no había querido aflojar más plata y por eso había tenido que escoger lo mejorcito que podía pagar.
—Además, esta gente no estaba cuando compramos —agregó, y el piloto terminó aceptando que él mismo le había dado el visto bueno a la casa, aunque con la aclaración de que en ese momento la nueva urbanización apenas tenía un par de familias y no había forma de predecir que alguien fuera a instalar un gallinero en el solar que compartían los pisos de abajo.
La verdad era que, genuinamente, al piloto le había gustado la casa, porque era moderna, iluminada y estaba rodeada de árboles, y, de todas formas, él no iba a pasar allí la mayor parte del tiempo, así que le dijo a su novia que no siguiera buscando y concretó el negocio con la inmobiliaria, tras lograr un pequeño descuento de pionero.
Con la llegada de los vecinos, Lourdes instaló cortinas veladas en todas las habitaciones para ganar privacidad sin sacrificar la luz natural, que en las tardes entraba impetuosa por el balcón de la sala y reflejaba las sombras móviles de las ramas de un búcaro. También puso ventiladores de techo y un Glade en cada cuarto. Se sentía orgullosa de su nueva casa. Con el presupuesto limitado que le dio el piloto, y en apenas un par de meses, había logrado una decoración austera, pero moderna y elegante, que se ganó la admiración de su grupo de amigos, con los que solía encontrarse a jugar apuntado los jueves por la tarde.
Hasta que, en una de esas jugarretas, su amigo el médico abrió la ventana para prender un cigarrillo y se encontró con una imagen que lo dejó sin aliento: en el solar, vestido apenas con una pantaloneta que le quedaba juagada y se tenía que acomodar a cada rato, Donovidio molía a martillazos unas tablas de estiba reciclada con las que estaba armando el corral. Del tronco desnudo le colgaba una panza planetaria, tersa y lampiña: nunca, en sus veinte años de experiencia en el hospital, ni en un embarazo de trillizos, había visto una barriga de ese tamaño. Como si fuera poco, cuando se agachó a recoger una herramienta, la mitad del trasero le quedó al aire, y en ese instante de vergüenza ajena, que la mesa en pleno vio desde las distintas ventanas de la casa, Lourdes decidió clausurar para siempre cualquier abertura por la que pudiera colarse la existencia ordinaria de los vecinos de abajo. Pero los vecinos de abajo no eran fáciles de ignorar.
—¡Kiiikirikiiiiiiiiiiiiii!
—¡Vida triplehijueputa!
Este era un gallo de ciudad y por eso cantaba a deshoras. A veces lo hacía a coro con el resto de los gallos del mundo, o sea entre las tres y las cuatro de la mañana, dos horas antes del amanecer (un coro sordo y solitario debido a su condición de gallo único en kilómetros a la redonda). Pero como nadie respondía a su canto como suelen responder las personas que tienen un gallinero en el solar de su finca —nadie abría los ojos con el día aún en ciernes para ordeñar las vacas recoger los huevos pilar el maíz alimentar las gallinas y, por supuesto, darle el desayuno al gallo— el ave seguía cantando con insistencia hasta que el sol por fin se asomaba, ya bien entrada la mañana, detrás de los altos cerros del oriente. Un gallo que no tiene la responsabilidad de despertar a nadie es un gallo que pierde su razón para cantar. Y sin razones, no hay juicio, y sin juicio, hay un gallo que canta a cualquier hora del día o de la noche, porque no tiene nunca nada mejor que hacer. Así de grave es la ausencia de propósito.
Lourdes aplicó todos sus trucos para tratar de que el piloto conciliase el sueño, con unas pocas victorias que al cabo de dos o tres horas se veían interrumpidas por el canto impertinente reiterado recalcitrante del animal.
Intentó obligar el sueño con unas pastillas psiquiátricas que le habían recetado hacía tiempo, cuando el jet lag le provocaba insomnios de semanas enteras, pero el rezago de los fármacos a la jornada siguiente podía ser peligroso para la seguridad de los pasajeros. Tomarse dos rones no era suficiente para mandarlo a la cama, y más de tres, le daban guayabo. No soportaba ni dos minutos de los pódcast de programación neurolingüística que le hacía escuchar Lourdes, y hacer el amor con ella lo activaba, en vez de cansarlo. La solución más obvia, los tapones de oídos, le generaba ansiedad: el piloto escuchaba falsos intrusos en los sonidos ahogados que se filtraban por la espuma, probablemente provocados por el roce de su cabeza con la almohada, o por Lourdes, o por la mujer del patio, o por el camión de quesitos, o por el hijueputa gallo que alcanzaba a sentir allá a lo lejos, desafinado insistente sedicioso, como los bebés llorones de la clase turista que se oían por horas desde la cabina de mando.
Así las cosas, del mal dormir, las visitas del piloto se fueron espaciando, y aunque ella hubiera podido conformarse con menos del escaso tiempo que ya le daba (que no con menos dinero del que giraba cada mes en su cuenta), el niño reclamaba las ausencias del padre y exigía, con su mal comportamiento, la presencia de una figura paterna que ayudase a disciplinarlo. Lourdes no solo lo sentía triste, con los ojitos azules de cielo nublado bajo las cejas espesas (igualitas a las del papá), sino que también le estaba empezando a ir mal en el colegio: sus calificaciones eran mediocres y había recibido dos anotaciones en el anecdotario en las últimas semanas.
—Es por el gallo, ¿verdad? —dijo el niño, y Lourdes entendió en ese momento que su hijo no era ningún bobo y que no podía seguir mintiéndole en la cara. El piloto llevaba dos meses sin pisar la casa—. A mí tampoco me deja dormir.
Hasta ahí se aguantó. Si el piloto no volvía era problema suyo, pero no iba a permitir que el gallo amenazara la salud y el rendimiento académico de su hijo: no con lo que le costaba el colegio privado que pagaba con la ayuda del sindicato de su novio.
—¿Por qué no llamamos a la policía? A ver si de una vez alguien hace algo por esa señora que vive ahí al sol y al agua.
—No seas boba, Lourdes —le dijo el piloto con su voz chillona (medio afeminada) escondida tras el rugido de un motor que despegaba en algún aeropuerto del mundo—. La policía no sirve para una mierda. Y los que sí sirven son unos sapos. En un dos por tres tienes a un periodista allá en la puerta queriendo ver por el patio a la Mongotía.
Lourdes le iba a reclamar su falta de empatía por la desgraciada mujer, pero recordó que ella misma no sabría cómo llamarla porque nunca había preguntado su nombre, como tampoco se lo preguntó a la vecina el día que la conoció.
Resolvieron agotar un último recurso, que habían dejado hasta el final para evitar las incomodidades de la confrontación: tenían que quejarse directamente con los vecinos. Esperaron hasta la siguiente visita del piloto, de la que no pudo salvarse por coincidir con el cumpleaños del niño.
La vieja les abrió en pijama, una batola motosa de lo antigua, con un estampado de flores descolorido y boleritos en el cuello.
—¡¿Quién es?! —gritó Donovidio desde la última habitación de la casa.
—¡Ovidio! ¡Son los vecinos! —respondió doña Senovia con las manos formando un cono alrededor de la boca—. Disculpen, ¿qué se les ofrece?
—Queremos comprar el gallo —respondió el piloto.
Lourdes y la vieja lo miraron con la misma cara de confusión. Habían acordado que el piloto se presentaría primero, y luego, con amabilidad, explicaría cuál era su profesión y los peligros que el bonito, pero poco amable canto del gallo representaba para la seguridad aérea de los amables pasajeros de su respetada aerolínea.
—Disculpe, doctor, pero el gallo no está a la venta. Si quiere, le consigo uno para mañana.
—Es que yo quiero el suyo.
—No está a la venta —a la vieja le cambió el semblante—. Además, ¿para qué quiere usted un gallo?
Lourdes miró al piloto y con los ojos le dijo: “Pero qué estás haciendo, te embobaste, vámonos de aquí”, y él, con los ojos, y un poco también con las cejas rastrojudas, como las del niño, le respondió: “Untado un dedo, untada toda la mano. Ya me tienes que ayudar”.
—Es que mi hijo se enamoró de él y nos tiene locos que se lo compremos, que lo quiere tener en el patio. Hoy está cumpliendo años —mintió Lourdes.
La vieja hizo cara de que les creyó a medias, pero les dijo:
—Vamos pues a velon —y luego los hizo pasar a la casa y atravesarla toda hasta salir al solar, cuyo acceso quedaba en la pieza donde dormían ella y su esposo de barriga planetaria, en una misma cama estrecha coronada por una lámina desteñida del Horizontes de Francisco Antonio Cano.
Al pisar las primeras baldosas de la casa de abajo, los propietarios de arriba cayeron en un túnel oscuro de muebles y lámparas y cajas de huevo vacías y refrigeradores y niños y niñas desescolarizados y mugre de tierra encostrada y pegoste de comida y aceite de fritar y costales de alimento para el gallinero la lora el caniche y la Mongotía recostada en un cojín de espuma con forma de triángulo, viendo en la televisión el mismo programa matutino que veía Lourdes para matar el tedio de las semanas, y así fueron avanzando detrás de la vieja, casi sin mirar, pero sin poder evitarlo, impulsados por la necesidad de salir cuanto antes de la madriguera nauseabunda en la que vivía un número no determinado de personas y animales y objetos.
A Donovidio lo encontraron tirado en la cama, despertando de la siesta que le hacía al desayuno.
—Nosotros somos gente humilde, gente del campo. Estamos acostumbrados a hacer de todo muy temprano —dijo la vieja, como tratando de disculpar la aparente holgazanería del marido.
Lourdes creyó haber descifrado el plan del piloto y sintió pena por doña Senovia, que en ese momento les daba la espalda mientras abría la puerta del solar. Aprovechó para clavarle una mirada al piloto y decirle con los ojos y con un leve apretón de labios “acabá ya con esto, pues, qué pesar de esta señora”, y él volvió a decirle que, untado un dedo, untada toda la mano, y no le pudo decir más porque en esas la vieja volteó y les dijo “sigan”, y ellos por fin pudieron abrir sus fosas nasales y humedecer de saliva sus bocas resecas y respirar el aire no tan puro, pero sí más agradable, del solar comunitario.
Encerrado en una prisión solitaria, separado de las gallinas por una pared de estibas, el gallo picoteaba el suelo, alzaba las plumas, voleaba la cresta, y cada dos o tres pasos daba un saltito acompañado por un inútil batir de alas que no lo llevaba a ninguna parte. Parecía nervioso, pero los gallos y las gallinas siempre parecen nerviosos, pensó Lourdes. Entonces, como si quisiera mostrar sus talentos a los visitantes, el gallo llenó de aire su cuerpo ovalado, alzó la mirada al tejado de zinc y estiró tanto el cuello que creció casi al doble de su altura original. Su voz era desafinada, pero potente. Y, en conjunto, había algo de gracia en el esfuerzo inmenso que tenía que hacer el ave para cantar.
—¡Kiiiiiiii kiiiiirikiiiiiiiii!
Al piloto le hirvió la sangre.
—Cuando estábamos allá arriba era como un relojito —dijo la vieja—. Ahora, las luces de la calle lo confunden.
Lourdes y el piloto se miraron con complicidad: así que resultó ser cierta su teoría del cucú dañado. La vieja abrió la puerta de la jaula y el ave saltó al otro extremo, escurridiza.
—¿Cuánto quiere por él?
—Deme cincuenta mil —respondió la vieja. Lo que valían en ese entonces unos doce almuerzos ejecutivos.
La transacción fue simple, ágil, chan con chan. El piloto sacó un billete de cincuenta mil de su billetera y se lo entregó a la vieja, que se levantó la falda y lo guardó en un bolsillo de sus calzones. Acto seguido, se metió de un brinco en la jaula, ágil ella, como si tuviera veinte años menos, acorraló al gallo contra una esquina y lo tomó por el pescuezo, se lo entregó al piloto y el piloto le acarició las plumas empolvadas de hollín de leña, acomodó como una hélice sus manos sedientas de silencio y empujó en direcciones contrarias hasta sentir el crujir del cuello del animal, que a él le sonó como masticar una papita frita y a Lourdes como el croar de los insectos de medianoche que solía escuchar en la finca de sus abuelos.
El gallo ni siquiera chapaleó. No se resistió, no cacareó, no tuvo posibilidad de defensa. Puede decirse incluso que no sufrió, salvo por la corta angustia que debió sentir cuando la vieja empijamada se le metió en la jaula, y por la vida miserable y confundida y sin propósito que llevó desde que lo bajaron de la montaña a la nueva urbanización. El gallo aparentemente no sufrió y su cuerpo silencioso cayó a los pies del piloto en una transacción ágil, sencilla, chan con chan, que se repetiría cada quince o veinte días con el gallo de repuesto que la vieja les vendería cada vez más caro (muerto y deshuesado, si así lo requerían) en las nuevamente frecuentes visitas del piloto a su familia feliz de película dominguera.
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