Fotografía de Juan Fernando Ospina.
Vientos de plomo
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Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
En torno al trapo distintivo se juntan ideas, se arraciman devotos y ejércitos. Fieles a una causa, se enarbola la tela que flamea, según rezan tantos poemas patrióticos para decir que parece una llama. De hecho, una bandera enciende los ánimos, exalta credos y arrea voluntades en cualquier dirección. Basta que se suspenda en el aire con un palo como asta, a veces rematada en lanza, cuando es bandera militar; o con figuras de animales, esferas o escudos, cuando es civil. Hasta la ropa tendida se alebresta en el alambre, como si quisiera ser bandera de las lavanderas, ondea sin mástil. Pero es al final de las contiendas cuando se la erige en lo alto, para denotar un triunfo, como en la célebre foto de Iwo Jima, en la que tres marines y un médico de la armada gringa la levantan en la cumbre del monte Suribachi. Las banderas derrotadas se escurren hacia otro lado, como en los versos de Liber Falco, cuando dice: “Y estaba lejos de ti, madre mía. Y tú lejos de mí, navegando en un viento sin banderas”.
Un antiguo libro, citado por Sun Tzu en El arte de la guerra, dice que: “Las palabras no son escuchadas, para eso se hacen los símbolos y los tambores. Las banderas y los estandartes se crean a causa de la ausencia de visibilidad. Símbolos, tambores, banderas y estandartes se utilizan para unificar los oídos y los ojos de los soldados. Una vez que están unificados, el valiente no puede actuar solo, ni el tímido puede retirarse solo”.
De pequeño, en la escuela de Mosquera, Cundinamarca, Leonel Castañeda, recuerda que todos los niños salían a izar bandera. No habían elegidos más iguales que otros para honrar al tricolor nacional. Era suficiente heroísmo permanecer encerrado en el aula del kínder, sin poder ir a corretear por los campos, a robar nidos o a comer uchuvas. Y mientras crecía, Leonel se aficionó a montar en bicicleta. A los once años madrugaba a pedalear. Su bandera era el ciclismo de ruta; tanto así que, para apoyar a la joven promesa, el rector le permitió llegar a clase a las nueve, después de correr sus cuarenta kilómetros diarios. A la postre, defraudó la insignia deportiva y se hizo artista.
A finales del 2016, Fernando Arias, director de la Fundación Más Arte Más Acción, propone a 26 creadores que diseñen una bandera, con motivo de los quinientos años del texto Utopía, de Tomas Moro. Los estandartes, de dos por tres metros, se izarán en fila, el 2 de octubre del 2016, justo el día del plebiscito por la paz.
A Leonel el evento lo incita, se llama Re-bandera, en una alusión a las hablas callejeras. Decide reemplazar el trapo por plomo. Ya había hecho con ese mismo material unas figuras humanas en los noventa; recuerda que este metal lo venden en láminas de seis metros. Le parece atractiva la paradoja de una bandera hecha con la misma substancia de la que están hechas las balas, los chalecos antibalas y los soldaditos de plomo.
En su casa extiende los rollos plúmbeos, le da vueltas a esto que más parece una broma pesada que una obra de arte. Luciana, su hija, lo ve en esas y le pregunta: ¿Vas a votar en el plebiscito? Leonel le dice que no. Con diecisiete años, ella no puede ir a las urnas. Regálame tu voto por el Sí, le pide, yo quiero la paz de este país, ¿sí?
El padre, conmovido por ese gesto, no tiene más remedio que votar. Es la reacción de una generación acaso más optimista que la suya en el pacto político. El regalo le saldrá gratis. Mientras tanto, pensará en cómo hacer una bandera de plomo, y algo más absurdo aún, en ¿cómo lograr que ondee?
No tiene entable ni recursos para fundir metales, sabe que el plomo es tan maleable que se deja moldear con la temperatura del ambiente, como una masa de plastilina dura. Pero este escollo técnico lo lleva otro: ¿qué diablos quiero decir al fin con esta bandera?
El voto berraco por el No, en el referendo del 16, lo mueve a esculpir, derrotado, su obra a media asta. Se pone los guantes, empalma las láminas, pone remaches y amasa la forma del pabellón luctuoso, el de la paz en ascuas. Descubre las virtudes del plomo para tallar banderas. La escultura adopta las formas que las manos le imprimen. La sitúa justo a la entrada del antiguo cementerio de las víctimas anónimas del 9 de abril, en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.
Tras diecisiete meses a la intemperie, Castañeda descubre que la corrosión espontánea de su bandera desprende una especie de polvo blanco, distinta a la pátina verde del bronce. Justo debajo de su obra, ha puesto un contenedor con acceso al público; lo bautiza Dispositivo de memoria Caja Negra. Está inspirado en la caja que se rescata de los desastres aéreos. En este caso el espectador, si se acerca a mirar por una lente, contempla una serie de fotos de cuerpos ultrajados con sevicia. Los halló en un libro, en el mercado de las pulgas de Bogotá, se titula Un aspecto de la violencia. En él, su autor, Alfonso Moncada, con sesgo derechista, les endilga el origen de la barbarie a las ideologías comunistas. Y mientras el ojo capta el popurrí de la infamia, se escucha una versión del himno nacional, grabada en los años treinta por el tenor italiano Tito Schipa y que ahora, por el efecto ralentizado, suena como una extraña y agónica letanía.
De algún modo, la obra alude a una visión que tuvo Leonel a los once años, mientras hacía su rutina ciclística. Al lado de una trocha bucólica, por la vía del cementerio de su pueblo, vio uniformados que descargaban pesadas bolsas de basura. Otra mañana volvió a pasar por allí, se asomó a la ventana de la morgue municipal. Aquella visión alucinante se le fijó con la insistencia de la luz en un negativo fotográfico. Vio cuerpos sin vida, atados de pies y manos, algunos calcinados, sin identificar, ofrendas sacrificiales de todos los bandos, abandonados en campos y basureros; una escena de pesadilla de la que no se podía despertar. De hecho, lo obsesionó tanto que al otro día fue allí con una cámara para registrarla. Hizo revelar las fotos y luego sí, tuvo la certeza de que no eran fantasmas. De vez en cuando, usaba esas imágenes para asustar a su hermanita. Luego, después de estudiar Artes Plásticas en Bogotá, la escena persistía. Al tiempo, se habituó a recorrer los mercados callejeros en busca de vestigios del pasado: objetos, revistas, álbumes. Ahora son los insumos que integra a su obra.
Fotografía de Óscar Monsalve.
La bandera del plebiscito termina su presencia en ese lugar. Leonel la enrolla y se la lleva para su apartamento; pero ya había conmovido a tanta gente que la galería El Dorado le propone emplazarla de modo permanente, en su espacio. La escultura esta vez iría acompañada de varios collages alusivos. Uno de ellos es una obra basada en la célebre pintura de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, en la que una heroína despechugada esgrime el estandarte por el campo de batalla, en la revolución de 1830, cuando la burguesía parisina quería derrocar a Carlos X.
Ya corre el 2017, cuando Castañeda llama a su bandera Un suvenir patriótico. La paz queda en veremos y en ese receso la obra recuerda los versos desencantados del poeta Luis Vidales, A la libertad:
Párese el río y cesen sus rumores;
No dé el rosal su rosa conversada;
No hable la bandera sus colores;
Quédese la estación estacionada.
Pero las banderas, que dobladas guardan gritos dormidos, de pronto vuelven a tremolar. Es en el 2018, justo cuando Leonel expone una obra en los sótanos del antiguo Monumento a los Héroes. Proyecta en la penumbra imágenes poetizadas de mataderos de reses y otras víctimas. Aquello está dispuesto a manera de un altar de sacrificios, con señal de video y música incidental. Evoca un ara ceremonial de cualquier pueblo ancestral, desde los druidas hasta los toltecas, pero que igual podría ser una ofrenda de sangre en cualquier lugar de Colombia. Al ver la obra, el Museo de Antioquia le propone que haga una versión para sus salas. En ese trance, mientras se monta Embarcadero, surge la idea de traer también la bandera de plomo. Incluso se habla de una fecha para poner la escultura en la Plaza Botero: será el 9 de abril del 2020, el Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas.
Con la declaración de pandemia universal, el evento se pospone. Castañeda tendrá tiempo de recapitular. Tal vez ya no tenga sentido llevar algún día esa escultura a Medellín. En su cuarentena de artista, le prestan una galería cerrada para que trabaje. Lo curioso es que ese año, pese a las restricciones, la gente sale a protestar. Al tiempo que se agitan banderas, se derrumban monumentos. La crisis del país, agudizada por un microbio que pone en jaque la sobrevivencia de la especie, hace salir a marchar a miles de personas. Y entre tantas proclamas y consignas desesperadas contra el gobierno, también se avivan las banderas rojas del hambre en las ventanas. Entonces Leonel, ante la pregunta sobre el sentido de trastear otra vez su obra, tiene otra revelación.
En un paseo por el Centro de Medellín, los curadores del Museo de Antioquia le muestran la escultura de Atanasio Girardot, obra de Francisco Antonio Cano, de 1910. Para su sorpresa también Cano fundió una bandera en bronce, en 1910. La impecable pieza muestra la efigie del héroe justo en el momento en que se desploma, asesinado, y su bandera cae y chorrea por una escalinata. El bronce describe el momento preciso del sacrificio. Y no solo es prodigiosa como escultura sino que señala, en su hechura, la primera vez que se funde una estatua en bronce en Colombia. Antes de eso, todos los monumentos se encargaban a artistas europeos; llegaban primero en barco y luego en tren, durante travesías homéricas hasta las capitales del país.
Leonel se acerca para ver la estatua, justo al lado de la iglesia de la Veracruz. Y entonces le cuentan que el busto de Girardot es una réplica en fibra de vidrio pues el original tuvo que ser protegido. Ladrones disfrazados de restauradores la removieron del pedestal y la llevaron a una chatarrería del barrio Santa Cruz. El dueño del local la identificó y la devolvió, por fortuna, antes de que la fundieran para obtener el metal precioso.
En la epifanía que tuvo el artista, se dio cuenta de que su nueva bandera debía estar caída. No había razones para levantarla y la idea de grandeza que hay en la derrota no era solo un invento de un técnico de fútbol sino una verdad estética ya divulgada desde los tiempos de Plutarco.
Solo con su material en el taller prestado, en sintonía con sus pintores flamencos de cabecera, Leonel ensambla las láminas y amasa otra bandera gigante, mucho más grande que la del plebiscito. Pasa horas contemplando los cambios en la superficie. A menudo proyecta desde el techo escenas del documental Humanos o de otras películas que muestran el movimiento de grandes masas a lo largo de la historia: manifestaciones, protestas en todos los hemisferios, largas marchas de ejércitos y personas huyendo de alguna guerra. En otra ocasión hasta proyecta las sombras, magnificadas, de unos caballitos de cuero que venden al lado del Monumento a los Lanceros, en el Pantano de Vargas. Como una superstición, no solo quiere impregnar la bandera de todas esas luchas sino que parece hacer eco del verso de Miguel Hernández: “Las patrias te llamaron con todas sus banderas”.
Por los mismos días del encierro, el artista se encuentra con un libro del erudito Athanasius Kircher, Mundos subterráneos. Allí hay planos matemáticos de la torre de Babel, y de los Jardines Colgantes de Babilonia. El sabio, que vivió en el siglo XVII, en medio de otra peste, dedicó buen tiempo a inventar máquinas movidas por las fuerzas naturales como las de los volcanes o las mareas. Leonel, de repente, está fascinado con esos dibujos, y bautiza a su bandera Máquina anémica, en homenaje a los aparatos que Kircher avizoró, entre reales y fantásticos, pesados, pero capaces de moverse por la fuerza del viento.
A finales del 2020, los del Museo de Antioquia todavía no sabían del cambio de bandera, ni que ya Castañeda había construido una estructura de acero galvanizado que le daría forma a su amasijo. Algo que, como él mismo dice, no es una bandera sino una trampa para el ojo, una forma que nos hace creer que allí hay una bandera caída. Inspirado en los mismos lanceros del pantano, encuentra en la quincalla, unas puntas de hierro colado, tal vez de alguna reja de jardín. Cuando las pega al tubo del asta parecen moharras, así se llaman los filos de asta en las banderas de guerra. De este modo y bajo la luz dura de la sala, la bandera también se torna dramática.
La termina en la Semana Santa del 2021. Y cuando está a punto les informa a los curadores que está lista. Viaja con ella para el montaje. Piensa en voz alta lo atractivo que sería tener al lado de la suya la bandera de Cano. Se logra que presten la pieza original, resguardada por la alcaldía. Leonel está satisfecho. Sugiere crear un claroscuro en la sala, a la manera de las escenas teatrales del Barroco. En otras palabras, quiere que su tela de quinientos kilos parezca tan leve como la tela de un vestido, de esos que parecen flotar en la penumbra en los cuadros de un pintor flamenco.