Número 137 // Diciembre 2023

Historia de una mujer asesinada

Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Fotografía por el autor

Todo comenzó hace dos años, en octubre de 2021, una tarde de domingo en la que María Estella, de apenas diez años, falleció en extrañas circunstancias tras un supuesto accidente de tránsito en Tarazá, Bajo Cauca antioqueño, cuando se desplazaba en bicicleta por la carretera que va a la Costa Atlántica.

A la pequeña le encontraron varias contusiones en la cabeza, los brazos y el torso, producto de la presunta caída, aunque la bici permaneció casi intacta, salvo unas cuantas peladuras en el marco.

El padre de la niña, Argiro Domicó, volvió de jornalear con café y hoja de coca dos días después y, con su hija ya sepultada, no aceptó la noticia y culpó a la madre de su deceso. Corrió al cementerio con media de aguardiente y la lloró durante horas. Luego regresó a su casa y golpeó a Eva María, su mujer, hasta que a ella no le quedó más remedio que esconderse debajo de la cama y esperar que al energúmeno se le pasara la rasca.

Aquella fue la primera alerta de la tormenta que se avecinaba sobre ese humilde hogar embera katío, formado en 2010, tras la separación de Eva María de su antiguo compañero, Noraldo, quien también la golpeaba cada que le daba la gana, por sospecha o por influjo de sus borracheras con chicha o aguardiente.

Eva María había nacido en 1970, en Tarazá. Era hija de Enrique y Evelia, y vivía en un tambo ubicado en pleno monte, en un sector conocido como Cañón Iglesias. Era la menor de seis hermanos. Víctor, Ismael, José Manuel, Leonardo y Aurora completan la lista.

Sembraban yuca, tomate, frijol, maíz y caña, pero también ganaban dinero recolectando café o raspando coca. Entonces eran más cercanos a las tradiciones embera y se mantenían lo más alejados posible del pueblo blanco o mestizo.

En aquella comunidad indígena, de la que hacían parte otras cien familias, todos los adultos se hacían cargo de la crianza de los niños durante la primera infancia, luego, cada madre se encargaba de su hija o hijas y cada padre hacía igual con los infantes hombres.

Tenían un sabio jaibaná para lidiar con las enfermedades físicas y espirituales, y un par de líderes que los representaban ante las autoridades de Tarazá. La vida era buena, simple, quizás monótona, pero qué vida no lo es.

Eva María, vaya nombre. La primera mujer y la madre de Cristo combinándose en el espíritu y las angustias de una mujer del campo, abstraída de cualquier tipo de ilusión y sometida al más cruel estoicismo. Solo sus hermanos tuvieron la fortuna de formarse en los salones, mientras que ella, al igual que su hermana Aurora, estaba destinada a esperar a un hombre para procrear hijos y cuidar su tambo.

Así llegó Noraldo, el padre de sus dos primeras hijas. La eligió cuando apenas tenía catorce años y la embarazó a los catorce y medio. Convivió con ella ahí mismo, en Tarazá, hasta que decidió abandonarla, llevado por los celos. Siempre que llegaba al hogar, caído de la perra, le recriminaba supuestos coqueteos con otros hombres de la comunidad embera, e incluso con algunos mestizos de los sembrados de coca, o con pescadores que a veces la veían pasar por la plaza, los sábados o domingos.

La cogía a golpes y a planazos de machete hasta que el cansancio y el efecto del licor lo tumbaban sobre el catre en que dormía, casi siempre solo, pues Eva María se acostaba con sus niñas todos los días.

“No le pega para matarla, le pega para reprenderla, es su derecho como marido”, decían los vecinos, y las autoridades tampoco reparaban en aquel maltrato, pues “así son los indios: violentos, brutos y mentirosos”.

Eva María lloraba poco y bajito, para no espantar a sus hijas, un esfuerzo inútil para mantenerlas alejadas de toda esa violencia. De niña, jamás le habían pegado, ni siquiera sus hermanos mayores. Todos la cuidaban, la querían, aunque de un modo apático, gris.

Hasta su primer marido, su único recuerdo de peligro fue cuando, con apenas diez años, vio pasar un imana con un pikhoromia en la boca. Los ojos amarillos de aquel jaguar se posaron sobre ella unos segundos, luego, el felino se perdió entre la selva con su presa y Eva María se quedó mirando la manigua un rato más, temerosa de volver a ver aquella fiera.

Muchas veces había visto pasar tropas de hombres armados, y también había escuchado el sonido recio de las balas, pero nada de eso le generó tanto miedo como los ojos amarillos del imana.

A pesar de las golpizas, Noraldo tampoco le producía terror. Tenía resuelto que cuando sus hijas crecieran, lo dejaría y se iría para Ituango, a vivir con sus hermanos mayores, quienes para entonces ya habían emigrado de Tarazá y dos de ellos se encontraban estudiando en Medellín.

Aurora, su hermana mayor, también se había casado y vivía en el barrio El Carmelo de Ituango. Al igual que Eva María, era sumisa y tranquila. La única diferencia entre ellas eran los pensamientos. Aurora estaba cómoda con ser una mujer abnegada y esclava de su esposo y de su hogar, pero Eva María había recibido mucha influencia de las mujeres blancas, y quería, como ellas, tomar vuelo por sí sola, huir de su injusta condena.

Conocía a una profesora, una joven de Yarumal, madre soltera, que viajaba con su hijo hacia donde la enviara el magisterio. Muchas veces, esa profe le había dicho que podía irse y vivir de las artesanías, o que, si quería, ella podía enseñarle otras cosas para que se ganara la vida honestamente y lejos de ese hombre horrible que la maltrataba.

Le gustó escuchar esas palabras y por eso tenía planes de marcharse, pero no con dos bebés. Sus hijas tenían que poder caminar solas. Entonces esperó.

Eva María estaba harta de su marido y quería abandonar la comunidad embera de Tarazá. Quería irse lejos y abrirse paso como una madre soltera, al igual que su amiga profesora, pero Noraldo se le adelantó. El hombre encontró a otra mujer y huyó con ella hacia Valdivia. Y Eva María, otra vez soltera, aplazó sus planes.

Pasó un año feliz con sus hijas. Recolectaba café y hacía collares, canastos y pulseras que luego vendía en el parque principal de Tarazá. Sus hijas aprendían de ella y le ayudaban. Todavía era una mujer joven y bonita, y por ello atrajo la atención de varios hombres, entre ellos Argiro Domicó, líder de la comunidad embera, quien muy joven había sido cabildante y en ese entonces, en 2010, era gobernador.

Argiro se enamoró a primera vista y comenzó a cortejarla día tras día. Los padres de Eva María habían fallecido hacía poco y los hermanos mayores no estaban ahí para advertirla o cuidarla. Finalmente, ella cedió a las intenciones de Argiro. Por algún motivo, pensó que eso del amor no era tan malo como se lo había dado a conocer Noraldo, y se dio otra oportunidad. Y así comenzó su tragedia, la tragedia Domicó.

Eva María también era Domicó, al igual que toda su familia, e incluso su antiguo compañero, Noraldo. La razón de la exigua diversidad de apellidos se fundamenta en que los embera tratan de no mezclarse con otras comunidades, aunque a veces, en los matorrales, las calenturas provocan deslices irreparables.

La unión libre con Argiro comenzó según las costumbres del lugar. El hombre se la pasaba ocupado en asuntos políticos y cuando regresaba al tambo, lo único que hacía era usarla para tener sexo, luego salía, se emborrachaba y volvía a irse de viaje. Su ausencia era tal que por poco ni se da cuenta que la había embarazado, a mediados de 2010.

Un día retornó, ebrio y cansado, y entonces notó la prominente barriga. Se sintió feliz, pero le exigió, absurdamente, que la criatura debía ser niña, porque si no, la iba abandonar.

Esa misma noche se decidió el nombre: María Estella y, pocos meses después, nació la criatura.

La llegada de la niña hizo que Argiro se quedara más tiempo en el tambo, y en su tosco y serio semblante asomó un liviano gesto de ternura. Durante un par de meses dejó la bebida y le hizo promesas de amor a Eva María. Poco después, se llevó a toda la familia a vivir en una casa de material en Tarazá.

Argiro no era un embera tradicional. Se vestía de jeans y camisetas con estampados. Se compraba tenis de marcas extranjeras y escuchaba música moderna en las cantinas. Iba a los puteaderos, comía en restaurantes y usaba relojes y cadenas de oro.

Eso de usar la burubá y el chindau (túnica y sombrero) no era para él. También había dejado de respetar a los grandes jaibanás e incluso las leyes divinas del gran Karagaba, el dios de todo en la cultura embera.

Pese a todo, el rumor general era que Argiro era un buen líder y un entrañable gobernador, por lo cual gozaba de amplias licencias en sus asuntos espirituales y maritales.

María Estella modificó brevemente la personalidad de Argiro quien, por el amor a su hija, les tomó cariño a las dos hijas de Eva María y Noraldo.

“Las voy a cuidar a todas Eva, no se preocupe”, solía decirle, y hasta se comparaba con Noraldo. “Vea que yo no la maltrato como él, vea que yo sí soy un hombre digno”. Y Eva María creyó en todo eso, se enamoró y, tres años después, volvió a quedar embarazada.

Con el tiempo, empujado por los tragos y algunos problemas como político, Argiro comenzó a olvidarse de sus responsabilidades como padre y la ternura de su semblante se desvaneció.

La vida cambió. Las hijas mayores de Eva María ya se habían ido de la casa y María Estella se la pasaba en la escuela o jugando en la calle. Argiro se pasaba semanas viajando o trabajando en el campo y cuando recogía dinero suficiente iba a gastárselo en las cantinas, con otras mujeres. A Eva no le quedó más remedio que volver a vender artesanías, llevando siempre a su hija menor en una suerte de marsupio.

Cuando los amores furtivos lo abandonaban, Argiro volvía a su casa y se aprovechaba de la vulnerabilidad de su mujer, usándola como si fuera un objeto comprado en una tienda sexual. Sus hijas lo veían todo en silencio. Si Eva María no se quejaba, Argiro le perdonaba los golpes y tras satisfacer sus anhelos volvía a irse y cerraba la puerta con furia.

A Eva María le hablaba el recuerdo de su amiga profesora, ¿y todos esos proyectos que había pensado junto a ella? Irse a donde nadie la conociera y comenzar de nuevo con sus munkauc (hijas).

Les contó de su situación a sus hermanos mayores, quienes ya estaban dando pasos hacia el liderazgo de la comunidad embera, sobre todo Leonardo, quien ya se había postulado para cabildante. “No debe quejarse Eva María, usted cumplió con su destino. Tiene hijas y un hogar. Respete a su marido”, le respondían.

La única que entendía su padecimiento era Aurora, su hermana, pero sus consejos tampoco eran satisfactorios. “A mí pasar lo mismo, Eva, la mía marido también me pega, pero mientras no quiera matar, aguanto”, le decía con su español a medias entre la selva y los pueblos.

Aguantar, aguantar hasta que llegue la muerte, como reza el sacramento del matrimonio. Pero es que ella no se había casado por la iglesia católica. Su unión era libre. Podía marcharse si quisiera. La cabeza le daba vueltas, pero mirar a sus hijas, ya grandes, dos de ellas con familias propias, le dio la valentía suficiente para volver a pensar en irse, en huir de esa vida estrecha y sofocante.

Cuando María Estella cumplió los diez años, Eva pensó en decirle a Aurora que la recibiera en Ituango, temporalmente, mientras decidía qué camino tomar con sus dos niñas. Pero entonces ocurrió el accidente. La niña salió a jugar con sus amiguitos y uno de ellos le prestó una bici de cross. Salió a dar una vuelta y no regresó. Un camionero encontró su cuerpo tirado sobre un pastizal y la bici a la orilla del camino. La niña estaba muerta.

El dolor que sintió Eva María no lo puede imaginar nadie. Su rostro ensombreció, sus ojos se apagaron. Argiro también se derrumbó con la noticia, pero proyectó toda su rabia contra la madre devastada, quien ya no respondía a sus golpes. Desmadejada, dejaba que él la insultara y le pegara, sin siquiera llorar. Eso acrecentaba el odio de Argiro, quien desde ese día prometió matarla.

Ella nunca lo denunció, ni pensó en hacerlo. Lo único que la mantenía con vida era su otra hija, y sus deseos incontenibles de irse muy lejos. Así que aprovechó una de las largas ausencias de su marido y, sin avisarle a nadie, tomó a su hija en brazos y un bolso con unas cuantas mudas de ropa y se fue para Ituango.

Llegó al barrio El Carmelo a comienzos de 2021, y consiguió un pequeño apartamento en alquiler, al lado de la casa de Aurora. Y aunque la muerte de María Estella le producía fuertes dolores en el pecho, como si su corazón fuera a reventar, poco a poco fue recuperando la paz.

Aurora la respaldó esos primeros días cuidando a su niña para que pudiera salir a buscarse unos pesos vendiendo artesanías. Leonardo también estaba cerca. Su hermano había terminado sus estudios y había sido elegido para el cabildo del resguardo indígena Jai Dukamá del corregimiento de La Granja. Tenía cierto poder entre su pueblo, pero el gobernador era Fabián Domicó, hermano de Argiro.

Dicho resguardo queda en zona rural de La Granja y cuenta con más de 1300 hectáreas de tierra, donde habitan cerca de cuatrocientas personas. Ese resguardo tiene doscientos años de historia, según cuenta Leonardo. Los embera que habitan en el barrio El Carmelo, en el sector de La Montañita, aunque marginales, están incluidos en ese resguardo y, por lo tanto, están cobijados por sus autoridades.

Cuando Eva María llegó a Ituango, Leonardo le comentó la noticia a Fabián, quien de inmediato se la comunicó a su hermano Argiro. Casi un mes después, el marido se trasladó a Ituango para buscar a su mujer y a su hija. Traía la muerte dibujada en la frente.

“Un día de estos voy a matar a esa mujer”, pregonaba borracho en las cantinas, mientras lloraba. “Les juro que la mato”, repetía.

Argiro comenzó a merodear la casa de Eva María y de cuando en cuando la obligaba a abrirle. No volvió a dormir con ella y tampoco la golpeaba, por la cercanía de Aurora, pero cuando la veía en la calle, la perseguía para insultarla y le lanzaba piedras.

El tormento era diario, pero nadie se preocupaba porque Eva María estaba, supuestamente, bien rodeada y protegida. Y es que no solo Aurora vivía cerca, también su hija mayor, Nelcy. Además, Leonardo viajaba todos los fines de semana desde La Granja.

Algunos vecinos de El Carmelo sí pusieron en alerta a las autoridades varias veces, debido a los gritos de Argiro en plena calle, prometiendo la muerte de su exmujer. En un par de ocasiones lo metieron a los calabozos, pero la influencia política de su hermano Fabián lograba que lo dejaran en libertad. Los únicos momentos en que Eva María no se sentía amenazada eran los de cosecha, porque Argiro se iba para el monte a jornalear y tardaba meses en regresar.

La pandemia la protegió brevemente, pero el virus también pasó, aunque dejando su marca, y la terrible normalidad volvió a acecharla.

A finales de 2022, Argiro entró a la casa de Eva María, la golpeó brutalmente y huyó. No volvió a aparecer hasta mediados de 2023. Leonardo, minimizado por la autoridad de Fabián, no dijo nada y perdonó el ataque.

Sin embargo, Argiro todavía no estaba satisfecho. Sus deseos de matar a Eva María seguían vivos. Eva María puso en alerta a sus vecinos y denunció las agresiones en la Estación de Policía de Ituango. Los oficiales tomaron nota de su nombre, del nombre de Argiro, pero advirtieron que, de no producirse ningún hecho flagrante, no podían hacer nada. El ciclón de sus remordimientos, su amargura, las ideas sobre el dominio ejercido sobre su mujer lo hicieron cada vez más turbio y perturbado.

El pasado 30 de octubre, a las 9:00 de la mañana, Argiro llegó a El Carmelo a pie. Subió las interminables faldas hasta la casa de Eva María y tocó la puerta. Ella le abrió, por temor a un escándalo, y él se abrió paso dando patadas y golpes. La mujer estaba cuidando a su nieto de tres años, el primer hijo de su hija Nelcy.

Argiro la arrastró a golpes hasta el solar de la vivienda y la tiró junto a un limonero. Luego sacó un cuchillo y arremetió contra ella. El niño comenzó a gritar de espanto y Eva María rogaba por auxilio, mientras interponía las manos para evitar las puñaladas. Pero Argiro la dominó fácilmente y le clavó el puñal en el cuello. Se sentó sobre su pecho, pleno de ira y, cuando estaba dispuesto a propinarle un nuevo cuchillazo, entró Aurora.

“Déjela, deje a la Eva, déjala”, dijo angustiada. Eva María gritaba: “Ayúdenme, ayúdenme”, pero la sangre la ahogaba.

Aurora se lanzó sobre Argiro y forcejeó con él hasta donde pudo. Logró arrebatarle el cuchillo, pero él se deshizo de ella con un codazo y la amenazó. Entonces ella salió corriendo en busca de ayuda, pero ningún vecino atendió sus ruegos. Algunos, incluso, le cerraron la puerta. Atormentada por la impotencia, volvió a la casa y vio como Argiro rasguñaba como una fiera las heridas abiertas en el cuello de Eva María.

Aurora volvió a salir y pidió que llamaran a la policía. Buscó en las aceras un palo o una piedra. Volvió a ingresar en la casa de su hermana y vio a Argiro tomar una piedra grande del solar. En ese momento todo se volvió borroso para ella, quien a punto estuvo de desmayarse. Argiro se irguió frente a Eva María y dejó caer la piedra con fuerza sobre su cabeza. Aurora volvió a la calle, sin saber qué hacer, recorrió media cuadra y se devolvió. Argiro ya se había marchado por entre los muros de las otras casas. Eva María estaba muerta.

Eva María, la madre de la niña muerta, murió por los pecados del hombre. Y fue precisamente ese hombre, justo el que le había prometido amor eterno, quien la mató.

Al final, los ojos amarillos del temible jaguar volvieron a encontrarla, aunque en otra selva. Esta vez, ella fue la presa que el animal se llevó en su hocico.