Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza
J. L. Borges.
Estando en una librería pensaba en el esmog berlinés, en toda la mugre de la ciudad. Rara vez el cielo está despejado, y las veces que lo está son las casas enteras las que se ven llenas de polvo. La oscuridad ya llegó, todos lo sentimos en el frío interior de nuestras conciencias. Solo quedan rondando por ahí las fisuras, los borrachos, los perdidos, los adictos, todos aquellos que se han dejado ir hasta el fondo, sin poder salir ya más, sin querer hacerlo tampoco, las calles inhóspitas se han convertido en su morada. Ahora creo poder entender por qué noviembre es el mes de las ánimas y los santos difuntos, no solo por los fantasmas que rondan por todas partes tras el velo descubierto, sino también por el aire espectral que cobra la existencia. Sin darme cuenta, de a poco, la ciudad me ha ido arrancando pedazos de carne, dejándome la piel, que por suerte todavía siento, a pesar de todo.
Ante el miedo que provocó la gran pandemia desatada por un virus, una microbacteria devoradora de pulmones, que causó tantas muertes, yo no me dejé arrastrar por la marea, sino que decidí quedarme donde estaba, aunque fuera la opción más absurda, desistiendo de regresar a la casa de mis papás en Colombia; eso que para mí era como volver al nido, a los cuidados y mimos del hogar, pero también a la vigilancia materna, que ahora ya había adoptado a una nueva cría. Así que he resistido todo un año azaroso hasta llegar al final, en el mismo lugar, sin saber muy bien por qué o para qué. Sin embargo, pese a la soledad y la incertidumbre, me quedan los libros, que me rescatan con su magia una vez más. Esta vez fue Una librería en Berlín de Françoise Frenkel la que me llevó a un mundo nuevo.
La realidad es que en este país soy pobre, tengo un trabajo intermitente y a veces no pago mi arriendo. Pero eso no importa, ahora tengo una bici —me la prestó mi amigo Jon—, es una GT de un púrpura metálico, tiene una llanta todoterreno adelante y una delgada atrás, con cambios pero sin luces, ni timbre, aunque lo importante es que tiene frenos, y en ella voy a todas partes, pues no puedo darme el lujo de pagar el pasaje de tren, un solo ticket son dos euros con noventa céntimos, así que sobre mi caballo de acero cruzo todo Tiergarten, me desvío en Mehringdamm y giro hacia Neukölln y me pierdo, cada vez. Siempre hay una calle que paso, un nombre que confundo, un giro que no doy. Obviamente tampoco pago internet móvil, con qué plata y para qué, total casi siempre estoy en casa. Nunca me he encontrado con la policía de tránsito de bicis. A veces me pregunto si estaré abusando de mi suerte, pues la verdad es que conduzco como una loca, tengo piernas fuertes y me gusta ir rápido, con el motor en mis músculos, cruzando en rojo mientras todos esperan. La ciudad es la que da el ritmo y Berlín se deja recorrer fácilmente: es plana, sin muchos sobresaltos, el suelo es como una alfombra que esconde debajo todos los escombros; solo tengo que seguir las señales, mirar atrás y a ambos lados, los autos me ceden el paso, los semáforos siempre dan un minuto de espera, y lo más increíble de todo es que los otros aguardan el cambio de luces del Ampelmann, nadie se adelanta, la gente parece ir sin prisa, solo los autos pierden la calma, por eso cuando la luz pasa a verde algunos se desquitan y aceleran a fondo, haciendo chillar el caucho sobre el asfalto.
Hace unos meses que regreso siempre al mismo lugar, a la librería española en Schönlein, ese búnker de libros que también está cambiando, expandiéndose. Ya no tengo que llegar a esa estación tan deprimente y sucia del U-Bahn en Hermannplatz, sino que llego por cualquier calle, freno ante la ventana blanca, tomo agua y me pongo mi estúpida máscara, entro y entrego los libros que terminé. Ya lo dije antes, soy pobre, no tengo plata, comprar libros en euros sería un lujo, pero no hay problema, hicimos un trato, pagué veinte euros por una suscripción de un año y a cambio puedo llevarme tres libros prestados. Regreso al paraíso, a pesar de lo tosco y fingido del trato de los dueños, de la cordialidad fría y de la evidente avidez por vender. Es en este espacio comprimido donde puedo escoger en qué mundos, en qué vidas y en qué historias me sumergiré durante las próximas semanas.
Hoy devolví On the road, pobre libro maltrecho, edición Losada del 75, conmigo se terminó de despedazar, primero empezó por la endeble portada, que se quebró hasta desprenderse, por sí sola parecía un cuadro, no me fijé en el autor del dibujo, un sol amarillo como yema de huevo, líneas remarcadas en negro que formaban un coche y formas apenas insinuadas que se convertían en cuatro pasajeros sobre el descapotable azul, conduciendo sobre la blancura de la nada. Luego se partió en dos partes y justo ahí se soltó una hoja en la que Dean saltaba por todas partes, como siempre, y yo no podía parar de releer, de volver a desplazarme con total frenesí junto a ellos, tenía que continuar por la ruta, seguir en esa carrera disparatada por el continente americano, con el deseo de encontrar en ella las palabras para describir mi propio viaje hacia ese otro fin del mundo, tan diferente a este que vivimos en el presente.
Por eso vuelvo al sótano, este refugio posapocalíptico que se ha ido agrandando con la crisis. Es como una ventana a través de la cual me encuentro ante un banquete de palabras de pensadores de todos los tiempos, cada uno tiene algo para decirme, por eso me cuesta elegir con quién voy a dialogar, qué degustaré por los próximos días. Hay tantas opciones y solo puedo escoger tres. Sopeso con cuidado cada elección, quisiera regresar pronto para llevarme los que terminé por descartar en esta ocasión, pero casi nunca pasa, prefiero dejarme llevar por los deseos del momento, por mis impulsos inconscientes, por el mero capricho del instante. Es en los libros donde está todo mi amor, toda mi pasión; siento a través de ellos, como una espiritista que logra ver a través de los muertos todo lo que fue, lo que pudo haber sido, lo que podría ser. Tal vez si tuviera más dinero podría enterarme también de lo que pasa ahora, saber qué es lo que dicen mis contemporáneos, dialogar con escritores todavía vivos. Sí, si tuviera dinero podría ir y quedarme entre las dos habitaciones de adelante, comprar alguna novedad en vez de adentrarme en la parte trasera de préstamos. Pero es que todo es tan caro cuando uno es pobre, y solo lo digo aquí porque cuando el pobre levanta la voz se siente como una queja y los otros alrededor se incomodan, porque creen que pide caridad, cuando del único que espera algo es del destino.
Al principio me había convencido de que estaba de paso, que seguiría con mi vida nómada, que junto a N. acumularíamos capital y seguiríamos con nuestra marcha, hacia el este, el gran oriente: Asia. Creí que Berlín sería solo otra ciudad más, sin saber que terminaría por quedarme varada en la nueva capital de Europa. Gabo me lo había advertido: “Berlín es un disparate”, me dijo, y yo lo pasé de largo. “Nunca se me cruzó por la mente terminar en semejante lugar, y sin embargo aquí estoy”, pensé de regreso a casa. “Ya no hay turistas, se acabó la temporada”. Percibí de nuevo las miradas inquisitivas y solo entonces logré entender lo que veían: “No soy una turista, he traspasado el tiempo límite, ¿por qué estoy aquí? No sé…, aber Kein Mensch ist illegal!”. Cada tanto me repetía aquella frase entre susurros, como una oración más que como una justificación. Ya me lo había advertido una escritora mexicana en La Escalera, otra librería hispanista de la ciudad: “Algunos vienen para quedarse y no pueden, mientras que otros que están de paso terminan por arraigarse”. Tal vez sin darse cuenta me lanzó un conjuro, porque más de un año después sigo plantada en el mismo lugar. Nada tiene Berlín ya para ofrecer, con sus puertas cerradas, su polvo y sus edificios lúgubres, y aun así aquí sigo, como atrapada en un cuento kafkiano.
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