Archivo restaurado

Universo Centro 023
Mayo 2011

iu es ei

Por Daniel Pacheco.
Ilustración www.coste.me

Tanto frente a la Casa Blanca, que queda muy cerca de la universidad George Washington, como en la Zona Cero, próxima a la Universidad de Nueva York, los embriagados gritos de las siglas del imperio – “¡iu! ¡es! ¡ei!, ¡iu! ¡es! ¡ei!”– venían de jóvenes que crecieron en medio de la trama del 11 de septiembre. Pasaron casi diez años hasta que dieron con Osama.

Los estadounidenses entienden su vida nacional como una pequeña historia del mundo; con héroes, villanos, amenazas, y siempre reivindicación. En el devenir americano (para los americanos) están en juego los valores supremos de la humanidad y la continuidad de la civilización como la conocemos. Cada generación escribe para sí misma un capítulo en esta saga, para darse un lugar, para revitalizar el legado de excepcionalidad en ese largo libro de la libertad y la justicia, by the United States of America.

Empieza con la derrota al colonialismo inglés, sigue con la derrota al fascismo alemán y al comunismo soviético, se empantana en el sur de Asia, pero no importa porque retoman el sendero victorioso con Saddam Hussein.

Pero entrado en los noventas se perdió el hilo narrativo de una generación entre pequeños conflictos, en países pequeños y difíciles de pronunciar, donde nadie estaba seguro de a quién estaban matando, y más aún, quiénes eran los suyos muriendo. Soldados profesionales, uno aquí, un par allá, diluidos entre 300 millones de ciudadanos cada vez más desentendidos de la tradición de su nación.

Entonces, del cielo cayó la nueva historia. El 11 de septiembre, dos aviones comerciales piloteados por terroristas derribaron las torres gemelas de Nueva York, otro desportilló el Pentágono, y el cuarto se estrelló en un bosque, según el cuento, gracias a un grupo heroico de pasajeros que logró evitar las intenciones terroristas. Fue sin ninguna duda el mayor ataque de una fuerza extranjera al territorio estadounidense.

Leon Weisielter, editor de The New Republic, una revista política de Washington, recuerda en un artículo reciente sobre la muerte de Osama la sensación después del 9/11.

“El aislamiento americano había sido deshecho. Fue uno de esos momentos –nuestra fuerte y afortunada historia nos ha librado de muchas tales epifanías– cuando uno reconoce otra vez que el país de uno, este país, importa…”

Epifanía para el curtido Weisielter de casi 60 años, trauma para los niños de doce. El silencio de sus padres aterrados frente a los televisores, el miedo paranoico que desde entonces se aferra a los lugares públicos. La sensación de nunca poder estar seguro en una nación que más se preocupa (y gasta) por estar segura.

La culpa del terror en este caso es para un villano: Osama bin Laden. En la historia los hay y habrá peores, pero Osama era especial en el sentido que se llevaba todos los créditos. La responsabilidad última de la afrenta no la tenía un país, ni una religión, ni un territorio, sino un tipo con barba y su cuadrilla suicida. Enmarcado de esa forma, la única forma de resolver la trama del 9/11 era matando al villano.

Por eso, aunque no mostraron la foto de su cadáver, el gobierno y los medios se aseguraron de complementar la hazaña militar con el asesinato del personaje. “Drogado con heroína y sapeado por su esposa… Los últimos minutos de Osama bin Laden”, tituló el periódico amarillista National Enquirer. “‘¡No soy yo!’…”, se lee en el lead del artículo, “…Llorando como un bebé, el loco de Al Qaeda Osama bin Laden murió cobardemente mientras intentaba convencer a los soldados americanos de que era el hombre incorrecto”. La victoria final vino cuando incluso Osama se niega a sí mismo.

La contundencia de este desenlace como una victoria de todo el país se consolidó rápidamente. En la mañana del lunes, Rush Limbaugh, el locutor de radio de extrema derecha más crítico del gobierno demócrata, abrió su programa diciendo “Le doy gracias a Dios por darnos al presidente Obama.” Ese tipo de palabras, viniendo de un hombre que sostiene parte de su audiencia de 20 millones de personas por ser un intérprete de la obra de Dios en la tierra y en la política, fueron un testimonio sagrado para sellar la victoria. Por un momento, incluso las barreras ideológicas más fuertes en un país polarizado cedieron para hacer posible un punto final consensuado a la historia del 9/11.

“Se hizo justicia”, declaró un Obama sobrio ante la nación, luego de explicar que los restos de Osama reposaban en el lecho del mar. De nuevo, Estados Unidos triunfaba ante los retos que la historia le ponía por delante. Por encima de todos los obstáculos, al final del cuento el país recuperó ese lugar supremo e invencible en el mundo. Así se cuenta la historia de Osama bin Laden en las entrañas de Estados Unidos.