Número 132 // Diciembre 2022

A ver si son capaces de volver solos

Por ESTEBAN ROLDÁN
Ilustración de Juan Fernando Ospina

A los que llegamos del monte cuando terminó la guerra nos decían “los niños del campamento”. En el salón solo éramos dos, Sarita Villa y yo. Nos asignaron el curso según la edad, pues nunca habíamos estudiado. El primer día de clases la profesora de Matemáticas me pidió salir al tablero. Miré a Sarita asustado, aunque ella no pareció darse cuenta porque siguió sacándole punta a los lápices. Los cogía con una mano, los apoyaba en la rodilla y con un cuchillo los pulía. Me quedé sentado con la mirada en el tapete de colores que dejaba en el suelo. Nunca había escuchado la palabra tablero.

Hamilton Yarce, el hijo del herrero del pueblo, al rato dijo:

—Él es de los niños del campamento.

La profesora se quedó pensando, levantó un poco la frente y no dijo más. Retomó la clase. Luego supe que también era su primer día, venía de la ciudad.

—¿Qué es la ciudad? —me preguntó Sarita Villa cuando se lo conté.

—Es como un pueblo, pero más grande.

Para ese momento ya los dos sabíamos lo que era un pueblo, pues vivíamos allí. Más tarde, acompañé a Sarita a orinar en la cancha. Se encuclilló detrás de una portería y orinó. Todos la miraban. El profesor de Biología le preguntó por qué no usaba el baño y ella le dijo que era una niña del campamento. El profesor usó su zapato como pala y echó tierra sobre el charquito. Sarita sacó el cuchillo y yo le pasé un mango que íbamos a compartir en el recreo, puso el filo sobre la cáscara, pero un movimiento del profesor, como si quisiera decir algo y se hubiera arrepentido, la hizo parar. Lo miramos esperando qué tenía para decir, parecía dudar, reparaba en la fruta y en los dedos de Sarita demasiado pequeños agarrándola.

—Lávense las manos, por favor —dijo, y siguió cuidando el recreo.

Todo lo que hacíamos llamaba la atención. Sobre todo, la de Julia Rodríguez, la hija del jefe de la policía del pueblo. Era blanca como una garza y flaca como si solo comiera hojas y flores.

—Oigan, niños del campamento, ¿quieren un poquito? —nos preguntó un día.

En el segundo recreo ella siempre compraba una bola blanca sobre una galleta y se la comía solo con la lengua y después les daba la galleta a sus amigas. Yo caminaba con Sarita.

—¿Quieren? —repitió acercándose—. Si me dicen cómo se llama esto, les doy.

Ninguno de los dos supo responder. Entonces Julia Rodríguez dijo:

—Se llama helado —y aplastó la bola contra la cara de Sarita Villa. Luego se fue corriendo para echarse a reír con sus amigas. Yo unté el dedo en la plasta blanca y fría que quedaba en la cara de Sarita, y así probamos el helado por primera vez.

Al otro día la profesora de Matemáticas nos buscó en el recreo. Empujaba a Julia Rodríguez, que traía los brazos cruzados y la mirada embutida en el suelo. La profe nos dijo que se había dado cuenta de lo del día anterior, y que, como compensación, Julia nos iba a dar un recorrido por el pueblo y nos enseñaría cosas que no conocíamos. Julia se quedó callada. Se fue cuando la profesora terminó de hablar.

—Ella los espera hoy a la salida —dijo la profe.

Al final de clases Sarita Villa y yo salimos juntos. Julia estaba afuera de la escuela. Nos vio, levantó el brazo para saludarnos, sonreía efusivamente. Nosotros nos miramos, pero caminamos hasta ella sin decir nada.

—Síganme —dijo Julia Rodríguez y empezó a caminar con salticos cortos, como en un baile raro pero alegre.

Nos enseñó lo que eran las máquinas tragamonedas, los carritos de balineras y las alcantarillas que se tragaban el agua lluvia que bajaba por las canoas desde los techos. Dijo que de su balcón bajaba una canoa hasta la calle como si fuera una serpiente.

—¿Qué es un balcón? —preguntó Sarita.

Julia nos explicó y después nos mostró una piscina.

—Pero esta no tiene tobogán —dijo.

—¿Qué es un tobogán? —preguntamos los dos al tiempo.

—¿Quieren ver uno? En la piscina de las afueras hay dos.

Dijimos que sí y nos llevó caminando rápido por las callecitas del pueblo, dando más vueltas de lo necesario, según me pareció. Llegamos a un portillo y tomamos un camino de herradura que zigzagueaba y se metía al bosque.

—Allá, después de los matorrales está el tobogán —dijo por fin Julia Rodríguez.

Sarita Villa y yo caminamos hasta los matorrales y al ver que no había nada miramos a Julia, que se había quedado atrás.

—¡A ver si son capaces de volver solos! —gritó y se echó a correr haciendo un sonido con los zapatos como si alguien le diera puños a la tierra.

No alcanzó a avanzar mucho. Sarita le había tirado el cuchillo, como si estuviera cazando conejos en el campamento, y se lo clavó en la espalda a la altura de los riñones. Cayó con un golpe suave contra la grama crecida a la berma del camino.

—Perdón, fue un reflejo —dijo Sarita.

Vi que Julia todavía se movía y corrí hasta ella. Le saqué el cuchillo y la ayudé a girar boca arriba. Traté de hablarle, pero no respondió. Solo se movía con espasmos involuntarios como los pajaritos que se estrellan contra los vidrios de las ventanas.

Sarita cogió otra vez el cuchillo y se lo clavó en el pecho.

—No podíamos dejarla sufriendo —me dijo con la voz quebrada.