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Piel de conejo

En la piel del conejo

Cristina Toro


Piel de conejo, el primer libro de David Eufrasio Guzmán, es el reflejo de una generación de escritores colombianos que creció alrededor de la década de los ochenta del siglo pasado y da cuenta de nuevos referentes de una sociedad que ha transformado su entorno urbano y sus maneras de relacionarse. Es la novela de la unidad residencial como núcleo que juzga a sus habitantes, los aprueba o descalifica, les da sentido de pertenencia. Y digo novela en una acepción contemporánea en la que la estructura no lineal de la sumatoria de relatos crea un universo.

Esa barrera de “la unidad” que no necesita cerramientos físicos para saber que está cercada reúne en su entorno familias que no podrían albergar las proles numerosas de sus antecesores. El espacio del apartamento tradicional con dos o tres habitaciones acoge la generación del matrimonio fallido, las familias disfuncionales, los hijos que crecen en los espacios comunes y van moldeando sus expectativas con un referente de la ciudad que solo conocen los que han salido del núcleo, los que vienen de las barriadas y “saben cómo es el mundo”, lo que los convierte en moldeadores del deseo.

Esa generación que ya no habla del barrio porque no lo conoce, porque no se sale de sus linderos; sabe del portero, de los límites fuera de los cuales la violencia de la ciudad atraca, sabe de la mirada de los muchachos mayores que sí conocen el barrio y lo transmiten de apartamento en apartamento, de niño en niño, como quien inocula el veneno de hacerles perder la inocencia a partir de referentes azarosos asociados a la desfachatez, a la crueldad.

Piel de conejo también habla de la mudanza de piel, es la piel de niño que le va quedando pequeña al adolescente que no sabe cómo funciona ese hombre que empieza a desarrollarse en su cuerpo, que se da cuenta de la transformación de ese pene que en la infancia funcionaba como manguera de regadío de matas y en la adolescencia se erige como promesa de encuentro.

Es la historia del joven que crece bajo el sojuzgamiento de referentes contradictorios y se acomoda a las exigencias del entorno, que accede a vestirse de chalequito de lana para resultar adecuado ante sus parientes bogotanos, a sabiendas de que deberá esconder su atuendo para estar a salvo de las burlas que merecería su aspecto de rolo en la unidad.

Desde el primer relato la violencia emerge como una constante que va mostrando la crueldad de la estirpe. Ser un Tamayo significa estar vulnerado por esa gran familia que solo aparece en paseos de fin de año o en esporádicas celebraciones y acoge en la playa o en el campo a sus parientes menos acomodados en un ambiente permeado por el alcohol, ese rifle que estalla los afectos comunes y deja correr su hilo de sangre durante toda la saga. Una tras otra, estas historias nombran un universo que revela el panorama de una época de bombas que también explotan en las esquinas del vecindario.

Esos paseos de grandes y chicos son la oportunidad para transmitir los conocimientos de la tribu que vigila el desempeño de la hombría que se exige ejercer o fingir, si acaso no estuviese instaurada en el deseo del adolescente. Ese macho que en sus bebetas enseña a sus parientes menores unos arcaicos valores decadentes es también la mirada a la familia disuelta, es el paso de la gran familia de doce hijos a la familia del hijo único, a la familia con pocos hijos criados por una madre muy joven que no sabe qué hacer con ella misma.

Es la familia que vigila la perpetuación de roles, hombres con hombres jugando fútbol en los paseos de la playa o en las canchas de la unidad, mujeres con mujeres asoleando sus secretos. Son los tíos dictando el curso de virilidad de prostíbulo, de hombría fomentada con pócimas que pueden apuñalar el deseo.

Estos relatos son también una reflexión sobre la soledad narrada desde el asombro de quien descubre la literatura como otra vertiente de la voz de la tribu, la voz del padre que desde su distancia induce a otras miradas y abre caminos a la posibilidad de salir de ese mundo ramplón que el niño está condenado a emular a cambio de no parecer provinciano, cobarde o maricón.

En un entorno donde la curiosidad por la sexualidad se satisface a escondidas en sesiones clandestinas de películas pornográficas, en aventones ebrios con campesinas, en contactos fugaces, aparece como un bálsamo la voz femenina, la voz libre de la empleada que habla de sus sueños eróticos con el adolescente y abre la puerta de una sexualidad permisible, servida a la mesa sin tapujos en casa del padre. Piel de conejo es también una caricia adolescente que pasa de mano en mano ante los ojos asombrados de un chico que ve su cuerpo salir de la envoltura de la infancia.


Fragmento del cuento “El último vuelo de la Araña”

Después de que recogieron los platos de mi desayuno, me concentré en las moscas. Aterrizaban sobre la mesa y se frotaban las patitas delanteras como esperando y pensando. Todas hacían lo mismo: aterrizaban, avanzaban vacilantes y de pronto alguna idea malévola las hacía detenerse para frotarse las manos de nuevo y saborear ese pensamiento. Meditaban antes de emprender cada acción, así esta fuera mínima, como un corto vuelo o unos sencillos pasos. Mientras tanto, la familia estaba en la playa en un cuadro que me sabía de memoria: Fernando y Lucio sentados con sus whiskies y alrededor los demás tíos, las tías echándoles a los primitos cerveza con limón en la cabeza para que se volvieran rubios, la abuela saliendo del mar con su caminado de loro viejo, los primos grandes alegando que no botaran el trago, otros primos en el mar recibiendo las olas a puño, los chiquitos jodiendo en la arena, las primas bronceándose y recogiendo baratijas, otros primos dando vuelta en las cuatrimotos y otros más cismáticos, en la lamosa piscina llena de sus propios miaos.

Las comadres dispusieron bandejas y las fueron adornando con fruta picada. Siempre mi contacto con la fruta era en la playa y por lo general tenía que salir del mar, con los ojos salinos, y trinchar trozos de piña, papaya, mango, sandía, para luego volver a las aguas, mientras que ahora veía, en la frialdad solitaria de la cabaña, cómo las moscas atacaban la fruta y se embriagaban hasta la saciedad en un trozo de sandía o de piña. Con razón en la playa uno veía a las moscas lentas, bañadas en el zumo de la fruta, y uno creía que era por el calor, o que las moscas costeñas eran perezosas, pero en realidad llegaban allá borrachas y llenas, por eso era fácil cazarlas y tirarlas contra las dunas.

Era insólito presenciar el detrás de cámaras del paseo. Contemplar los pescados frescos con sus ojos vivos, que luego porcionaban para el almuerzo, ver cómo barrían el gran salón entre cuatro bajo un silencio de iglesia, cómo iban entrando y saliendo de cada dormitorio con sábanas y toallas. El silencio y la paz fresca que reinaba cuando la familia estaba en la playa. Las comadres deben estar cansadas, pensaba yo, deben estar felices porque ya casi nos vamos. En todo caso, nunca perdían la picardía y mientras cumplía mi castigo en la mesa me miraban con una sonrisa que intentaban ocultar sin éxito en el palo del trapero; se debieron haber deleitado con el show que protagonizamos los hijos de los patrones.

El brillo de las balas

El brillo de las balas

Norvey Echeverry Orozco


Presentación

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no se dio cuenta de que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Todo estaba en las noticias y las noticias siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, Norvey observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió pena de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era real: las cosas pasaban aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase… a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla.
Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “​Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra que se hace madre mientras otros insisten en cultivar la muerte, la de un campesino que estuvo a punto de ser asesinado, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender vicio. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado. 

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. 

César Alzate Vargas, Universidad de Antioquia


Prólogo

Del otro lado del cerco

César Alzate Vargas

Universidad de Antioquia

Se hablaba en la sede de la Universidad de Antioquia en Sonsón de un muchachito que hacía todas las preguntas y leía todos los libros, que tomaba notas sobre artículos sugeridos o encargados y para la siguiente sesión ya había agotado los títulos disponibles de cada autor, y que hacía una cosa extravagante: les pedía a los compañeros que plantaran su grabadora en los cursos a los que no podía asistir y registraran las clases. Se decía que pasaba horas escuchando las grabaciones.

Que deseaba aprender todo sobre el periodismo y la literatura.

Yo no creía en esta leyenda, y en realidad solo llegué a comprobar una parte de ella, hasta que asistí a un par de jornadas de un curso de redacción periodística. Sonsón era un sitio estupendo para dar clase; los estudiantes eran como los que se describían en los mejores tiempos de la Universidad: respetuosos, entusiastas, pletóricos de talento, críticos, interesados en lo que uno tenía para decirles y hasta ingenuos. Además era un lugar que toda la vida me había interesado bastante. Por allí había pasado incontables veces en ruta hacia el cañón del Samaná, la Ítaca de la que provengo y a la que no consigo volver. Sonsón tenía múltiples vínculos con mi prehistoria. De este pueblo que congrega, completos, las virtudes y los defectos de la cultura antioqueña, salieron todas las vertientes de mi familia en siglos que la era digital ha olvidado. Allí quería ir como quien regresa a sus orígenes. Sentía que al dirigirme a aquellos estudiantes entablaba un diálogo en el tiempo con los bravos colonos que durante el siglo XIX y la primera parte del XX partieron de municipios como este hacia los vastos territorios que aún no se domeñaban en los Andes colombianos (en realidad, como ocurrió en toda América, esos territorios estaban habitados por gentes que llegaron mucho antes y a las que no se trató con el debido respeto, pero esa es una discusión que no tendremos aquí). El diálogo con ellos me interesaba como una forma de obtener pistas sobre una parte de mi historia que deseaba recuperar por motivos literarios, pero a la que las múltiples argucias del olvido me han impedido acercarme. Los estudiantes provenían, en su mayoría, de diversos pueblos del suroriente de Antioquia. Al menos la mitad eran del municipio sede, pero los había también de Argelia, Nariño, La Unión, Abejorral y La Ceja. De este último procedía el muchachito del que se hablaba porque quería saberlo todo.

Su presencia, sin embargo, no parecía hacerle juego a la leyenda. Se sentaba en un rincón lejano del salón de clase y, al menos en voz alta, no hacía preguntas ni participaba casi. Uno tenía la sensación de que estaba calculando el tamaño del mundo y de la vida antes de atreverse a decir cualquier cosa, y a veces daban ganas de suplicarle que aunque fuera se mostrara necio. Nada. Allí, quieto, como con la intención de marcharse a otras esferas, no hablaba. Pero escribía. Escribía y escribía en sus libretas, y a la clase siguiente venía, aunque sin palabras, con las lecturas hechas, los autores agotados. Sí que lo leía todo. En plena adolescencia era una máquina de absorber información, lo cual le fue muy útil para descubrir pronto que su deseo de ser locutor estaba errado y que, a fin de cuentas, de haber persistido en este, de poco habría necesitado los estudios de Comunicación Social y Periodismo.

Nuestro diálogo no se produjo, pues, mientras fue mi estudiante. O, visto de otro modo, la relación estudiante-profesor no se limitó a las fechas que la academia estipulaba: él decidió retomarla en ese mundo del que es nativo y cuyas leyes permiten hacerle el quite a la timidez porque no obligan a que los ojos se miren y las presencias se perciban en las a veces incómodas dimensiones de la física. Los tímidos sabemos la enorme importancia de este recurso. Uno de los privilegios que nos permite la época es el de abordar al otro sin la incomodidad de la presencia y sin la rigidez de los horarios. El curso que el silencioso decidió que yo le siguiera dando más allá de las aulas comenzó el 26 de diciembre de 2018 a las 9:49 de la noche con un escueto saludo: “Hola, César. ¿Cómo va todo?”. Saludo que irrumpió en el WhatsApp de mi celular con un cálculo necesario: el de escribir correctamente cada palabra y rodearla de los signos de puntuación adecuados más para la tarea universitaria que para ese universo que lo permite todo y en el que la gente suele expresarse con irrespetuoso descuido. Él me había oído decir que la corrección es la mínima seña de respeto que le debemos al lector. Somos periodistas. Somos escritores. Que nos juzguen por el fondo de lo que decimos, no por la forma: esta no debería admitir discusión. El hecho es que, antes de que yo pudiera preguntar quién era el sujeto que me hablaba a esa hora, fue al grano: “¿Te puedo pedir un favor? ¿Me podés recomendar películas buenas sobre el oficio del periodismo?”. 

No sé qué estaba haciendo esa noche. Era 26 de diciembre, ¿no? Alguna simpatía debió causarme el atrevimiento, pues unas horas después le prometí en serio —siempre hemos hablado muy en serio nosotros— que le haría una lista y le recomendé un título de ese año que tal vez él ya hubiera visto: la magnífica The Post (torpemente traducida a nuestro mercado como Los archivos del Pentágono) de Steven Spielberg. Horas después respondió que no la había visto, pero que tenía tiempo y la vería al rato. Y la vio, desde luego. Lo que tiene de más maravilloso el universo digital en que nos hemos movido en este permanente curso que él me pidió y yo acepté darle es esa no necesidad de verse u oírse o leerse en tiempo real. A veces el diálogo discurre así, pero otras tantas veces entre una interpelación y una respuesta pasan minutos, horas y hasta días, y no han faltado los asuntos que uno de los dos corta sin ofrecer excusas y sin que el otro se percate de que lo dejaron con la palabra en la boca. Ha sido un diálogo intenso. Tanto, que ahora me atrevo a darme cuenta de que en el mutuo aprendizaje, en la interminable discusión y en la nula presencia material —no nos vemos desde nuestra última clase en la sede, en diciembre de 2017; casi ni sé ya cómo es su rostro— hemos ido construyendo una valiosa amistad. 

***

Hasta su paso por la Universidad, Norvey Echeverry Orozco no descubrió que la violencia era un fenómeno que le ocurría a la gente real. Para su fortuna, del mundo de las armas no conocía ni una pistola de juguete. Todo estaba en las noticias y estas siempre hablaban de cosas que pasaban lejos. Durante un tiempo, observó con ingenua melancolía que la guerra, en apariencia, no lo había tocado y sintió vergüenza de sus privilegios. El estudio del periodismo le mostró que esa lejanía no era cierta: las cosas sucedían aquí, a su alrededor, a sus compañeros de clase… a él mismo. La realidad era una cosa tangible y el periodismo la herramienta para acercarse a ella, estudiarla, relatarla y quizá comprenderla. Sospecho que debe seguir sin conocer las armas de verdad, pero la inmersión en las historias que narra en su primer libro le ha permitido comprender la catástrofe que esas armas producen en el destino de un país.

Puso como presentación en su cuenta de Twitter: “Escribo historias en libretas que sueñan, de grandes, ser libros para estar en las bibliotecas”. Miró el mundo en que se había criado y sus ojos de periodista le mostraron la guerra que antes aparecía, deformada, en las noticias. Se lanzó de lleno a las historias y de entre todas las que encontró seleccionó para este primer libro la de una maestra rural que se hace madre mientras la muerte campea en cada uno de los territorios a los que huye, la de un campesino al que estuvieron a punto de asesinar para hacerlo pasar por lo que no era, la de un jovencito que persiste en estudiar a pesar de los violentos y la de otro jovencito cuya madre es asesinada por vender drogas. Los agentes de todas esas violencias se repiten aquí como se repiten en la turbulenta historia de Colombia que la generación de Norvey no habría debido vivir: la guerrilla, los paramilitares, los narcos, el Estado.

El autor podría haber tenido el privilegio de formar parte de la primera generación de colombianos, en lo que va corrido del milenio y de la vida, con una verdadera oportunidad no de crecer, porque ya lo hicieron, pero sí de conocer al país en paz. Ellos y nosotros estuvimos a nada de lograrlo en aquellos acuerdos suscritos en 2016, pero la ilusión de la paz duró poco. “Este país, ¡este pobre país! ¿Hasta cuándo estaremos así, hasta cuándo?”, escribe en su diario Martha Higinio, la admirable profesora a cuyo relato el libro le presta la voz narrativa de primera persona. Es el mismo personaje que descubre la fundamental importancia de los nombres para conservar la memoria —es fundamental conservar la memoria, evitar el olvido— y nos cuenta al regresar al pueblo de Granada, luego de la masacre paramilitar del 3 de noviembre de 2000:

Cuando me acerqué al salón parroquial, más de medio pueblo lloraba por todos los muertos. Diecinueve ataúdes enfilados. Una escena triste. Yo solo conocí a María Leonor y a Pablo Emilio. A lo mejor con Jesús María, Juan Manuel, Jairo, Francisco Javier, Germán, María Edelmira, Andrés Arturo, Salomé, Conrado, Óscar Aníbal, John Ferney, Mario de Jesús, Jesús Heliodoro, Luis Fernando, Jenaro, Socorro y Nicanor, me llegué a cruzar en las calles de Granada, en una eucaristía, en una tienda, en el hospital, en el colegio en que dictaba clases, en un evento comunitario por la paz. A lo mejor hasta les sonreí.

“A lo mejor hasta les sonreí”, dice. No es posible dejar de mencionar la horrenda paradoja de la que antes de esta masacre se había enterado Martha en el corregimiento de Aquitania, de donde es oriunda: los paramilitares acercándose al puesto de salud para ofrecerle disculpas a un joven moribundo por haberle disparado cuando las balas que le robaron la vida estaban destinadas a alguien que tenía un nombre parecido. Creería uno que en esos actos de buena educación está oculta la semilla de la convivencia, pero habría que ser tan malvado como los asesinos para aceptar tales disculpas. O para aceptar la horrible venganza que ejecutaron los guerrilleros de las Farc un mes y tres días después de la masacre de Granada, cuando el 6 de diciembre destruyeron el centro del pueblo con un carrobomba y numerosos cilindros de gas convertidos en misiles y disparados desde casas a las que ingresaron sin respeto alguno, como la de Martha.

En el libro que Norvey investigó y escribió para enterarse del horror del que su crianza privilegiada lo había mantenido ajeno hasta su ingreso a la Universidad, la infamia contra los ciudadanos comunes y corrientes salta de muchas maneras al relato. Quizá la secuencia más intensa se encuentre en la historia de Gustavo, un campesino que decide regresar a su finca arrasada en la vereda La Quiebra, a dos horas de camino de Sonsón, porque a pesar de la presencia de los violentos tiene que trabajar para que su familia coma. Este hombre inerme ante los ejecutores de la guerra detalla el encuentro con un grupo de soldados ansiosos de matar a alguien, a él. Cuando los soldados le preguntan si ha ayudado a los guerrilleros a cargar sus morrales y le exigen que se quite la camisa, el hombre se hace una reflexión de la que no se olvidará nunca. Así está narrado el episodio:

Gustavo pensó: “Ay, jueputa, de pronto tengo callo en la espalda por cargar la fumigadora”. Era lo más obvio: una bomba de veinte litros con veneno, de metal, varios días a la semana, deja su huella en la piel. ¿Y cómo hace un soldado para saber que un hombre como Gustavo es guerrillero? ¿Por las botas? La mayoría de campesinos llevan botas. ¿Por el callo en la espalda? La mayoría de campesinos cargan bombas fumigadoras de veinte litros que tallan la piel. ¿Cómo carajos hace un soldado para saber si ese hombre que humilla es un guerrillero?

La respuesta es que no sabe ni le importa. El soldado necesita presentar resultados y muchos de esos resultados son lo que después se denunciará en el país como los falsos positivos. Ilustra el narrador: “Si los soldados hubieran decidido dispararle a Gustavo y presentarlo como una baja dada en combate, les hubiera significado desde un permiso de vacaciones para ver a sus familiares y novias, un aumento en el salario, un curso de formación, hasta un ascenso, una medalla que se puede conseguir por cincuenta mil pesos o menos en internet, o una felicitación de un general”. La desventura de Gustavo, tristemente, no se agota en el encuentro con los soldados del que salió torturado e insultado, aunque vivo. Es un campesino colombiano en tiempos de guerra y en esa coyuntura a los campesinos colombianos no les queda de otra que enfrentar las consecuencias de un conflicto en el que todas las facciones dicen que pelean para protegerlos, pero todas se ensañan contra ellos.

Esto y más es lo que descubre el autor cuando escucha y acompaña a Martha, a Gustavo, a Camilo Andrés (nombre ficticio, historia verdadera) y a su tocayo Norvey: una profesora rural que ha transitado por religiones y escuelas y no pierde el entusiasmo de las palabras; un campesino que ahora se dedica al cuidado del páramo; un hombre trasegado en las múltiples violencias que acepta que si su mamá, asesinada cuando él tenía once años, estuviera viva, “yo hubiera sido un gamín más hijueputa”; y un sobreviviente de la zona rural de La Unión al que a los ocho años un soldado contraguerrilla le puso su arma de dotación en la cabeza y le preguntó si se quería morir ese día.

En estas páginas está el país. Esperemos que el libro llegue a las bibliotecas, pero, sobre todo, que llegue a muchos lectores. Yo me quedo con la imagen de cada uno de los personajes en sus momentos de inocencia, a salvo en sus casas, amenazados en sus casas. Cada uno de ellos mira las montañas, las hermosas montañas donde la vida florece a pesar de la terrible historia de Colombia. Alrededor de cada casa hay un cerco, un perímetro de seguridad.

—Discúlpenos, hermano, nos equivocamos —cuenta Martha que le dijeron los paramilitares al muchacho moribundo de Aquitania al que le dispararon porque se llamaba como otro.

Del otro lado del cerco está la guerra.

Al morir las cosas

Al morir las cosas

Carlos Andrés Jaramillo


Presentación

Las cosas mueren. Sobre todo las más pequeñas, las más anónimas. Esas cuya existencia mínima, sin noticias para el exterior, prefigura la muerte. No ser nadie y no haber existido se parecen.
Pero haber vivido es irrevocable. Aún si el tiempo o los hombres se empeñan en borrar lo que ha sido.
Rescato historias que a nadie más interesan. En eso me parezco a la muerte que no deja de seguirle los pasos a la vida.

El autor


Cuentos

Noches en vela

Como el viejo no quería hablar, se contentó apenas con un gesto, que podía significar un osco reclamo o un saludo. El que, desde el amanecer velaba, agitó la cola vivazmente, y acercándose al lecho del anciano, le lamió la cara con afecto, mientras este, tratando de no sonreír, lo acariciaba y lo puteaba con cariño.

—Eres un mal perro, un mal perro —decía.

Hacía tiempo que aquel hombre no podía levantarse, por lo que, en las noches, amarraba al perro que se revolvía largamente, hasta que lograba soltarse la cuerda que le ceñía el cuello. Durante los primeros días un súbito presentimiento despertaba al viejo en medio de la madrugada, y con manos inseguras palpaba la tiniebla del suelo hasta que daba con la cuerda, y comprendía, en medio de la confusión, que el perro había desaparecido. A partir de ese momento no volvía a dormir y, en cambio, dejaba que terribles premoniciones lo sacudieran hasta el momento en que, con los primeros anuncios del alba, descubría la vaga sombra del animal entre las carretas y el suelo empedrado de la plaza.

A esa hora la gente en todos los pueblos del sur de Italia todavía dormía.

El perro era pequeño y delgado. Como todos los animales de su edad, era despierto, negligente y alegre.

Nadie sabía de dónde había llegado el viejo que dormía al pie de la portada del ayuntamiento. Él mismo le restaba importancia, pero recordaba cómo había llegado el animal a su vida. Lo encontró después de escucharlo gemir durante toda la madrugada al otro extremo de la plaza, mientras llovía. Tres lámparas alumbraban débilmente ese costado del pueblo. Alguien había arrojado un cachorro a la basura. Harto de los gemidos se arrastró, entre maldiciones y juramentos, desde su lecho precario, y lo encontró afuera de la bolsa, orinando en el suelo sin levantar la pata. Estaba flaco como un místico, pero contento. Lo llamó Giotto, como el pintor.

En los alrededores se decía que estaban matando a los perros, pero ignoraban el motivo. El alcalde insistía en que se trataba de rumores. Pero cada semana las mujeres del campo venían al mercado con la noticia de escalofriantes hallazgos de perros envenenados.

Justo por esa época fue cuando Giotto aprendió a soltarse de la cuerda y el viejo a sufrir por culpa de su imaginación.

Al primero de los perros lo habían encontrado a las afueras del pueblo. Algún tiempo después, un campesino al que apodaban Melo descubrió que alguien había robado el cable de cobre que llevaba electricidad a su casa y que el perro de la familia estaba muerto. Así dedujeron que estaban matando a los animales para que no delataran a los ladrones de alambres.

El viejo tullido, a quien llamaban Barolo, era corpulento. Tenía una abundante barba gris y pocos dientes. Sobrevivía de la caridad de los vecinos y de los pequeños encargos que le hacía la gente, casi siempre dándole cosas a cuidar. Así que también los ladrones llegaron donde él y le fueron trayendo lo robado para que lo escondiera y lo entregara a los compradores de la ciudad. Barolo recibía la mercancía con grandes muestras de gratitud, como si se tratara de limosnas, y la hacía desaparecer rápidamente debajo de su tarima. Con las liras de más que lograba arañar a los clientes, el viejo podía alimentar al perro y comprar un poco de licor para el frío.

Cuando los ladrones elegían una casa, la merodeaban durante un par de días, tratando de entender la rutina de sus habitantes. A menudo se movían por parejas, pero era un grupo de diez. Si, por desgracia, había un perro, lo mataban para que no alertase a los ocupantes o a los vecinos de su presencia. Lo envenenaban en la noche y lo remataban en la madrugada, si era el caso, con lo que tuvieran a mano. Después, comenzaban su labor. Con rápida destreza arrancaban el cableado eléctrico, que iba del poste a la casa, y lo metían todo en sacos. La operación no tardaba más de unos minutos. Al otro día, fingiendo que llevaban las compras, se acercaban al viejo Barolo, y le dejaban el cobre. Más tarde pasaban a recoger el dinero que había recibido, y que era considerable desde que el mineral escaseaba en la capital.

En la madrugada del segundo mes de las matanzas, un ruido desapacible despertó al viejo. Todavía legañoso, sobresaltado por el susto, vio bajar por la calle principal que daba a la plaza una bola de fuego que daba gemidos lastimeros. Pensó que era un fantasma. Después comprendió, sobrecogido, que era un perro al que alguien le había rociado combustible, seguramente para amedrentar a algún vecino difícil. Palpó en la tiniebla y encontró a Giotto amarrado de la cuerda. Por primera vez el viejo Barolo tuvo miedo de lo que hacía y decidió regalar el perro.

En la casa a donde había ido a parar Giotto vivían una viuda y dos niños, a quienes les gustaba jugar con el animal y dormir con él en las noches. Si el perro iba a la cocina, sabían que tenía hambre y le servían. Si se ponía en asecho, sabían que quería jugar y correteaban con él por toda la casa. Si rascaba la puerta de la calle, sabían que sentía ganas de orinar y alguno de los niños lo sacaba. Pero una noche lo sacó la madre y el animal huyó detrás de un gato que se escondía tras la verja de una factoría.

Cuando se sintió solo, Giotto decidió explorar el pueblo. Pasó por la iglesia principal, por el cuartel de policía y por el barrio que al llamaban de Los Alfareros.

A esa hora los ladrones estaban robando una casa en ese lugar. Eran dos. Uno de ellos, escondido en una esquina, cuidaba de que nadie los viera. El otro intentaba alcanzar el balcón del segundo piso.

El primero que vio a Giotto husmeando cerca fue el que estaba colgado del balcón. Tenía un pie en la barandilla, mientras el otro colgaba en el vacío. Trató de no hacer ruido. Por señas, alertó al cómplice que, al no comprender, salió inquisitivo del escondite. Asustado, el perro comenzó a ladrar. En la casa se encendió una luz. El que colgaba del balcón se lanzó como pudo a la calle y. mientras trataba de levantarse, se escucharon varios disparos de un arma. El que estaba escondido huyó por las calles empedradas que llevaban hacia las afueras del pueblo, seguido de cerca por el perro, que desistió de su persecución al encontrar un gato en su camino.

Después de una hora, y agotado por la carrera, el ladrón volvió lentamente al pueblo. La torre de la iglesia se veía oscura contra el cielo. Pasó por la casa que habían intentado robar y vio el cuerpo del otro tirado en el suelo, rodeado de vecinos. Cuando pasó junto a un guardia, su semblante se descompuso, pero continuó su camino.

 Así, llegó a la plaza donde encontró al viejo Barolo dormido. Se cercioró de que nadie lo veía y apuñaló repetidamente al viejo, por encima de las mantas, y huyó de nuevo.

En la mañana, cuando las primeras luces herrumbraban apenas los perfiles de las cosas y la niebla cedía al impulso de la luz, Giotto apareció olisqueando por la calle principal que llevaba a la plaza. Se demoró todavía husmeando entre la basura y los árboles, sin buscar nada preciso. Se plantó delante del viejo Barolo, a esperar a que le diera alguna señal para acercarse, pero no ocurrió.

 

Noticias del mar

Para Laura Osorio

Cuando Antonio gastó el dinero que había obtenido por la venta de su motocicleta, publicó varios avisos en el periódico en los que se ofrecía como instructor. Tardó muchos días en recibir una oferta. La casa a la que fue era pequeña, de principios de siglo. Lucía descuidada, un poco fantasmal. Tenía dos pisos y, atrás, un jardín amplio, encerrado por pinos, en donde ladraba el perro más solitario del mundo. Adentro vivían dos inquilinos. Una anciana de noventa y tantos años y su hijo, de setenta y cinco, que había sufrido un episodio de apoplejía y se hallaba reducido a una silla de ruedas.

La anciana había esperado morir de tristeza en una residencia de ancianos, cuando el hijo le dijo que ya no podía encargarse de ella, porque partía para Milán. Se llamaba Lucrecia. Reconoció que las razones de Giorgio eran poderosas, pero había esperado más de él. Tenía para sí que cincuenta años de amor incondicional bastarían para que reconsiderara el nombramiento o para que pidiera una prórroga al menos. Pero no ocurrió así. Herida, pero sin demostrarlo, partió hacia el hogar de ancianos. Todavía planchaba, cocinaba y revisaba los textos académicos de Giorgio, cuando llegó la noticia.

 Enérgica y cálida, la antigua profesora de enseñanza media no había tenido el valor de pedirle a su hijo que la regresara a casa cuando este volvió de la capital cinco años más tarde. Por eso cuando después de veinte años se enteró de que Giorgio había enfermado, pidió que la enviaran a casa. Y, en su alegría, confundía la felicidad de salir del asilo y el deseo largamente aplazado de ser útil de nuevo.

Tenía noventa y cuatro años cuando decidió cuidar de nuevo a su hijo.

Cuando entró a la casa, Antonio se sintió abochornado de ver a la anciana llevando los oficios del hogar y cuidando a un viejo que se resistía a una bondad que lo infantilizaba. Lucrecia lo cubría de abrazos, le hablaba en el tono de un niño e ignoraba la ironía con que Giorgio le contestaba. Pero, a la vez que le molestaba, la actitud de Lucrecia conmovía profundamente al joven profesor, porque trataba de proteger al hijo con su vejez, como una cerca desportillada que protege un jardín derruido de los niños que diariamente lo visitan. “Proteger”, recordaba el muchacho, era una palabra latina que significaba cubrir, ponerse delante de algo, para recibir el impacto. ¿Delante de qué se ponía Lucrecia? De la muerte que amenazaba, constantemente, al hijo.

La casa lucía desordenada, pero se notaba que la antigua profesora se esforzaba por limpiarla y que su vista era la responsable del estado de la vivienda.

Si se la miraba bien, se podía ver un brillo distinguido en los ojos de Lucrecia. Todavía podía resultar atractiva cuando se maquillaba para salir a la tienda. A veces cantaba con una vocecilla fea y temblorosa en la que brillaba, sin embargo, algo del hermoso esplendor pasado. El muchacho la oía con embeleso, porque así también se asomaba para él la belleza en los seres: como una luz que se iba debilitando o una película de agua que se iba secando sobre una roca. Era como si en su paso diario por el mundo, los objetos le dijeran quiénes habían sido. Esa forma en que era intimado diariamente no la compartió con nadie. Se reservaba para sí el milagro y el deterioro de las cosas.

Decidió quedarse con los ancianos.

Lo que comenzó como un trabajo de algunas horas a la semana, se convirtió con el tiempo en un oficio que le ocupaba gran parte del día. Sensible como era, Antonio se sentía incapaz de dejar a la anciana con las labores de la casa, pero como quería respetar la decisión de ayudar al hijo, no se ofrecía a hacer los trabajos en su lugar, sino que se mostraba dispuesto a aprender o colaborar, y no insistía si veía que ella prefería hacerlo sola. Empezó a barrer, a trapear, incluso a cocinar para la pareja de ancianos.

El arreglo de la casa no revestía problemas. Lo que más esfuerzo exigía era el cuidado de Giorgio, cuyo temperamento cambiante iba aparejado con el deterioro de su condición física. El anciano estaba paralizado de un lado del cuerpo. Hablaba entrecortado, costaba entenderlo, y había perdido parcialmente la vista en un ojo. También escuchaba con dificultad. Durante su juventud se había dedicado a la música, pero le había perdido cariño porque la asimilaba a la precisión y a la monotonía de las matemáticas. La poca libertad que tenía en la interpretación y la repetición al infinito de las mismas piezas, le habían separado de ella para siempre. Era trompetista. Todavía escuchaba música, pero sin convicción. Raras veces, cuando el cansancio o la melancolía le hacían su presa, podía acceder a ese orden en que la música trae recuerdos o alivia.

 Cuando dejó de tocar, se hizo funcionario en las escuelas. A medida que escalaba en la jerarquía había ido desaprendiendo el gusto por la vida. A Milán había partido con la firme intención de matarse, pero le faltó valor. Por un tiempo se refugió en los brazos de una empleada de la cafetería del Ministerio de Educación, pero cuando llegó el cambio de gobierno perdió el puesto y debió regresar al pueblo. Al llegar la edad de la jubilación, intentó enseñar música de nuevo, pero la pasión se había extinguido para siempre.

Luego, llegó la apoplejía.

Conservaba, sin embargo, una afición que Antonio descubrió mientras limpiaba. Supo que había dado con algo importante porque el anciano se lo quedó mirando con una expresión de nostalgia: un telégrafo inalámbrico.

En una época en la que el uso del teléfono estaba extendido en la clase media, Giorgio era un telegrafista aficionado. Cuando volvía de sus largos días de oficina, se encerraba en su estudio. Encendía el aparato y comenzaba a enviar y a recibir mensajes de otros telegrafistas, anónimos como él, que se negaban a jubilar sus aparatos. Como era hábil descifrando los sonidos de los impulsos, podía transcribirlos directamente en el papel. Tenía varios cuadernos de anotaciones. Casi siempre de conversaciones anodinas. A veces, alguien se tornaba confesional y Giorgio no hacía ningún esfuerzo por atemperarlo. Lo dejaba hablar. Pero lo que más le gustaba era entrar en contacto con los telegrafistas de los barcos, esos hombres que venían de la soledad, que la surcaban de extremo a extremo, siendo ellos los únicos que estaban dispuestos a hablar durante horas de las maravillas que había en el mar y en las costas. El aburrido inspector de educación había soñado en ese aparato más que muchos hombres juntos, y nadie podía sospecharlo siquiera.

Antonio lavaba, planchaba, cocinaba, sacaba a pasear al perro, al que cada vez le tenía más cariño, atendía a las historias que Lucrecia le contaba y, en las noches, se quedaba hasta tarde para hablar con los telegrafistas del mar. Así conoció de naufragios, de luces perdidas en el mar. Oyó hablar del faro más solitario del mundo y de su encargado, un viejo sirio que hablaba todos los idiomas de la Tierra y conocía todas las culturas. Su apellido era Ciro. Así pasaron más años.

Lucrecia se acercaba a los cien, pero seguía tan lúcida y activa como siempre. Giorgio había sufrido otro ataque y su minusvalía había avanzado todavía más. Le cansaba el ruido, odiaba despertarse con vida, le molestaba la presencia del muchacho, aunque le consideraba un amigo. Ya eran pocas las horas que pasaba junto al telégrafo. Pero le había pedido que le llevara los cuadernos donde anotaba. Decía que la voz humana era una cosa preciosa, porque dejaba testimonio del paso de un ser único por el mundo. No quiso que Antonio lo llevara al mar. Decía que era la última nostalgia que le quedaba y que quería partir con ella. En su vocabulario se habían instalado las palabras del final.

La casa seguía su lento deterioro. Había tardes en que Antonio veía a los dos viejos sumergidos en la luz crepuscular, como en una gota de ámbar, existiendo cada uno póstumamente y por su lado. Lucrecia en el piano o entonando cancioncillas, con voz cada vez más callada. Y al hombre huraño de la silla, durmiendo o repasando antiguos libros de texto donde encontraba datos que ya había olvidado. A veces, Antonio se sentía tan cansado que buscaba excusas para no ir, pero cuando regresaba y veía los estragos que había hecho Lucrecia en la cocina y lo sucio que estaba Giorgio, se arrepentía y volvía a su rutina.

Un día Giorgio despertó sobre las seis de la mañana. Había un silencio nítido en el mundo y fue eso lo que lo despertó tan temprano. El perro agitó la cola en sus pies. Como pudo se incorporó en la cama y con ayuda del bastón se acomodó en la silla. Llegó difícilmente al cuarto de su madre. La vio tranquila, ausente de sí misma y comprendió que había muerto mientras dormía. No quiso llorarla. Puso su mano entre las suyas y aceptó con satisfacción que también había llegado su hora.

No le fue difícil desprenderse de la vida, a la que estaba atado por un cordón demasiado fino que sostenía la anciana. Fue al telégrafo, anotó en un papel el mensaje que Antonio debía transmitir cuando lo encontrara. Escuchó el saludo de uno de los marinos. Escuchó el nacimiento del sol en altamar. Sirvió la comida del perro y algo que nunca hacía, le dejó comer las sobras de la noche anterior. Acarició la cabeza fijándose en la nobleza de la mirada. Después volvió a su habitación. Sabía que le sería imposible colgar una cuerda. Tomó el frasco de las pastillas, vació un puñado en la mano y se las llevó a la boca. Se durmió de nuevo.

Cuando Antonio llegó más tarde, los encontró a los dos muertos en sus camas. Había aprendido en sus libros de historia que los budistas recitaban un Sutra al oído de los muertos. Como no sabía oraciones, les dio las gracias por acogerlo en casa. Besó la frente de la anciana y acarició la mano de Giorgio. Fue al telégrafo y vio la nota que había dejado el viejo funcionario. Transmitió para los barcos que lo escuchaban:

—He decidido acortar las distancias.