Bajando duro, durísimo

Por SIMÓN MURILLO
Fotografía de Juan Fernando Ospina

La Iguaná, delgada, pavorosamente delgada, va armando barrios, carreteras y basureros en su huida del río Medellín. Porque La Iguaná parte en dos la ley natural y sube en vez de bajar. Subiendo la montaña hasta Boquerón y el Alto de las repetidoras, donde morirá en alguna caverna. Y con ella van las estribaciones de la cordillera y la vida que se abre paso, tumbando monte y siempre, siempre, enfrentando la infinita loma. Y pegadita a la quebrada se arma la vía al mar con sus barrios que parecen a punto de colapsar y a veces colapsan de verdad: Calasanz, Blanquizal, Olaya Herrera, La Divisa, Antonio Nariño, Fuente Clara, Vallejuelos, Eduardo Santos, La Loma, San Cristóbal.

Fuente Clara se llama así por los riachuelos que bajaban cristalinos del monte hasta La Iguaná y que después se pudrieron por la basura de los vecinos del más arriba. Desde ahí, Bryan Andrés Herrera, el Loco, distingue entera la falda externa de la 13. Conoce los resquicios de La Iguaná, domina la autopista a Santa Fe de Antioquia, divisa las montañas de la cordillera central y los edificios de El Poblado como apariciones. Tiene veinticinco años, una sonrisa desorbitada, camella cargando camiones, habla muchísimo. En la casa que comparte con su mamá, su hermano, su padrastro y a veces su novia, guarda una bicicleta bajita, con frenos a medias y un sillín inmenso, placa de corredor, y pesas a cada lado del marco: la llama Raquel.

La autopista, un río de concreto al lado de la invisible Iguaná, da paso a casas de madera, plástico y ladrillo. Y las casas, al monte que todavía sobrevive, y el monte, a esos edificios inmensos a pie del risco. Desde ahí baja, ahora sí, la humanidad entera a trabajar. Pero algunos como el Loco, casi todos hombres, casi todos adolescentes, siguen cuesta arriba encaramados en una cicla. Solos o de a dos o hasta de a tres: el parrillero aferrado en un abrazo al piloto que extiende con una mano el gancho que lo sostiene de la tractomula que los llevará al Túnel, a San Félix, a Boquerón.

Hasta hace algunos años la vía a San Félix, una carretera angosta y sinuosa con un punto ciego en cada recodo, no tenía iluminación. Por la noche había tramos en que los ojos de Bello y Medellín parpadeando montaña abajo eran la única luz.

La carretera se vaciaba y los de las ciclas, una vez en la cumbre, aprovechaban el silencio para hacer de la bajada una pista. Solo se veían tres líneas blancas temblando en la oscuridad cerrada. “Usted piloteaba con lo que tenía aquí”, el Loco se toca la cabeza, “era un mierdero, pero eran los descuelgues más chimbas”. Con un empujón del pie, el cuerpo hecho una tabla sobre el sillín y la cabeza como un ancla, todo hacia el vacío.

Porque apenas hay frenos, porque casi nunca hay casco o armadura, porque por ahí se aparecen los tombos metiendo patadas, porque nunca la vida es más grande que cuando se está bajando a 130 kilómetros por hora con los parceros a lado y lado, todos pidiendo punta; porque si se hace bien, el control que se tiene sobre esas dos ruedas, sobre la velocidad, sobre la gravedad misma, parece absoluto; porque el viento se levanta, imposible, sobre el rostro del piloto.

El Loco lleva catorce años en ese vacío. Empezó a los once, cuando vivía en el Don Bosco y estudiaba en el Corferrini de Robledo. Un viernes vio a “una chiva con diez peludos en ciclas detrás” en la bomba del Cortijo. Le gritó a uno: “‘¡Chinga, súbame!’ Y pegué un pique de rata para montármele”. El piloto era unos años mayor que él, se llamaba Daniel Ibargüen y le decían la Chinga. Resolvieron el malentendido en el sillín, se presentaron, “y arrancamos él y yo pegados”. De pasajero de la Chinga, subió hasta la entrada del túnel: “Me explicó todo: cómo coger el gancho, cómo ponerlo debajo del bómper, dejarse jalar por él”. Gritó en todo el descuelgue y ya en el piso lloró “del susto, de la emoción”. Se hicieron amigos.

El Loco conoció a Naranjo, al Cejón, a Andrus, a Stan, al Mono, al Indio, al Rape, al Niche, a muchos más. Cada uno de ellos una pequeña leyenda dentro de una comunidad física y virtual de decenas de miles. Los gringos lo llaman gravity bike; gravitosos en el plural paisa, azote para la Noroccidental. El Niche, Hayder Flórez, definiría azote como “una cohorte de jóvenes en cicla dándonos zaranda, nos pasamos, nos adelantamos. A lo Moto GP, a lo Rossi, a lo Pedrosa. Bajando duro, durísimo”. Diez, quince, veinte, treinta, hasta cien pelados en la línea de salida. Algunos tenían herencia de velocistas: papás, tíos, hermanos y vecinos que subían en sus tiempos hasta Boquerón o aprovechaban la loma del barrio para armar carro de rodillos. Harían parte de una extensa red de los que andaban en las mismas: los burgueses de Las Palmas, los de Santa Elena, los de la Medellín-Bogotá, los del oriente, los de Pereira y Manizales. Los Andes haciendo rampas, las ciudades empujando.

La policía descarga energía y bolillo en los que logran coger, los paracos de San Félix y San Pedro los ahuyentan a bala, los medios claman por su prohibición. Las bicicletas son casi todas creaciones propias, cada una adaptada a los gustos del piloto. El opuesto de las ligeras bicicletas de ruta que usan en el Tour de Francia, las de los gravitosos son aparatos de veinte kilos y más en las que toca frenar haciendo eses. Las partes se intercambian por otras, por plata, por un Play 2 o un Wii de segunda. Lo mismo con los pocos cascos o armaduras que circulan. Como descolgar está mal visto por las autoridades y la policía destruye o pide sobornos para devolver las ciclas que decomisan, muchas veces se anda en el préstamo del vecino.

El Niche se asomaba a la casa del Loco: “Doña Claudia”, le decía a la mamá, “vengo por su hijo”. Y esta, horrorizada, pensaba que lo iba a hacer matar. De nada servía la preocupación ante un argumento irrebatible: “Vamos, gonorrea, que la vida es una sola”. Desde las ocho de la mañana una horda creciente pasaba por las casas de los gravitosos y los salvaba del colegio, de la familia, y pal monte. Volteaban por la ciudad, cocinaban chorizos en San Félix, tiraban charco en Charcos Verdes, dormían en un recodo de la carretera, fumaban bareta y comían arroz con leche, hacían chocolatadas nocturnas, y los cogían las tres de la mañana en alguna lejanía, con las mamás frenéticas preguntando que dónde estaban, que si seguían en estas les iban a tirar los paracos del barrio, que se cuidaran, y ellos listos para un azote montaña abajo.

La Chinga, “feo y cumbambón”, fue un maestro. Les decía que no robaran, que no valía la pena perder la vida linchados o en una venganza. Porque la vida real amenazaba siempre. La pobreza y la pobreza dura, por supuesto; los paracos y la tentación de aprovechar toda esa calle para poner a perder a algún cristiano. El mismo Loco terminó en Don Bosco después de aparecer voluntariamente en la puerta del ICBF a los diez años y armar un cuento, “les dije que no tenía papás. Quería parar de tirar tanta calle”, luego de unos meses salvajes en los que pirateó por todo Colombia detrás del Nacional. En la carretera, atenazado por el hambre y el frío, y el sacol que usaba para mantenerlos a raya, fue testigo de paisajes inmensos. “A mí siempre me gustaron las ilusiones. Por eso el sacol. Metía de eso y todo se me volvía goma”. En Santa Marta se metió al océano por primera vez.

Las privaciones forjaron la primera hermandad de su vida. Salvado de ser linchado por hinchas del Santa Fe en Bogotá, consiguiendo comida en restaurantes de ruta a punta de verbo, la carretera desdobló las posibilidades de su existencia. “La Banda Pirata fue el comienzo de la libertad de mi vida”, dice. Una libertad arrullada por una avalancha de fracturas. Robó “hasta que mi mamá intentó quemarme las manos en la parrilla del fogón”. En La Pintada un grupo armado los bajó de la mula en un intento de reclutamiento forzado esquivado por una huida hacia el monte; y esa hermandad floreció y los muertos germinaron a su alrededor: en peleas, en accidentes, en la violación y asesinato que se llevó a Karen, su vecina, flores que se harían cruces sobre la carretera, retratos descoloridos en alguna mesa de noche.

Ni el encierro en Don Bosco (interrumpido porque el coordinador de disciplina era hincha de Nacional y le daba permiso para ir al estadio), ni los reclamos del ICBF a su mamá cuando regresó al hogar, “porque yo vivía perdido”, ni tanta muerte que vio y que vería, mermaron su obsesión por la libertad. Los viajes con la Pirata fueron apenas un preludio de lo que alcanzó en el descuelgue: los amigos, la fama, el vacío. Incluso cuando la mayoría de su generación se graduó a las motos (el descuelgue es una práctica necesariamente adolescente, casi infantil, a los dieciséis a veces ya hay hijos que sostener, o la cuota de una moto por pagar), el Loco se aferró a su bicicleta. “Medellín es el patio de mi casa, guevón. A mí nadie me dice dónde puedo entrar y dónde no. Es mi patio: Medallito, mijo”.

Su vida familiar no es fácil: “Siento que soy como el arrumado de la casa… Si fuera por mí yo no trabajaría: mi sueño es irme para la puta mierda”. Cree que ese apego viene del rol que jugó la calle para él: “Me enseñó todo lo que no pudo mi papá: lo bueno y lo malo. Si no era a punto de que me mataran a mí, era a punto de que mataran a mis parceros”. La ciudad es un océano, pero la bicicleta, ante todo, contra todo, es un hogar de uno solo. Su papá, un exmilitar y vendedor ambulante de dulces, fue asesinado en la Operación Orión mientras trabajaba. Según el Loco, un grupo, probablemente los Comandos Armados del Pueblo, lo confundió con un paramilitar por su morral del ejército. Le metieron cinco tiros en la espalda y uno en la cabeza. Salió a protestar este año con la consciencia de “ser un hijo de Orión. Y sigo siendo la guerra: estoy dispuesto a quemar y hacer lo que sea con tal de hacer sentir la memoria de mi viejo”.

La muerte no lo soltó. Tantas veces estuvo cerca y tantas veces se salvó: las puñaladas, los machetazos, la cicatriz en el muslo de cuando se le enterró el plato de la bicicleta, el dedo meñique del pie faltante, la pérdida de memoria por esos días que pasó en coma. Y en el 2015 el Niche se estrelló contra un taxi que subía sin luces. No sobrevivió. Del manillar de Raquel cuelga un mono de peluche que colgó de la cicla de su gran amigo. En el 2017 encontraron el cuerpo de la Chinga en el baúl de un taxi. Los sobrevivientes guardaron la cicla de la Chinga: esperan entregarla a su hijo en su décimo cumpleaños. Con ellos son doce los amigos que perdió: algunos por la gravedad, otros por la ciudad. Sobre esas muertes sentenció: “Los dueños de mi libertad ya están muertos”.

Rechazó las armas, “solo me gustan los cuchillos por bonitos”, y las presiones de unirse a una u otra cosa; estudió Arte Gráfico; montó una delirante banda de rock. Amparado por la fama de los extraordinarios documentales que grabó Muto, documentalista de la escena noroccidental, y luego, por la página de Facebook que creó junto a Andrus, se hizo célebre entre los aficionados a la velocidad. En el 2015, el día después del entierro del Niche, un combo de Robledo Alto, el Loco, la Chinga, el Cejón, el Primo, el Bozo, Toñito y Frutiño, quedaron segundos en la energizante carrera de rodillos de Santa Elena. La mamá del Loco fue a verlo y le gritó: “¡Ese es mi loco! ¡Ese es mi loco!”, mientras el velorio bajaba duro, durísimo, por la pista más difícil de la ciudad; una despedida tan veloz como el Niche, como la vida.

Llevo catorce años en esta chimbada. Ya no es lo mismo. Corro el riesgo de que se me vuelva común y corriente”, se lamenta el Loco, “ya no están mis amigos, ya no están los parches, ya no están las chorizadas, ya no están los arroces con leche. Imagínese: yo ahí vivo y ellos en una pantalla, en un video”. Quiere profesionalizar el deporte, repartir protección, formar en metalmecánica industrial, enseñar lo que sabe en las pistas; ya se ha reunido muchas veces con el Inder, ya se presentó a las convocatorias del presupuesto participativo. La promesa del descuelgue sobrevive: rebelarse ante la ociosidad de la muerte para asumir el propio destino, aun conociendo el inevitable desenlace. “Usted vive bien desde su mismo interior, porque es el único que se puede gobernar. Usted es dueño de su vida. Y la vida y la libertad no tienen precio”. Como La Iguaná que se arrastra con confianza hacia la montaña, rebelándose contra su propia vida, así el Loco sigue abrazado a Raquel como lo hizo ese día de la Chinga. Piensa conseguir una bicicleta de montaña para subir el Nevado del Ruiz y después llegar hasta Ecuador haciendo lo que sabe: pirateando, tirando gancho, dando pedal. Ahí, con todo el mundo a sus pies, decidirá hacia dónde va.