Editorial UC 123

Un mundo inmune

Hace un poco más de un año el gobierno chino ejercía controles a los ciudadanos basados en su estado de salud y sus riesgos asociados al covid-19: vigilancia por códigos QR, limitaciones de acceso a lugares dependiendo del historial de viajes y contactos, controles virtuales al azar sobre síntomas. En el primer momento la medida se contempló en Europa y Estados Unidos y se pretendía ejercer mediante la exigencia de pruebas PCR negativas o la demostración de haber adquirido inmunidad natural. Luego las noticias chinas hicieron que las medidas se consideraran desproporcionadas y dignas de un régimen totalitario que mira a sus habitantes como ratones en sus compartimentos vigilados. La idea no le gustó a la OMS por la falta de certeza sobre la protección. La revista Nature expresó su preocupación en un artículo publicado en mayo del año pasado: “…cualquier documentación que limite las libertades individuales sobre la base de la biología corre el riesgo de convertirse en una plataforma para restringir los derechos humanos, aumentar la discriminación y amenazar, en lugar de proteger, la salud pública”.

Lo que hace un año parecía una herramienta totalitaria hoy es una realidad en Francia, Italia y Australia, y la presión para imponerlo en otros países viene creciendo. En Francia el 76 % de los ciudadanos está de acuerdo con la exigencia, pero las protestas contra la medida han sacado a más de 150 000 a la calle en un solo día. La orden firmada por Emmanuel Macron dice que desde el primero de agosto rige la obligatoriedad del “pasaporte de vacunación” para entrar a cafés, restaurantes, centros comerciales, hospitales y trenes de larga distancia. Poco a poco los apestados que no se hayan vacunado tendrán la casa por cárcel. Además, aplicarse la vacuna será obligatorio para quienes trabajen en contacto con personas mayores o frágiles. Los trabajos que en su mayoría realizan los inmigrantes estarán vetados para los “sin vacuna”. ¿Van a encontrar quién cuide a sus ancianos? ¿Van a comenzar a buscar a los “propagadores” pidiendo documentos en las calles? Europa comienza a mirar a China como ejemplo.

Los historiadores nos han recordado la historia de la peste de fiebre amarilla en Nueva Orleans en el siglo XIX. Los “aclimatados”, quienes se habían infectado y habían sobrevivido, se convirtieron en una casta con potestades extraordinarias. El precio de los esclavos aclimatados subió un 25 %. Los trabajos, los créditos, el arriendo de las habitaciones se otorgaban solo a quienes habían logrado la inmunidad. Los periódicos hablaban de un “bautizo de ciudadanía”. De modo que los ricos salían de la ciudad o se encerraban en sus casas mientras inmigrantes y esclavos tomaban el riesgo de infectarse para salvarse. Estamos en otros tiempos, ahora no hay que arriesgarse, estar inmune es gratis y seguro. Son los argumentos que se oyen. El riesgo de hoy está en la posibilidad de que el Estado pueda dictar la obligatoriedad de los tratamientos médicos, que pueda prescribir sobre lo bueno y lo malo para los ciudadanos, dictar receta; y en la pretendida división entre quienes han entrado a la sociedad civilizada y quienes viven las brumas de la religión, en la ignorancia conspiranoica, en el simple descuido que no comparte los riesgos comunes de su comunidad.

En las protestas recientes en Roma y otras ciudades europeas se han visto carteles con las imágenes de Auschwitz y leyendas alusivas a la discriminación sobre los no vacunados. La comparación es sin duda exagerada, pero recuerda las consideraciones de los nazis que vieron a la sociedad como un organismo vivo, una masa con deformidades que era necesario aislar y enfermedades que era necesario curar. Algunos han hablado desde entonces de “biocracia”. Por eso las esterilizaciones obligatorias se practicaban como un ejercicio de higiene genética. Antes de 1940 ya se habían practicado 350 000 en la Alemania nazi. En Cuba todavía celebran los grandes resultados que dejó el internamiento de los portadores del VIH en “centros médicos” en las afueras de las ciudades a mediados de los ochenta.

En Colombia ya algunos preguntan si para entregar los recursos de Ingreso Solidario debe exigirse carnet de vacunación, como una forma de alfabetizar a los ignorantes que no creen en la vacuna. También en Un mundo feliz expulsaban de la sociedad a quienes ponían en cuestión el soma, la droga indispensable para la felicidad y la estabilidad social: “Este hombre –y señaló acusadoramente a Bernard–, este hombre que ven frente a ustedes, este Alfa-Más a quien tanto se le ha otorgado, y del cual, por siguiente, tanto podía esperarse, este su colega ha traicionado groseramente la confianza depositada en él. Por sus heréticas opiniones sobre el deporte y el soma… se ha declarado un enemigo de la sociedad, un subversivo, señoras y señores, de todo orden y estabilidad, un conspirador contra la civilización misma”. La sugerencia era enviarlo a Islandia donde tendría pocas “ocasiones de descarriar a nadie”.

La Corte Constitucional ha hablado muchas veces sobre la “objeción de conciencia”. La posibilidad de que un individuo se niegue, por convicciones morales o religiosas, a cumplir lo que las leyes consideren una obligación: “…la garantía de la objeción de conciencia, esto es, el derecho que tiene toda persona a no ser obligado a actuar en contra de sus convicciones, descansa en el respeto, en la coexistencia de las creencias morales de cada quien y se funda en la idea de la libertad humana como principio fundamental de la ética contemporánea. En estos términos, se concibe al hombre como sujeto moral, capaz de emitir un juicio sobre un determinado comportamiento. Por ello, la libertad de conciencia incluye la facultad de emitir juicios morales internos y de actuar conforme a ellos”. Es claro que no se expedirá una ley para obligar a vacunarse, la idea es más sutil: cercar poco a poco a los apestados mediante decisiones que limiten su movilidad, su acceso a servicios, sus posibilidades de romper la burbuja de los inmunes. Algo recuerda el clima actual al que llevó al gobierno a confinar a los mayores de setenta años para “cuidarlos” de sí mismos. Un fallo de tutela los protegió cuando el presidente Duque, cerca de la comorbilidad por obesidad, decía que debía “primar la razón y la evidencia científica” sobre las decisiones judiciales.

Los castigos que proponen los “pasaportes” solo radicalizarán a quienes no quieren vacunarse. Crearán burbujas de “sin vacunas” que los irán alejando del Estado y la sociedad. Encontrarán su manera de vivir y morir lejos de los controles y la atención del Estado y los señalamientos por su ignorancia y su falta de compromiso con el “cuerpo social”. Es claro que hay otras formas de convencer a quienes tienen recelo y desconfianza sobre las vacunas. Los incentivos para alentar la vacunación nos acercan como sociedad —es más fácil llegar a acuerdos sobre nuestros gustos y necesidades—, mientras los castigos no harán más que discriminar y separar a los ciudadanos.