Los embrujados

Por DAVID HERRERA
Ilustración de Señor OK

Dedicado a Silvia Pérez


Ese día nos encontraron fumando marihuana en el colegio. El Gordo y yo estábamos parchados dándole a los plones en el morro, casi al mediodía, cuando de repente una voz nos llamó desde los lados de la cancha. Minutos después ambos caminábamos directo a la oficina de la coordinadora. Allá nos quedamos hasta que sonó el timbre para terminar la jornada. Entramos en silencio, mirándonos de reojo, sin saber qué iba a pasar, pensando en las pocas semanas que faltaban para graduarnos. Ella cerró la puerta, se dirigió a su escritorio, sacó unas hojas de papel en blanco y, luego de anotar los nombres, mientras nos aseguraba que podíamos estar tranquilos porque por ahora no iba a llamar a nuestros acudientes, pues esperaba que esta situación no se repitiera, nos pidió que escribiéramos por qué hicimos lo que hicimos en ese momento, en ese lugar. Silvia leyó el testimonio de cada uno, levantó la mirada, los guardó en una carpeta con otros documentos y nos permitió salir. El Gordo se fue a su casa tan rápido como dejó de hablarme porque a su tía no le gustaba mi amistad. Yo, en cambio, me quedé hablando con la coordinadora en el pasillo, ya que generalmente conversábamos sobre libros e incluso habíamos trabajado un tiempo en la reactivación de la emisora del liceo. Ese mismo día ella me contó una parte de su pasado con la marihuana y, si bien no la puse al tanto sobre otras ocasiones en las que estuve bajo los efectos de ciertas drogas en el colegio, consciente de mi gusto por la lectura, Silvia me llevó hasta la biblioteca para mostrarme Los paraísos artificiales de Baudelaire, así como un poema de Porfirio Barba Jacob.

La Dama de cabellos encendidos / transmutó para mí todas las cosas, / y amé la soledad, los prohibidos / huertos y las hazañas vergonzosas. / ¡Qué grato el beso / de un labio en llamas! / ¡Qué intenso el fruto / de las tinieblas!”. Desde el instante que conocí a La dama de cabellos ardientes caí en su embrujo. El poema del hombre que parecía un caballo me señaló el cruce de la literatura con el mundo de las drogas, despertando preguntas que comenzaron a rodar en mi cabeza: por qué Silvia decidió acercarme a esas lecturas en vez de juzgarme o sancionarme por lo que había hecho, qué tenían que ver el parisino y el santarrosano entre sí, cuáles eran sus razones para escribir acerca del hachís y la marihuana, quiénes más habían tratado el mismo tema. Todavía era menor de edad. Quería leer más. Había probado varias sustancias psicoactivas (SPA) tanto legales como ilegales. Medicamentos convencionales, alcohol, nicotina, cafeína, chocolate, cacao sabanero, éxtasis, cocaína. Pero ¿para qué leer poesía, cuentos, novelas o ensayos que abordaran el consumo de drogas y que reflexionaran sobre sus efectos? Han pasado diez años. Poco importa determinar el misterio del conjuro. Y, más que buscar una respuesta, los interrogantes se multiplican, a la par que se expande el horizonte de perspectivas de la literatura y sus formas de construir poéticamente el universo drogado. Exploración personal, ilustración farmacológica, ejercicios del lenguaje, pasatiempos. Tal vez ningún motivo preciso. Quizá solo una cuestión de elección: enfrentar los miedos, respetar la libertad de ser, desear los placeres del cuerpo, pensar las drogas y las literaturas.

El gusto del infinito

Antonio Escohotado, el famoso intelectual español autor del libro Historia general de las drogas, cuenta que hace doscientos años se publicó en Europa una serie de relatos que constituyeron un género literario específico, el género del viaje interior, cuyo rasgo característico es hablar sobre la particularidad de diversas SPA en comparación con otras, describiendo literariamente “la excursión psíquica propiciada por algún psicofármaco distinto del alcohol”. Alberto Castoldi y Cécile Guilbert, un profesor italiano y una escritora francesa, acuñaron dos términos semejantes: testo drogato y écrits stupéfiants, para referirse precisamente a aquellos textos que giran en torno al uso de las SPA (opio, hachís, morfina, éter, cocaína, heroína, mescalina, peyote, LSD, MDMA…); textos que, aunque se pueden rastrear en varias sociedades desde la antigüedad, en gran parte fueron escritos entre los siglos XIX y XX por poetas y literatos europeos y estadounidenses como Coleridge, De Quincey, Balzac, Baudelaire, Huxley, Burroughs, etcétera.

La literatura drogada en América Latina se gestó en un ambiente decimonónico de tintes modernistas y un marcado gusto por las literaturas inglesas y francesas. Los escritores de vanguardia de la primera mitad del siglo XX repensaron pronto los límites del pharmakon en el imaginario literario y, desde la década de 1950 en adelante, las narraciones drogadas se diversificaron y se difundieron de tal manera que todavía siguen estimulando la escritura y la lectura de nuevas historias. Publicado a finales del siglo XIX con el título de Haschisch en una revista mexicana, el primer poema dedicado a las drogas en nuestra región fue escrito por José Martí: “El haschisch es la planta misteriosa, / Fantástica poetisa de la tierra: / Sabe las sombras de una noche hermosa / Y canta y pinta cuanto en ella encierra”, cantaba el poeta cubano. De Argentina a Uruguay, de paso por Brasil, Colombia, Ecuador y Perú, presente en Cuba, Guatemala, Nicaragua y México, muchos escritores modernistas latinoamericanos se pasearon por los bosques narrativos de los paraísos artificiales: Horacio Quiroga, José Juan Tablada, Julián del Casal, Leopoldo Lugones, Rubén Darío, y muchos más. De hecho, más pronunciado en unos casos que en otros, el brote de esta literatura también se ha observado en autores de la talla de César Vallejo, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges.

Sin embargo, ¿qué sentido tiene focalizar la “relación de pertenencia” de un texto al género del viaje interior? Ya sea que se aplique al mensaje global o tan solo a algunas de sus partes o segmentos textuales, el vínculo con la noción de “viaje interior” no es un atributo de cada obra, sino un nexo que suele darse con base en una ejecución intencional de los autores o una interpretación de los lectores. Al recrear como temática poética el consumo de SPA y la vida de sus protagonistas, la literatura drogada horada un universo cercado por placeres y pavores variopintos para poder informar sobre cómo los fármacos cambian para bien o para mal las percepciones, el ánimo, el comportamiento y los estados mentales de los consumidores; de ahí que su interés por el análisis interior del sujeto drogado, más que científico, sea inicialmente un interés moral. “Y el buen haschisch lo sabe, / Y no entona jamás cántico grave”, diría Martí.

Los textos drogados nos permiten reconocer otros caminos creativos que condensan ciertas concepciones éticas, políticas y estéticas frente al uso de drogas como un asunto social, traducibles en actitudes personales no necesariamente moralistas. ¿Por qué ciertas drogas han sido más importantes para unos u otros escritores? ¿Qué implicaciones han tenido las SPA en las culturas modernas y contemporáneas? Un punto es claro: la literatura drogada y la literatura del narcotráfico son las dos grandes derivas genéricas de la narrativa de drogas. Mientras la literatura del narcotráfico se define por su abordaje del fenómeno económico y social y sus estructuras criminales, la literatura drogada gravita alrededor de las evocaciones literarias sobre las experiencias del consumo. El género del viaje interior hereda la ambivalencia de las drogas en su doble existencia como remedio-veneno, siendo este un aspecto que se refleja en la circulación de historias que han generado dos imágenes del uso de drogas en un sentido metafórico: una como “cielo” y otra como “infierno”. Las representaciones de los consumidores operan a través de la construcción de múltiples personajes (el adicto, el poeta maldito, el loco, el roquero, el jipi, el científico, el joven rebelde, las mujeres independientes…), dotados de valores ligados a determinadas ideas de virtud y de vicio, en sintonía con sus movimientos de ascenso a los jardines del paraíso (anábasis) o de descenso a los sótanos del infierno (catábasis).

Hoy en su ausencia pienso qué opinaría Silvia si le respondiera lo mismo que aquella vez, leyéndole ahora un fragmento de las confidencias de un fumador de marihuana en la década de 1940, el protagonista de Las llaves falsas, un libro del escritor caldense José Vélez Sáenz: “Así, por ejemplo, al preguntarme un poco abruptamente por los motivos que me han obligado a usar «aquello» (y lo adivino terriblemente incómodo al buscar eludir la palabra infame y desacreditada, el término que una vez pronunciado coloca al médico y al paciente en terreno vulgar, profanador y desagradable), he sentido de pronto, cuando iba a lanzarme, con afán ingenuo y proselitista, a defender mi vicio o a colocarlo por lo menos en un terreno más compatible con la dignidad intelectual, una inhibición y un desgano que sólo me permiten responder con evasivas: ‘Pues porque «eso» (evitando también por mi parte el término vulgar y nefando) me produce cierto placer, una embriaguez agradable’”.

Embriaguez de vida

Silvia sabía que la droga ha sido una entrada privilegiada por la tradición literaria en Colombia desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, tanto que su potencia significativa se ha bifurcado en dos afluentes narrativos: uno sobre la experiencia del uso de SPA legales e ilegales, y otro alrededor del narcotráfico, la violencia y el sicariato. Los relatos literarios, su ficción o su realidad novelada, son un termómetro cultural que ha escenificado el recorrido de los valores del imaginario colectivo acerca del consumo de drogas en nuestro país, transformándonos en una nación narcográfica que se sumó en un principio al reinado cultural del opio y sus derivados, el cual se deshizo con la posterior experimentación de sustancias como la cocaína, el crack, la marihuana y el LSD. A pesar de que algunas narraciones caen para algunos lectores en la gazmoñería, sin duda las acciones de los personajes ficticios en la literatura drogada no solo visibilizan varios hechos controvertidos de la sociedad colombiana, sino que su capacidad imaginativa ha resignificado los modos de ver las conexiones entre las drogas, las mujeres, los intelectuales, los jóvenes, las ciudades, la calle, la música y el sexo.

Los primeros textos drogados en Colombia datan del último cuarto del siglo XIX, publicados en revistas misceláneas o en libros de circulación comercial. La moda de las drogas de paz llegó al país años antes del estallido de las políticas prohibicionistas en 1920, por los días en los que se instauró la Constitución Política de 1886. Tres relatos pioneros de la droga que revelaron un gusto notorio por las culturas inglesas y francesas canonizadas en De Quincey y Baudelaire, aparecieron en Antioquia entre 1887 a 1903, en contravía de los ideales católicos, apostólicos y romanos del régimen de los conservadores, retomando el consumo problemático de morfina por medio de una redacción de orientación psicológica: Fin de siglo (en Londres) de Eduardo Zapata, La jeringuilla de Pravaz de José Montoya, y Ánima en pena de Alfonso Castro. De 1907 a 1924, en Bogotá salieron a la luz varias obras similares: Pax de José María Rivas Groot y Lorenzo Marroquín, Los humildes de Alfonso Castro, Diana cazadora de Clímaco Soto Borda, La nube errante de Manuel Briceño, aparte de los adictos en la novelística de José María Vargas Vila.

La literatura drogada en Colombia se entroncó desde sus orígenes costumbristas-modernistas con la tradición literaria euroamericana. Mediante el bosquejo de personajes consumidores perfilados como morfinómanos, espíritus letrados, estetas suicidas, estudiantes de medicina y mujeres enfermas, su énfasis se fijó en los tropos de la alteración de las percepciones espacio-temporales, la embriaguez amorosa, la divinización del ser femenino, la decadencia, la locura, el suicidio, la muerte, la alucinación, las visiones, los ensueños, las revelaciones, los recuerdos y los fantasmas. No obstante, el texto drogado ejemplar y fundante de la tradición literaria de las drogas fue la novela De sobremesa de José Asunción Silva. La experiencia del consumo de SPA en el canon novelístico de Silva se asentó en la idea del análisis íntimo en forma de un autoanálisis de la anatomía moral individual, tanto en lo biográfico como en lo comportamental, expresada mediante la escritura un diario maldito e irónico en el que se recogieron las vivencias de un poeta latinoamericano adinerado en sus travesías por Europa: “Desde hace años el doral, el cloroformo, el éter, la morfina, el haschisch, alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de que habla Lasègue”.

La originalidad literaria modernista reorganizó la novedad de la temática del consumo de drogas al encorsetarla en función del pasado, lo nuevo y lo diferente, favoreciéndose una actualidad cosmopolita, transitoria y decadente. La predominancia del líquido lechoso de la amapola, el opio y sus alcaloides, que ostentó su soberanía en el reino de las letras drogadas en Colombia hasta mediados del siglo XX, se mantuvo en la trayectoria de poetas y escritores como Bernardo Arias Trujillo, Eduardo Castillo y Vicente Noguera Corredor. Las drogas de excursión tomaron mucho más aliento con la poesía de Porfirio Barba Jacob y sus cantos a la marihuana, más allá de la mención del yagé o la “telepatina” como una planta visionaria de la selva amazónica por parte de José Eustasio Rivera en La vorágine. El repertorio de la farmacopea de puro brío y los alucinógenos le hicieron contrapunto al ocaso de la dinastía de los opioides. La caracterización de los personajes consumidores atestigua cómo se viró del linaje de las morfinómanas y los morfinómanos a la ascendencia de otras personalidades drogadas, como los fumadores de marihuana, con distintos caracteres espirituales y morales.

Comparados con los poetas beatniks de Norteamérica y Argentina, así como con la literatura de la onda en México, los nadaístas revaloraron el consumo de marihuana y de enteógenos desde 1958 en adelante, tratándolo cada uno con un estilo individual plasmado en cuentos, poemas, epístolas, entrevistas, reportajes, columnas periodísticas y eventos públicos, firmados con nombres tan destacados como Gonzalo Arango, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar, Jaime Jaramillo Escobar y Amílcar Osorio. Así le escribió Darío Lemos a Angelita el 29 de julio de 1984: “Hoy he bañado mi barba con lociones especiales. Mi barba de barbarie, bárbara y muy tuya. Y peinado con cepillo de caballo, mi cabello. Y enrollado también mi marihuana en este papel chino donde escribieron, algunos, unos cuentos tristes y muy sabios”. ¿Cuentos tristes? Sí. Como en Aire de tango de Manuel Mejía Vallejo, que se suma a la larga lista de autores cercanos a la literatura drogada en Colombia, cada vez más larga después de los nadaístas: “El cachito, señores, la verdura, maracuchá, vareta, varilla, la maracachafa, nunca sobra, mariguanita amiga pa el hombre triste”. Ron, marihuana, éxtasis, ácidos, perico o Rivotril, al final del día, sea la SPA que sea, los textos drogados nos recuerdan que el futuro probablemente nos depara un panorama más abierto al disfrute consciente de las drogas.

Andrés Caicedo, M. G. Magil, Alberto Esquivel, Alberto Piedra, Raúl Gómez Jattin, Rafael Chaparro Madiedo, Efraím Medina Reyes, Antonio Ungar, Juan Guillermo Valderrama Santamaría son solo algunos escritores, unos más que otros, que se han adentrado en los terrenos movedizos de este tipo de descripciones literarias. Más recientemente, tres novelas constatan la vigencia de la literatura del viaje interior en Colombia: Semáforos rotos de Santiago Infante, Se llamaban los Billis de Unicentro de Felipe Mercado, y Cómo abrí el mundo de José Covo. Quien se drogue con la literatura drogada viajará por un multiverso siempre ambiguo y embrujado. León Zuleta lo resaltó con una risa filosófica compartida por Silvia: “La experiencia alucinatoria con sentido tiene que ser un ritual a conciencia y se llama viaje, y como en todos los viajes uno va a la terminal, al aeropuerto, sabe dónde se sube y dónde se baja, porque si se tira del viaje, se da durísimo en el piso, si de pronto es viaje aéreo, peor; entonces hay que saber viajar… Lo fundamental es esa transparencia con uno mismo, de una cosmovisión que tiene que ser contextualizada y debe ser altamente responsable de sí mismo, del cinismo en la relación con el mundo que nos ha tocado en suerte, pero también con el mundo que vamos a dejar”.