Archivo restaurado

Universo Centro 008
Diciembre 2009

Ensayo crítico sobre la papita criolla

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografía de Juan Fernando Ospina

El peatón que cruza el Centro, luego de un día de trajines y penurias, con la agitación de la hora pico, entre vapuleos y pitazos, debe encontrar un transporte público que lo lleve a casa sano y salvo. Mientras lo hace no dejará de sentir el acoso de una sensación en el vientre, muy propia del Tercer Mundo y que los burócratas de la FAO han estudiando por décadas. Se trata de un ataque de los bajos instintos que solo se remedia con la merienda y la fritura. Entre todas las opciones al alcance del pueblo, la papita criolla se lleva todos los honores.

A este noble tubérculo de color amarillo se debe que los índices de hambrientos no perezcan en el intento de coger un colectivo. Y más allá de esto, se trata de una de las golosinas de sal más apetecidas por los mecateros de la urbe.

La antigua saga dice que una vez los conquistadores se cansaron de buscar el Tesoro de El Dorado (como Jiménez de Quesada, que ya viejo le hizo el viaje varias veces), terminaron convencidos de que quizás las leyendas, cuando hablaban del oro del cacique, se referían también a este manjar de dioses que frito toma el color dorado. De hecho, en el mundo anglo se le conoce como golden potato.

Sin ser demasiado papista, uno encuentra en cualquier manual de agronomía que la papita criolla del Centro es una solanácea, descendiente de la Solanum tuberosum y de nombre Solanum phureja. Tal vez si se le llama por este nombre científico nunca sabrá igual de bueno. Por lo demás, a la papita criolla lo que menos le importa son sus abolengos que se confunden, como todo lo criollo, en la noche de los tiempos.

Al contrario de tantos frutos que han migrado hacia los países del Norte y se han entregado dócilmente a la gastronomía foránea, como el tomate y el cacao, la papita criolla no ha podido ser domeñada. Si acaso llega a algún puerto como el de Frankfurt, a ella la tienen que llevar congelada y con alevosía, entre bolsas herméticas, secuestrada al vacío.

Solo se aclimata en estos parajes, desde el sur del Río Bravo hasta el norte de Chile. Aún más, todo indica que es en Ecuador, Perú y Colombia donde se da en todo su esplendor. Parece ser que hasta el clima político de estos lados le favorece. Se han encontrado papitas criollas aún en alturas de 3.200 metros. Pero así como es de abundante puede ser de frágil. Criarla da mucha brega, requiere de condiciones fitosanitarias excepcionales. Por eso los cultivos de esta especie solo llegan al diez por ciento de toda la producción papera del país. Y aún así, chiquita y todo, para gloria de los paladares callejeros, no falta en estos ventorrillos, haciéndole contrapeso a la crispeta gringa, a los perros de semáforo y hasta al último de los mohicones.

Ya estamos frente al puesto, listos a despachar toda la bolsa. El vendedor siempre cuida de entregar el paquete rebosante de papitas; de modo que ante la ansiedad por probarlas siempre se nos cae la primera. Entre la rabia y la desilusión, reprimimos el deseo de recogerla del suelo para no darle gusto al Diablo. Pero como somos más mojigatos, pensamos que esa primera papita es para las ánimas.

Luego, armados del palillo, pincharemos otra que, humeante, caerá sobre la lengua como candela viva que no disfrutaremos.

Tenemos que esperar hasta la tercera papita para obtener el gustoso placer, suave y arenoso, con un dejo a ancestros incáicos que solo se da en el trópico. Los expertos catadores de papita criolla aseguran que la auténtica no solo debe saber a tierra sino tener un lejano gusto a petróleo de estufa callejera.

Como es sabido, la papita llega a la bolsa ya germinada y cuando el palillo se parte uno la puede coger del retoño. Al final, cuando pensamos que debe haber más en el paquete, las buscamos en el fondo donde creemos que han huido. Pero apenas queda allá debajo, en un lecho de sal, una papita tan diminuta que no provoca sino ternura.

Siendo como es, un tentempié tan delicioso por sí mismo, no se entiende el afán de mezclarla con salchichas o huevos de codorniz. Decía el emperador Adriano que los sabores eran mejores entre más puros fueran. La papita criolla no tendría que fundirse con nada en nombre de la cocina de fusión. Menos con el limón, para seguir esa manía nuestra de echarle limón a todo; cuando solo un poco de sal resulta suficiente.

Porque no olvidemos nunca que la papita criolla siempre ha sido emancipada. Por eso, por independiente, no dudamos en sugerirla como golosina ideal en las fiestas del Bicentenario.