Día 2

La revolución de Nairo

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA

“Cuando vas mal, en el Tour, siempre irás a peor”, me dice Carlos Arribas, el maravilloso cronista de El País de España, señalándome a Primoz Roglic en el televisor de la sala de prensa de Le Grand Bornand. El esloveno va cabizbajo, tirando de su bicicleta como buey de carga, y derrotado, completamente derrotado por la carretera.

“Es no que puede más, y seguro no sale mañana, ya lo verás”, anuncia el brujo Arribas y luego se va a paso largo de la sala, altivo, como hace años no se le veía, y todo por los dieciséis kilos de peso que perdió en los recientes años, tras acomodarse a una dieta sana y a ejercicios físicos recurrentes. Hasta se le ve más joven, al viejo, y hasta se le ve más alegre, al gruñón.

Primoz Roglic.


—¿Y adónde vas ahora Carlos?

—Al hotel, que tengo un vinito y unas aceitunas…, y quizás un poco de jazz.

Roglic también se ha hecho un poco más viejo, y más gruñón. Tiene 31 años de edad y siente que su etapa de gloria está a punto de finalizar. La gasolina se le acaba al de Trbovlje, al igual que las oportunidades para ganar el Tour, la carrera que a todos obsesiona.

Con el recuerdo aún vivo de su derrota en La Planche des Belles Filles, el año pasado, Rogla llegó al Tour 108 de la historia con la ilusión de subirse al primer cajón del podio, pero no tan convencido de hacerlo. Pasó semanas oculto en las montañas de Tignes, repasando cada una de las etapas de la Grande Bouclé.

En el Grand Depart, en Brest, el esloveno solo contabilizaba diecisiete días de competencia oficial, y con esa carga en sus piernas intentó plantarle cara a Pogacar, su gran rival, y quien, más tranquilo, se había pasado los días previos al inicio del Tour rodando a ritmo de ciclopaseo en Eslovenia, gozando del cariño de sus paisanos.

“Pogi, Pogi, Pogi”, se escuchaba desde Novo Mesto hasta Liubliana, mientras el niño de los ojos aletargados avanzaba sobre su Colnago vestido de verde, o de blanco, en el Tour de Eslovenia. Y ese Pogi festivo llegó a Francia con más de treinta días de carretera, y con esos ojos de madrugada que no dicen absolutamente nada.

El miedo se advertía en los gestos de todos los corredores. Pogacar pasaba pedaleando y con la cabeza erguida, y los demás se quedaban en silencio, frenados para admirarle. Roglic era el único que trataba de evitarlo, de mirar hacia otro lado, pero era inevitable sentir la arrolladora presencia del capo del UAE Team.

Antes de Tignes, con Pogacar ya como líder, Roglic prefirió bajarse de la bici e irse a casa. Tenía como disculpa su caída en la etapa tres, más el enredón de la primera cuando aquella señora sacó el dichoso cartel para saludar a los abuelos.

Pelado en ambos muslos y con el brazo izquierdo vendado, el dos veces campeón de la Vuelta a España parecía un soldado herido y olvidado por su pelotón, e iba siempre solo y en la retaguardia, perdido, cansado, vacío.

Se fue de manera penosa, como un artista que falla en su último show y entonces debe reprogramar la despedida.

Apenas tiene 31 años, Primoz Roglic, pero parece estar más cerca de la jubilación que de la redención, y todo por cuenta de esa nueva generación que empuja y empuja con fuerza.

Nairo Quintana también tiene 31 años de edad, pero, al contrario de Roglic, se ha reinventado para no generar lástima entre los rivales y los aficionados. Dejó atrás ese orgullo de creerse el “más grande ciclista en la historia de Colombia” y, como cualquier novato, volvió al primer escalón para empezar a subir, de nuevo, hasta la cima de París.

Dejó de pensar en el “sueño amarillo” y ahora se le ve más feliz y tranquilo persiguiendo un objetivo más terrenal, más a su alcance: los premios de montaña.

“Si me ven perdiendo veinte minutos en una etapa, no se alarmen, lo haré voluntariamente, porque quiero pelear los premios de montaña”, nos contó a los periodistas el primer día, en Brest, y luego me lo ratificó a solas, antes de salir de tierras bretonas.

“No estoy para la general, aunque me vean bien en la clasificación. Quiero otra cosa”, me insistió cuando saqué el micrófono para entrevistarlo.

Aunque Nairo se resiste a la jubilación, como se resisten Nibali, Froome, Thomas, De Gendt y otros grandes del circo del pedal, su andar cansino, casi rengo, delata su momento de forma y, hay que admitirlo, el paso de los años. Cuando termina las etapas y camina hacia el bus del equipo o hacia el hotel, pareciera que carga con un grave problema de hemorroides.

“Volvé después, o esperame me baño y me quito este frío tan berraco”, me soltó tiritando tras la etapa de Tignes, donde la temperatura bajó hasta los catorce grados al borde del lago, y a un grado en la cima de la pista de esquí.

Fotografía cortesía Eylen Ríos, fotógrafa del equipo Arkea.

Un anciano joven, o un joven envejecido. La verdad es que Nairo ahora es más elocuente con la prensa, más conversador e, incluso, más bueno con los aficionados. Es un Nairo sin la presión de la general y más enfocado en la montaña.

“Es algo que hablé con el equipo. Necesitábamos algo grande en este Tour y elegimos luchar por la montaña. De nada nos sirve quedar octavos o novenos de la general, pero no subir al podio nunca, ni ganar una etapa”, explica el Cóndor de Cómbita, quien hasta hace cinco años peleaba mano a mano con Froome, Nibali, Urán, Contador y otros gigantes de la bicicleta.

Y claro, para uno como periodista, esta nueva versión de Nairo es mucho mejor que la anterior, esa de gafas oscuras, pinganillo y guardaespaldas en cada carrera. Incluso, uno le perdona sus propagandas gobiernistas en Colombia, porque está de una blandura de carácter que más parece un abuelo que un ciclista famoso.

“Qué pena no haberte recibido antes, pero en serio, estaba muy cansado y tenía mucho frío”, contestó cuando me vio esperándolo frente al lobby de su hotel en Tignes.

Como Carlos Arribas, Nairo ha tenido un cambio extravagante. Con decirles que hasta regala él mismo las caramañolas y, a pesar de la presencia subrepticia del covid, se toma fotos con sus fans y firma camisetas como Cristiano o Messi.

En Valence lo esperé dos horas para entrevistarlo, bajo la lluvia, y al verme lavado bajo un árbol, me llamó hasta el carro del equipo y me dijo: “Mañana sin falta”. Me sentía en la canción de Calamaro y los Abuelos de la Nada, pero me fui contento a la sala de prensa, a buscar un café para calentar los huesos.

De haber sido Esteban Chaves, lo mismo le hubiera dado verme mojado o ahogado en el río Isere. Se habría ido tranquilo para su hotel, sin siquiera levantar el mentón para saludarme; sin una sola mueca de afecto en su rostro de adusto monaguillo.

¡Ay, ojalá todos fueran Nairo, o Rigo, o Higuita! Ellos siempre se detienen a conversar, y más cuando me ven en apuros: huyendo de las “ojo de halcón” de Fabricio, o tratando de ocultar el micrófono en mi morral repleto de caramañolas recogidas en el camino.

“¿Cuántas pensás llevar a Colombia pues? ¿Ya las tenés vendidas?”, bromea Rigo cuando me ve todo afanado y corriendo por entre las vallas, y entonces detiene lo que sea que esté haciendo y me dice: “Solo una pues, que no se puede todos los días. Ya me regañaron por hablar en los buses”.

No pasa lo mismo con otros veteranos como Froome, Dan Martin, Nibali o Greipel, quienes, lejanos ya de sus mejores años, deambulan entre los rezagados del lote, estirando el retiro hasta donde se los permitan los contratos, o hasta que las piernas y, sobre todo, el cerebro les digan: ya basta.

Y en ese irse sin quererse ir, algunos son Nairo y otros son Chaves. Algunos se vuelven más coloquiales, más cercanos, como Damiano Caruso en el Giro, o Chris Froome en el Tour Colombia, pero Nibali, o Greipel, o incluso el mismo Cavendish, quien se deleita con su increíble renacimiento, fingen que no escuchan, que no entienden, o que están retardados.

Fotografía cortesía Eylen Ríos, fotógrafa del equipo Arkea.

Yo ni los volteo a ver cuando voy en busca de mis notas. Para qué. Apenas unas señas, para que me tiren caramañolas, o gorritas (capellinos), y nada más. Eso tampoco me ha salido bien con ellos. En la primera semana, por ejemplo, le dije a Vincenzo que si me regalaba los guantes y en un italiano muy siciliano me tiró: “Ya estás muy viejo para estas cosas, cómpralos en la tienda”.

Me fui con las ganas de decirle: “Qué tiene que ver la edad con el gusto por el ciclismo”.

Nairo, al menos, ya puede subir al podio todos los días, a recibir aplausos y queridura de la gente. Froome, Nibali y otras leyendas de la década pasada van de los buses a la carretera, y viceversa, sin llamar demasiado la atención.

A duras penas, la gente le grita arengas a Vincenzo, pero Froome todavía padece el odio de los franceses, quienes nunca han creído en su limpieza como deportista. Ahora parece que tampoco creen en la de Pogacar, a quien tildan de dopado; incluso, algunos periodistas de Lequipe, de Le Parisien y de TF1 se han atrevido a decir que lo de Pogi es un doping molecular, practicado desde que era niño y se entrenaba al lado de Andrej Hauptman, excorredor esloveno que abandonó el deporte por dopaje.

Es difícil no creer en fantasmas cuando abundan las sombras, pero, de momento, Pogacar va ganando el Tour en franca lid, cumpliendo las reglas. Y así tocará escribirlo cuando el circo acabe, a menos que alguno de esos diarios franceses presente una prueba irrefutable.

Pogi es el abanderado de una nueva generación de ciclistas que, en realidad, sí parecen hechos en laboratorio. Tienen médicos que les hacen seguimientos desde que tenían diez o doce años, y conocen los potenciómetros y todos esos artilugios tecnológicos desde los catorce. Corren diferente, y ganan como queriendo humillar a sus rivales.

Eso lo vi en Juan Ayuso en el Giro Sub 23. El prodigio español del UAE, equipo de Pogi, se ganó aquella carrera de principio a fin, con sobrada diferencia, y cuando podía ceder una etapa a sus compañeros de fuga, fruncía el ceño y contraatacaba. Como Pogacar, o como Evenepoel, no quería dejar ni las migajas.

Yo prefiero quedarme con Nairo, y con su pequeña revolución contra la camiseta amarilla. Él, como Pogacar, corre su propio Tour, sin preocuparse por las angustias de los demás, sin estresarse por saberse lejano de los puestos de vanguardia. Y para qué, si todos los días sube al podio.

Como Arribas, el Negro va en lo suyo, rengueando como anciano que hace la fila por la pensión, pero feliz, porque con esos pesos puede ir a comprarse las polas, o los tintos, y reírse de los que todavía salen a trabajar, convencidos de que hay segundas juventudes.

Fotografía cortesía Eylen Ríos, fotógrafa del equipo Arkea.