Barbie maltrecha
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Por ESTEFANÍA CARVAJAL
Querida Barbie:
Éramos muy chicas para saberlo. Vivíamos en un mundo color rosa que los mayores nos habían pintado con apenas unas pinceladas de advertencias, casi siempre escondidas entre metáforas y cuentos. Ser felices entonces era muy fácil. Te sacábamos de la caja con la ansiedad de un perro hambriento y te admirábamos perfecta, con tus pies en relevé y tu sonrisa lustrosa y tus curvas y tus senos y tus piernas largas y todo eso que eras vos, la mujer perfecta, a kilómetros de años luz de nuestras infancias muecas y langarutas.
La que más se parecía a vos era Maria “la Grande”. Tenía el cabello hasta la cintura, como el tuyo, y los ojos verdes y grandes como un par de brevas, y unos labios carnosos y pegachentos por el brillo que cargaba en el bolsillo del descaderado, y era delgada, de brazos finitos como los tuyos, y la única entre todas las niñas de la cuadra a la que se le asomaban un par de montañitas que crecían afanadas debajo de su ombliguera.
Maria “la Grande” fue la primera en usar principiantes, la primera que tuvo que entrar corriendo a su casa por una mancha oscura en el bluyín y la primera que dejó de jugar contigo, aunque, como era hija única, tenía la colección de Barbies más completa de la cuadra.
La primera vez que no quiso salir a jugar dijo que tenía mucha tarea, pero que de pronto otro día. Así que otro día la llamamos, pero alegó que estaba enferma y hasta fingió una tos que a leguas supimos falsa. La tercera vez aceptó salir porque estábamos con el primo de Maria “la Chiquita”, que siempre le había gustado, y entre los dos conspiraron para acabar el juego de muñecas tan pronto como empezó. La última vez que la vimos nos abrió la puerta de malagana, con los audífonos del discman colgados del cuello. Se había pintado las uñas negras y delineado los ojos. “Ustedes no saben, pero el mundo es una mierda”, nos dijo, y cerró de un portazo.
A los días encontramos su colección de Barbies en la basura, con el carro, la casa y los muebles, ollas, televisores y mesitas en miniatura que nos servían para crear mansiones que ocupaban el patio entero. Me sentí traicionada. Si ya no quería sus juguetes, ¿por qué no nos los regaló a las niñas de la cuadra como herencia del pasado imaginado? ¿Así de grave había sido el golpe con el mundo de los grandes?
Hicimos una lista de los objetos, les asignamos un valor según su rareza o tamaño y los repartimos por partes iguales. Todo lo rosado se fue y solo quedaste tú, la Barbie maltrecha. Se llevaron tu ropa, tus accesorios y te dejaron desnuda, indefensa entre los chécheres. Éramos muy chicas para entender la amargura de esa imagen.
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