Día 4

Pogacar, un nuevo ciclismo

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotos de Luis Barbosa

A las tres de la tarde, el antiguo puente de Kandija, sobre el río Ri, se va llenando de gente que camina hacia el centro social de Novo Mesto, por la vía Trdinova Ulica, donde los organizadores de la Vuelta a Eslovenia tienen ubicado el podio de la etapa final.

Es una romería abundante de caras blancas y coloradas; cabellos como el cobre o la fina seda; cuerpos esbeltos, fuertes; ojos azules, verdes, negros. A pesar del gentío, las calles y los andenes están limpios, al igual que el río, en el que se ven peces yendo de un lado a otro, y una que otra serpiente cruzando hacia los árboles. Sobre esas aguas verdes, tan suaves y delicadas como un vestido de fiesta, no se ven pedazos de cartón o botellas de plástico, o colchones avanzando hacia la nada, como embarcaciones náufragas. Solo ese verde que bajo la luna parece azul, y que rodea Novo Mesto antes de seguir su camino hasta Croacia, y luego, al mar Adriático.

En el centro social de la carrera cientos de eslovenos se paran al borde de la calle y apoyan sus brazos sobre las barandas de seguridad. Allí se plantan a esperar a los corredores, quienes tendrán que darle dos vueltas a la pequeña ciudad antes de luchar por la victoria. Los dos speakers de la carrera hacen chistes y evocan historias del pasado, se mezclan con los aficionados y hasta rifan souvenirs. Todo es una fiesta, una fiesta maravillosa.

De pronto, todos comienzan a gritar: “Pogi, Pogi, Pogi”, y los gritos se elevan como el vapor del agua bajo el implacable sol de la tarde. “Pogi, Pogi, Pogi”, una y otra vez, llenando cada rincón de la ciudad, cada edificio, cada callejón del viejo reino de los Habsburgo.

Todos ellos, eslovenos orgullosos de sus tierras, de sus creencias, de su idioma; y todos, absolutamente todos, encantados con Tadej Pogacar, el niño prodigio de Komenta que, con apenas veintiún años, se ganó el Tour de Francia volando sobre los pinos de La Planche Belles Filles, en 2020, danzando sobre su bicicleta y destrozando las ilusiones de un compatriota, Primoz Roglic, su “hermano mayor”.

Por eso el ensordecedor “Pogi, Pogi, Pogi”, a toda hora y en todo lugar, y uno, como fugaz espectador, mira para todas partes, como embobado, pensando que en cualquier momento va aparecer el mismísimo Pogi a darle la mano o a regalarle una borraccia.

La devoción por Primoz Roglic es diferente, más atenuada, menos intensa. El doble campeón de la Vuelta a España no paraliza los corazones de los dos millones de habitantes del país balcánico, y tampoco provoca desfiles ni saca las banderas en los balcones de las casas. Lo quieren, ni más faltaba, todo el mundo quiere a los ganadores, pero lo de Pogacar es otro nivel de amor, o, para explicarlo mejor, es una pasión.

Lo persiguen, le envían cartas, fotografías, ramos de flores e incluso raros conjuros gitanos para salvarle de posibles maleficios. Su familia ha debido cambiarse de casa tres veces, para evitar a los fisgones, y Pogi, que bastante paciencia ha demostrado, a veces también se esconde, o se aleja de su propia tierra, para poder descansar.

A Roglic no le pasan esas cosas. Se puede ir a la montaña o quedarse toda una tarde en un parque de Ljbljana, comiendo helado, y pocos se atreverán a buscarlo para un autógrafo o una foto. Les da lo mismo, y todo porque al mismo Roglic le da igual que lo quieran o no. A él sólo le importa el ciclismo y, sobre todas las cosas, el Tour de Francia.

En Eslovenia, quien más quiere a Roglic, además de Lora Klinc, su esposa y biógrafa, es el joven rubio del UAE. Tadej lo considera su “hermano mayor”, y se alegra más de sus triunfos que de los propios.

Eso explica la contundencia de aquella imborrable imagen de Primoz subiendo a La Planche des Belles Filles, desbaratado, con el casco desacomodado, como si le estorbara, y con su cara de condenado a muerte: perdido, aturdido, sudoroso.

La noche previa a esa etapa, la número veinte del Tour del año pasado, la esperada cronoescalada, Tadej Pogacar se la pasó repasando una y otra vez el recorrido de 36.2 kilómetros. Junto a los directores del UAE (antiguo Lampre), Allan Peiper y Simone Pedrazzini, y con la asistencia remota de Giuseppe Saronni y Matxin Fernández. El joven discutía sobre si cambiar o no de bicicleta durante el recorrido de la cronoescalada y, de hacerlo, cuál sería el lugar adecuado para pasarse a la “cabra” y encarar los últimos cinco kilómetros, los más duros.

Antes de irse a dormir, y tras llamar a sus padres, Marjeta y Mirko, quienes habían visto casi todo el Tour por televisión, encerrados en su casa de Klanec, localidad de Komenda, “el lobo”, como le gusta que le digan, o “grillo”, como lo llaman en su pueblo, “tiró los dados” y, apretando los puños, musitó entre dientes: “Voy a toda”.

A esas mismas horas, en cambio, su amigo, su hermano, y también su rival, Primoz Roglic, seguía sin sonreír, asfixiado por la presión de tener que salir a revalidar su conquista, porque siempre será más difícil defender lo conquistado que conquistar.

Como un general al borde del retiro y ante la inminencia de una guerra, Roglic pensaba en sus opciones y lamentaba no tener a su lado a Lora ni a su director deportivo, Merijn Zeeman, expulsado de la carrera por insultar y amenazar a un juez durante la etapa diecisiete. Habría querido contarles que sentía miedo, que no tenía fuerzas para librar una lucha cuerpo a cuerpo, bicicleta contra bicicleta, frente a un contendor joven, brioso, mejor. Además, aquella vez, no iban a estar sus soldados para defenderlo.

Pese a todo, a nadie se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que Tadej tumbara a Rogla del primer lugar del podio, teniendo en cuenta la fortaleza demostrada por el capo del Jumbo Visma a lo largo de todo ese Tour, y de toda la temporada. Hubo etapas como Laruns y Grand Colombier en las que incluso, viendo en detalle los desenlaces, pareció que Roglic le regalaba las victorias a su “protegido”, a su sucesor.

Igual que en la Vuelta a España, carrera en la que Pogacar comenzó cediendo tiempo en la etapa de Valderrobles, más de cincuenta segundos, y luego tuvo que recuperar terreno en Andorra, cuando ganó con autoridad sobre Nairo Quintana y el mismo Roglic, a quien superó por 48 segundos.

Roglic y Pogacar hablaban por chat, se abrazaban en cada final de etapa y se deseaban suerte en cada salida. Roglic no le temía a su paisano, y menos después de noquearlo en la crono de Pau, en la que lo sepultó con un minuto y medio. Tadej respondió el golpe en Los Machucos, cruzando victorioso la meta con el mismo tiempo que Roglic, pero a todas luces Roglic no quiso vencerlo, lo dejó pasar primero y luego lo abrazó para felicitarlo.

Días después, en el Santuario de Acebo, donde ganó Sepp Kuss, otra vez Roglic le metió tiempo a Pogacar, más de treinta segundos, con lo cual demostraba que sí, que reconocía el talento del joven, pero que él era el rey y al joven príncipe le quedaban muchos años para reclamar el trono. Por eso, cuando finalizaba la Vuelta y como único escollo quedaba la Plataforma de Gredos, el general del Jumbo Visma no persiguió al joven soldado del UAE cuando este destajó el lote y se marchó en solitario en medio de la niebla.

Roglic perdió ese día un minuto y cuarenta segundos, un rasguño apenas que no sirvió para derrocarlo del trono de la Vuelta.

Pogacar ganó tres etapas en esa carrera y se encaramó en el tercer lugar del podio, desplazando a Miguel Ángel López. A punto estuvo de conseguir el segundo lugar, pero Alejandro Valverde estaba de feria en la montaña.

Como un pájaro cucú, Pogacar se metió al nido de Roglic y se ganó su cariño y protección dentro del lote. Y el del Jumbo, confiado en que había encontrado a un “hermano menor”, un diamante al cual pulir, le entregó todos sus secretos. No sabía Rogla, a tantos meses de aquel Tour de 2020, que su niño mimado era un Joffrey camuflado, esperando el momento preciso para “apuñalarlo”.

La pandemia del coronavirus aplazó la embestida del “Cometa de Komenda”, otro apodo que tiene el muchacho nacido en Klanec, nombre esloveno que significa “pendiente”.

El 2020 comenzó con caminos separados para los dos eslovenos. Primoz se contuvo hasta junio para reaparecer, y lo hizo en los campeonatos nacionales de su país. Entre tanto, Pogacar ya se había echado a la bolsa la Vuelta a la Comunidad Valenciana y había sido segundo del Tour de Emiratos Árabes Unidos, detrás de Adam Yates. En los nacionales, Roglic ganó la prueba de ruta y Pogacar, anunciando huracanes, venció en la prueba contrarreloj, una zancada de quince kilómetros con trepada final a Pokljuka, a más de 1300 metros sobre el nivel del mar.

Roglic, ensimismado en su metódico plan para el Tour, no se detuvo a analizar el crecimiento de “su muchacho”, llamándolo a su casa para celebrar las dos medallas de oro. Incluso le presentó a su mamá, Anita, y a su esposa Lora, y Pogacar, cómo no, le presentó a Marjeta, a Mirko y a sus hermanos Tilen, Bárbara y Vita. Era el cuadro de la familia feliz, como aquella célebre pintura de Jan Havicksz Steen, de 1668.

Tras el breve descanso, los dos volvieron a encontrarse en el Critérium del Dauphiné. Roglic estaba intratable, avasallador, mientras que Pogacar iba de menos a más, con bajo perfil en las etapas clave. Una caída hizo que Primoz se retirara de la competencia y Pogacar, finalmente, ocupó el cuarto lugar de la general, nada del otro mundo.

Entonces llegó el Tour y, aunque todas las apuestas apuntaban a Roglic y a Egan Bernal, una que otra moneda estaba en la casa de Pogacar. Incluso Roglic, en una entrevista, señaló a su pupilo como un candidato al podio, mas no al título, y argumentó que, aunque Tadej tenía mucho talento, no contaba con un equipo potente para las etapas de montaña.

Tenía razón el del Jumbo, pero no contaba con que a Pogacar le bastaban sus piernas para intentar lo imposible, conquistar el Tour. Los abanicos de Lavaur distanciaron al joven de la general por un minuto y veinte segundos. Parecía que el excampeón del Tour de l’Avenir, del Tour de California y la Vuelta a Algarve se caía del ramillete.

Dos días después, en Laruns, Pogacar hizo explotar la carrera y se fue en un selecto grupo con Roglic, Bernal y Landa, vagón al que se adhirió como chinche Marc Hirschi. Los cinco llegaron mirándose hasta el último kilómetro, y allí, Roglic y Pogacar, fueron los más veloces. El gallo del Jumbo permitió que Pogacar cruzara primero, quizás a manera de desagravio por casi tumbarlo en el Cole Marie Blanqué. Además, Roglic iba a recibir, por fin, el maillot jaune, de modo que entregarle una etapa a su querido amigo no era motivo de escándalo.

No entendió Roglic que ese día le había pasado un galón de oxígeno a su rival más peligroso, y luego le dio mucho más, en la Grand Colombier, cuando lo dejó ganar y reclamar la bonificación. El de Trbovlje, sin pensarlo, estaba cavando su propia tumba, estaba alimentando al lobo equivocado.

Pogacar volvió a la vida y se incluyó entre los aspirantes al podio de París. Se instaló segundo, a una distancia de cuerda floja frente a Roglic. Y cuando todo terminó, pareciera que todo hacía parte de una truculenta estrategia, y La Planche des Belles Filles no fue más que el escenario donde se consumó “la traición”.

El cucú desplegó sus alas en la tierra de Thibaut Pinot y, como un huracán, arrasó con todo a su paso. Tumbó a Richard Carapaz de la clasificación de la montaña, derrumbó a Dumoulin y Van Aert de los primeros puestos de la etapa, se confirmó como el mejor joven e, insatisfecho, devoró a Roglic hasta dejarlo casi irreconocible, arrebatándole la camiseta amarilla.

Roglic no entendía nada, e incluso, viéndose tan pequeño sobre su costosa Bianchi, parecía que la camiseta amarilla se desteñía sobre su espalda. El sudor lo quemaba, el casco le fastidiaba y el camino hasta la meseta “de las hermosas doncellas suicidas” se hacía interminable. El otro volaba, ese al que protegió y llevó a su casa, mientras que él se arrastraba por las llanuras de esa Francia inconquistable como un reo con cadenas a su espalda.

Debió haber leído, en el blog de Tadej, esa frase de batalla a la que el joven lobo se aferra en cada competencia: “Nunca dejes de intentarlo, nunca te rindas”.

Sin equipo, y siempre remando contracorriente, Tadej Pogacar esculpió un monumento de sí mismo en las carreteras del Tour de Francia.

El niño mimado de Klanec, a quien recibieron con honores en febrero 2019 tras ganar la Vuelta a Algarve, con palabras del alcalde y bendiciones de un cura, tras ese Tour del año pasado se convirtió en una “fiesta nacional” recurrente, en un motivo de celebración constante. Es un día feriado ambulante y siempre que sale a pasearse por las calles de su país, todo se para, todo se deja para después.

Así pasó en la Vuelta a Eslovenia de este año, competencia que ganó a velocidad de crucero, maniobrando su bici con una mano y saludando con la otra.

Tras esa carrera, que más bien fue otro homenaje previo al Tour que dominó desde la primera semana. Tadej viajó a Francia, junto a su novia y su familia, y de nuevo enfrentando a Roglic, su buen amigo, quien debido a una caída prefirió marcharse antes que verse machacado, otra vez, por el “capo” de la nueva generación.

Al Tour 108 le quedan apenas horas y, como sentenció Chris Froome, quien anda como alma en pena, y sin nadie que le rece en la competencia, “mientras Pogi esté sobre su bicicleta, esta y cualquier otra carrera estarán terminadas”.

Pogi, sin Roglic en la disputa del título, estuvo más duro, más implacable, más intenso contra sus rivales. Voló en la Grand Bornand, amplió su ventaja en La Colombiere y selló todo con tres pedalazos en Luz Ardiden. La luz ardiente del nuevo ciclismo con sus ojos como de perpetua satisfacción, enigmáticos, y a la vez tan punzantes como una advertencia.