Salir de Colombia pedaleando por la Orinoquia es una idea atípica. En Puerto López le cuento a la mujer que me sirve pescado frito en un restaurante en las riberas del río Metica que cuando era niño casi me ahogo en las aguas de ese río, famoso por sus remolinos y sus muertos. La mujer, que siente una simpatía automática por mi bicicleta viajera, parece saber más del río y de las aguas que nadie con quien haya hablado hasta entonces. Me cuenta que por quince años fue cocinera en los barcos que llevan ganado por los grandes ríos llaneros, el Ariari, el Meta, el Guaviare. La conversación continúa afuera del restaurante mientras llueve a cántaros y miramos el agua caer por entre las grietas de las tejas. La arena que cubre los corredores de la vieja casa y la que se mete entre el barrio de pescadores detrás de nosotros es arena del Metica que se queda ahí después de cada crecida. La mujer me confiesa que extraña la vida de los barcos, que añora su Vichada, desea volver al llano, al llano llano, y me sorprende obsequiándome una amorosa descripción de Carreño, del pueblo que se asienta sobre una roca enorme allá donde el Meta encuentra al Orinoco. Por la manera en la que sus ojos miran mientras habla adivino que la mujer pequeña y morena está muy lejos, en un barco en el que llega a su añorada ciudad o en uno en el que se va. Carreño tiene su fama, me dice, pero allá el que se mete en problemas es porque se los busca. Le pregunto por qué no lo hace, por qué no regresa. Por el restaurante, que ahora es suyo, me cuenta. Y por su hija. Nos despedimos deseándonos buena suerte y ella me recuerda que por algo he llegado hasta ese río y que más me vale ponerle flotadores a mi cicla. La veo alejarse sobre una vieja Yamaha V80. Su hijita, sentada detrás, la abraza fuerte y sonriendo igual que ella. Aún llueve.
En el trecho hacia Puerto Gaitán el sol quema y el asfalto se pone tan caliente que debo surtir varias veces mis contenedores de agua. Árboles idénticos y perfectamente alineados se de-
sangran en pequeños recipientes negros por interminables horas y kilómetros: las caucheras hiperoptimizadas de la altillanura. Respiro hondo cuando finalmente entro a Puerto Gaitán con su agradable malecón sobre el Manacacías y sus bandadas de loros que dejan caer mamoncillos picoteados sobre los bañistas.
Los pronósticos sobre la trocha son diversos. En el parque La Macarena, entre rancheras y reguetones, los choferes de los buses cimarrones que hacen el trayecto hasta Puerto Carreño un par de veces a la semana me recomiendan desistir. Acampo en el coliseo cubierto de un colegio, el Jorge Eliécer Gaitán, y veo llover desde mi carpa. En el puerto sobre el aún manso Manacacías muleros que hacen tiempo charlando en la sombra que proyectan sus camiones me informan que el sol seca rápido y que con un par de días de calor el camino vuelve a hacerse transitable. Aún faltan un par de meses para que el invierno se meta por completo en la región, pero las lluvias ya causan problemas. Mientras los coteros llenan y desocupan las bodegas de esos barcos pequeños en los que todo me intriga, comienzo a tantear la posibilidad de montar mi bicicleta, y a mí mismo, en uno de ellos. Las voladoras, que es como llaman en la región a las lanchas rápidas, hacen la ruta en doce horas, pero me parecen costosas y ya estoy fantaseando con los cinco días que les toma hacer lo mismo a los ladrillos y a la cerveza. Hablo con algunos marineros que me dan nombres y apodos de capitanes con salidas retrasadas, camisas abiertas hasta el ombligo y problemas mucho mayores que el mío. Al atardecer los pájaros hacen una bulla tan endiablada en el parque La Macarena que dejan sin aliento al jolgorio de borrachos de las cantinas y yo me consagro a las delicias fritas que venden hombres y mujeres llegados por tierra y por agua desde la muy próxima Venezuela.
Nueve kilómetros adelante de Puerto Gaitán el asfalto de la Ruta Nacional 40 desaparece y continúa el camino de tierra, la trocha. Niños sáliva me salen al paso y cruzan gritando y corriendo entre charcos que se evaporan bajo el sol del mediodía. En la escuela de la comunidad indígena, un grupo de hombres y mujeres reunidos bajo el techo de palma de una pequeña maloca se quedan mirándome mientras pedaleo por ese camino por el que tantas cosas habrán visto venir. Levanto una mano saludando y las suyas, algunas, se levantan también.
Hago el trecho hasta San Pedro de Arimena sin problemas. El enorme cielo sabanero aparece azul y despejado pero las noticias que trae el camino preludian la tormenta. Viejas Kenworth de La Montaña se acercan renqueando entre los baches y el barro endurecido y son como criaturas maltrechas y exhaustas que han escapado de las garras de algo infinitamente más poderoso que ellas. Llueve de noche y en la madrugada la humedad me despierta y me apresuro a envolverlo todo porque afuera el agua crecida hace arroyos. De regreso a la carretera, el lodo rebosa y es prácticamente imposible avanzar. Hago algunos kilómetros por delgados caminos laterales que se alejan y regresan, los caminos del ganado y de los indios, y una lluvia fina se instala en el paisaje de pastos y hormigueros rojos. El barro se empecina con la transmisión de mi bicicleta y el esfuerzo me agota. Miro en dirección al río. En el silencio sabanero a veces escucho su rumor de aguas poderosas, un motor diésel que se revoluciona empujando algo, una voladora. Poco después me detengo junto a un viejo letrero del ejército donde reconozco algunos nombres de poblaciones y distancias. El Porvenir 16. Carimagua 20. El Viento 47. En este punto el camino terrible se bifurca. Decido tomar el desvío que lleva a El Porvenir y al río.