Número 135 // Julio 2023

En el número pasado Muto pedaleó entre el mato grosso y la frontera con Brasil. Un ciclista sin más afanes que el próximo cambuche. Ahora, después de seis meses de carretera nos deja las postales de su salida de Bogotá hacia el sur de Colombia. En cicla por tierra y río.



Vía al Llano Llano

Por MUTO
Fotografías por el autor

De Bogotá me alejo entre el aliento de niebla y frailejones del páramo de La Viga, por la carretera que lleva a Choachí. Noviembre apenas comienza, el viento pega helado junto a la laguna que se abre a un lado de la vía y una pareja de turistas de fin de semana se me acerca y me pregunta hacia dónde voy. Es la primera vez en lo poco que va del viaje que alguien siente curiosidad por mi destino ciclista.

A los Llanos, digo yo.

¿A Villavicencio?

Para tantísimos colombianos de los Andes, de las ciudades y pueblos que se aferran a laderas o que se asientan en valles de los que se sale subiendo o bajando, el Llano es Villavicencio, o Puerto López con su obelisco, el famoso ombligo del país. Arauca, o Yopal allá en Casanare son los confines del imaginario andino. La fronteriza Carreño no es solo remota en el territorio sino en el lenguaje y la conciencia. ¿A Puerto Carreño? Junto a la camioneta Chevrolet en la que vienen conduciendo desde el Eje Cafetero la pareja de esposos se miran. ¿Existe carretera hasta Puerto Carreño?

Un par de días después, más allá de Choachí y de los largos túneles que perforan las montañas por las que discurre la autopista al Llano, en la Ruta Nacional 40, estoy exhausto y feliz tomando un descanso en Buena Vista, el alto sobre uno de los costados de la cordillera oriental desde el que Villavicencio y la gran sabana del oriente del país se hunden en un horizonte con nubes y aguaceros lejanos. No he estado en Villavo en más de veinte años y mi descenso a la húmeda capital del piedemonte es palpitante. Es la ciudad en la que fui niño.

Sentado a la sombra de los grandes árboles del parque Los Centauros, en el centro de la ciudad, me pongo en contacto con un tío que no he visto en décadas y que me ofrece hospedarme en su casa. En los barrios de la periferia que se extienden hasta la salida hacia la vecina Acacias, delgados bosques de palma de moriche sobreviven entre urbanizaciones de edificios recién construidos. Garzas de colores merodean caños malolientes. Mi tío, que de joven fue minero de oro en Zaragoza, Antioquia, y recorrió el país de punta a punta vendiendo baratijas, me sermonea sobre Puerto Gaitán. Puro malandro. ¿A Puerto Carreño en bicicleta? Una brutalidad. Me advierte con ceño agotado que le estoy buscando males al cuerpo, pero en un interludio de sus afecciones respiratorias se acerca sonriendo y me obsequia dos preciosos objetos, unas alpargatas negras sin usar y un viejo machete marca Corneta. A la mañana siguiente la sonrisa del hombre que de niño me llevó a pescar al Río Negro y al Guayuriba, ríos tremendos, me despide no sin cierta tristeza. Sus alpargatas, una preciosidad de la región, me acompañan por tres meses hasta que son arrebatadas por las aguas de otro río tremendo, el Curuá, en Brasil. Su machete herrumbrado, que según el viejo andariego y pescador habrá de protegerme de bestias y malandros, no conoce amenaza en cinco mil kilómetros y lo cedo a la dueña de un hospedaje, en Potosí, donde me recupero de la embestida del altiplano boliviano y sus vientos de acero y cantera.

Salir de Colombia pedaleando por la Orinoquia es una idea atípica. En Puerto López le cuento a la mujer que me sirve pescado frito en un restaurante en las riberas del río Metica que cuando era niño casi me ahogo en las aguas de ese río, famoso por sus remolinos y sus muertos. La mujer, que siente una simpatía automática por mi bicicleta viajera, parece saber más del río y de las aguas que nadie con quien haya hablado hasta entonces. Me cuenta que por quince años fue cocinera en los barcos que llevan ganado por los grandes ríos llaneros, el Ariari, el Meta, el Guaviare. La conversación continúa afuera del restaurante mientras llueve a cántaros y miramos el agua caer por entre las grietas de las tejas. La arena que cubre los corredores de la vieja casa y la que se mete entre el barrio de pescadores detrás de nosotros es arena del Metica que se queda ahí después de cada crecida. La mujer me confiesa que extraña la vida de los barcos, que añora su Vichada, desea volver al llano, al llano llano, y me sorprende obsequiándome una amorosa descripción de Carreño, del pueblo que se asienta sobre una roca enorme allá donde el Meta encuentra al Orinoco. Por la manera en la que sus ojos miran mientras habla adivino que la mujer pequeña y morena está muy lejos, en un barco en el que llega a su añorada ciudad o en uno en el que se va. Carreño tiene su fama, me dice, pero allá el que se mete en problemas es porque se los busca. Le pregunto por qué no lo hace, por qué no regresa. Por el restaurante, que ahora es suyo, me cuenta. Y por su hija. Nos despedimos deseándonos buena suerte y ella me recuerda que por algo he llegado hasta ese río y que más me vale ponerle flotadores a mi cicla. La veo alejarse sobre una vieja Yamaha V80. Su hijita, sentada detrás, la abraza fuerte y sonriendo igual que ella. Aún llueve. 

En el trecho hacia Puerto Gaitán el sol quema y el asfalto se pone tan caliente que debo surtir varias veces mis contenedores de agua. Árboles idénticos y perfectamente alineados se de-
sangran en pequeños recipientes negros por interminables horas y kilómetros: las caucheras hiperoptimizadas de la altillanura. Respiro hondo cuando finalmente entro a Puerto Gaitán con su agradable malecón sobre el Manacacías y sus bandadas de loros que dejan caer mamoncillos picoteados sobre los bañistas. 

Los pronósticos sobre la trocha son diversos. En el parque La Macarena, entre rancheras y reguetones, los choferes de los buses cimarrones que hacen el trayecto hasta Puerto Carreño un par de veces a la semana me recomiendan desistir. Acampo en el coliseo cubierto de un colegio, el Jorge Eliécer Gaitán, y veo llover desde mi carpa. En el puerto sobre el aún manso Manacacías muleros que hacen tiempo charlando en la sombra que proyectan sus camiones me informan que el sol seca rápido y que con un par de días de calor el camino vuelve a hacerse transitable. Aún faltan un par de meses para que el invierno se meta por completo en la región, pero las lluvias ya causan problemas. Mientras los coteros llenan y desocupan las bodegas de esos barcos pequeños en los que todo me intriga, comienzo a tantear la posibilidad de montar mi bicicleta, y a mí mismo, en uno de ellos. Las voladoras, que es como llaman en la región a las lanchas rápidas, hacen la ruta en doce horas, pero me parecen costosas y ya estoy fantaseando con los cinco días que les toma hacer lo mismo a los ladrillos y a la cerveza. Hablo con algunos marineros que me dan nombres y apodos de capitanes con salidas retrasadas, camisas abiertas hasta el ombligo y problemas mucho mayores que el mío. Al atardecer los pájaros hacen una bulla tan endiablada en el parque La Macarena que dejan sin aliento al jolgorio de borrachos de las cantinas y yo me consagro a las delicias fritas que venden hombres y mujeres llegados por tierra y por agua desde la muy próxima Venezuela.

Nueve kilómetros adelante de Puerto Gaitán el asfalto de la Ruta Nacional 40 desaparece y continúa el camino de tierra, la trocha. Niños sáliva me salen al paso y cruzan gritando y corriendo entre charcos que se evaporan bajo el sol del mediodía. En la escuela de la comunidad indígena, un grupo de hombres y mujeres reunidos bajo el techo de palma de una pequeña maloca se quedan mirándome mientras pedaleo por ese camino por el que tantas cosas habrán visto venir. Levanto una mano saludando y las suyas, algunas, se levantan también.

Hago el trecho hasta San Pedro de Arimena sin problemas. El enorme cielo sabanero aparece azul y despejado pero las noticias que trae el camino preludian la tormenta. Viejas Kenworth de La Montaña se acercan renqueando entre los baches y el barro endurecido y son como criaturas maltrechas y exhaustas que han escapado de las garras de algo infinitamente más poderoso que ellas. Llueve de noche y en la madrugada la humedad me despierta y me apresuro a envolverlo todo porque afuera el agua crecida hace arroyos. De regreso a la carretera, el lodo rebosa y es prácticamente imposible avanzar. Hago algunos kilómetros por delgados caminos laterales que se alejan y regresan, los caminos del ganado y de los indios, y una lluvia fina se instala en el paisaje de pastos y hormigueros rojos. El barro se empecina con la transmisión de mi bicicleta y el esfuerzo me agota. Miro en dirección al río. En el silencio sabanero a veces escucho su rumor de aguas poderosas, un motor diésel que se revoluciona empujando algo, una voladora. Poco después me detengo junto a un viejo letrero del ejército donde reconozco algunos nombres de poblaciones y distancias. El Porvenir 16. Carimagua 20. El Viento 47. En este punto el camino terrible se bifurca. Decido tomar el desvío que lleva a El Porvenir y al río.

En el bote que me lleva por un brazo del Meta en dirección a la orilla casanareña y a Orocué, me acompaña una muy joven pareja de campesinos y su pequeñito hijo a lomos de una Honda XLR 125 que por la cantidad de barro que lleva encima asumo que viene de la trocha. El padre de escasos veinte años me mira tímidamente. Yo voy pensando en ese río en el que no he estado antes y que de alguna manera me parece familiar. Recuerdo un viejo álbum de fotos donde otro pescador, mi padre, se aventura en grandes ríos de aguas sedimentadas como este. Lo veo sonriente, con botas pantaneras y acompañado de un corrillo de rostros llaneros que no tienen tiempo. El joven padre me cuenta que van a Orocué, al hospital, por el niño, que ha estado con fiebre. Quince minutos después el bote atraca en una playa donde un grupo de personas espera para hacer el paso en la dirección contraria. La familia se apresura sobre la temeraria Honda. Aún hay diez kilómetros de camino hasta el pueblo y el próximo aguacero ya se siente en el aire.

A Orocué llego pedaleando despacio. El paupérrimo estado de mi persona y de mi bicicleta me tiene sin cuidado. La lluvia hace ríos de agua clara en las calles y me detengo en una tienda de esquina donde me ofrecen tinto y escuchan mi informe del estado de la trocha mientras la humedad escurre a chorros por mis piernas. Hago amigos rápidamente, un chatarrero que todo lo sabe, un entrenador de gallos de pelea, una chica muy joven que despacha cargamentos de ladrillo y gravilla hacia el Vichada y tiene el respeto de capitanes, coteros y marineros. Descubro que el pequeño pueblo casanareño donde todo me gusta ha sido el hogar de un joven José Eustasio Rivera. Los locales me cuentan que La Vorágine, su obra cumbre y su única novela, comienza a gestarse junto al Meta, bajo esos árboles de grandes raíces que hoy sobreviven en el malecón.

Pasan varios días y noches y yo estoy a gusto en el abrazo de la brisa del río legendario y el calor mojado que inocula de vida tantísimas criaturas. En una mesa junto al muelle de pasajeros donde atracan las voladoras con destino a Carreño o a Puerto Gaitán, escucho hablar a un joven capitán al que apodan Comino. El que a su vez es hijo de otro capitán se toma una cerveza despacio mientras las bodegas de su barco son cargadas de ladrillo y materiales de construcción que alguien espera allá en Puerto Carreño, su ciudad natal. Hablamos. Su barco lleva por nombre La Santa Marta y un par de días después lo veré navegar con apenas una pantaloneta y sin ningún instrumento las aguas de un río que debe ser leído con doble precaución. Ni pando ni demasiado profundo, muchos de los troncos y obstáculos terribles que hasta hace poco estaban a la vista hoy se agazapan a la espera del menor descuido.

De Orocué zarpamos en la oscuridad. El sol despunta sobre esas aguas hechas de aguas conmigo dando pasos inseguros sobre la cubierta. Mi bicicleta se ha hecho un espacio entre la gravilla y un lote de árboles jóvenes que serán plantados en la gobernación de Carreño. Carreño, la ciudad de la que tanto he escuchado, será otra cosa en mis ojos cuando después de cinco días nos acerquemos al Orinoco y con hondos golpes de metales y cascos nos metamos al puerto y a su fervor de voces y vidas.

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