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Un aroma sin café

—

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografías de Ricardo Cruz

El paisaje comienza a iluminarse cuando el reloj cruza el umbral de las 5:30 de la mañana. El murmullo de las quebradas La Nigua y La Arabia, que pasan por los costados de la hacienda El Banco, la finca cafetera más grande de Venecia, acompaña la bruma que se disipa.

Los recolectores surgen de los caminos veredales con sus botas de caucho de veinticinco mil pesos, de esas que se compran en la ferretería de los hermanos Pérez Restrepo. Llevan bolsas de plástico con las que se cubren el torso; guantes, gorras, sombreros y camisas o camisetas de mangas largas para emprender una jornada que se antoja difícil, pues hubo aguacero la noche anterior, por disposición de La Niña.

Otros llegan en el carro de Jorge que sube desde la cabecera del pueblo a las 4:50 de la mañana y va recogiendo trabajadores por todo ese camino de estrechuras, barro y piedras que conecta a las veredas Villa Luz, La Sucia, Villa Silva, La Loma y La Arabia.

El Banco, hacienda de más de cien años, de 207 cuadras y con más de ochocientos mil árboles de café, queda en La Arabia, aunque antes, según cuentan los historiadores, pertenecía a La Loma. Fue fundada por Emilio Upegui, pero ahora le pertenece a un terrateniente llamado Óscar Díez, del que poco se sabe o se habla, como si estuviera prohibido saber o hablar del señor. Los decires es que es dueño de cuatro fincas grandes en Fredonia, de otras tres en Betania: El Balcón, La Linda y Las Mercedes; y en Venecia, de El Banco, El Jordán, La Estrella y El Bosque.

Hay personas que lo han visto tomando tinto en al atrio de la iglesia de Venecia, y otras que lo han visto pasar a caballo por las calles de Fredonia. Se apuran a comentar, incluso, que tiene muchas más fincas, en Salgar, en Andes, en Támesis, y que ni siquiera los narcos se meten con él. Una especie de mito, quizás, o un moderno Jaime Builes, ese excéntrico personaje que narra Germán Castro Caycedo en su aclamado libro La Bruja.

La hacienda El Banco es administrada por Enrique y su esposa Beatriz. Viven con la hija, el yerno, una sobrina y dos nietas que corretean sin dios ni ley por los corredores, los graneros y los pastizales de la finca, a la que llegaron hace más de veinte años, y en la que encontraron, esculcando un zarzo, una página de El Colombiano de 1914 en la que se consignaban noticias sobre la Primera Guerra Mundial, el presidente electo José Vicente Concha y la muerte del poeta Enrique Álvarez, autor de La carcajada del diablo.

“Te moriste Enrique, y hace tiempo”, bromeó Beatriz cuando encontraron aquella histórica página del diario antioqueño.

Don Enrique, mayordomo de la finca El Banco.

Beatriz siempre está de buen humor, sin importar la hora del día o la carga del trabajo. Se la pasa en la cocina, día y noche, preparando tragos, desayunos y comidas para todo el día. A veces sale al corredor principal para advertir a las nietas, no vaya a ser que se metan en el corral de las mulas. Pero las niñas siempre están detrás de la cola de Rupertini, una chandita con los dientes torcidos, siempre atento a los sapos y a otros animalitos de monte.

El carro de Jorge llega cuando van siendo las seis de la mañana. Changa y Ramiro esperan frente a la finca, sentados en una piedra fumando cigarrillo, echando chistes y contándose cuitas. Saludan a los demás con gestos y monosílabos y luego se atalajan sus ropas y sus botas para comenzar el ascenso hasta los cafetales. Antes de eso, entre chistes, Changa le suelta a Ramiro que, quizás, desde enero dejará de ser recolector de café y se volverá albañil, para seguir los pasos del gran Pascual Acevedo, el maestro de obra más famoso de Venecia, y a quien se le atribuyen el veinte por ciento de las casas y edificios actualmente construidos en el pueblo.

En el carro, una camioneta blanca cuatro por cuatro, llegan cinco trabajadores. Todos se tiran y cogen puesto en el corredor principal de la casa, a la espera de que la señora Beatriz les prepare los primeros tragos, un tinto negro sin azúcar o un vaso de aguapanela caliente.

Ella les cuenta la historia de la página de El Colombiano y de la noticia del poeta muerto, al que compara con su Enrique, y todos se echan a reír. Enrique no se inmuta, ya está acostumbrado, y los llama desde el cuarto de las herramientas para tomarles la temperatura y repartirles los baldes, los costales y los tapabocas.

—Ojo con ese covid, que hasta ahora nadie se ha enfermado en El Banco —les dice.

Entonces las charlas se apagan y los recolectores, unos treinta entre los que solo se cuentan tres mujeres, comienzan a trepar la montaña en busca de las hileras de matas, ubicadas a más de 1800 metros sobre el nivel del mar. Más arriba, cuando apenas van quince minutos de caminata, aparecen otros veinte recolectores, ataviados con botas, machetes y pantalones largos.

Tras ellos, empiezan a aparecer perros matorraleros venidos desde quién sabe dónde; cojos, muecos, bizcos, sucios y hambrientos, que corren tras los jornaleros ladrando, chillando y meneando la cola, parando en cada barranco con la lengua afuera y los ojos serenos sobre sus amos de ocasión.

Se saludan con gritos y silbidos, y la marcha continúa en medio de ese escenario brumoso y el olor a tierra mojada. Todavía la selva, a pesar de los largos tajos de café que la han ido invadiendo por años, parece querer rebelarse y advierte de su fuerza con ventiscas que arrastran ramas y hojas que caen desde los copos de árboles gigantescos, apostados allí desde los tiempos de titiribíes y sinifanaes. Pero, también el café ha germinado por décadas en esas laderas.

***

Venecia se descubrió tarde, como tantos otros pueblos del suroeste antioqueño. Solo hubo un expedicionario que se aventuró a subir por esas lomas, pero le dio paludismo y murió, y entonces nadie volvió a pasar. Los demás, entre ellos Jorge Robledo, se metían por Fredonia y Amagá, dejándose llevar por la cuenca de la Sinifaná hasta los caminos que los llevaran a Medellín.

Fue hasta 1830, cuando fundaron a Fredonia, que comenzaron a llegar los primeros colonos por Cerro Bravo, y se instalaron en una zona que por mucho tiempo se llamó Guaisito, por la gente de Guarne que había llegado en esa caravana. En 1888, los colonos poblaron Vende Agujal, que ya no existe, y El Ventiadero, con lo cual comenzó a configurarse el caserío de Venecia. En ese entonces, en vez de café, había cañaduzales. En ese mismo año se fundó La Amalia, la que por muchos años fue la finca cafetera más grande de Antioquia, compitiendo únicamente con El Amparo, de Fredonia.

En esos tiempos se entregaban las tierras baldías a personas que las pudieran hacer progresar, y las de Venecia y Fredonia se las entregaron a los descendientes de los presidentes Mariano Ospina Pérez y José Ignacio de Márquez. A esas familias se les dio concesión para sembrar café en las fincas El Amparo, La Amalia y La India.

Se permitió, también, el cultivo de pasto para los animales y de pancoger para alimentar a los colonos. Así comenzó a crecer el pequeño pueblo, que durante muchos años estuvo dividido entre Amagá, Titiribí y Fredonia. Los cultivos de café llegaron a ser tan grandes que los dueños de las fincas crearon unas fichas para que sus trabajadores pudieran ir al pueblo a mercar o a comprar herramientas, mientras se vendía el producido. Esas fichas se volvieron famosas en todo el suroeste, y con ellas se pagaban cuentas en cantinas y en casas de prostitutas. Las fincas tenían entre cuatrocientos y quinientos trabajadores, todos recolectando el grano del progreso.

De La Amalia y El Amparo salían mulas con rumbo a Buenaventura, puerto desde el que se exportaba el café hasta Nueva York y Ámsterdam. La plata abundaba gracias al café, y gracias al café, por fin, a Venecia se le concedió la condición de municipio en 1909.

Antes de eso, en 1902, se construyó la parroquia de Santa Teresita. El cura Germán Aguilar llegó de Titiribí en 1898, hastiado del oro y los mineros de El Zancudo. Llegó al pueblo a lomo de mula y, tras observar la abundancia de café y el progreso irrefrenable del caserío, decidió fundar una parroquia. La hizo en un pequeño parque, junto al asilo, donde, según él, se le apareció la imagen de la Virgen Inmaculada. El cura aquel trató de fundar el pueblo alrededor de esa parroquia y en la parte de lo que hoy es el barrio El Socorro, pero como no había agua cerca, tuvo que subir un poco más, hasta un terreno que era del señor Tomás Chaverra, quien lo cedió para la construcción de la capilla central, y entonces ahí sí, se fundó Venecia. Luego, el mismo señor Chaverra comenzó a vender pequeñas parcelaciones a los colonos, quienes construyeron sus casas con sus balcones y sus solares, alrededor de la capilla.

Entre tanto, en 1905, La Amalia se quedaba sin patrón, pero a cambio encontraba a una patrona, Amalia Madriñán, considerada una de las grandes empresarias de Colombia. Amalia era una guatemalteca de padres payaneses. Casada con José Ignacio Gregorio de Márquez, uno de los herederos de José Ignacio de Márquez Barreto, presidente ministerial de la República de la Nueva Granada desde abril 1837 hasta el mismo mes de 1841.

Inauguraron la finca en 1888 y comenzaron a sembrar café. Pero José Ignacio Gregorio falleció en 1905, y Amalia tuvo que lidiar con los interminables cultivos del grano, y con los cientos de trabajadores. Mientras tuvo fuerzas, la señora mantuvo activa la finca, mejoró las exportaciones e hizo que Venecia progresara y se convirtiera en uno de los pueblos más cafeteros de Colombia. Durante esos años, también, se fundó la finca El Banco, en La Arabia.

El oro rojo abundó en Venecia hasta finales de los años ochenta. Las matas crecían, incluso, en las cercanías del atrio de la iglesia, por la calle Bolívar, por la calle del comercio y hasta en los jardines de las grandes casonas de los Alzate, los Restrepo, los Escobar, los Vásquez y los Giraldo.

Dos motivos acabaron con ese añejo idilio, la creación del Incora, Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, en 1961, y el narcotráfico.

—Antes, el café no tocaba al cafetero. Se cogía, entraba a una tolva, de ahí a los secaderos y rumbo a los costales. Todo antes del Incora. Pero cuando incoraron las fincas, muchos de los dueños del café, apenas vieron la oportunidad de vender, vendieron, y así llegaron los narcos —cuenta Jaime Alberto Zapata, médico e historiador, autor de la monografía del municipio en sus cien años, cumplidos en 2009.

El Incora se creó a partir la Ley 135 de 1961, sobre la Reforma Agraria adscrita al Ministerio de Agricultura. Supuestamente, estaba encargado de “promover el acceso a la propiedad rural y su ordenamiento social, ambiental y cultural para propiciar el desarrollo productivo sostenible de la economía campesina, indígena y negra…”.

Pero finalmente, lo que hizo fue acabar con el pequeño caficultor, que no tenía cómo cumplir con los reglamentos y tecnificaciones pedidas por la entidad, y por eso muchos cultivos pasaron a manos de grandes propietarios, dejando a los pequeños productores con una hectárea o una hectárea y media, parcelación que no alcanzaba para sobrevivir.

—Cuando la época de la violencia partidista, la gente se desplazó. Luego, mucha gente se cambió a otros productos, pero desde que se creó el Incora, muchos vendieron y todo se volvió finca de recreo. De Cerro Tusa hacia el pueblo, y luego hacia arriba, hacia La Arabia, son puras fincas de recreo. De Cerro Tusa hacia el Cauca, fincas ganaderas y de cítricos. El café queda hacia La Mina, un poco hacia La Arabia y en La Amalia —añade el médico Zapata, quien en sus ratos libres pinta cuadros costumbristas, muchos de ellos sobre la cultura del café.

***

Una bandada de pájaros pasa volando sobre las cabezas de los chapoleros cuando empiezan a acercarse a las primeras hileras de palos de café que conforman apenas un pedazo del lote de 207 hectáreas de El Banco. Si acaso, un retazo agujereado de lo que fueran las fincas del pasado, allí donde creció la semilla de Venecia, pueblo atrapado, dice la gente, en la boca de un volcán gigante, que aparenta estar dormido y que, en ciertas ocasiones, ronca tan fuerte que hace mover la tierra y desbocar las vacas.

El hombre que marca el paso, Fredy Granda, atisba el cielo afilando la vista con la mano derecha y dice:

—Son pechirrojos, abundan por aquí.

—¿Seguro son pechirrojos? —pregunta una de las mujeres del grupo, Angie, tolimense de dieciocho años, y entonces el hombre vuelve a atisbar el cielo, aguzando aún más la mirada.

—Puede que sí mi señora, hay que esperar a que canten.

Entre los matorrales comienzan a aparecer otros recolectores, campesinos y chapoleras vestidos con pantalones viejos y sudaderas, botas de caucho o tenis con doble media para evitar las mordeduras de gusanos o serpientes.

—Yo sí le digo una cosa, que lo pique a uno un gusano es apenas un corrientazo, un despertador, un tintico, pero otra cosa es que lo pique a uno una culebra, Dios me libre —dice Gustavo, un joven de veintitrés años, nacido y criado en La Arabia, y quien sueña con cantar rap en la televisión y en la radio.

Gustavo quiere comprarse una moto para viajar a Medellín a buscar oportunidades para su arte, pero este año, por la pandemia y La Niña, la cosecha no está tan buena, y están pagando el kilo a quinientos pesos, muy poquito para sus aspiraciones.

—Pero por más que sea pobre, le digo a mi mamá, jamás se preocupe, por mi bienestar. Yo tengo cabeza, y tengo corazón, y nunca con los narcos, tendrá de mi razón —rima el joven, arrancando sonrisas y aplausos de sus compañeros de jornal.

Pero el trasfondo del rapeo de Gustavo dice más de lo que se puede escuchar. Habla de un terror que se ha afincado en el pueblo. Un terror con olor a cocaína, a pólvora.

Desde finales de los años sesenta del siglo pasado, en Venecia comenzaron a ganar fuerza mitos sobrenaturales como “El gritón”, “El funeral” y “las ánimas del purgatorio”. Desde el río Cauca hasta Cerro Tusa, y yendo más allá, hasta La Loma o La Mina, los pobladores no podían salir de noche por miedo a esos temibles espantos, que no eran más que inventos de los contrabandistas de tabaco y licor, quienes, a partir de puestas en escena macabras, al mejor estilo del Grand Guignol, despejaban los caminos para pasar sus ilegales mercancías.

Antes de cruzar, los contrabandistas enviaban una avanzada con hombres vestidos de negro, a veces llevando un ataúd vacío al que rodeaban con velas, y otras gritando dolorosamente, como almas en pena, a través de esos caminos empedrados y oscurecidos por los matorrales.

Los campesinos, aterrados, se acurrucaban en sus casas o se metían entre las cobijas a elevar oraciones a Cristo y a la Virgen María, y limitaban sus jornales hasta las cinco de la tarde para no toparse con los fantasmas.

Unos veinte años después, en el apogeo del Cartel de Medellín, ya no eran visitantes del más allá los que deambulaban por los caminos de Venecia, sino hombres armados y en motos DT o camperos Mitsubishi, rumbo a sus fincas con saunas, piscinas, canchas de fútbol y galleras. Causaban terror entre los habitantes de Venecia, quienes empezaron a dejar el pueblo.

Cientos de fincas fueron compradas o robadas por Pablo Escobar y su séquito de sicarios a lo largo de todo el suroeste, siendo las más apreciadas las de Venecia, Fredonia, Támesis y La Pintada. En 1992, el Bloque de Búsqueda allanó cincuenta fincas del Cartel de Medellín en esos municipios, entre las que contaban La Quebradita, Mi Terruño, La Pitaya y Yuruparí, todas ellas a nombre de testaferros y colmadas de armas y caletas con dinero.

Pero esos demonios también fueron reemplazados por otros. En abril de 1993, paramilitares desaparecieron a dos campesinos y colgaron a otro de un puente en el río Cauca, tras sacarlos a la fuerza de la finca La Marranera, en Fredonia. Ese mismo año, y en ese mismo pueblo, un grupo de hombres armados dinamitaron otra finca de propiedad del “capo de todos los capos”, en la cual se sosegaba, uno que otro fin de semana, su madre Hermilda Gaviria.

Persiguiendo a Pablo Escobar, entre Venecia y Bolombolo, se ahogó en el Cauca el mayor Orlando Riaño Vanegas, oficial perteneciente al Bloque de Búsqueda, también en ese fatídico 1993.

***

Hoy día, ese paraíso vecino de Fredonia y rodeado por majestuosos cerros, y que alguna vez produjo el tercer mejor café de Colombia, vive asolado por causa de la violencia engendrada en el narcotráfico. En donde antes se situaban las más grandes fincas cafeteras, como en La Loma, La Mina, La Arabia y La Amalia, hoy abundan las fincas de recreo, muchas de ellas de propiedad de narcos de combos delincuenciales como La Terraza y La Miel, adscritos a las nóminas de La Oficina y el Clan del Golfo.

El pasado septiembre, antes del inicio de la cosecha de café, y debido a esa violencia enquistada en Venecia, tres jóvenes fueron asesinados al parecer por disputas entre ollas de microtráfico, lo que generó zozobra entre los habitantes.

Julio César Restrepo, de la Cooperativa de Cafeteros de Venecia, recuerda que los tiempos nunca fueron así.

—Cuando yo era niño, las máximas aspiraciones de los jóvenes eran viajar a Medellín y comprarse unos tenis BK, Fila o Reebok, y todos cogíamos café con ese propósito, nada más. Pero cuando empezaron a llegar los narcos, los muchachos cambiaron. Veían esas motos, esos carros; veían esas fiestas con prostitutas y licores importados, y entonces dejaron de coger café y verse como campesinos, ya no les gustaba, ya querían tener la plata de los narcos. Muchos se fueron a trabajar a las fincas de los narcos, en lo que fuera, para al menos ver de lejos todos esos lujos. El café se fue quedando atrás.

Además, muchos de los dueños originales de las fincas se vieron acorralados por los malandros, que llegaban con maletines repletos de dinero y con pistolas cargadas en las manos, y era un asunto de “tómelo o muérase”, y claro, preferían tomar el dinero y salir corriendo para Medellín, a vivir de algún otro negocio.

Fue así como las grandes familias venecianas empezaron a alejarse del municipio. Las fincas cafeteras empezaron a ser remodeladas, los cultivos arrasados para, en su lugar, poner potreros, piscinas o canchas de fútbol. Los que se iban dejaban todo tirado, y los que se quedaban ya no querían recoger café. El municipio, poco a poco, perdió su fuerza cafetera y, del tercer puesto a nivel departamental pasó al 32.

***

Angie, la tolimense, también suele acariciar las matas y cantarles mientras recoge el café. Su apellido es Madrigal, como el bolero, y su esposo, Arquímedes Otavo, de veintitrés años, nació en Ortega, Tolima, uno de los nuevos pueblos cafeteros del país.

—Pero es que allá no hay cómo trabajar, porque hay mucho café y mucho venezolano recogiendo. Entonces nos vinimos para Antioquia, porque acá hay menos gente en los cafetales —explica la joven, madre de una pequeña, Ana Lucía, y en espera de otro bebé al que todavía no le escoge nombre.

Angie es una de las cinco chapoleras que recogen café en El Banco. Tiene esposo por obligación, no por amor, porque, según dice, es mejor pertenecerle a un hombre y no a todos.

—En los cafetales es complicado para las mujeres, y más si somos pocas. Uno se siente presa mientras avanza entre los tajos. Todos los hombres son mirando, insinuando cosas, y eso es muy maluco —dice la joven, quien cantándoles a las matas recoge hasta cuatrocientos kilos a la semana, mientras que su esposo recoge ochocientos.

—Con eso nos sostenemos tranquilamente, porque estamos ubicados en los cambuches, y los cambuches están solos, porque hay poquita gente. Ha habido momentos en los que en los cambuches toca dormir hasta dos y tres en una cama, pero este año, por la pandemia, hay cambuches donde solo se queda una persona —cuenta la joven.

Los dedos de Angie se hunden entre las ramas, encogiéndose y estirándose, los dedos se doblan y se cierran a toda velocidad, y los granos, rojos en su mayoría, caen sobre los baldes como granizo. Chapoleros y chapoleras vacían las ramas y siguen avanzando por los surcos guiados por La Bandera, mientras que atrás viene el patrón de tajo, quien revisa que sí se haya recogido todo el grano o, de lo contrario, algún recolector tendrá que devolverse a terminar el trabajo. Si el palo no es bien cogido, se seca y se vuelve pasilla.

En el grupo de trabajadores de El Banco hay cordobeses y medellinenses que escaparon de las cuarentenas en septiembre, y que mantienen la esperanza de ahorrar lo suficiente para volver a la ciudad sin las manos vacías.

—Llevo diez años aquí, en Venecia. Vine de Medellín. La verdad, acá en los cafetales, a veces, uno encuentra a gente que tuvo estudio, que se preparó, pero no encontró ninguna oportunidad, entonces se vienen a recoger, a ver si ganan algo, pero el cafetero con hambre no sabe recoger, se apresura mucho, entonces mete granos rojos y verdes, y por eso el quiliador, cuando hace las cuentas, les baja el precio y los deja mirando para el páramo —explica Fredy Granda, el guía.

Francisco Javier Mejía es dueño de una de esas parcelaciones que dejó la arremetida del narcotráfico. Apenas tiene una hectárea de las cinco que le habían heredado sus padres, Jaime y Luz María. Su finca, por así decirlo, queda en Villa Silvia, en la ruta hacia El Vergel y La Arabia, donde están la mayoría de fincas de recreo. Tiene 580 maticas, pero no le dan para vivir. Una sobrina, que vive en Medellín, le manda ayuda cada tanto.

—A esto hay que meterle plata en limpias, en fertilizante, y el quiliador se lleva la tercera parte, además, le pago seiscientos pesos a un sobrino por kilo. Encima hay que pagarle al cotero y esperar que no salga mucha pasilla —dice Francisco, de 55 años de edad.

—En los buenos tiempos, para uno vender un poquito de café, había que traer fiambre, porque las filas eran interminables. Eran cinco coteros y no daban abasto. Las escaleras, las mulas, todas parqueadas afuera con bultos de café. Y es que en Venecia había café hasta en el mismo pueblo, por donde uno miraba había matas de café, platanales, mangos, guayabas, naranjos, y así. Ya hoy no se ve nada de eso, los caficultores somos como fantasmas, poquitos, silenciosos —añade con más soltura el agricultor. Sin embargo, Francisco todavía insiste e insistirá en el café, aunque no dé nada.

***

En Antioquia es donde más familias viven de cultivar café en Colombia. Son 80 238 productores, de los 550 mil que tiene el país. En total, son 104 000 fincas que se extienden en 2685 veredas de 94 de los 125 municipios del departamento.

En la cosecha de octubre, la más grande del 2020, los caficultores antioqueños esperaban recoger el setenta por ciento de la producción del año, equivalente a 1 540 000 sacos de café. Para recoger este volumen, se han requerido 72 mil recolectores, de los cuales, 40 mil son foráneos. Según cálculos, la cosecha cafetera de Antioquia tendrá un valor de 1,2 billones de pesos este año.

Andes, Betania, Hispania, Ciudad Bolívar, Salgar, Betulia, Concordia, Caicedo, Fredonia, Santa Bárbara y Abejorral son los municipios de más alta producción. En ese selecto grupo estuvo alguna vez Venecia, que incluso llegó a ser centro de acopio de todo el suroeste.

Todo ha cambiado. Ahora no hay tanto café, ni quién recoja el poco que se produce. Los pocos campesinos que trabajan en los 406 predios que tiene el municipio pueden ganar quinientos pesos por cada kilo de café recogido, toca juntar al menos sesenta kilos para pasar el día y guardar unos pesos.

Eso sin contar con los quince mil diarios que hay que darle al garitero por las tres curvas: desayuno, almuerzo y comida. El garitero sube tres veces a la montaña, con una o dos mulas cargadas con cocas de frijoles con arroz, carne y huevo. También lleva mazamorra, limonada y aguadulce. Algunos recolectores prefieren ahorrarse dos de las tres comidas, y así menguar los gastos, y es que cualquier ahorro es necesario, sobre todo cuando se hace pacha, es decir, cuando se recoge café en familia.

Si la finca está pobre en café algunos recolectores se dedican a pajarear. Se van a otras fincas, recogen, y luego vuelven. Esa práctica no la admiten ciertos patrones, aunque, en realidad, ningún recolector está obligado a subir a la finca, simplemente aparece allí, recoge, cobra y se va. Pero este año, por la pandemia, pajarear no ha sido fácil. Las medidas de bioseguridad impuestas por la Secretaría de Salud Departamental han obligado a los finqueros a invertir millones de pesos en adecuar los cambuches para mantener a sus trabajadores en un cerco que impida brotes de covid-19. Además, la Gobernación habilitó Centros de Aislamiento Temporal (CAT), cada uno con 36 módulos habitacionales con cama y baños.

Regularmente, una vez por semana, o por mes, un equipo especial de la Seccional de Protección y Servicios Especiales de la Policía Nacional, compuesto por catorce personas, recorre las fincas grandes del suroeste, para evitar no solo que se esparza el virus, sino también para cuidar que no haya menores de edad trabajando.

Debido a todas esas medidas, al fenómeno de La Niña y a la larga historia de nuevos dueños y nuevos oficios, la recolección de café en Venecia es casi un cuento del pasado, una actividad pasada de moda, anacrónica como los mitos de La Llorona o El Mohán.

***

Pero si los recolectores son empleados de los fantasmas cafeteros, los coteros son especie en vía de extinción. Hace unos 62 años, Mario Cardona, el popular Mario Pipa, comenzó a trabajar como cotero en los acopios cafeteros de Venecia. Tenía doce almanaques encima y no sabía ni leer ni escribir. A fuerza de lucha hacía cuentas, las más fáciles, y con eso le bastó para conseguirse una chamba en la Federación de Cafeteros.

Coteaba y cargaba los carros, y se ganaba algunos centavos para ayudar a sus padres: María Fidelina Granados y Antonio Cardona, también analfabetas. Nació en La Arabia, lugar que ha marcado el hilo de esta historia. La finca de los padres se llamaba La Aurora y tenía unos cinco lotes de café. Los granos los recogían los padres y los hermanos, mientras que él iba a rebuscarse su propia plata en el pueblo.

Estudió hasta el tercer grado en la Escuela Veredal La Arabia, y no quiso seguir. Le gustaban los billetes, las monedas; le gustaba, sobre todo, el ruido que hacían dentro de los bolsillos de sus pantalones, o ese pequeño bulto que formaban en la billetera. Se sentía rico y, los fines de semana, se soslayaba en su riqueza.

—Siempre me ha gustado el aguardiente y la cerveza, desde pequeño, pero no mucho. Tres tintos con guaro por la mañana y unas cuatro cervezas por la tarde, nada más —cuenta Mario, ya con 74 octubres en su espalda, y quien se precia de ser el último cotero de Venecia.

Le tocó la buena época a Mario, la época en que le pagaban los almuerzos y le daban aguinaldos de plata en los diciembres. La época en la que había tanto café que todo el pueblo olía a café, y entonces había que emborracharse para coger un olor distinto.

Eran los tiempos de Mario Correa, el mejor presidente, según dice, que llegó a tener la Federación. Se cargaban hasta cinco o seis buses escaleras con el grano, y eso era pura abundancia de plata, de comida, de mujeres. Y es que era tanto el trabajo que los patrones contrataban músicos para que amenizaran las cargas, y cuando ya iba entrando la tarde, hasta guaro repartían para que se olvidaran los dolores por el cansancio.

Otros de sus hermanos, Octavio y Ramón, también fueron coteros por mucho tiempo, pero ya lo dejaron. A Mario, que todavía sigue, invencible cargando bultos, le lleva el fiambre una de sus hermanas, uno apenas, porque el trabajo no es mucho.

—María se llama, y me trae hígado picado con huevo, arroz y arepa. Con eso tengo —afirma Mario, quien se gana 35 mil pesos, en los días buenos, pero hay otros en los que no llega ni a veinte mil.

Se monta al hombro quince bultos por día. Los caficultores le dan cuatrocientos pesos por empacada y mil por bulto cargado. Con eso se hace lo del diario y para los guaros con tinto.

Mario, que no necesita mucho para sobrevivir, todas las noches se acuesta y ora para que las fuerzas no lo abandonen al otro día, para que haya suficientes bultos que cargar, porque él con poquito se resuelve la vida: sus guaros, sus tintos, sus fiambres y un radiecito pequeño para escuchar guascas, sobre todo esa que habla de “esos ojitos que me hicieron suspirar”, y que tanto le recuerdan el pasado, ese pasado cargado de café, y de café cargado, que hizo grande a Venecia.

Etiquetas: Antioquia , café , Colombia , Mauricio López Rueda , Ricardo Cruz , Venecia

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