Se habla de la magia del teatro, y ello es, por fortuna, cosa verdadera. Otro asunto es definir esa magia, ubicarla, verle la cara.
“¿Hay algo específico en el teatro? Por supuesto; en tal caso, ¿qué es?”, se pregunta el dramaturgo inglés J. B. Priestley (Ha llegado un inspector); y añade: “Cuando asistimos al teatro, formamos parte de un auditorio. Para disfrutar del teatro, hemos de unirnos. Pero, ¿qué nos ofrece, que no nos puede dar otro tipo de reuniones?”. Asume luego la dualidad entre actores y personajes: seres reales-criaturas imaginarias. Aceptamos que todo hecho escénico —afirma por fin— depende de alguna convención.
Y así es, claro, y lo fascinante del teatro es lo variable de esa convención: un anfiteatro a cielo abierto, un meticuloso (pero falso, o simbólico) decorado de un interior burgués, un castillo brumoso, un jardín nocturno, o apenas, en fin, una mesa, una botella y unas sillas, sobre un tablado desnudo. Y a todos regalamos, en esa comunidad de dos horas, nuestra íntima creencia, nuestra incuestionable convicción. Suenan timbres, se apagan las luces, suben y bajan telones, mueren frente a nuestros ojos esforzados paladines; cae de nuevo el telón. Vuelve la luz, los muertos se levantan y, otra vez actores, agradecen con venias nuestros aplausos. Sabemos que hay más, muchos más puntos que reclaman análisis. He visto marionetas de palo sonreír sin sonreír, ademanes destemplados desde el palco, dioses que bajan del cielo a resolver problemas insolubles. Y he visto también, en espacios precarios, hombres y mujeres que apelan solo a su intuición y su entusiasmo para revivir a su modo un ritual similar al que presidían las corralas madrileñas o el mismísimo Globo de Mr. William Shakespeare.
Y, en fin, su fugacidad. Se cede aquí la palabra a Felipe Restrepo David, estudioso y enamorado del teatro: “Aunque la dramaturgia perdure (…) la esencia del teatro se nos escapa. Solo podemos presenciarla en el momento mismo de su vida, o sea, de la representación. La escena no existe ni antes ni después, ocurre frente a nosotros, en una secuencia inexorable. En esta condición efímera radica su más grande poder…”.
Sabias palabras, y mutis.
CODA
En De Lima al Bajo Chocó, 1849, el joven médico Manuel Uribe Ángel narra un difícil viaje desde Callao al Bajo Chocó, plagado de todos los peligros que reserva una naturaleza indómita. Hace al fin escala en un mínimo caserío del Pacífico colombiano, donde traba amistad con el doctor Beltrán, un octogenario rico en lecturas y vivencias, que ha buscado en tan inhóspito sitio una especie de autoexilio. Este hombre, testigo cercano de los avatares de una república recién nacida, comunica al viajero su implacable visión de los errores, corrupciones, odios, violencias y miserias que a su juicio definen el tinglado político y social de la joven Colombia. Oímos sus palabras, y nos asombra la coherencia de este país nuestro, inmerso hoy en idénticas lacras y vergüenzas. Señor Beltrán, ya usted lo sabía, como bien nos lo cuenta Uribe Ángel. Lectores, perded toda esperanza.