Día 7

Encuentros en la ruta

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA

Desde ahora, en los encuentros con amigos e incluso con desconocidos, podré decir, mientras me empujo las birras, que solo tres colombianos, en toda la historia del ciclismo, que supera por largo los cien años, “hemos levantado el Senza Fine”, uno de los santos griales del épico deporte del pedal. Sí, entre tragos y chanzas, pero sin mentir, podré vanagloriarme de que yo, un simple montañero de Colombia, como Nairo y Egan, tuve el Senza Fine en mis manos, lo levanté y lo besé, y que la única diferencia con los próceres de Boyacá y Cundinamarca es que no pude llevármelo a casa, aunque ganas no me faltaron.

Fue en la etapa de Sega di Ala en Los Dolomitas. En esa jornada en la que Egan se vio contra las cuerdas, atacado por Simon Yates, de lejos, como suele hacer el británico con cara de “ratón de campo”.

Yates animó la jauría, porque tras su rueda salieron Caruso, Almeida y el “irlandés loco”, Dan Martín, quien finalmente ganó la etapa, vaciándose de un estrés añejado, casi que fosilizado en su vientre, por meses y meses sin lucir en las grandes citas del ciclismo.

Vi el final de esa etapa a pie de carretera, frente a una quebrada, o torrente, palabra que suena más bonito. A mi lado estaban un grupo de italianos borrachos y un trío de ecuatorianos calenturientos, pidiéndoles los WhatsApp a las desparpajadas italianas de esas tierras del Trento.

Como los italianos, yo también estaba cargado de cerveza, pero, por algún milagro, no tenía ganas de orinar. Entonces me quedé ahí, esperando ver pasar a Egan adelante, y a su ángel Martínez, pero al que vi fue a Dan Martin, el enjuto sobrino de Stephen Roche, aquel que ganó Giro, Tour y Mundial en 1987.

—Come ti chiama colombiano?

—Mauricio, dalla stampa, molto piacere.

Me pasaron más cerveza, y cuadritos de un queso que sabía a caramelo. También me pasaron un trago de tequila, los ecuatorianos, locos por ligarse a alguna ragazza.

—Están muy buenas, muy pero muy buenas.

—Sí, todas acá son hermosas, y lo peor, para nosotros, es que lo hombres son más hermosos que ellas. No tenemos ninguna posibilidad —les dije.

Después de Martin, el ganador, pasaron Almeida, Yates y Caruso. Egan pasó remolcado, como carro varado, por Daniel Martínez quien le entregó al mundo una imagen inolvidable, guapeando en la subida y arengando a Egan para que no declinara. El de Zipaquirá iba con esos ojos de zombi, de autista concentrado, como si solo existieran él, su bicicleta y la carretera.

Quizás tampoco veía a Daniel, que no paraba de gritar: “Dale, dale, ya queda poco”. Sólo se dejaba llevar el hijo de Flor y Germán, el vendedor de rosas, el ciclomontañista invencible del sterrato, de Campo Felice.

De verdad, que ese día, Egan parecía un moribundo cuya alma peleaba por abandonar su cuerpo, y así subir ella sola esa cumbre interminable que, en año ya idos de la memoria, fuera coronada por Bartali, Coppi y otros héroes que parecen imaginarios.

Corrí como loco por el borde de la quebrada. Necesitaba llegar hasta la zona mixta para mi trabajo. Corrí entre la gente, entre los ciclistas, seguí corriendo hasta que ya no tenía frío, ni borrachera.

Vi a Egan hundido sobre su bicicleta, y a Yates caminando de un lado a otro, como indeciso de dónde pararse. “Here, here”, preguntó una y otra vez el británico, al que luego llevaron hasta la zona de examen antidopaje.

Egan también hizo fila en esa puerta, pero mucho más tarde, cuando la fiesta del podio y de los confetis ya se había terminado, y en esa larga loma solo quedaban borrachos y carros tirados en desorden.

Antes, mucho antes, pude entrevistar al Uno del Ineos, y de la carrera. Le puse el micrófono y le solté:

—Pasaste el día Egan, y es lo que importa.

—Sí, fue una jornada dura, Yates está muy fuerte. Debo agradecer lo hecho por Daniel Martínez, porque fue mi ángel de la guarda —dijo todavía sin aliento, ataviado de buso y chaquetilla.

Y entonces, en esas montañas lejanas de mi hogar, brilló el sol sobre mí. Parado allí, esperando que todo acabara para poder irme al hotel, apareció Tonina, la madre de Marco Pantani. Fue llevada al podio, con uno de sus nietos, y allí le entregaron una maglia rosa de recuerdo y una réplica exacta, en tamaño y peso, del trofeo Senza Fine.

Mientras ella lloraba recordando al Pirata, Egan esperaba en las escalas, suspirando, su turno para abrir la champaña.

Cuando ella bajó, él subió, y luego, ambos, coincidieron en la zona mixta. Tonina iba respondiendo las preguntas de los periodistas de izquierda a derecha, y Egan iba de derecha a izquierda. Se encontraron en la mitad, y los micrófonos se reunieron frente a sus bocas, como un enjambre de abejas sobre la miel.

Se vieron, se saludaron, se mimaron y se consolaron. Él, un niño apagado, añorando el abrazo de su madre, y ella, con su herida antigua aún no cicatrizada. Huérfanos los dos por los amores lejanos, se abrazaron y se calentaron con frases de cariño.

Luego Tonina se levantó de la silla y se alejó con el Senza Fine en brazos, como si fuera un niño recién nacido. Se quedó a un lado todavía observando al colombiano.

Entonces me le acerqué y, en pésimo italiano, le dije que admiraba mucho a Marco, a su hijo, a ese ragazzo que murió desilusionado y solo en 2004, después de haberle demostrado al mundo que era el mejor subiendo puertos, batallando y atacando como fiera herida.

—¿Me permite una foto?

—Claro, ¿eres colombiano?

—Sí, colombiano.

—¿Amigo de Egan?

—Sí, amigo —le mentí.

—Te digo, yo abrazo a Egan y siento que estoy abrazando a mi propio hijo —me dijo, y se echó a llorar.

Luego me pidió:

—Amigo, sostenme esto, para poder hacer la foto.

Me entregó el Senza Fine y yo no podía creerlo. Luego le pidió a su nieto que tomara la foto, mientras yo olía aquel trofeo y descubría un poco de su brillo dorado.

Me sentí el campeón del Giro, el campeón de cualquier cosa, por primea vez. Tonina se despidió con abrazo y con beso, y no sé si el calor de mi cuerpo también encontró recuerdos del pasado, porque yo sí, yo encontré un abrazo perdido de mi madre muerta, y me sentí el hombre más feliz del mundo, al menos por ese día, allá, en los fascinantes Dolomitas.