Escalera al zarzo (Mi Obregón personal)
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Por Luis Alberto Arango Puerta
Fotografías de Juan Fernando Ospina
Para ser feliz se necesita
un poco de humildad
Elkin Obregón
El ajedrez era de cerámica; estaba allá, en la oficina de arquitectura 1507, en el edificio Furatena, y pertenecía a Elkin Obregón, un aficionado a ese juego quien me fue presentado para trajinar esos escaques. Esto sucedió hace cincuenta años. No recuerdo quién ganó la primera partida. Pero las que siguieron se fueron refundiendo con la amistad que se creó. Una cosa llevó a otra y a otra. A la literatura, al cine, a la música, a los toros, a la bohemia y, sobre todo, a la conversación sin fin, al regodeo espiritual sin pretensión.
Fue haber encontrado otro horizonte, creció el gran angular. Aquella oficina se convirtió en un hervidero de actividad, un tertuliadero sin igual, al que no era fácil acceder, era fama su dificultad. Todas las profesiones comulgaban allí sin enseñar el carné, no hacía falta. Usted podía encontrar periodistas, músicos, ingenieros, cineastas, vagos, librepensadores, ajedrecistas, poetas; el arca. Todas las especies. El que no encajaba se expulsaba solito. Entendía. Se hablaba de todo. Inclusive de eso. Éramos una amalgama encantadora.
De tu obra ya se ha hablado bastante, de tu vena humanística, variopinta. Pero yo quiero recordar ese amigo simple, gozador, también implacable con la crítica. Curioso con el universo que le atraía, el de los libros, los cómics, la música, el cine, el ajedrez, la crónica, la anécdota, el arte en general. El versificador, el traductor, que gozaba una tarde de conversación alrededor de la palabra precisa que acababa de encontrar para el libro de Ferreira Gullar o de Rubem Fonseca, Nélida Piñón o Machado de Asís; o los tres poetas brasileros que te cautivaron y te hicieron rezumar todo el poeta que tenías dentro. Y agrego el gourmet, el bon vivant, el degustador de helados en la San Francisco; el comprador de libros de arte donde Rafael Esteban, el español.
Siempre afirmaste que tu profesión por excelencia era la bohemia, que la personificabas. (Yo diría que la dignificabas). Ir de copas contigo era una delicia, porque echábamos el aburrimiento. Toda la chispa salía a flote, lo solemne estaba descartado, pero lo inteligente era bienvenido.
Cómo disfrutamos “el match del siglo”, en 1972, aquel encuentro ajedrecístico que fue remedo de la guerra fría, entre Bobby Fischer y Boris Spassky. Ajedrez, una de tus pasiones. Todavía recuerdo el final del poema que le dedicaste a Fischer, “era bello, y solo, y tenía cara de caballo”.
Te acompañábamos, Elkin, de oficina en oficina, donde estuvieras. En cada una, un estilo de disfrute; un desfile de personajes. La estela de tu nombre hacía que muchos quisieran conocerte. El caudal aumentaba. Todo se renovaba. Te fuiste a Brasil y te esperamos. Te fuiste a España y te esperamos. Nos escribíamos; como quien dice, nunca te fuiste.
Hubo un tiempo en el que una idea te obsesionaba: una “librería de viejo”, así decías. Y cantaleteabas. Y fue tanto tu deseo, que el ebrio azar te la trajo: fundamos Palinuro, nuestra librería, ya próxima a cumplir su mayoría de edad. Y te debemos el eslogan más simple y sutil para su clase: “Libros leídos”.
Cuando dejaste tu nomadismo, de oficina en oficina, te instalaste en tu zarzo, en la vieja casa de la calle Echeverri, donde naciste. Allí creamos nuestro “cuchiclub”: cine a la carta, cada ocho días. Tu afición al cine que secundamos durante dieciséis años; la peregrinación, la escalera al zarzo.
Toda la memoria que se lleva tu partida, esa que no deja apreciar la inmediatez: la cinematográfica, por donde desfilan directores, actores y actrices, escenas, guiones, apoyado en tus “biblias”, esos libros, movie guides, donde comprobabas lo que ya sabías o certificabas el tiempo de duración de las películas.
Tal vez puede afirmarse que fuiste el último experto y gustador de la música andina colombiana (pasillos, bambucos, danzas, etc.), que acicaló tus noches de bohemia. Testimonio de lo cual son los dos tomos de tu libro Rescates: vejeces del cancionero colombiano, ilustrados, además, por tu acertado lápiz de nacimiento.
Tu criterio y tu estilo de escritor, articulista, cronista, poeta quedaron dispersos en periódicos y libros, mitad de los cuales son ediciones de autor que solo tus más cercanos amigos pudimos disfrutar. Todo eso que llamaste en la presentación de Papeles seniles “papelotes de diversa y humilde índole” terminaron (contigo siempre fue así) pareciendo una conversación.
Te diste el lujo de cumplir ochenta años, e hiciste el canto del cisne más bello que hayamos visto: una exposición de dibujos y chistes de impecable factura, y la publicación de tu último libro, una recopilación de tus crónicas para el periódico Universo Centro.
“La vida es solamente un ensayo”, dijiste en un poema, y eso hiciste. Y agregaste —quizá en la morada de tus cenizas—: “De este lado empieza a amanecer. / Siento un poco de frío, / pero ya se me pasará”.
Y tu epitafio preferido:
Aquí yace
(cualquier nombre es apropiado, todas
las fechas son válidas),
Su vida quedó en obra negra.