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Julio César Duque Cardona

Golpe de espuelas

Por JULIO CÉSAR DUQUE CARDONA
Ilustración de Hugo Díaz Montoya

A Jairo Aníbal Niño, por siempre.

En el año 1967 estuve bajo la dirección de Jairo Aníbal Niño, poeta, pintor, dramaturgo, en el grupo de teatro de la Universidad Nacional donde estudiaba. Antes, este grupo había estado funcionando con la dirección de Óscar Collazos, pero fue Jairo Aníbal quien le dio firmeza y consistencia con su actitud rebelde. Ese mismo año montamos dos obras que compitieron en el festival nacional estudiantil. La primera de esas obras era de Fernando Arrabal, autor español. La obra se llama Guernica, escrita en nombre de un pueblo vasco bombardeado en la guerra civil española, objeto de la famosa pintura de Picasso. Según las reglas del festival, organizado por la Asociación Colombiana de Universidades, se podía presentar una obra teatral de cualquier país, siempre que estuviera acompañada de una creación nacional. Jairo tenía entre sus obras una llamada Golpe de espuelas. Ninguna de las obras de Jairo Aníbal era inocente, todas tenían un sentido social y sobre todo político.

Golpe de espuelas es una farsa sobre el poder en la que las fuerzas vivas de la nación están representadas por comerciantes, militares, el cardenal, un negociante y un industrial. El presidente es acorralado por su propia “junta directiva” y en un momento de desespero acepta jugarse el poder con los militares en una riña de gallos, que las fuerzas vivas garantizaron que sería tan limpia como el aire del campo. Estábamos en plena época de dictaduras en América: Pérez Jiménez en Venezuela; Trujillo en República Dominicana recién había sido asesinado; incluso habíamos tenido a Rojas Pinilla en Colombia.

El jurado del festival nacional era maravilloso: Enrique Buenaventura, Óscar Collazos y un señor español muy querido, Alberto Castilla. Los tres se pusieron de acuerdo para declarar ganador del festival al grupo de la Universidad Nacional, seccional de Medellín, compartiendo el premio con el grupo de la Universidad Santiago de Cali. El premio era un patrocinio para ir al festival mundial de teatro estudiantil en Nancy. Recordemos que estamos en 1967. En el año 68 el festival fue suspendido con motivo de las inolvidables jornadas de mayo en París. Entonces se nos aplazó el viaje para el 69. Nos convino, porque pudimos montar bien las obras. Con una de ellas fuimos a inaugurar el festival de teatro de Manizales, mientras seguía en remojo, por supuesto, la promesa del viaje.

Cuando el viaje se hizo realidad Jairo Aníbal nos dijo:

—Compañeritos, hay que resolver la presencia de los gallos para la presentación de Golpe de espuelas en Europa. Creo que hay que llevar verdaderos gallos de pelea para que la obra tenga un cierre espectacular. Pero allá no deben conseguirse fácil.

Dicho y hecho, Jairo consiguió unos gallos de pelea jubilados, en una gallera muy famosa que existe todavía en Medellín, llamada Cantaclaro. Nos enviarían tres gallos en maletas de madera especiales, equipaditas para el viaje. Tres, por si uno de ellos se enfermaba o moría en el camino… Era un viaje larguísimo: Medellín-Miami, Miami-Nassau, Nassau-Luxemburgo y dos horas en tren de Luxemburgo a Nancy.

¿Y cómo transportamos esos gallos desde Colombia? Debíamos pasar por los Estados Unidos. En ese tiempo el consulado gringo en Medellín era en Junín con La Playa, en un octavo piso. En esa calle era donde los estudiantes hacíamos las manifestaciones contra el imperialismo yanqui; quemábamos la bandera de barras y estrellas, tirábamos piedras y, yo no sé por qué, pedíamos ser “otro Vietnam”. Ahora había que pedir permisos para transportar animales por el mismo territorio del imperio que odiábamos. Jairo Aníbal me pidió el favor. Yo era como el segundo a bordo. Él siempre hablaba así:

—Compañerito, compañerito, vaya usted al consulado, que yo… usted entiende, que eso no salga a nombre mío, porque Jairo Aníbal… Además podría tener problemas por ser profesor de la Nacho, eso es… problemas… usted me entiende…

Le sacó el cuerpo. Y yo no fui capaz de negarme, pues las ganas de pasear eran muchas. Fui al consulado, visajosito más bien, con gafas negras, afeitado, medio azarado. Yo, un tipo de izquierda y tal, universitario y actor de un grupo de teatro rebelde, alumno de Jairo Aníbal Niño, antiimperialista como nadie, El verano seco, la joda, a pedir un “permiso para transportar mascotas”. Así decía el formato. Pues lo pedí, y soy tan de malas que me lo dieron… A nombre mío. Tenía que viajar con esos hijueputas gallos. Y tenía que enfrentar personalmente la legalidad de esos gallos en Estados Unidos, las Bahamas y Luxemburgo, y luego ser su chaperón durante la estadía en Francia.

En el consulado, un funcionario altísimo, negro y barrigón, resguardado detrás de una ventanilla oscurecida de varios centímetros de espesor, me dijo: “Listo, firme aquí”. Yo leí muy claro y no vi por ahí la palabra “gallos”. Es que los norteamericanos no vieron los gallos, ni mucho menos que eran de pelea; nosotros pedimos el permiso para gallos pero ellos pensaron en mascotas: perros o gatos. El gordo ese buscó la correspondencia de “gallos” en una lista de traducción y puso B, I, R, D, S, birds, sin especificar si eran de corral o árbol, de jaula o de gallera. En fin, los birds quedaron consignados en el documento con una traducción directa, gallo igual a bird. Yo cargaba ese documento con la misma importancia del pasaporte. El permiso decía: Grupo de teatro de la Universidad Nacional representado por Eduardo Cárdenas: “El portador del siguiente documento es el responsable de, rayita, tres ‘BIRDS’ que van a ser necesarios para la representación de unas obras de teatro que van a participar en el festival de teatro mundial de Nancy. Harán escala, según el itinerario de viaje, de dos días en Miami, en el Hotel Americano. Se otorga el permiso”.

Bueno, iba por los gallos que el día anterior habían llevado a la casa del director y al llegar me dice el mismo Jairo Aníbal:

—Compañerito, compañerito, qué pena no haberle dicho antes, tenga en cuenta que vamos en un viaje de tres días de hoteles y más de catorce horas entre Medellín y Nancy. Entonces recuerde llevar en la maleta unos dos o tres kilos de maíz pira, que es lo que me dijeron en la gallera que comen esos gallos. Me dijeron también que les iría muy bien para el peso y estado físico, un complemento de lombrices vivas.

—Ay maestro, cómo así. ¿Lombrices vivas? ¿No será mejor si se alimentan solo de maíz?

—Compañerito: imagínese que usted sale tres días al extranjero. Lo van a poner a trabajar afuera y solo le llevan arroz. ¿No sería como maluca esa dieta?

—Sí, maestro, pero, ¿y dónde consigo yo lombrices a esta hora?

—Ah, eso es muy fácil, compañerito, no nos compliquemos. En la calle Pichincha con Carabobo se paran de madrugada los campesinos que les venden lombrices a los pescadores. Va y compra un paquete o dos, los lleva en bolsa de plástico bien sellado para que no se le vayan a salir esas lombrices de la maleta, y así les da comida balanceada para que estén agradecidos y felices. Gracias compañerito.

Y por segunda vez no fui capaz de decirle NO a nuestro director. Los tales pescadores también vendían cucarachas, ciempiés, mojojoyes y otros insectos. Tuve la tentación de darles ese premio gordo a los gallos. Pero yo no compré sino lombrices con un pedazo de tierra húmeda.

En eso me complementa Jairo:

—Compañerito, compañerito, antes de que se me olvide, tenga en cuenta que los gallos tienen protectores en las espuelas. Hay que verificar, cuando los saque de la caja, que tengan puesto el protector, porque si no, los gallos se pueden matar entre ellos. Con el protector solo se dan picotazos y patadas, en cambio con la espuela viva se hieren.

Otra vez, listo, maestro. Cada vez se iba complicando más la cosa.

Empaqué en la maleta los dos kilos de maíz y las tres bolsas de lombrices que compré para darle de a una a los gallitos y que no fueran a pelearse por comida. Al fin y al cabo, como cualquier trabajador, necesitaban proteína para su dieta. Recogí los gallos, y le resté a mi equipaje para que no me pusieran problemas de peso en el aeropuerto.

Fuimos citados al Olaya Herrera. Llevaron las maletas a las bodegas de los aviones. Cosa particular, viajamos en la aerolínea Aerocóndor, un nombre divertido. Digamos que los gallos iban en familia. El primer tramo fue Medellín-Bogotá. Mi mareo fue premonitorio de la tensión por responsabilizarme de los benditos gallos y las alimenticias de las lombrices. Ese avión empezó a chapalear en el camino. Fue una cosa terrible, yo pensaba en los gallos que estaban amarrados, pero nunca me imaginé que esos pobres animales iban a tener semejante tratamiento. Seguimos Bogotá-Barranquilla y llegamos a las dos de la tarde. Entonces cambiamos de avión, “tienen la fortuna de inaugurar los nuevos aviones tipo Electra para viajar de Colombia a Miami, son combinados turbo hélice”. Jairo Aníbal comentó que si en el experimento los aviones se caían, por lo menos los únicos que podrían volar serían los gallos. Todos muertos de la risa, éramos veintiuno. Estamos hablando de las tres de la tarde, o sea, esos pobres gallos no habían comido nada de la dieta recomendada ni habían salido de sus cajas.

Cuando llegamos a Miami ya había oscurecido. Era marzo y no había empezado la primavera. En Miami llegamos al sitio de equipaje y venían las tres cajitas ahí por la banda, zarandeándose, cuando uno de los guardias del aeropuerto preguntó: “¿Y esto qué es?”, pues se extrañó de la forma de las cajas. El tipo las sacó de la banda y yo dije: “Birds”, mostré el certificado. El tipo abrió la caja y, sin mirar el papel, se tomó la cabeza. “Esto hay que eliminarlo ya”, me tradujo uno de los compañeros. Había que desaparecer a los birds. ¡Ningún animal salvaje ni muerto ni vivo, ningún vegetal puede ingresar a los Estados Unidos sin permiso de las autoridades sanitarias! Era una medida absoluta. O sea, era una imprevisión de la embajada, de Jairo, de nosotros y la aerolínea. ¿Por qué Aerocóndor permitía transportar los hijueputas gallos? Tuve que contarle que yo no solo llevaba los gallos, sino tres paquetes de lombrices vivas y maíz pira para su alimentación, el hombre se cogió la cabeza. “¿Cómo así? ¿Dónde están las lombrices?”. Cuando vio mi maleta, el hombre comenzó a gritar, llamó por radio, vino más policía y llegaron dos bomberos con un horno en la mano. Teníamos en el viaje un compañero que hace rato no lo veo, un judío de Armenia llamado Morris Móberman, mono como un gringo y nació hablando inglés.

—Morris, qué está gritando ese señor.

—Pues está diciendo que ustedes están locos, que cómo van a traer maíz y lombrices, que toca que sacrificar esos gallos inmediatamente en los hornos. ¿Por qué no me contaste?

—¡Yo qué iba a saber! Hombre, ¿será quemar el maíz? ¿O las lombrices? ¿Pero los gallos? Pregúntales.

—Los gallos, hay que quemar esos gallos con sus lombrices y el maíz. Estados Unidos es el mayor productor mundial de maíz y no se pueden traer enfermedades a sus cultivos…

—Ahhhh.

Entonces le dije a Morris:

—Diles que piensen cómo hacemos para salvar del sacrificio a los gallos. Los necesitamos. Las lombrices vaya y venga… ¿Pero los gallos?

Y él conversó con ellos un rato, con los bomberos y a la media hora más o menos me tradujo:

—Oye, Eduardo, dale gracias a Dios que ahí estaba un cubano de los que ustedes llaman gusanos, escapados de Cuba, que está alegando con ellos. Dice que la solución para los animales y para ti, como encargado de los animales, es que desocupen el territorio norteamericano de inmediato. Las lombrices y el maíz van a ser quemados aquí, el cubano dice que la policía, por ley, no puede quemar los gallos directamente, la solución es que abandones los Estados Unidos ya.

—¿Cómo así, me tengo que ir de inmediato? ¿Devolverme?

—Sí, te tienes que ir ya, para donde sea.

La única forma era que yo tomara un avión Miami-Luxemburgo. Todos opinaban, los bomberos no se iban, la policía al lado para que yo no me volara con los gallos. La gente esperando a ver qué pasaba; unas cámaras aparecieron yo no sé de dónde, hasta que el guardia cubano que estaba con ellos vio nuestros tiquetes y dijo con pleno acento:

—Yo no voy a dejal matal loj gallo, que son palte de nuestra nacionalidá, vayan a la conexión y plegunten por un vuelo que salga Miami-Nassau y allá ejpelan sus compañelos, pero yo loj gallo no loj dejo matal… ¿Loj pelsigue el légimen de Castlo y ahora también los vamos a matal nosotlos? No, la clueldá pue…

Entonces ahí se me acerca Jairo Aníbal y me dice:

—Para que vea, compañerito, cómo es la vida, fue un gusano el que salvó la vida de los gallos. ¿Ah? ¿Quién iba a creerlo? Haga lo que él dice. Mejor para todos. ¡Además, para que no le quede consignado en su expediente como traficante de animales!

Qué iba a hacer yo, carajo. Jairo Aníbal me hizo una mueca de que no podía hacer nada ante el poderoso imperio yanqui. No quería abrir la boca. Entonces fuimos a una taquilla a comprar el tiquete:

—Pero yo no me voy solo, maestro, tengo que ir con alguien que sepa explicarse en inglés, mire lo que nos pasó.

Morris y yo fuimos a buscar el vuelo para Nassau. El primero salía a las diez de la noche. Los gallos llevaban doce horas sin comer, además del frío que habían aguantado en las bodegas. Volamos con los gallos. No teníamos mucha información de que Nassau era un protectorado inglés donde la mayoría de habitantes eran negros, que estaba lleno de casinos y hoteles, y que había reemplazado a La Habana como paseadero de los gringos después de la revolución.

Entre vueltas y revueltas nos dieron las doce de la noche en el aeropuerto de Nassau y los gallos seguían encajados. Cuando fuimos a recoger los equipajes vimos las cajitas temblando y los vigilantes negros en traje de paño, chaqueta azul oscura y pantalón blanco, parecían de una banda de guerra de los colegios de Medellín. Queridos, sonrientes, con un inglés como medio patuá. A uno le causó curiosidad la forma de las cajitas, se arrimó y preguntó: “¿Qué es esto?”, “Birds”, le dijimos. “¿Birds?”.

Yo no le había mostrado el certificado cuando el tipo levantó la tapa, abrió la boca y dijo: “No birds, fightings cocks!”, gritó. Algarabía en la fila, risas, todos los negros, vigilantes, barrenderos, azafatas, turistas se vinieron a verlos. Los querían tocar, destaparon las otras dos cajas y vieron que eran tres gallos hermosos. Entonces el primero que había preguntado me ofreció comprarlos. La contradicción, mientras el imperio gringo los iba a quemar, el imperio británico quería comprarlos. Yo todavía recuerdo el asombro, les tuve que explicar a través de Morris que no podíamos venderlos, iban para el quinto festival mundial de teatro de Nancy, eran protagonistas del final de una obra. Con esa historia, el policía nos dejó pasar. Tomamos un taxi para ir del aeropuerto a la zona de los hoteles.

Nos bajamos en el primer hotel que vimos. Resulta que empezamos a llenar las tarjetas de registro y claro, en la barra donde estábamos, el dependiente del hotel se empinó, miró por encima de la barrera y nos preguntó por lo que llevábamos en las cajas. Nosotros: “Birds”. Hubo una pausa silenciosa de aceptación, el tipo siguió escribiendo tranquilo y de pronto, los gallos, sintiendo el calorcito de la isla, comenzaron a cantar y a aletear; ¡kikirikí!, ¡kikirikí! Al tipo se le desorbitaron los ojos y volvió otra vez sobre la barra: “No birds. ¡Fightings cocks!, ¡out!, ¡out!”. Está prohibido en esta isla por la ley de Inglaterra tener mascotas agresivas en el hotel, out. Nos sacaron del hotel. Ni en este ni en ningún hotel de la isla se los recibirán, nos dijo en ese patuá.

Quedamos con dos opciones: dejar los gallos en la calle, o irnos con ellos a dormir a la playa. Morris era un judío maravilloso. Se rio y me dijo:

—Vamos para la playa, hombre Eduardo.

Con las maletas hicimos cambuche y almohadas y las cajitas a los lados, y nos preguntamos: ¿entonces duerme uno y el otro vigila? Pero Morris era el traductor, muy importante para mí, entonces yo le dije, no hermano duerma usted que yo vigilo. Y se echó a roncar. Yo me quedé viendo el faro, las estrellas, las luces de los hoteles, ahí, pensando en cómo uno se enreda la vida de fácil, por no saber decir no. Cuando me di cuenta de que habían pasado varias horas y casi de madrugada, llamé a Morris:

—Yo voy a dormir siquiera dos horas para salir a buscar alimento para estos gallos ahora que abran las tiendas.

Él se sentó a vigilar. Yo me eché sobre las maletas, pero mi sueño fue perturbado por una fiesta de turistas jóvenes que terminó entre jadeos y contorsiones.

Cuando los gallos vieron la luz decidieron aletear y cantar, seguramente capturaron algunos insectos. Esperamos un poquito para hacer una cosa que no habíamos podido hacer en los aeropuertos, alimentar en forma y darles agua a esos pobres gallos que ya iban a completar veinticuatro horas con nosotros. En un vaso desechable conseguimos agua dulce y pensando en ir a comprar maíz pira atisbamos a un taxista con buena pinta para que nos llevara a un almacén, y luego hacerle una propuesta indecente: recibirnos los gallos mientras esperábamos la compañía, que llegaba en dos días más para salir a Luxemburgo.

El primer taxista que paró nos preguntó:

—¿Y esas cajas?

Y le contamos que no nos los recibían en un hotel. Le explicamos y no lo podía creer.

—¡Qué maravilla!, ¿gallos de pelea? Están prohibidas las peleas de gallos en esta isla anglicana, pero la gente las sigue y la autoridad las deja pasar porque ahora viven aquí muchos cubanos emigrados. Esos gallos aquí valen un dineral, son un espectáculo prohibido. Se pueden criar pero no se pueden poner a pelear. Llevémoslos para mi casa, yo tengo un patio, les damos comida y tal vez puedan encontrar insectos.

Bueno, el taxista mismo entró al supermercado, compró el maíz, y nos dijo:

—Nos vamos para mi casa, para que los gallitos descansen.

La felicidad de todos esos negritos con gallos multicolores en la casa, el taxista tenía como cinco hijos, la señora en embarazo feliz con el espectáculo. Todo el mundo, qué belleza, cuánto valen, aquí en la isla los llaman game cocks. Luego el hombre nos llevó a un hotel. Nosotros le pedimos que fuera cinco estrellas, nos dimos la gran vida, comimos bien, tomamos whiskicito, pero comenzamos a pensar que el taxista podía enamorarse de los gallos y no volver a aparecer. No sabíamos cómo llegar a su casa.

Morris me dijo:

—Qué va hombre, esto no es Colombia, aquí es diferente, la gente es honrada, cumple la ley y son evangélicos.

Esa noche dormí regular pensando en si iba a volver a ver los gallos. Qué diría el director si se perdieran. Al día siguiente llegaron nuestros compañeros, nos buscaron en el hotel, les habíamos comunicado por fax dónde estábamos. Se burlaban de mí, el padrino de gallos y lombrices, me decían. Fuimos por nuestros tres compañeros de viaje y los negros nos dijeron:

—Ay, ¿se los van a llevar? Pensábamos que no volverían por ellos.

—Los necesitamos para nuestro trabajo, les faltan doce horas de viaje, de regreso se los podríamos dejar. Muchas gracias.

En Luxemburgo no nos pusieron ningún problema, los gallos pasaron derecho, sabían del festival, de los 75 países invitados. Llegamos a Nancy y de nuevo el problema, en los hoteles no se podía entrar con los gallos. Entonces le pedimos ayuda a la chaperona del grupo. La función sería en cuatro días. Ella ofreció su casa, tenía un sótano, les daría alimento una o dos veces al día. Lo que no tuvo en cuenta es que los gallos cantan a cualquier hora, si se asustan o hay un ruido, un rayo, una luz. Los gallos estaban amarraditos, porque hay que amarrarlos, si no se pelean entre ellos y se matan. Ella se los llevó y como andaba con nosotros para arriba y para abajo, llegó por la noche y el papá estaba exasperado:

—No, no, me tiene que sacar esos gallos de aquí. Me van a enloquecer…

Concluimos que lo mejor era meterlos a las cajas con la comida, no podían estar afuera, iban a estar aleteando y saltando. Llegó el día de la función, una cosa maravillosa porque los gallos entraron a nuestros camerinos, hermosos, teatro clásico como el Colón, en la plaza Stanislas. En los camerinos había ese juego de espejos, uno se mete dentro del espacio que dan los tres espejos para poderse mirar el vestuario, el peinado, para uno verse por detrás. Yo saqué un gallo mientras nos maquillábamos. Entonces el gallo vio reflejado a su enemigo en el espejo y arrancó a pelear con él, pras, contra el vidrio, se cayó y arremetió ahí mismo, se iba a matar con sus propios golpes. Lo tuve que volver a meter en la caja. Ya tenía ganas de pelea, y los otros quedaron cebados luego de escuchar al gallo enfrentado con su reflejo.

Primero se presentó la obra de Arrabal. Se hizo una reproducción del Guernica, de Picasso, de doce metros de largo, por ocho y medio de alto, que cubría el escenario. Esa pintura la hizo uno que fue Juan Valdez por mucho tiempo, Carlos Sánchez, muy famoso, que fue actor nuestro. Era el escenógrafo del grupo. El público se componía de asilados de la guerra civil española emigrados a Francia o expulsados por la dictadura de Franco, muchos de ellos obreros comunistas.

Se llenó la sala y lo interesante es que cuando el telón se abrió, empezó el murmullo desde la oscuridad a la penumbra, y se fue percibiendo el Guernica con esas proporciones y comenzó un aplauso cerrado del público como en honor al maestro Picasso o a quien le había copiado tan bien. Luego hubo un intermedio para quitar el telón de fondo y poner las cinco sillas donde debían sentarse los personajes de las fuerzas vivas de la nación en nuestra obra, y un perchero donde el cardenal colgaba la capa morada y donde el general ponía el quepis. Llegó el momento. El presidente lo hacía Jairo Aníbal mismo con un vestido sacoleva. Era un presidente de gafas y bigote. Y cuando van a definir el poder a puñaladas, entonces el negociante propone: “No, no se maten, traigan gallos para que definamos quién queda en el poder”. Dos compañeros entran con sendos gallos y los ponen uno frente al otro, los torean, les mueven el cuerpecito en un vaivén y gritan: “¡Ya!”. Los sueltan y en un momento vuelan plumas por todo el escenario. Y cada uno gritaba, apostaban entre los personajes, pelearon veinte minutos, yo creo que era un récord mundial de pelea de gallos. Uno de ellos, el que iba a ganar tenía un espolón artificial con una cuchilla: el gallo del general. En tanto que el gallo del presidente tenía el cubrimiento de la espuela que me había dicho el maestro. Eso lo vine a saber minutos antes de entrar a la escena: Jairo Aníbal no nos había contado que uno de los gallos tendría que morir en la escena final.

Creo que el gallo del presidente fue valiente para pelear veinte minutos contra un cuchillo.

Me puse triste, ya quería a los benditos gallos. Los obreros españoles se pararon, aplaudían, gritaban, eso era un frenesí, hasta que el gallo con el cubrimiento de la espuela cae, era el del presidente porque así estaba planeado. Entonces el general que da el golpe coge su gallo sin heridas y les dice a sus compañeros de junta:

—Váyanse, váyanse ya o los meto a la cárcel por apátridas.

Se llevan preso al presidente y se para sobre el escritorio con el gallo en el brazo y hace varios disparos al aire, se golpea el pecho como un simio y luego se sienta en la silla presidencial con los zapatos sobre el escritorio y el gallo en la mano: suelta la carcajada, bajan las luces y el aplauso espectacular. Era la misma farsa que habían vivido los emigrados españoles, nada más y nada menos, su país tomado por criminales de guerra. Atronadores aplausos.

Los dos gallos que quedaban, a las cajas. Nos desmaquillamos, nos fuimos a descansar después de esa muy bonita presentación, y entonces: bueno, ¿ahora qué hacemos con los dos gallos?

Nicole, la chaperona, dijo que los llevaba a su sótano, pero solo por esa noche.

Teníamos un día para salir de los gallos. Tomamos una decisión maravillosa, yo no recuerdo muy bien si fue Jairo o Nicole quien sugirió donarlos al zoológico de Nancy. Buena idea. Devolverlos para Medellín era imposible, pues nosotros teníamos proyectada una gira por Inglaterra, Holanda y Bélgica.

Nicole llevó los gallos, los entregó sin saber qué podía pasar. Y no informó que podía haber riesgos. Los birds fueron incluidos en la misma jaula de los faisanes y cuando entraron los gallos, a los faisanes les quedaron tres minutos de vida. Eso quedó consignado en el diario de Nancy como nota curiosa: “Uno de los grupos que participó en el festival trajo desde Colombia unos gallos de pelea, que donaron al zoológico, pero por no tener espacios previstos fueron incluidos en la jaula de los faisanes y los gallos de pelea sacrificaron en minutos a los faisanes”.

Nunca más se le ocurrió a Jairo Aníbal montar esa obra. Cuando terminamos de leer la noticia me dice Jairo Aníbal:

—Oíste, compañerito, ¿y antes de regalar los gallos al zoológico le habrán quitado al gallo del general el espolón de acero?

—No sé, maestro, no creo que Nicole supiera mucho de eso.

—Ah, con razón se murieron los pobres faisanes. ¿No recuerdas que la obra contemplaba que el gallo del general tuviera el espolón para que ganara la pelea y quedarse con el poder? ¡El gallo del dictador usaba cuchillo y el del presidente tenía protector de la espuela! El gallo del dictador es ahora tres veces asesino. Así son las trampas de los dictadores. Vea, hasta resultó ser cierta mi obra, maldita sea…