El pasado 24 de septiembre titulares de todo tipo —escritos, sonoros, en pixeles— anunciaron que la película Los reyes del mundo había ganado la Concha de Oro en San Sebastián. El premio no era cualquier cosa; San Sebastián es un festival “clase A”. Cannes, Venecia y Berlín están en ese circuito de élite. Los directores Francis Ford Coppola y Arturo Ripstein se lo han ganado dos veces. O lo que es lo mismo: han ganado la Concha de Oro, que es el premio que entrega el jurado a la mejor película y este año se lo dieron a Los reyes del mundo, y por consiguiente a Laura Mora, quien la dirigió, más su equipo de productoras, y también a los cinco muchachos de Medellín que la actuaron y aparecieron en las fotos de prensa junto al mar Cantábrico con cachuchas de teja plana.
Esta entrevista está confeccionada a partir de conversaciones en varios escenarios y momentos, bajo distintos estados de ánimo, cuando la onda de la película estaba alta y luego cuando empezaba a bajar. Cara a cara, en un auditorio con público, y después compartiendo comida y charla, en donde las frases suelen venir espontáneas y sueltas. También a la moderna: a través de una pantalla en otro huso horario, en mitad de una tarde brillante en una ciudad basta y lujosa, donde Laura se sentía minúscula y confrontada. Y finalmente en frases cortas y en notas de voz, porque las mejores respuestas siempre llegan después de contestar.
Esos varios encuentros están tejidos acá en una conversación única, liberada del lastre de la grabadora, de la literalidad y de la transcripción letra a letra. Decía García Márquez que las entrevistas bien podían escribirse como novelas, siempre y cuando fueran fieles al entrevistado. También que lo que más vale en ellas no son las respuestas, sino los latidos del corazón.
La cinematografía es una de las siete artes. Pero es la más difícil. Hacer una película requiere gente, tiempo, dinero, aparatos.
De todas las artes sí es la que representa mayores dificultades. Necesita mucha gente, y mucha gente significa muchos problemas. Pero para mí la dificultad en el cine está en otro lugar.
Primero, el cine tiene eso tan extraño de haber caído en el lenguaje del entretenimiento, que en mi opinión es propaganda. Siempre que pensamos en propaganda se nos viene a la cabeza lo soviético, pero más propagandístico de su cultura que el cine gringo, no hay. Para nosotros eso se convierte en una imposición de modelo estético; de lo que es bello y lo que no. De lo que tenemos que desear y cómo los directores lo tenemos que narrar. Esa imposición de modelo me parece muy trágica.
Junto con eso, el cine también tomó el camino de la narrativa: una historia aristotélica que se desarrolla en unos actos. Una historia que se tiene que entender. Por eso otras formas de narrar terminaron derivando en lo que llamamos cine experimental o videoarte; cosas para el museo y no para la sala de proyección. Como yo soy desobediente, todo el tiempo estoy peleando con ese problema: ¿cómo hacer un cine que desobedezca ciertas normas de la narración? Para mí, esa es la verdadera dificultad. Es lo que realmente hace complejo al cine, más allá de que sea caro o aparatoso.
Por ejemplo, esta película bien pudo haber estado anclada en la realidad más pura, pero resultó tener una dimensión simbólica. La historia entra en el umbral de la metáfora.
Las películas le dictan a uno qué son y en qué se convierten. Luego de Matar a Jesús yo quería hacer una segunda película que no fuera una extensión de la primera. Matar a Jesús está rodada con una cámara en mano que acompaña a un personaje, pero tiene una estructura muy clásica que solo algunas veces deja ver unos instantes de alteración de la realidad.
Los reyes del mundo nació en diciembre de 2016 durante un viaje en carro a la costa Caribe, en el que pasé por el Bajo Cauca. Y a mi cabeza llegaron imágenes de chicos haciendo daños y reclamando un mundo. Ahí mismo tomé unas notas en un cuaderno. La frase decía: “Chicos haciendo daños, reclamando un mundo. Chicos vengándose del mundo. Son los reyes del mundo”. Yo acababa de terminar Matar a Jesús, estaba mamada del cine, y de repente digo, “paren el carro, que tengo mi nueva película”.
Pero esas notas las dejé quietas. Después, cuando de verdad empecé a desarrollar la idea, sucedió algo y es que me empezó a importar muy poco la lógica del relato; preguntas como por qué los personajes estaban en determinado lugar, cómo habían llegado allá, eso que es tan importante y se lo preguntan tanto al cine, me empezó a importar cada vez menos. En cambio, entré en las aguas del delirio y la imaginación, lo cual tiene que ver con lo que decía atrás: mi relación con hacer cine y el cine que me gusta ver. A partir de ahí empecé a poner muchos de mis deseos en las imágenes. Mientras escribía el guion, con Manuel Villa [amigo y documentalista] hablamos de qué daños nos gustaría hacer: a mí me encantaría quebrar todas las lámparas de una calle, por ejemplo. O rayar un carro. O soltar un ganado en un potrero [todo eso apareció luego, en efecto, convertido en secuencias]. Y yo decía: qué chimba, metámoslo. Ese juego empezó a permear el relato y me di cuenta de que más que acciones reales tenía acciones planteadas en términos simbólicos.
También sucedió que quise hacer varios homenajes. Cuando aparece el árbol entre la niebla, es mi pequeño homenaje a Theo Angelopoulos. Con el caballo pasó igual: el caballo es el animal del cine. Y este era blanco, además.