Las niguas de Nicaragua

Por EDUARDO ESCOBAR
Ilustraciones de Tobías Arboleda

Hace años, añísimos ya, tantos que resulta impúdico contarlos, mi amigo Gonzalo Arango, que aún vivía de este lado de las cosas, en Bogotá, Colombia, por más señas, me llamó a Medellín, Antioquia, a mi apartamento en la calle Urabá con carrera El Palo, número 45-11, segundo piso, para decirme que me necesitaba alerta, porque iba a visitarme un extraño ser que había conocido, de quien solo podía decirme como un adelanto, pero muy en secreto, que era el hijo único de un pastor alemán, y tenía un gran proyecto liberador. Llamémoslo Juan Pablo con un nombre inventado para mantener la reserva del personaje dondequiera que esté. Quizás deberíamos llamarlo Juan Felipe. Todos, nombres apostólicos, como los que llevaba en realidad.

¿De un pastor alemán?, pregunté súpito. No te creo. Y Gonzalo bajó la voz. Eran tiempos en que las llamadas entre ciudades se hacían por medio de una operadora. No te puedo decir mucho más por el momento, no es conveniente. Tómalo con calma. Es como lo oyes: el hijo único de un pastor alemán ha venido a hacernos partícipes de una conspiración sagrada destinada a restablecer el equilibrio del mundo humano por las razones del sentir más que por las razones del pensar. No preguntes más. Te va a llamar. Y necesito que ustedes se entiendan. Es tan puro como tú, como yo también, aunque yo no soy más que una mierda. Y tan puro como Cachifo, como todos nosotros. No hables de esto con nadie por lo pronto. Ni siquiera con tu mujer. Prométetelo. Ahora solo nos espera la gloria de la realización de nuestros ideales después de tantos años de profetizar en el desierto contra una sociedad podrida. Así hablaba Gonzalo. Era la retórica de los tiempos.

Después discurrimos acerca del clima, ardiente en Medellín, en Bogotá el cielo había estado cubierto de mortajas, traspasado de aguas, y del estado de la nación revuelta, y sobre las cosas que estábamos escribiendo y sobre lo que estaba pasando con Humberto Navarro, el novelista llamado Cachifo, que había sido como un padre para los dos. Gonzalo hizo un chiste malo sobre la cachifrenia que era el nombre que el mismo Cachifo daba a su enfermedad. Gonzalo podía ser tierno y pérfido al mismo tiempo.

Después de colgar me quedé cavilando, mirando fijamente el teléfono sobre mi mesa de escritor incipiente. Una mesa con las patas torcidas, hecha de madera verde, comprada en el almacén de un judío polaco en el barrio Guayaquil. El judío, padre de una novia mía platónica que me ignoró siempre, me vendió además un colchón con relleno de estopas usadas de mecánico, que a veces, cuando sudábamos, hacían que mi mujer y yo al despertar nos encontráramos impregnados en una grasa oscura, a lamparones, como si nos hubieran dado una paliza.

El teléfono le pertenecía al dueño del apartamento, y así estaba estipulado en el inventario del contrato de arrendamiento que mi mujer guardaba en un sobre de manila enorme con las cartas que nos habíamos cruzado en el noviazgo. Era un teléfono de baquelita, granate, de dos cuerpos, de disco, y estaba conectado a la pared detrás de mi pequeña biblioteca de estudiante pobre, de príncipe exilado, siempre en ascuas. Más que timbrar, el bendito aparato chillaba, como en un ataque de ira. Se descomponía literalmente, hacía temblar las paredes, escandalizaba toda la casa. Pero casa es mucha palabra para describir el magro lugar que habitábamos mi mujer y yo, recién casados, alimentados a punta de sopas de letras, pero felices aunque asustados ante el incierto futuro. Yo que soy supersticioso albergaba la esperanza de que cuando cualquiera de los dos encontrara una eñe en el plato, las cosas iban a cambiar. Pero es casi imposible cuadrar una eñe en una sopa de letras, las vírgulas son demasiado inestables y se escurren al menor meneo de la cuchara.

La casita era nada más que un recinto verde al final de una escalera de baldosas muy empinadas, tres espacios, de los cuales el primero albergaba mi diminuta biblioteca de autodidacta inope, y miope, unos doscientos libros, quizás, contando los diccionarios, una enciclopedia más bien mediocre para hacer tareas del bachillerato, y el directorio telefónico del tamaño de una vaca; luego había un cuarto un poco mayor donde cabían un taburete para la ropa, un escaparate improvisado contra un machón cubierto con una cortina a modo de falsa puerta, un baúl gigantesco que había sido del general Uribe Uribe, y una cama, atención del almacén de antigüedades de mi padre, de tubos de bronce, de lo más elegante, pero que se desbarataba invariablemente en el clímax de la cosa en un desabrido reguero de tablas.

También había para nuestro servicio una cocina, claro, donde cocinábamos las sopas de letras, y un baño en el cual uno no cabía en la ducha con el alma puesta de modo que debía dejarla colgada detrás de la puerta en el clavo de la toalla. En la cocina residía una nevera rosada, pintada a brocha, una cosa rechoncha, una nevera extraordinaria, que al comenzar el ciclo se ponía a rumbar como una avioneta, dejaba su rincón de siempre, el que le habíamos asignado después de discutirlo entre nosotros, y rebosando simpatía y contoneándose como una reina echaba a andar sobre las chirriantes rodachinas. Bordeaba el poyo de cemento mineralizado de rojo, tropezaba con el lavaplatos, y allí se daba vuelta y regresaba muy oronda, sin impaciencia, a su sitio. La primera vez que la vimos hacer la gracia nos sorprendió como un evento patafísico.

Mi mujer vino hacia mí descalza, con esa piyama verde de niño tan desalentadora, estampada con delfines. Me preguntó por qué estaba tan pensativo mirando ese teléfono pasado de moda. Y yo le dije, no te puedo decir. Es un secreto y prometí que lo iba a guardar. Después te vas a enterar.

Siguieron días de cavilar. Mientras esperaba la llamada del hijo del pastor alemán consagrado con dos nombres apostólicos. A veces, inevitablemente, me ponía a imaginar cómo sería ese visitante de tanta importancia para todos nosotros, si tenía los ojos amarillos de la raza o los azules de ciertos ciegos que se dan ínfulas de guías de los demás. Debía llevar una gran barba salvaje, para disimular el secreto del origen, debía tener unos hombros platónicos, las orejas bien formadas. Tal vez el querido esperado, como comencé a llamarlo en mí, era el fruto de algún experimento de probeta de la ingeniería genética, del que formaba parte el arcano redentor que me traía de regalo. Esperé el lunes. Y el martes. Y el miércoles. Y pasaron el jueves y el viernes y el sábado y el domingo. No podía dudar de Gonzalo y él me había dicho que me iba a llamar el hijo de un pastor alemán. Gonzalo tenía sus cosas extrañas pero era un hombre confiable, veraz. Una noche, por ejemplo, me dijo ante la puerta de forja del cementerio de Mitú. La muerte no existe. Y me espantó su cara de triunfo bajo el cielo sembrado de estrellas, estrellas transitorias, avergonzadas, que aún se acordaban de los años amargos de la casa Arana y las caucherías que denunció Rivera en La Vorágine.

A veces mi mujer interrumpía mis elucubraciones: ¿No me vas a contar el secreto? Estoy que me muero de la curiosidad. Y yo le decía que yo también me estaba muriendo de curiosidad porque en el fondo tampoco sabía nada. Pero una mañana el teléfono soltó el trapo, enloqueció, el martillo de la campana entró en las convulsiones de siempre, chilló como una monja ante un ratón, chicharrearon los embobinados y el cable entorchado que unía el cuerpo a la bocina, o al contrario, vibraba con temblores del San Vito, y yo corrí desalado a trancos hacia él. El énfasis del timbre me decía que estaba sonando la hora de la llamada de Juan Pablo. No temí mientras volaba, ni por un instante, que fuera el dueño del apartamento para hablar del atraso del arriendo de siempre. Aló. Dije. Aló. Dijeron al otro lado.

La voz de Juan Pablo contra mis expectativas era una pequeña voz imberbe, de seda hacendosa, sin subir al falsete. Más se parecía al susurro tímido pero nítido que a veces producen las delgadas hojas de un jardín dudoso. Soy Juan Pablo. Te llamo para decirte que llegué. Sé que me estabas aguardando. Perdóname que no te haya llamado antes. Me da una gran alegría oírte. Está pendiente. Te voy a llamar otra vez. No sé cuándo. Y se desconectó. Y me quedó sonando su voz por dentro, incoherente con la imagen que me había hecho del macho alfa de una camada de pastores alemanes alimentados con costillas crudas de cerdo y gachas de avena luterana. Y experimenté un extraño sentimiento, nuevo para mí, mezcla de decepción y alegría, porque no ladró como yo esperaba. Nada en su voz recordaba el ladrido. Se expresaba con un castellano lleno de corrección y cortesía y sin acento. Y hasta excesivamente transparente para ser una segunda lengua.

Las llamadas de Juan Pablo se fueron sucediendo siempre iguales. A veces tardaba en llamar una semana. A veces llamaba por una temporada un día sí y otro no. A veces se hacía sentir por la mañana temprano o al mediodía y después se esfumaba, hasta que reaparecía una tarde cualquiera de domingo ya casi de noche. Y el teléfono estridulaba siempre con la misma arrogancia de grillo enloquecido. Y él volvía a decir: Hola, Eduardo. Me alegro de que estés ahí. Y a continuación hacía alguna observación sobre un tópico político de moda, la autonomía universitaria o el presupuesto para la ciencia. Y de repente decía, lo de siempre, tengo que colgar enseguida. Te voy a llamar una vez más. Está listo siempre. Debes seguir firme preparándote para el gran propósito. Y al otro lado se hacía el silencio. Y en mí se fue formando la masa imaginaria, la imagen de una sombra, como la perla en la ostra. Claro, tenía que ser un hombre imponente. En posesión de un arcano. Enormes las manos de luchador. Enormes los pies de los andariegos. Y los dientes grandes. Aunque no tuviera una voz poderosa de hombre acostumbrado a mandar y a organizar.

Fue un viernes cuando las cosas se concretaron y dejaron de ser por fin una promesa. Afanándose, entre labios, con murmullos agolpados, Juan Felipe dijo, dime en quince segundos dónde nos vamos a encontrar mañana para que charlemos por fin, que sea un lugar discreto, pero no tan discreto que resulte rebuscado. Tienes quince segundos. No puedo demorarme. No puedo estarme quieto. Es posible que me estén persiguiendo. Esto es muy grave y muy bello. Vamos a ser los fundadores de otra forma del mundo.

Yo había llegado a pensar con cierto rencor, cansado de sus dilaciones: un hijo de un pastor alemán. Y paranoico, para ajustar. Pero es que me tenían harto sus aplazamientos. Sin embargo, debía cumplirle a Gonzalo y de todos modos, con un poquito de mala gana, le describí el lugar para la cita en menos de lo que canta un gallo. Nos íbamos a ver en la tiendecita aguardientera de don Lao, donde iban algunas tardes los poetas de la parroquia. La tienda de don Lao sigue situada en mi memoria en la carrera Sucre con la calle Maracaibo, frente al teatro Sinfonía, y ostenta como entonces en mi recuerdo, en la puerta, la estatua dorada de una mujer desnuda hasta donde puede estar desnuda una muñeca, cubriéndose el pubis con una mano y los pechos con la otra, un poco inclinada hacia adelante como en un cólico. No había pierde. No le dije, solo teníamos quince segundos, que al teatro Sinfonía acudían desde por la mañana los amantes furtivos de la clase media baja, los abogados de baranda con sus secretarias escualizables, los muchachos bien con sus mucamas suculentas, los bujarrones viejos a masajear a los efebos católicos por tarifa de acuerdo con el volumen y el peso de la herramienta, y los simples onanistas del desempleo que así se entretenían con esas películas calientes, entregados a sus trabajos manuales. No sé si todavía abre, enseguida, el pequeño club nocturno del poeta Villegas Barrientos, el de las carambolas mentales, el que dijo que ser poeta es estar armado en la requisa, que la mano es el pentagrama más tocado y que el hombre al fin del camino de su vida se reduce a ser un signo más sobre un signo menos y que lo que más admiran los críticos de ópera son los gallos de las primas donnas.

El lugar de don Lao no desmerecía el nombre que yo le daba en mi fuero interno: el Gargajeadero de don Lao. El lugar hedía a urea disimulada con pastillas de alcanfor. Las mesas eran verdes, iguales, cuadradas. Y sobre ellas parpadeaban unos tubos de neón que eran también el cementerio de las moscas del barrio. Don Lao era posiblemente un Estanislao del montón a quien sus conocidos habían disminuido al hipocorístico por razones de economía, en una ciudad donde ya todo el mundo iba de afán porque estaba punto de completar el millón de habitantes y todos los días abrían una fábrica nueva o inauguraban un almacén, deslumbrando a los campesinos de las montañas circundantes, que venían a amontonarse con sus familias y sus perros, hartos de acarrear boñiga sobre los repollos, de rastrillar azadones al sol y al agua sobre unos terrones ingratos. Aquel año, me acuerdo, hubo una invasión de mariposas negras que llenaron los escaparates de los almacenes con sus cadáveres y atascaron las bajantes de las canales de las casas y las alcantarillas y enceguecieron los semáforos recién instalados.

Don Lao era largo y pálido, enjuto de hombros, con algo de ave zancuda en la tristeza de la mirada a que lo obligaban la andrómina y la anemia. Los ojos sin pestañas irradiaban una luz de sufrimiento que dejaba un remanente de ceniza en las ojeras. Llevaba los brazos descolgados, como si fueran ajenos, muy desgonzados, con un incierto fastidio, como si le estorbaran los huesos. Y remataban en unas manos blancas de pianista, de cosquillero, de tahúr de barajas, hechas en él para la delicadeza de trasegar vasos, para llevar vasos llenos a las mesas ocupadas y volver con vasos vacíos al diminuto fregadero de aluminio. Don Lao avanzaba a zancadas como los camellos cansados que han dejado de querer porque saben que lo único que existe más allá de la esperanza es la resignación. Don Lao lavaba la vajilla con la llave abierta a todo chorro para esgarrar entre rugidos, desde las honduras del entrepecho, con esfuerzo admirable y con un como agradecimiento, unas flemas transparentes cuya caída se preocupaba por dirigir hacia el remolino de la boca del sifón.

Juan Pablo. Se detiene en el umbral. Me mira. Viene a mí. Musita. Eduardo. Solo estamos los tres. Él, don Lao y yo, esa mañana largamente esperada. Pero Juan quiere que vamos a un lugar con más gente, donde podamos pasar desapercibidos. Vámonos de aquí ahora mismo. Busquemos un parque. Debe haber un bosque por aquí cerca donde podamos hablar. Y giró hacia la puerta y don Lao puso cara de angustia, terciado al hombro izquierdo el secador de dulceabrigo que usaba para limpiar los regueros en las mesas de fórmica quemadas en los bordes.

Ahora creo que la cara de confusión que puso don Lao cuando vio que nos marchábamos fue lo que indujo a Juan a proponer que nos quedáramos, era un muchacho compasivo como vine a saber más tarde por algunas cosas que me dijo. No, mejor quedémonos, dijo de improviso. Procuraremos hablar en voz baja, masculló, cubriéndose los labios con la mano derecha y torciendo la boca. No te preocupes. Lao es muy sordo. Lo tranquilicé. ¿Y se llama Lao? Preguntó. Sí, afirmé yo. Y él me felicitó porque le iba a proporcionar el lujo de tomarse un aguardiente de la mano de su filósofo chino predilecto. De ese modo descubrimos que los dos habíamos leído el Tao Te King, y aledaños, las paradojas de Chuang Tsu y las palabras tónicas y adustas de Lie Zi. Fue el primer acierto de la relación. Hablamos del camino del que no se habla, del hombre que no deja huella, de aquel en quien el tigre no puede encontrar la carne porque ha conseguido convertirse en su sombra. Y después me soltó de sopetón el inmenso secreto que había ido a compartir conmigo.

La historia de Juan estaba maravillosamente vinculada con un montón de personajes legendarios para mí, pero nunca me habló de su padre, ni yo le pregunté por él. Además, a esas alturas, después de tres minutos de verlo yo había dejado de cavilar en pendejadas y en prodigiosas combinaciones biológicas y supe por la presencia del hijo que el padre no podía pertenecer a la familia de los cánidos del orden de los carnivora, porque Juan Pablo no ladraba y no saludaba con la cola. Era el hijo de un honorable pastor luterano nacido en un pueblito alemán sin mayor importancia histórica, nada más. Poco, casi nada, me habló de su vida alemana. Bien resumida en la figura. En cambio me quedó claro que lo habían mandado a Chile para contactar un fulano que había sido amigo de Daniel Cohn Bendit, que llamábamos el Rojo, y de Ulrike Meinhof y de Rudi Dutschke, de la pandilla del ejército rojo, una de esas hordas de adolescentes innumerables, que adoraban el rojo y que pulularon en el siglo XX, incendiando edificios gubernamentales, secuestrando ministros, fusilando industriales condenados en juicios grotescos, pervirtiendo las hijas de los periodistas amarillos, cortándoles las orejas a los nietos de los banqueros. La pandilla del ejército rojo alemán había gozado de inmensa popularidad en los medios a partir del trabajo justificativo de Sartre, de la propaganda que les hizo el viejo brahmán francés, que entonces bordeaba ya las riberas del mar rojo de los herederos de Mao, en su afán de notoriedad, venido del oscuro agujero negro de El Ser y la Nada, pasando por la simpatía burguesa por Stalin, que en aquellos tiempos era a lo sumo un pintoresco rasgo de carácter como si no fuera una canallada.

El hombre que Juan Pablo fue a buscar a Chile había recibido un tiro en la cabeza en Berlín durante una manifestación en la que los estudiantes usaron bombas molotov. De sus amigos, unos murieron a manos de la policía alemana bajo los más modernos métodos de tortura diseñados por la sicología racional, positivista y pragmática que superó, en bien de la civilización y las buenas maneras, el garfio y el descoyuntamiento, cambiados por la sutileza de la supresión de las sensaciones, sometiendo a los reos a unos silencios indescriptibles inventados por la física del sonido, y al horror del deslumbramiento de la luz blanca que suscita el deseo de la muerte como un bien absoluto. En fin. El capitalismo estaba ad portas de su última crisis y el socialismo ya muy pronto dejaría de ser una hipótesis feliz. Escaparon de Chile por los mismos caminos que transitó Pablo Neruda en su fuga de la dictadura hacia el dorado exilio europeo donde conoció a los ultraístas. Y ahora el hombre del plomo en la cabeza estaba en Medellín, protegido por unos amigos de la Universidad de Antioquia, donde impartía clases bajo una identidad impostada. Necesitaba un tratamiento. Medellín se lo ofrecía. Pronto me iba a presentar con él, me dijo. Las revueltas que habían fracasado en Europa pronto iban a estallar en Latinoamérica con el apoyo del gobierno revolucionario de Nicaragua. Y diseñadas por ese amigo de Daniel, el Rojo.

Esa primera cita me dijo Juan debía quedarse por ahora en eso. En una primera cita. Que se completaría con otras cuando regresara de Nicaragua. Pero iba a pasar por Bogotá, donde Gonzalo Arango estaba preparando una red de amigos incomparables, incomprables, inapreciables, que participarían en la conspiración que haría posible la entrada en el reino de la libertad y el fin del reino de la necesidad. Ya no más promesas de cielos metafísicos. El cielo está aquí. Y solo había que tomarlo. El cielo solo puede ser tomado por la fuerza, me dijo. Noté un aire católico en los discursos de Juan, mezclado con un tufo de ese marxismo emocional que se usa tanto entre nosotros.

Cuando nos despedimos gotearon las cuatro de la tarde en el campanario de la Basílica Metropolitana, y como estábamos achispados con los carajillos de don Lao, nos abrazamos con el fervor de los borrachos en todas partes. Juan Pedro tomó un avión al otro día rumbo a Bogotá, antes de abordar un pequeño barco camaronero que lo llevaría a Nicaragua, para entrevistarse con el Comandante Cero, que poco después fue reducido por sus compañeros en un Cero a la izquierda, y con Ernesto Cardenal, imprescindible para el comienzo de un hombre nuevo y una tierra nueva bajo un cielo nuevo. La cosa pintaba.

Siguió un gran silencio de parte de Juan. A veces me pregunté si habría muerto, si se lo habrían comido los tiburones de agua dulce del lago de Nicaragua. Mi mujer comenzaba a cabrearse con mi discreción. Y yo no podía contarle que algo había comenzado a moverse, que yo era parte de un vasto plan colectivo dirigido desde la sombra por héroes bipolares con problemas neurológicos y crisis de amnesia, ni que había conocido a un hombre llamado Juan Pedro, o Juan Pablo, o Juan Felipe, un muchacho lleno de mundo que había estado cerca de algunas personas que habían dado de qué hablar en la historia reciente, unas muy muertas ya y muchas enfermas todavía, como Dutshcke que poco después murió en su bañera y como el incógnito combatiente que andaba por Medellín en busca de un cirujano que iba a retirar la bala del fondo de su cabeza.

Gonzalo me llamó ya no me acuerdo cuándo. Y por medio de claves y metáforas y comparaciones que habíamos aprendido a usar en la intimidad del nadaísmo, siguiendo la fórmula rimbaldiana, me puso al tanto de su experiencia con el enviado en Bogotá, que además le había expresado la buena impresión que se llevaba de mí. Gonzalo lo había tratado muy poco, me contó. Pero bastante para que le gustaran sus modales angélicos, y sus poemas, y sobre todo la suave racionalidad para exponer sus pensamientos sin alborotarle los egos al otro. Era un gran representante de la alta diplomacia del nuevo espíritu de Occidente. También era obvio que estaba un poco desquiciado. En aquellos tiempos sin Transmilenio los buses bogotanos eran unos armatostes desastrados, que se arrastraban por las avenidas con esfuerzo, con la cojinería hecha pedazos y las ventanas condenadas de modo que por la falta de aire olían a ruana mojada. Y llevaban escritos en el techo letreros bobos, un par de versos de alguna canción mexicana, la dirección de un zapatero remendón del barrio Las Ferias, una petición comedida, por favor, escupa hacia afuera, o esta barbaridad: no sea indio. Pues bien, me contó Gonzalo, Juanito, a veces usaba el diminutivo para nombrarlo, se dedicó a montar en bus desde la mañana hasta la noche borrando la partícula negativa con una moneda de diez centavos.

Gonzalo se refirió apenas a la maquinación que Juan estaba armando desde la Antártida hasta Nicaragua y Cuba. Eso, me dijo, se iría aclarando cuando volviera de hablar con los del movimiento sandinista y con Cardenal y con William Agudelo, el poeta antioqueño que entonces vivía en la comuna de Solentiname con su mujer Teresita, donde nos habían aguardado a mi mujer y a mí, en vano, porque mi mujer había pensado con más sensatez que prefería el almacén de lencería que su mamá había prometido financiarle en Bogotá que las dichas de la santidad laica.

Ya se me estaba olvidando Juan Pedro cuando reapareció, una mañana luminosa de mayo en la carrera Junín. Tropezamos, me acuerdo, en el Astor. Yo estaba solo pero él llevaba del brazo una mujercita menuda, desprendida del friso de un templo maya, trenzas negras de un negro puro como el de los cenotes, larga la bata azul, vestida con la camisa más blanca y mejor almidonada que yo vi en mi vida, y la más bordada, pues llevaba el paraíso completo con sus frutas y pájaros y monos y mariposas de hilos de todos los colores y las manillas de sus muñecas como arcoíris. Era, dicho sin menosprecio, la figura arquetípica de una artesanía preciosa, sobre todo por el silencio que irradiaba mientras se paseaba delante de los mostradores de la pastelería sin saber decidirse. Te presento a mi mujer. Me dijo. Ella me miró sin hablar. Y todo era tan irreal: la misma voz y la criatura del bosque y cierto orgullo de actor en la manera de presentármela como si me la ofreciera. Lástima no recordar el nombre. Llamémosla Quetzal.

Mientras Quetzal consumía su pedazo de torta, chocolate con fresas, los más caros del mostrador, Juan me contó su aventura centroamericana, los fracasos, las sospechas de los sandinistas que lo tomaron por un agente de la CIA solo porque tenía los ojos malva y hablaba un castellano increíble para un alemán tan joven. Y sobre todo, lo había ofendido la altanería de Ernesto Cardenal que ni siquiera le permitió desembarcar en su isla para dormir una noche, porque estaba harto de recibir jipis en busca de hospedaje gratis donde no había más que trabajo. A todo eso se había juntado la mala noticia de que al contacto mayor en Medellín se le había borrado, durante la extracción del proyectil, el contenido de la mente en un asombro genial que le impedía cerrar la boca. Al regreso por Guatemala, despaciosamente, para rumiar la derrota, se detuvo en Ciudad de Guatemala, donde pensaba comprar un loro contra la soledad, y se había enamorado de esa hija de princesas remotas que tenía un quetzal domesticado. Y yo pensé que su vida terminaba así, para Juan, ilustrando aquella frase de Federico Nietzsche que tanto le gustaba citar a Gonzalo Arango, y que dice que algunos hombres salen a correr el mundo en busca de la verdad, la libertad o la virtud, y regresan enarbolando las enaguas de una mujer.

Los sandinistas habían enloquecido en el poder desde el Comandante Cero hasta el último miliciano de la base. Y de paso por Guatemala, había aparecido ese ser bienaventurado con cara de pájaro, la vendedora de loros y turpiales y quetzales, la nieta diminuta de un pequeño fabricante de paletas de agua, oriundo de San Pedro de Sacatepéquez. Iba a casarse con ella. Porque todo su campo mental estaba ocupado por el amor que le tenía. Y por una preocupación.

Y qué tienen que ver estas historias, se preguntarán ustedes, con las niguas del título. Juan se agachó, se sacó el mocasín, deshizo un nudo de gasa del dedo gordo del pie derecho coronado de pus, y me preguntó muy compungido si yo pensaba que podía ser una enfermedad venérea. Tuve un desfalco de mi fuerza de voluntad con una putica panameña. Y si yo infecto a mi amor divino, hija de un dios precolombino contemporáneo de Conejo, el último rey maya, no me queda otro camino que suicidarme. Yo levanté las cejas y recogí los labios, era todo lo que podía hacer honradamente. Entonces no sabía distinguir la madre de unas niguas del mordisco de un iguanodonte. Después supimos por la carta que le escribió a Gonzalo que en su Alemania nativa Juanito había corrido un semestre por los consultorios médicos con su padre el pastor, en busca de un diagnóstico, mientras el dedo engordaba y un fuego lo consumía y supuraba sobre todo por las mañanas una linfa perversamente amarilla. Hasta que dio con ese médico africano que reconoció el nido de insectos sifonápteros que extrajo cuidadosamente con la punta de una aguja quirúrgica desinfectada en la llama de un pebetero de alcohol. La carta decía también que era feliz. Y que por primera vez en su vida no se avergonzaba de su felicidad. Prometió que nos íbamos a ver muy pronto. Y hasta el sol de hoy.