A X 504, EN SU TUMBA

Por EDUARDO ESCOBAR
Fotografías de Jairo Osorio

Mi muy amado Jaime. No estoy muy seguro de que podás leer esta carta, pero no es imposible. Después de todo, tal vez es cierta la afirmación de Jean Cocteau al decir que los poetas no mueren, solo fingen morir. Y quién quita que consigás arreglártelas, vos, que siempre fuiste tan raro que a veces no parecías un hombre sino un secreto calzado con unos zapatos impecables. A lo mejor los muertos se quedan revoloteando con su cuerpo energético, pulsando alrededor de los vivos, y leen por sobre el hombro lo que escribimos, sin mucho interés, además. Sí. Cualquier cosa es posible en este mundo cuántico, en este fabuloso espejismo hecho de partículas inescrutables, inconmensurables e imprevisibles, tejido sobre una trama electromagnética, donde el 95 por ciento de

las cosas que pasan nos pasan desapercibidas y apenas se dejan intuir de lejos para los sabios y los locos y uno que otro poeta iluminado como vos y yo.

A lo mejor, mi queridísimo, el cuerpo sigue evolucionando, vibrando en los intersticios que mantienen unida la materia oscura, sin perder por completo los atributos del cuerpo más evidente, hecho de mocos y huesos y pelos y palabras. El mismo con el que vos salías a recibir a los amigos, desnudo…, y el mismo con el que escribías en estado de gracia, es decir, empelota como Adán. Es fama que recibías desnudo a los amigos en tu casa. Vos mismo declaraste muchas veces que escribías desnudo. En honor de la verdad a mí siempre me recibiste de punta en blanco, correctamente vestido como para un coctel. No sé si por respeto o por mera casualidad.

Pero en fin. Si no sos capaz de leer mi misiva, mejor que mejor. Toda la vida en nuestros tratos esporádicos, más escasos de lo que yo hubiese querido, y que a pesar de las intermitencias nos proporcionaron el lujo de una amistad fraternal, honda, viva y verdadera, porque la amistad no se da por el tiempo que pasamos juntos sino por la intensidad de los sentimientos que compartimos, toda la vida, digo, estuve temblando de miedo de ofender tu pulcritud, tu cortesía, ese modo tuyo de andar cuidándote de no herir el mundo con tu marcha más allá de lo perfectamente indispensable. Si ni siquiera me atreví jamás a soltar un ajo delante de vos y hasta respiraba con cautela para no contaminar tu sencilla aceptación del mundo, tu modestia que fue la forma de ejercer el orgullo legítimo que pretendías ocultar tan bien. No soy nada vanidoso. Y ni siquiera de eso me envanezco, dijiste también con relativa frecuencia.

Vos debés acordarte como yo, si los muertos se acuerdan, si los vivos no son apenas unos que recuerdan los sueños de los que se ausentaron parcialmente. Al comienzo del nadaísmo, cuando nos fuimos a conquistar a Bogotá porque lo que no pasaba en Bogotá no pasaba en esta república virreinal todavía, vos me sacabas el bulto, me esquivabas como a los alacranes. Yo te veía pasar por la carrera séptima al atardecer, con tu andar pausado, adosado a los muros con tu gabardina blanca que el hollín ciudadano perdonaba, los ojos puestos en el suelo, en una burbuja de silencio infranqueable como una coraza de coco. Yo me moría de ganas de acercarme y de saludarte y declararte mi amor. Había leído tus poemas y te admiraba. Pero nunca me atreví a abordarte, porque vos tenías tu fama de impertérrito y yo, aunque era apenas un atarván de veinte años, plagado de tristezas y sin peso en el bolsillo, respeté siempre el muro que interponías entre nosotros y no estaba dispuesto a aceptar un desaire de nadie por genio que fuera.

No te culpo. Vos te acordás. El nadaísmo estaba dividido en dos grandes vertientes. La de los sanos y la enferma de las flores del mal a la que yo pertenecía con dariolemos y otros beatíficos innombrables. Los sanos andaban las cafeterías con sus libros, algunos pensaban que la literatura iba a salvarlos, otros simplemente vegetaban y dejaban pasar el tiempo sobre un pocillo de café frío con aureolas de moscas filosóficas sin decidirse jamás a tomar esas clases de inglés o quedarse o marcharse a los Estados Unidos, como después hicieron unos pocos. Las flores del mal éramos más activos, incluso hiperactivos. Fumábamos marihuana cuando la marihuana era una yerba del diablo y te podía mandar una temporada a la colonia penal de la Gorgona, nos embrutecíamos con las drogas siquiátricas del orden establecido para probar públicamente su ineficacia ramplona, y usábamos la cocaína alemana que ya empezaba a circular entre los señoritos, con las locas más arrebatadas de Guayaquil, con las putas que las parían, con los peores malandros de la municipalidad. Nos las dábamos de piratas y no queríamos un futuro ni siquiera en la literatura por puro autodesprecio quizás, o por el simple miedo de aburguesarnos. Los sanos a veces trabajaban como Humberto Navarro, el inefable Cachifo, y como Alberto Escobar. Y como vos. Los del bando de las flores del mal practicábamos al pie de la letra los mandatos de los manifiestos y odiábamos las actividades productivas. No voy a repetir mis pecados de juventud aquí, con vos, porque los conocés, porque quizás los conociste. Y todos están

consignados con pelos y señales en los archivos de algún juzgado y declarados, como la prueba reina, en las proclamas que a veces escribíamos entre todos, antes de que Gonzalo Arango las plagara de veneno católico disfrazado de anticlericalismo y Amílcar las salpicara con sus impecables ironías de sacristán. Adolescentes, golpead vuestros puños en mi pecho, declamaba Amílcar. Tenía diecisiete años. Pero se sentía un King Kong.

Ahora que lo pienso todos éramos unos neuróticos atroces, profundamente heridos en la carne, los que como vos seguían conservando la corbata del colegio y el nudo de la sumisión en la garganta, y los que como yo, del ala siniestra, gozábamos del placer sadomasoquista de apagar los cigarrillos en el envés de las manos sin una lágrima, aquí están las cicatrices, y obligábamos a nuestras novias, educadas con monjas, a imitarnos en prueba de amor. Plagados de terrores absurdos desgarrábamos el corazón de nuestros padres y los juzgábamos y los condenábamos a muerte en nuestros sueños y les cantábamos responsos anticipados. Éramos ácidos y violentos. Tu neurosis era de otra clase, la propia del carácter compulsivo. Vos tenías agenda, llevabas los zapatos lustrados como espejos, la gabardina blanca como recién salida de la lavandería, parecías más bien un burócrata con todo en su sitio que acaba de escapar de las manos de su barbero para ir a cobrar la quincena, que un gran poeta. Nosotros estábamos orgullosos de nuestras melenas corsarias y de nuestras barbas agrestes y nuestros zapatos rotos. Vos apenas tenías un moño de pelo en la altura de una cabeza de huevo pálido. Me acuerdo de las cartas que me escribías regañándome porque pensabas que las drogas estaban oscureciendo mi estilo. Me advertías cosas como que Elmo ya se cae solo, como que tal otro salió del manicomio la semana pasada. Recuerdo que una vez me escribiste una carta a dos columnas, lo cual parecía imposible en ese tiempo de las máquinas de escribir de carro y de cinta entintada, cuando no habían inventado los computadores que hacen esas cosas para complacencia de los rigoristas. Esa carta es el mejor ejemplo que conservo de tu rigurosa paciencia. Si no se la han comido los gorgojos, que también saben ser pacientes y puntillosos como eras vos.

Así fue como tuve que esperar muchos años para poder estrecharte la mano. Fue por intermediación de Gonzalo Arango. Una vez, mientras paseábamos por Bogotá, después de habernos incorporado una frijolada en aquellos tiempos de hambres, y de descubrir que nos habíamos quedado sin plata para el café, Gonzalo me dijo fingiendo un ataque lucidez: Vamos a la casa del Monstruo, porque así te llamaba, él nos invita a un café. No, Jaime me rehúye. Temo que no le guste mi infamada personalidad. Dije yo. Si vas conmigo te recibirá como a un príncipe, repuso Gonzalo, y así fue. Y recuerdo que nos ofreciste, no el café que esperábamos, sino sendas porciones de agua de tilo, aludiendo a Proust, en dos tacitas azules de la misma familia, de una delicadeza oriental, como de las mil y una noches. No había más pocillos en tu casa que esos, uno para vos y el otro, supongo yo, para la ballena que a veces te visitaba, como nos contaste en uno de tus primeros poemas estelares. No me acuerdo bien si sacaste tu pequeño revólver de inspector de policía de Altamira que todavía conservabas y todavía funcionaba, para precaverte contra mi mala fama, porque así era el desprestigio que cargábamos las flores del mal, injustamente muchas veces, porque también fuimos parte de una leyenda negra que nosotros no nos preocupamos por desmentir. Pero me lo puedo estar inventando todo para destacar tu apego a las normas, aunque eras mejor lector de Baudelaire que todos nosotros, desde luego que sí. Y de Lautréamont. Aunque no levantabas la voz, ni bailabas, ni siquiera el vals, ni bebías, ni trasnochabas, ni soltabas ajos, ni fumabas aunque siempre llevabas con vos un paquete de cigarrillos Marlboro para los amigos. Y una botella de brandy español en tu casa para las visitas. Decías que apenas comías. Pero es obvio que comías aunque casi nunca comieras en público. Si hasta me recomendaste ese restaurante de la calle 14 de Bogotá que nunca encontré, donde me asegurabas que servían la mejor teta de manatí del mundo.

Recuerdo cuando te fuiste a vivir a Medellín, a un apartamentico en un conjunto aledaño al Club de Caza y Pesca Cazadiana, el mismo de donde, una noche de puñales, nos echaron con una patada en el culo a Jotamario y a mí. Ya me habías perdido la desconfianza y me recibías desarmado. En Bogotá tenías muebles, una silla, dos pocillos y la cama que te prestó Elisa Mujica. Y hasta espejo. Porque tampoco te faltaba valor. En Medellín me sorprendió sobre todo la desnudez del lugar para que pudiera llamarlo tu hogar. Ni siquiera tenías una cama. Te pregunté dónde dormías. Y respondiste que tenías un colchón en el ropero que extendías en un lugar distinto cada noche para no tener que dormir y soñar en el mismo lugar de siempre. Las camas, pensabas, eran una atadura en una costumbre indeseable. Así eras de libre. Gonzalo te llamaba una belleza de amigo. Aunque a veces encabezaba las cartas que te escribía, con un insolente, querido iguana. Así se querrían. Pero si el sapo es una obra maestra de Dios, como dijo el norteamericano, con más veras las iguanas, esas supersticiones prehistóricas que todavía ponen huevos como antes de que cayera el aerolito de Yucatán.

Nosotros las flores del mal nos divertíamos, nos degastábamos cruelmente como si nos odiáramos, nos autodestruíamos, vagábamos por ahí con nuestras ninfetas, numerosas y malas en el mejor sentido, unas frígidas, pero todas perversas y pérfidas. Vos tenías una vida secreta. Nuestra vida secreta era pública. La tuya a veces dejaba traslucir el extraterrestre. Me habría gustado saber cómo empezaste a ser estrambótico. Sospecho que todo comenzó como cuenta Gonzalo Arango en una carta que recogí en el libro con la correspondencia violada del

nadaísmo, allá, en la mangada de El Paraíso, una vereda a orillas del río San Juan, adonde ibas a bañarte con Gonzalo. Yo no sé qué pasó. El relato de Gonzalo es enigmático. Como una fábula mítica. Pero vos debés acordarte donde quiera que ahora estés, con esa sonrisa de siempre que partía el alma porque era la de un niño mutilado tempranamente. Por si te interesa, te cuento que tu fallecimiento puso la poesía de moda en los medios como en los tiempos del primer nadaísmo. Cómo te quería la gente en todas partes. Todo el mundo te amaba. Menos tu casera del apartamento en Las Playas. Qué le hiciste a esa mujer estridente para que me contestara al teléfono de esa manera. Su voz sonó como si alguien pasara unas uñas muy largas por un vidrio en una película de terror.

Ay, amado Jaime. Nos veíamos apenas de quinquenio en quinquenio, brevemente, en mi casa en las nubes de La Calera, en tu oficina de publicista de la calle 14 donde le diste trabajo a tu admirado Amílcar Osorio, que vos y yo sabemos fue el poeta más inteligente del nadaísmo y el más negligente. El que escribió el poema más bello de nuestra generación, Plegaria nuclear de un cocacolo. Tan redondo como tu canto de Mamá negra, por lo menos, la que bebía a pico de estrella.

Mientras te escribo esta carta el mundo rememora el día de la pesadilla del derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York, con campanas, himnos y discursos y entrevistas a los sobrevivientes por la televisión. En Colombia se murió Antonio Caballero. En Chile todavía protestan contra el golpe militar de Pinochet a pedrada batida. Y en esta casa a la que no tuviste tiempo de venir, suena el réquiem polaco de Penderecki. Y miro en los diarios las fotografías de tu funeral en la iglesia de San Ignacio, donde empezó el nadaísmo con una quema de libros y el empapelamiento de los muros con un aviso funeral que rezaba:

LA POESÍA COLOMBIANA HA MUERTO

Los nadaístas invitan a sus funerales, que se realizarán en la plazuela de San Ignacio.

Vos debías andar trabajando en la división de impuestos nacionales de Cali, estrenando las primeras computadoras enormes como hipopótamos y lerdas como tortugas. Yo estaba en el reformatorio de los padres capuchinos en Fontidueño purgando un delito menor, una infracción contra el reglamento arzobispal, inventado por una inspectora de menores de dientes torcidos que tenía tres tetas y estaba casada con un tenor lírico. ¿Vos te acordás cuándo fue, qué fecha era y cómo se llamaba la dama? A mí también se me olvidó. Pero no importa.

Ay, Jaime querido. Si vieras la puta falta que ya nos estás haciendo cuando apenas acabás de irte. Aunque hablamos raramente, el amor suplía los silencios. Y era bueno, con defectos y todo, un mundo donde uno sabía que vos andabas por ahí, en alguna parte, en el tumulto, sacándole fotocopias a un poema o comiendo teta de manatí en la calle de los esmeralderos.