Número 137 // Diciembre 2023
Fotograma El amor, el deber y el crimen. Productora Invasión Cine.

¡Usted es el hombre!

Cintas y conquistas del primer galán colombiano

Por ÓSCAR IVÁN MONTOYA

No gozaba de la presencia de Manolo Cardona, tampoco del talento de Robinson Díaz, y apenas poseía una pizca de la atractiva rudeza de Marlon Moreno. Sin embargo, Roberto Estrada Vergara tenía lo suyo, el perrenque para protagonizar dos de las más importantes películas colombianas de los años veinte: Aura o las violetas (1924) y El amor, el deber y el crimen (1926); y de ser actor secundario en Como los muertos y Conquistadores de almas, ambas de 1925. Roberto Estrada era un comerciante de tabaco sin ninguna experiencia en cine o teatro, pero gracias a su semblante varonil y decidido fue seleccionado para protagonizar Aura o las violetas, dirigida por la dupla de Pedro Moreno Garzón y Vincenzo Di Doménico.

Apalancada por la “danza de los millones”, proveniente de la indemnización por el raponazo de Panamá, y unida a una sólida y creciente bonanza cafetera, Colombia vivió, a su manera provinciana y folclórica, sus años locos, como se les llamó a los años veinte del siglo XX. Este cambio en las condiciones materiales posibilitó transformaciones en la vida espiritual: una incipiente emancipación femenina, el arribo de las últimas tendencias de la moda, y una atmósfera que impulsaba el emprendimiento y la iniciativa en los negocios. Bajo ese influjo algunos empresarios se percataron de que producir películas podía ser una aventura promisoria. El aire de cine culminó con el pequeño boom de diecisiete películas rodadas durante los veinte. Ningún libro o publicación consultada contiene la fecha de nacimiento y muerte de Roberto Estrada Vergara.

La sonrisa de un millón de dólares

La primera película de ficción en nuestro país fue María (1922), adaptación de la novela de Jorge Isaacs, dirigida por el español Máximo Calvo y el mexicano Alfredo del Diestro. Fue un éxito de taquilla y recorrió varias ciudades de nuestro país y algunos países latinoamericanos. Siguiendo esa ruta, los hermanos Francesco y Vincenzo Di Doménico, veteranos empresarios italianos instalados en Colombia desde comienzos del siglo XX, se dieron a la tarea de adaptar Aura o las violetas, éxito literario del panfletario José María Vargas Vila. Para ejecutar este propósito, encargaron a Pedro Moreno Garzón como guionista y director, mientras Vincenzo Di Doménico se encargaría de la fotografía y demás aspectos técnicos.

El primer obstáculo fue conseguir los actores. Mientras en la Unión Soviética experimentaban de manera genial con el montaje, y los expresionistas alemanes se sumergían en las aguas turbias del alma humana, y los surrealistas hacían saltar por los aires la unidad de tiempo y lugar, en Colombia estábamos enfrascados en decidir si la actuación era una profesión honorable o un oficio de gente rastrera y amoral. “En ese tiempo existía el prejuicio entre la gente de que los ‘cómicos’, como se les llamaba a los actores y actrices, eran personas muy poco honestas, y que por el solo hecho de presentarse profesionalmente en un escenario y, por afinidad, en una película, era muy mal mirado”, recordaba Pedro Moreno Garzón en una entrevista. A última hora, para el papel de Aura tuvieron que recurrir a la hija de unos extranjeros, Isabel Von Walden, quien por su condición carecía de prejuicios y moralina contra el cine. Para el personaje del innominado protagonista también sufrieron sus escollos, hasta que dieron con Roberto Estrada Vergara, “joven de aspecto agradable, distinguido, ‘durito’ de actuar como una piedra, debido a su falta de experiencia de actor, falla que compartía con su compañera, aunque para ambos el resultado final fue bastante satisfactorio”.

Aparte de su aspecto agradable, Roberto Estrada tenía buena estatura, sonrisa reluciente, ojos expresivos y facilidad para relacionarse con las mujeres. Era buen jinete y juerguista y pendenciero cuando lo exigía el argumento. Él mismo contó en una entrevista para Cromos la manera un tanto improvisada en que se topó con su carrera como actor: “Yo tenía un almacén de tabacos, con escasa pero escogida clientela. Alguien me dijo que debería poner un expendio de boletas para el Olympia. Una noche cerca al Bulevard (posible avenida Colón) regresaba yo de dar un paseo por el Parque de la Independencia con Eustasio Díaz, cuando nos encontramos con Moreno Garzón, el secretario de la compañía Di Doménico. ¡Usted es el hombre!, me dijo. Y sin dejarme hablar de las boletas para mi tienda de tabacos me propuso el contrato para mi primera película. Aura o las violetas fue mi debut”.

Los Di Doménico eran una familia italiana con amplia experiencia en el rodaje de noticieros y documentales, veteranos de la distribución y la exhibición de cintas, y como si fuera poco, creadores de Sicla (Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana), además de dueños de teatros en varias ciudades de Colombia, como el mítico Olympia de Bogotá. De Aura o las violetas solo se conservan dieciocho minutos de casi dos horas de metraje. Para su producción se adecuaron los patios traseros del Olympia, donde construyeron parte de las escenografías y las viviendas de los dos protagonistas, se recreó el ambiente de familias de clase media alta bogotanas, con sus muebles, decorados y papel de colgadura en las paredes, iluminadas con luz solar a falta de mejores fuentes.

Fotogramas de El amor, el deber y el crimen. Productora Invasión Cine.

La película se benefició de la fama de Vargas Vila, aunque no faltó la espectadora insatisfecha que le escribió directamente a su protagonista para echarle en cara la falta de cojones de su personaje y su desaliño: “Después del estreno de Aura, recibí un anónimo de mujer, que decía: ‘Me he decepcionado completamente de usted. Un hombre de calzones no se suicida con la mano izquierda ni en pijama. ¡Tan cochino!’”.

Pero llegó el momento en que la sombra de Vargas Vila se convirtió en un problema. Enterado de los enormes dividendos que estaba dejando en taquilla, regresó a Colombia después de casi treinta años de ausencia para ponerse al frente de un proceso legal. En una entrevista con el poeta Rafael Maya expuso sus razones: “Acabo de nombrar apoderado en Bogotá a Antonio José Restrepo para que haga valer mis derechos. Yo no soy una viuda pobre para que una empresa cinematográfica me robe. Sí, señor, porque eso es un robo. Yo sé que los señores Di Doménico hermanos han explotado mi obra escandalosamente. Ya veremos”.

Los hermanos Di Doménico debieron llegar a algún arreglo con el escritor pues un mes y medio más tarde, desde Cuba, hizo gala de una nueva locuacidad: “Aura o las Violetas acaba de filmarse en Bogotá. Se comenzó por hacer sin mi autorización. Se terminó, y entonces llegué. Se pusieron de acuerdo conmigo y solo por el permiso pagaron un millón de dólares”. La verbosidad del escritor no era solo literaria, pues, aunque el dólar y el peso colombiano en esos años se cotizaban a la par, la cifra con la cual fantaseaba Vargas Vila era inviable. Ese era el valor total aproximado de la empresa Di Doménico. Tiempo después, Vargas Vila volvió a Colombia, atraído por el deseo de ver en película su novela”, y en una rueda de prensa respondió al interrogante sobre su historia en la pantalla: “Muy bien la película. Está tan bien tomada que hace llorar como la obra”.

Galán de reparto

En Como los muertos, Roberto Estrada es Alfredo, un estudiante de medicina, primo del protagonista. La película, siguiendo la tónica de María y Aura o las violetas, es una adaptación de una obra teatral del mismo nombre, escrita por Antonio Álvarez Lleras, el más importante dramaturgo nacional del momento. Para la producción, los Di Doménico construyeron los que pueden ser considerados los primeros estudios cinematográficos del país. Así lo recordaba su director Pedro Moreno Garzón: “Era un estudio cubierto de vidrios para aprovechar la luz del sol, pero al mismo tiempo varios reflectores alemanes marca Age suplían las necesidades de iluminación; una copiadora automática inglesa, un gabinete de fotografía, un salón de proyecciones y otros elementos complementaban el equipo técnico. Y, además, camerinos para los actores, sección de maquillaje y vestuario…”.

Aun así, la película es bastante floja en su lenguaje cinematográfico, en especial en el uso de las fuentes de iluminación, que se nota rudimentaria, aunque hay que abonarle los rodajes en exteriores y una buena secuencia de acción en la persecución de la campesina enferma de lepra. Sobre el aspecto técnico se refirió su director: “El defecto principal de esta película fue el juego de los reflectores de sol, que en veces es demasiado notorio [sic]”. En resumen, se narran dos hechos pasados a partir de la técnica del flashback: la historia de la hija de un campesino que es llevada al leprosorio, y la de Ricardo, un joven poeta que desapareció sin dejar rastro. Por escasez de metraje es poco lo que se puede decir de Como los muertos, salvo que se ve un mejor manejo de encuadres, planos y cámara que en Aura o las violetas, y que en esos fragmentos las actuaciones son más desenvueltas y menos teatrales.

Del mismo año es Conquistadores de almas, película desaparecida y de la que solamente sobreviven tres o cuatro fotogramas, y la publicidad en la prensa de la época. La película, como las obras anteriores, está basada en la obra preexistente de Ramón Rosales, que en su momento fue prohibida por sus ácidos comentarios sobre la sociedad colombiana y sus dirigentes. Según su argumento y testimonios de algunos espectadores que la vieron, la película tenía un fuerte trasfondo social y un señalamiento directo al contexto feudal en que todavía se desenvolvían las relaciones en el campo colombiano. En esta producción Roberto Estrada es Berna, un jornalero de una finca cañera que sostiene amores con la campesina Lola, la actriz Teresita Nieto, quien también es pretendida por el patrón, don Enrique, el actor checo Frank Turek. Sobre su participación en esta película, Roberto Estrada recordaba en una entrevista: “En Conquistadores de almas, me tocó el papel de peón. El Berna, como dice el autor. Y en el ingenio de San Antonio, donde fuimos a filmar, los campesinos saludaban atentamente a los demás actores, pero a mí me miraban de reojo, tal vez porque llevaba traje de peón”. La película, una vez estrenada, pasó fugazmente por la cartelera, es posible que la ocultara la censura que pesaba sobre la obra teatral.

Con el corazón roto

El amor, el deber y el crimen es la más moderna y, a la vez, la más redonda de las películas colombianas de los años veinte. Está basada en un texto de Heliodoro González Coutin, y de su metraje se conservan 28 minutos. Después de tres largometrajes rodados por la dupla Moreno Garzón y Vincenzo Di Doménico, se notaba una evolución en el lenguaje y las actuaciones, seguramente contagiadas por la presencia de la bella actriz italiana Lyda Restivo, conocida como Mara Meba, que tenía una trayectoria interesante en su país. Se estaba conformando un equipo artístico y técnico con más experticia y carretera. Así lo recordaba Moreno Garzón: “Puede decirse que ya se cuenta con cinco o seis que forman una buena base para la constitución de una ‘troupe’ cinematográfica completa: Cerón, Burgos, Benincore, etc.”; y junto a ellos “Estrada, joven de condiciones inmejorables para el arte de la pantalla”, todos reconocidos por el público de entonces. En El amor, el deber y el crimen Roberto Estrada es el pintor Pepe Retana, que se enamora de Lyda de Casablanca, quien está comprometida con el personaje de un rico comerciante interpretado por el actor Roberto Burgos.

Fotograma El amor, el deber y el crimen. Productora Invasión Cine.

La película es recordada por la apasionada escena entre Lyda de Casablanca y Pepe Retana en el estudio del pintor, y por ser la primera vez que en Colombia se ponía en escena un asesinato. A esto se le sumaba no tener un argumento costumbrista que solo aspiraba a mostrar “bambucos y alpargatas”, como anotaba un cronista de la época. El público fue indiferente a pesar de ser una película novedosa, que prescindió de los intertítulos e incorporó una cámara dinámica, el uso de los viajes por la ciudad como motor de la acción, una notable utilización de los primeros planos, sobre todo en las secuencias del carnaval, y bellas tomas tanto en exteriores como en interiores. Lo mejor de la película es, sin ninguna duda, la actuación de Mara Meba, desenvuelta y sensual, con una gestualidad propia del cine, y un cuerpo gozoso y torneado debajo del vestido de seda, estremecido por el fox, el charlestón, y todas las pasiones habidas y por haber. Camina sola y desenfadada hacia su trabajo, acepta el acercamiento de un hombre extraño en la calle, es eficaz en sus labores y se defiende del acoso de un compañero de trabajo, visita la casa de su pretendiente y asiste con él, sin chaperona, a los carnavales.

La ciudad luce más moderna en su arquitectura y sus costumbres en pleno siglo XX: finas tomas del Parque de la Independencia, del edificio de Bellas Artes, de los automóviles y los teléfonos. La filmación en exteriores desde un segundo piso, donde se ven los protagonistas desfilando entre la multitud urbana, disfraces, serpentinas y comparsas; la toma desde la ventana trasera de un auto que deja ver las imágenes de la calle; y la acertada escenografía, vestuario y fotografía son algunas de las virtudes de esta película. Roberto Estrada estaba en su mejor momento, correcto ante la cámara, asediado y sonriente con las mujeres, encarador y decidido frente a sus adversarios, tiene su instante de clímax cuando acepta el desafío de su contrincante, se baja del auto, lo golpea y lo deja tirado en el piso. Los gestos y la coquetería de Mara Meba en ese instante son sublimes y armonizan a la perfección con unos encuadres bien iluminados. Al respecto de su trabajo en esta producción la actriz dijo: “Sobre todo, tiene escenas dramáticas de primera fuerza. Será un gran éxito, se lo aseguro a usted”. (Suena el teléfono, ella contesta, habla y cuelga). “Es Moreno Garzón. Dice que mañana haremos una escena en la calle. No sabe usted cómo aborrezco esas escenas. El público aquí es muy necio. Sobre todo, los chiquillos”.

Afirmaba el cineasta Luis Ospina que Colombia era un país sin galanes, pues a todos los hemos matado, desde el comunero José Antonio, pasando por el candidato Luis Carlos, y finalizando con Pepe Retana en El amor, el deber y el crimen, donde es asesinado en lo que parecen los alrededores del Cementerio Central. Fue la cuarta película de la dupla Moreno Garzón y Vincenzo Di Doménico, y lamentablemente la última, y debido a la falta de continuidad se perdieron los avances conseguidos a lo largo de la década. A esto se sumó la perniciosa presencia de Cine Colombia, empresa creada en 1927, que se encargó de comprar y cerrar los laboratorios existentes en todo el país, ya que su negocio era la distribución y la exhibición, y no la producción. Álvaro Concha Henao, en su Historia social del cine en Colombia, lo resume bien: “Se había perdido el capital, la continuidad y con ella las incipientes habilidades adquiridas. El país no pasó de las primeras letras (…) La desbordante competencia norteamericana y los problemas causados por la depresión del veintinueve se encargaron de clavar la puntilla en la cerviz de algún desavisado”.

Un fantasma con mucho encanto

Casi cien años después de caer abaleado en El amor, el deber y el crimen, Roberto Estrada Vergara regresó a las pantallas en Mudos testigos (2023), de la mano del fallecido Luis Ospina y del cineasta y escritor Jerónimo Atehortúa. Película collage de corte vanguardista, muy en el estilo del legendario cineasta caleño, con interesantes aportes de su codirector, quien fue el encargado de terminarla y darle el toque final. La película se armó con fragmentos de las tres películas existentes en las que participó Roberto Estrada, a las que se le agregaron pedazos de otras producciones colombianas de la misma época: Garras de oro (1927), El Valle del Cauca y su progreso (1926), Bajo el cielo antioqueño (1924), La tragedia del silencio (1923), Alma provinciana (1926), Madre (1925), María (1922).

La película se divide en tres partes, las dos primeras conservando la narrativa de las películas de las que toman sus protagonistas y su principal línea argumental: los amores prohibidos de Efraín y Alicia, con el mismo final trágico de Aura o las violetas y El amor, el deber y el crimen. Pero es en el tercer capítulo donde se emancipa su argumento y su forma, donde el espíritu de la película toma otro rumbo y se interna en una deriva existencial que no estaba en ninguna de las obras preexistentes. De algún modo libera a estas producciones, novelas y películas de su destino lloricón y necrofílico, y les insufla un aire moderno, emparentado con autores contemporáneos como el Wim Wenders de París, Texas o el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes.

Efraín y Alicia huyen hacia el Casanare, como los protagonistas de La Vorágine, hasta perderse en una suerte de laberinto, en un viaje más interior que finaliza con Efraín y Alicia deambulando en la selva amazónica. La errancia, el azar, el viaje como aventura, sin metas, sin mapas, sin normas. Mudos testigos es la nostálgica representación de una época, un homenaje a nuestros pioneros, una muestra genial del uso de los archivos, pero es, ante todo, un acto de fructífera profanación de nuestro pasado cinematográfico, una “llave de entrada a nuevos terrenos”.

Roberto Estrada, al igual que Arturo Cova de La Vorágine, al que se lo “devoró la selva”, desapareció de nuestra Historia sin fecha de nacimiento ni de muerte, pero dejó una huella imborrable en nuestro cine y rebasó su condición de hombre anclado a una época, para convertirse en la primera estrella del cine colombiano.

Fotograma de Aura o las violetas. Productora Invasión Cine.