Día 3

La vacuna y el rebusque

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA

No pasaron más de tres horas después de mi primera dosis de Pfizer y ya sentía entumecida la pierna izquierda, la mocha, y un calorcito de fiebre subiéndome por el pecho. Adormecimientos inesperados, tenues dolores de cabeza y sí, el mancazo en el brazo izquierdo que me hacía recordar los tiempos del colegio, cuando el más grandulón pasaba repartiendo “gatos”, antes de que asomara sus barbas el profe de Educación Física.

Un día entero rengueando por los corredores del Tour, como uno de esos escritores fracasados que fingen escribir poemas en los bares olvidados de La Bastilla o el Parque Bolívar. Todos ellos aporreados por los años, la calle y los vicios.

La doctora Patricia, de los bomberos de Francia, me había dicho, con cierto condimento de broma, que tratara de descansar lo más que pudiera, y “si se encoge tu ‘amiguito’, no le eches la culpa a los bomberos”. Como no sé nada de francés, tuve que sonreír sin saber si era o no correcto, mientras que ella, complacida con su gracia, se carcajeó.

—Marica, ¿no entendió lo que le dijo la doc? —me tiró Barbosa, uno de mis compañeros de viaje, alargando la burla.

—Nada parce, no entendí —contesté digno.

—Bueno, ahora le explico —y soltó una carcajada.

Es difícil ir cojeando hasta los buses de los equipos para entrevistar a los colombianos, y más en esta segunda semana, cuando a los organizadores les dio por ponerlos muy lejos de la prensa, y siempre al borde de quebradas, ríos o el monte.

—Qué hijueputas, mi acreditación es pal monte —me repito mentalmente mientras avanzo como cabra entre los riscos.

Debido a recuerdos de la niñez no me gusta eso de caminar cojo, con un bolso a la espalda y una bolsa en la mano, entre la maleza o al lado de las quebradas. Cuando vivía en El Socorro, en San Javier, tuve dos desgraciadas experiencias con locos violadores cuyos escenarios preferidos eran, precisamente, las quebradas y el monte.

Fabricio, el jefe de comunicaciones del Tour de Francia, ya tiene detectado el logo de mi micrófono, pero, por alguna extraña razón, todavía no reconoce mi cara. Como un ladrón afinado y confiado, lo saludo todos los días, e incluso, hace poco, le hice una entrevista. Me parezco mucho a los cosquilleros de La Alhambra en Medellín, que primero se toman tintos y cervezas con sus víctimas, antes de vaciarles los bolsillos.

Tampoco es que cruce mucho la línea, porque quiero llegar a París, así sea por el monte o las quebradas.

No soy el único. He descubierto que son muchos los periodistas que, como yo, no tienen derechos, y también se ven obligados al rebusque diario de los hechos. Más de una vez me he topado con un ruso tan áspero, tan montaraz que, de no tener su acreditación y su cámara fotográfica, mil veces habría jurado ante un juez: “Señoría, es un simple vagabundo”.

Creo que se apellida Makhaleynikov, pero yo preferí bautizarlo ‘Encías Sangrantes Murph’”, como el hirsuto jazzista de Los Simpsons.

—¿Eras colombiano? Ah, Nairo, Bernal, Escobar —me eructa mientras se bebe un par de sorbos de lo que, aguzando la vista, parece una pequeña botella de Whisky, o de jarabe.

Tiene un fuerte olor en las axilas y siempre, pero siempre, lleva su celular escaso de carga.

—Colombiano, ¿tenes lugar el tu auto para me cargator?

—Lo siento, amigo, no viajo solo.

En el rebusque de los buses también se ven holandeses, australianos y un par de ecuatorianos que trabajan para una prestigiosa empresa estadounidense. Al parecer, yo les he tomado mucha ventaja en el arte de trochar para pescar fulles, y desde la etapa de Tignes, cuando entrevisté a Nairo en el lobby del hotel, andan tras de mí como dos boy scouts.

Y claro, yo trato de evitarlos, porque es más fácil que pillen a varios que a uno solo, entonces los gambeteo entre camiones y jardines, esforzándome al máximo para pasar rejas y alambrados.

Pero es que tengo mucha suerte, debo aceptarlo. En la etapa de Malaucène, por ejemplo, me topé con un gendarme pedregoso como el Mont Ventoux, y calvo como el Mont Ventoux. Me tomó de la mano y me dijo, “amablemente”:

—Aquí no puedes pasar, muéstrame tu identificación”.

Cuando vio que era colombiano, “lo juro señor juez”, a punto estuvo de echarse a llorar.

—Viví cuatro años en Colombia. Qué alegría. Tengo bonitos recuerdos de tu país. Ve, ve, ve a hacer tu trabajo.

“Y lo vuelvo a jurar, señor juez, el policía se apellida López, como yo”.

Tras el rebusque, tomo el camino hacia la sala de prensa, entusiasmado y feliz de poder irme a descansar. Escondo el micrófono y oculto mi acreditación mientras paso la zona de buses. Me quito la gorra de ciclismo, que hace parte de mi disfraz, y me pongo una beisbolera de Tissot, que me cubre mejor del sol.

Ya en la sala, abro mi viejo computador y espero a que haya alguna red gratis disponible. Si no, comparto el internet de mi celular y me pongo a escribir. Antes de empezar echo un vistazo y vuelvo a preguntarme: “¿Qué hago aquí?”.

Frente a mí se sienta Philippa York, la genial columnista de Cyclingnews, a quien en los ochenta conocíamos como Robert Millar, uno de los grandes escaladores europeos de esos tiempos, quien se batía cada tanto con Patrocinio Jiménez, Lucho y Parra. Millar, de un momento a otro se alejó del ciclismo y de todo el mundo, y reapareció años después como Philippa, todo un símbolo en las luchas por la diversidad sexual.

—Hello, how are you? —me saluda con una breve sonrisa y luego se acomoda un mechón de su cabello rubio. Me conoce desde el primer día, porque desde el primer día quise entrevistarla. Luego les compartiré la charla.

Sigo mirando a mi alrededor y veo a todos esos grandes comentaristas y escritores de La Gazzetta, RTL, Le Monde, Le Parisien, y me quedo extraviado en esas caras de concentración, de ensimismamiento. Todos ellos van y vienen por las carreras, con todas las garantías posibles, y vuelven a sus países y se reúnen con sus familias, o retornan a sus apartamentos en Londres, Roma, Milán o Bruselas, y de algún modo, son felices.

Yo, en cambio, estoy en el camino de las “tres grandes” por una bella casualidad, que agradezco todos los días, pero cuando todo acabe tendré que volver a mis destruidos cimientos, a tratar de levantar los escombros que quedan, y, sobre ellos, como el vagabundo medio alegre y medio depresivo que a veces soy, me tomaré una cerveza y diré: “Qué hijueputas, con la suerte que tengo, seguro mañana estaré en Noruega, viendo una aurora boreal, o en el Rincón de Bonanza, o en Belén, tomándome media de aguardiente. Lo que sea será.”

—Amigo, amigo, ponte el tababocas por favor” —viene y me dice el encargado de la disciplina de la sala de prensa. El regaño me saca de mis pensamientos y me devuelve a la hoja en blanco que, gracias a la buena onda de los ciclistas, podré llenar un día más, y entonces podré irme, a rebuscar hotel y algo de comer, y a seguir pensando, con la cabeza en la almohada: “No sé cómo rayos estoy aquí, pero estoy, y qué lindo es estar en estos paisajes”.